Read El secreto de sus ojos Online
Authors: Eduardo Sacheri
El trigésimo día de su detención se decidió por fin y avanzó con ademán resuelto, el pecho inflado, el ceño fruncido, por el pasillo que separaba las dos hileras de cuchetas y que conducía a las duchas. Creyó advertir, complacido, que un par de presos se hacían levemente a un lado para darle paso.
Más tranquilo, más seguro, Gómez avanzó hasta detenerse junto a un banco de madera de listones grises y se quitó la ropa. Caminó sobre el piso húmedo del sector de duchas y abrió el grifo. Le produjo una agradable sensación de bienestar el chorro de agua dándole en el rostro y resbalando por su cuerpo.
Cuando sintió un carraspeo a sus espaldas, se dio vuelta y crispó los puños, en un gesto tal vez más tenso y más veloz de lo que hubiese deseado. Dos presos lo miraban desde el acceso a las duchas. Uno de ellos era corpulento, alto, un verdadero ropero de piel oscura y apariencia de criminal hecho y derecho. El otro era flaco, de estatura regular, con la piel y los ojos claros. Fue este último el que se avanzó unos pasos y adelantó la diestra para saludarlo.
—Hola. Por fin te estás sacando la mugre, querido. Yo soy Quique, y este es Andrés, aunque todos le dicen Culebra —su manera de hablar era la de una persona educada y afable.
Gómez retrocedió contra la pared y alzó un poco la guardia. De nuevo sus puños estaban cerrados.
—¿Qué carajo querés? —preguntó en el tono más seco y agresivo del que fue capaz.
El otro no pareció darse por enterado, o quiso pasar por alto la reacción.
—Venimos a ser algo así como tu comité de bienvenida, che. Ya sé que estás acá hace un montón, pero qué querés. Recién ahora te estás aflojando un poquito, ¿no?
—Flojo las pelotas.
El rubio pareció genuinamente sorprendido.
—¡Ay, che, qué modales! ¿Te cuesta mucho ser un poco más simpático? Mirá que haciéndote el asqueroso acá no ganas nada…
—Lo que haga o lo que deje de hacer es asunto mío, puto de mierda.
El rubio abrió grandes los ojos y la boca. Se volvió hacia su compañero, como invitándolo a intervenir o pidiendo una explicación. El otro se dio por aludido y abandonó el marco de la puerta para hablar erguido.
—Cuida la boca, petiso, porque si no se la voy a sacar por el culo.
—Pará, Andrés. Tampoco le digas así, se ve que el pobre…
El rubio no pudo terminar porque recibió un súbito empujón de Gómez que lo lanzó contra la pared y le hizo golpear la nuca contra los azulejos. Lanzó un chillido y resbaló hasta quedar sentado. El rostro de su amigo se transformó en una mueca de furia y en dos trancos estuvo frente a Gómez: le llevaba dos cabezas de talla.
—Te voy a cagar a patadas, enano de mierda.
—Enano la concha de tu madre, negro puto… —alcanzó a retrucar Gómez, pero no pudo continuar porque el morocho lo sentó de un trompazo y, antes de que pudiera reaccionar, le aplicó un puntapié feroz en el pecho, que lo dejó sin aire.
Gómez intentó reptar para alejarse, pero el piso encharcado de agua jabonosa se le hacía demasiado resbaladizo. Apenas logró ocultar la cabeza y el pecho entre los brazos, haciéndose un ovillo. El morocho se aferró a una canilla para no resbalar y la emprendió a patadas contra la espalda de Gómez, con la fiera despreocupación de quien patea una pelota contra un frontón. Se escuchaba, de tanto en tanto, un quejido sordo. Varios curiosos, alertados por el tumulto, se acercaron a los baños y llamaron a otros a los gritos. Uno de los advenedizos llamó al Culebra con un chistido. Le alcanzaron una faca.
—¡Tomá, Culebra! ¡Reventalo y listo, varón!
El aludido asió el arma con cuidado para no cortarse.
