El secreto de sus ojos (17 page)

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Authors: Eduardo Sacheri

BOOK: El secreto de sus ojos
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¿Estaba haciendo méritos para que le sacudiera un tortazo? Daba toda la impresión. ¿No se daba cuenta de que estaba intentando arrinconar al sospechoso, que tal como venía la mano era como tratar de arrinconar a una mosca en un galpón de veinte por treinta? No. No se daba, con la tranca que traía encima.

—Hacé lo que quieras —me limité a responder.

Salió muy campante. Cuando giré hacia Gómez me pareció ver, en su mínima sonrisa, que se había avivado del estado alcohólico de mi colaborador. No tengo que cederle la iniciativa, me propuse. Pero se me hundía el barco y no sabía cómo salir de eso. Seguía sin escribir una palabra: ni mis preguntas estúpidas ni sus respuestas previsibles. Decidí jugarme. Total, perdido por perdido…

Le dije que, tal como podía imaginarse, no andábamos deteniendo gente a troche y moche. Que sabíamos perfectamente que había sido vecino y amigo de la víctima. Que se había venido desde Tucumán poco después del casamiento de la chica, lleno de resentimiento. Que el día del asesinato había sido la única vez que se había atrasado terriblemente en su horario de llegada al trabajo, y que, cuando a fines de 1968 la policía había iniciado averiguaciones en su entorno, él se había evaporado sin dejar rastro.

Listo. Era la última bola de la noche. Una posibilidad a favor contra todas las demás en contra. Que se asustara, que se sorprendiera, que hiciera las dos cosas juntas. Y que decidiera colaborar para aligerarse el problema. Yo estaba habituado a tratar con idiotas que, por no aguantar la presión de la mentira, o por ver demasiadas películas en las que se ofrece a los reos penas más livianas si confiesan, terminan cantando hasta «La cumparsita» y permitiendo resucitar causas moribundas. Pero, cuando Gómez me miró, supe que era inocente o era piola. O las dos cosas. Seguía entero, confiado, paciente. O nada lo sorprendía o venía preparado de antemano para esos dardos lastimosos.

Abruptamente me acordé de Morales. «Pobre tipo», llegué a pensar. Tal vez al viudo le hubiese convenido toparse en el Juzgado con alguien como Romano, y no como yo. Ese sí que no hubiera tenido problema. Una buena noche de tormentos en la seccional junto con su amigo Sicora y capaz que a esta altura Gómez ya estaba confesando hasta el asesinato de Kennedy. Total, la cara ya la traía estropeada». Me detuve a pensar. ¿Tan desesperado estaba yo que había llegado a sopesar que las prácticas de ese hijo de tal por cual de Romano fuesen plausibles?

Algo interrumpió mis divagaciones. Alguien, mejor dicho. Sandoval irrumpía por tercera vez en la declaración informativa que yo intentaba llevar adelante. Ahora venía sin ningún expediente en la mano. Como Pancho por su casa, se lanzó a hurgar en los cajones del escritorio del secretario. Hasta me corrió el codo con delicadeza, para no golpearme con el filo de la gaveta más alta de la derecha.

—Ya le dije que no tengo idea —¿era burlón, ahora?—. A la chica la conocí. Éramos amigos, y me dolió mucho enterarme de su muerte.

Miré la hoja en la máquina y apreté varias veces el espaciador para situarla correctamente. Tecleé casi con furia. «Preguntado por Su Señoría acerca de si acepta tener relación con los hechos que son materia de la presente causa, el declarante manifiesta…».

—Perdón que me meta, Benjamín —¿era verdad?, ¿era cierto que el borracho pelotudo de Sandoval me interrumpía en semejante circunstancia?—, pero este pibe no puede haber sido.

Ahora sí. Cartón lleno. ¿Y si mejor optaba por pedirle prestada el arma al custodio y lo cosía a tiros? ¿Cómo podía ser que la bebida lo embruteciera de tal modo? Yo estaba casi enloquecido intentando amedrentar a nuestro sospechoso con una serena imagen de autoridad y mi ayudante, nadando en alcohol a las once de la mañana, se ponía a defenderlo.

—Andá a la Secretaría. Lo hablamos después —logré decirle sin insultarlo.

—Pará. Pará. En serio te digo. En serio —encima repetía las pocas estupideces que lograba articular—. ¿Vos lo viste? —me lo señalaba a Gómez con la palma extendida. El aludido, tal vez interesado, lo miró también—. Este pibe no pudo haber sido.