—¡Pará, Andrés, no hagas locuras! —la voz del rubio era un ruego desesperado, mientras intentaba ponerse de pie.
—No te calentés, Quique —la voz del morocho ahora era dulce, cariñosa, con un matiz divertido, como si lo conmoviese la desesperación de su compañero.
Giró hacia el lado en el que había dejado a Gómez retorcido de dolor. Pero su contrincante había aprovechado la pausa para sentarse. Se tomaba el abdomen con las manos. La espalda le dolía más todavía, pero no tenía modo de palpársela. El Culebra pareció dudar acerca de si continuar el castigo o llevarle el apunte a su socio. Varios de los curiosos lo alentaban para que ensartara al novato con la faca.
Porque la patada que le lanzó Gómez a la altura de los tobillos resultó sorpresivamente violenta, o porque lo tomó desprevenido, o porque tenía los pies demasiado juntos sobre el piso jabonoso, el Culebra cayó hacia atrás como si el suelo hubiese dejado de existir bajo sus plantas. Instintivamente pretendió apoyar las manos para aminorar la violencia del impacto inminente, pero como en la derecha tenía aferrada la faca, al dar contra las baldosas el filo se le hundió en la palma y la muñeca. Ahora fue su turno de lanzar un grito destemplado. El rubio saltó sobre él para auxiliarlo y casi al instante volvió a erguirse con las manos y la camisa empapadas de sangre y un aullido de pánico en la garganta.
Gómez, que seguía tendido y había visto todo de costado, advirtió que se acercaban varias figuras presurosas en su dirección, hasta que lo cegó un nuevo puntapié que le dio en la mandíbula.
Gómez despertó tres días después en la enfermería del Penal y le costó un buen rato recordar quién era y dónde se hallaba. Cuando el enfermero lo vio moverse, llamó a dos guardiacárceles que sin demasiados miramientos lo sentaron en una silla de ruedas y lo pascaron por un sector de oficinas al que los presos casi nunca tenían acceso.
Finalmente lo introdujeron en un despacho en el que un tipo, sentado detrás de una mesa desnuda, fumaba un cigarrillo negro y parecía estar esperándolo. Era calvo, salvo por una delgada línea de cabello a los lados de la cabeza. Usaba un bigote espeso y llevaba un saco oscuro y una camisa de cuello ancho, sin corbata. Los guardias estacionaron la silla de Gómez frente a su mesa, salieron y cerraron. Gómez no habló. Esperó a que el otro terminase de fumar. No mantuvo el silencio solo por la confusión y la sorpresa, sino también porque le dolía tanto la garganta al tragar la saliva que sospechaba que mover los labios y la lengua iba a provocarle un dolor directamente intolerable.
—Isidoro Antonio Gómez —dijo el otro por fin, pausadamente, como si estuviese escogiendo las palabras—, voy a explicarle para qué lo hemos traído.
El tipo jugaba con la tapa del encendedor. Su sillón debía ser cómodo porque le permitió inclinarse hacia atrás lo suficiente como para subir los pies a uno de los vértices de la mesa.
—Tengo que decidir, en este amable encuentro, mi estimado, si usted es un tipo inteligente o si es flor de pelotudo. Ni más ni menos.
Recién entonces lo miró, y puso cara de estar profundamente sorprendido, aunque todo en él parecía sobreactuado.
—Mierda, que lo han estropeado, m'hijo. La pucha… Pero bueno. El caso es que me toca a mí tomar una decisión complicada, y para tomarla tengo que encontrar la respuesta a la cuestión que le decía recién, ¿me entiende?
Hizo otra pausa y abrió un cuaderno que tenía a un costado y que Gómez hasta entonces no había divisado. Estaba lleno de anotaciones.
—Desde que lo rescataron los guardias, en el pabellón (y mire que la sacó barata, porque si el tal Culebra no se hace ese feísimo corte con la faca, y los demás presos llaman a la guardia para pedir ayuda para ese fulano, a usted, mi amigo, lo cortan todo, se desangra como un chancho y no cuenta el cuento), que estoy meta y meta sobre el caso suyo. Igual no se crea. Yo su causa la conocía. Bueno, a usted no, pero a la causa sí. Por lo menos la primera parte. El resto tuve que leerlo para ponerme al corriente. Lo que son las casualidades, Dios mío. ¿Vio eso de que el mundo es un pañuelo? Parece una pelotudez pero cada vez estoy más convencido de que es cierto.
Dio vuelta varias páginas del cuaderno hasta que dio con una que le interesaba. De allí en adelante fue volteándolas parsimoniosamente a medida que hablaba.
—Bueno. Al grano. Ese tema del homicidio de la chica… qué asunto feo, che, qué asunto feo. Pero no es cosa mía. En el fondo me imporra un carajo. Pero noté que en la escena del crimen no dejó nada que lo incriminase, y que después de los hechos usted se tomó el pire de los lugares que frecuentaba cuando la policía trató de echarle mano. ¿Digo bien? Y se pasó tres años hecho un monaguillo para que nadie lo jodiera. Pienso en eso y digo: este es un tipo inteligente. Pero después me sigo enterando, vio, y me anoticio de que lo terminaron agarrando por viajar colado en el Sarmiento y fajarse con un guarda, y entonces digo: este tipo es un boludo. Pero, por otro lado, tomo en cuenta que los del Juzgado tienen poco y nada para vincularlo a usted con el asunto y me digo: está bien, tampoco se va a andar cuidando toda la vida; este es un tipo coherente. Pero sigo adelante y me entero de que lo indagan en el Juzgado y canta todo como si fuera Palito Ortega, y entonces yo me siento con derecho a concluir, mi amigo, dicho esto con todo respeto y consideración, que usted es un pelotudo hecho y derecho. Pero después sigo enterándome, ¿sabe? Porque lo mío es enterarme, qué le va a hacer. Vivo de esto. Y me entero de que aterriza en Devoto y se pasa un mes enterito sin que le rompan el culo y me renacen las dudas. ¿No será un piola del año cero, este muchacho? Pero después me entero de que lo visitan el Culebra y Quique Domínguez, que son más buenos que la aspirina, y que además son un matrimonio con todas las de la ley, que lo único que les falta son las alianzas de oro, y usted no tiene mejor idea que reaccionar como una quinceañera virgen que teme que le falten el respeto, lo trompea al pobre Quique y me lo obliga al Culebra a cagarlo bien a golpes para lavar la afrenta. Y guarda que esto que le digo del Culebra y Quique lo saben hasta en la panadería de la esquina. Si usted no se dio cuenta después de un mes con estos tipos, me obliga a volver a mi pensamiento podríamos decir más pesimista con respecto a usted, Gómez, o sea a pensar que es un boludo redomado.
Hizo una pausa para tomar aliento.
—Póngase en mi lugar, Gómez. No es sencillo. ¿Me quedo con su valor para tratar de copar la parada o con la payasada de pelearse con esa pareja de tortolitos que hacen menos daño que una ensalada mixta? No sé… no sé… Por otro lado, pienso que es un tipo suertudo. ¿Usted no cree en eso de la suerte? Yo sí. Yo creo que hay tipos con culo y tipos sin culo. Y para mí que usted nació con culo, qué quiere que le diga. Pongámoslo así: zafó cuando liquidó a esa chica, zafó cuando fueron a buscarlo, zafó cuando casi lo matan acá adentro. Ya sé: si quiero ver el lado malo puedo detenerme a pensar que lo agarraron por idiota en el tren, que se mancó como un imbécil cuando lo indagaron, que le erró el vizcachazo en el pabellón. Pero, bueno, más allá de que en algunas ocasiones usted se porte como un pelotudo, el culo lo tiene lo mismo, ¿me sigue? Y eso es importante en la gente que uno elige para laburar.
Hizo otra pausa para encender un nuevo cigarrillo. Le convidó a Gómez, que negó con la cabeza.
—¿Quiere que le dé otro indicio de que tiene un orto a toda prueba? Que esté acá, muchacho. Que esté acá delante de mí, que puedo convertirme en su nuevo jefe. ¿Qué le parece? Véalo de este modo. Yo necesito gente nueva y usted aparece acá, a mano, como caído del cielo.
Lo consideró un largo minuto en silencio. Después siguió:
—Y otra cosa, Gómez. Usted no necesita saber el motivo exacto, pero… usarlo a usted es darme un gustazo, porque le jodo la vida a un tipo que primero me la jodio a mí, ¿sabe?
El pelado movió negativamente la cabeza, como si no pudiese creer el modo en que se habían encadenado las cosas.
—Pero déjelo allí. No se haga cargo. Olvídese de eso último. Bastante va a tener que preocuparse por hacer bien el trabajo que voy a encargarle.
Dio la última pitada al nuevo cigarrillo. Soltó el humo hacia el techo. Se pasó la mano por la calva.
—Supongo que no me hará quedar a mí como un boludo, ¿no?
Café
Chaparro piensa que, si en la vida existen momentos sublimes, este es uno de ellos. El perfeccionista que lleva adentro le sopla que podría ser mucho más sublime todavía, pero el resto de su alma descarta rápidamente la objeción porque la felicidad, vestida de tierna serenidad, lo acuna en su indulgencia.
Cae la tarde y está con Irene en su despacho. Tribunales a esa hora es un desierto. Acaban de tomar un café e Irene sonríe después de un silencio prolongado durante el cual sus miradas, interrogativas, se han cruzado a través del escritorio. Siempre esos silencios son incómodos, pero pese a eso Chaparro los disfruta muchísimo.
En estos últimos meses siente que algo se ha movido, o modificado, y no solo en él mismo sino sobre todo en la mujer que tiene enfrente y de la que se sabe enamorado. Se han visto varias veces desde la tarde en la que Chaparro decidió no asistir a su despedida y volvió sobre sus pasos a pedirle prestada su vieja Remington. Seis o siete veces, cree. Siempre como hoy, con las últimas luces de la tarde. Las dos o tres primeras, Chaparro ha buscado excusas para preservarse de quedar en evidencia y en ridículo. Después ya no. Irene, extrañamente directa, le ha dicho que le encanta que la visite, y que no quiere que lo haga sólo si tiene un motivo concreto. Se lo ha dicho por teléfono. Chaparro lamenta no haber visto su rostro mientras ella pronunciaba esas palabras. Pero al mismo tiempo sospecha que no habría tolerado exhibir el incendio de sus propias vísceras al escucharla decirlo. ¿Qué cara debe poner uno para oír una frase semejante?
No todas las frases de Irene le dejan el mismo sabor dulce. Hace poco él se atrevió, tratando de generar una complicidad mayor, a insinuarle que esos encuentros vespertinos tal vez dieran lugar a habladurías. Ella contestó, con naturalidad, casi con altivez, acaso desde una dolorosa distancia, que no hay nada de malo en tomar un café con un amigo. Esa calificación le ha dolido porque lo aleja, lo condena a regresar a una lejanía respetable y respetuosa. En sus esporádicos arranques de optimismo Chaparro se dice que no es para tanto, que tal vez le salió con eso como un modo de solventar su propia y legítima turbación ante la posibilidad de quedar expuesta. Además las mujeres saben cómo enmascarar los sentimientos, cómo desactivar los detonadores de las emociones que a muchos varones les estallan, sin más, en pleno rostro. Al menos así lo cree Chaparro, o quiere creerlo. Es como si las mujeres estuviesen condenadas a comprender mejor el mundo y sus peligros. Por eso no es descabellado pensar que Irene, al responderle así, tal vez está sosteniendo una disputa que a él lo excede, con ese mundo que los rodea y cuya extensión abarca todo el planeta menos ese despacho que huele a madera y en el que Irene acaba de sonreír, incómoda, tal vez avergonzada.