Levantó la causa que estaba sobre el escritorio, se sentó en el borde, y empezó a hojear el expediente.

—Imposible —afirmó—. Mirá. Mirá esto. Fijate.

Había abierto la causa al principio de la autopsia. ¿Me estaba jodiendo a propósito, con lo que sabía Sandoval, de memoria, que yo odiaba ese tipo de pericias?

—Esta chica, Colotto: un metro setenta; sesenta y dos kilos —leyó, y golpeó con el índice el párrafo que le interesaba—, ¿ves? — y soltando una sonrisita picara, agregó—: La chica le llevaba como una cabeza, al pibe este.

La expresión de Gómez se ensombreció de repente. O al menos me pareció, porque de hecho yo había empezado a prestarle más atención a mi borracho colaborador que al detenido, de modo que apenas le eché un vistazo.

—Aparte… —Sandoval hizo una pausa, mientras revisaba hacia atrás y hacia delante. Se detuvo en las fotografías de la escena del crimen—: No sé si viste bien a esta mujer— giró la causa hacia mí, para que la viera, y trató de enfocarme con su mirada torva —. Era hermosa…

Torció el expediente de nuevo hacia su lado.

—Una belleza como esta —prosiguió— no está al alcance de cualquier mortal. —Y como para sí mismo, en un tono súbitamente entristecido—: Hay que ser muy hombre como para poder con semejante portento.

—¡Ah, sí! ¡Seguro!

Giré la cabeza. Era Gómez el que había hablado. Su expresión se había puesto rígida y a los labios le había asomado un repentino rictus de desprecio. Y no le quitaba la vista a Sandoval.

—¡Porque seguro que el infeliz ese con el que se terminó casando debe ser un machazo, seguro!

Sandoval lo miró. Después me miró a mí, y sacudiendo apenas la cabeza en dirección de Gómez, me dijo:

—No hay caso. El pibe no comprende. ¿Te acordás que ayer me dijiste que la víctima conocía al asesino, porque no había señales de violencia en la puerta de entrada?

«Genial», dije para mis adentros. El dato postrero que todavía guardaba como un último comodín para jugarlo cuando pudiera, y el tarado acababa de divulgarlo para nada.

—¿Y qué?

¿Era posible que estuviera tan en pedo que pasase por alto mi entonación casi homicida?

—Justamente, justamente —lo peor era que Sandoval se veía tan vivaz, tan despierto, que no parecía posible que se le pasara por alto la macana que se estaba mandando—. ¿Vos suponés que semejante mujer tiene tiempo, tiene lugar en la cabeza, para acordarse de sus vecinos tucumanos y abrirles la puerta como si tal cosa un martes a la mañana, después de vaya a saber cuántos años de no verlos ni de pensar en ellos? Ni por equivocación, Benjamín, en serio.

Sandoval soltó la causa sobre el escritorio y abrió los brazos, como dando por terminada con éxito la demostración de un teorema.

—¿Y este? ¿Quién es? —la pregunta de Gómez fue dirigida a mí, y sonó agresiva. No le contesté, porque en un rapto de lucidez había empezado a comprender lo que estaba haciendo Sandoval y a darme cuenta de que el que estaba a tientas y a los tumbos era yo, y no él.

—Pero entonces tendríamos que reorientar totalmente la investigación… —apunté dirigiéndome a Sandoval, y las dudas que cargaba mi voz no eran fingidas.

—Exacto —Sandoval me miraba satisfecho—. Tenemos que buscar un hombre alto. Agreguemos pintón. Alguien, digamos, capaz de dejar huella en una mujer como esa —adoptó de pronto un tono reservado—. ¿No tendríamos que revisar, tal vez, sus… amistades?

—Deja de hablar pelotudeces —Gómez se había puesto colorado y no le sacaba los ojos de encima a Sandoval. El hematoma de la ceja parecía habérsele inflamado en ese breve lapso—. Para que sepas, Liliana se acordaba perfectamente de quién era yo.

Pegué un respingo. Sandoval lo miró, con la displicente impaciencia de quien tolera que el cartero le toque el timbre pidiéndole una colaboración por la inminente Navidad. Se puso serio.

—No sea ridículo, muchacho —se volvió hacia mí—. Y otra cosa: por las señales de la autopsia, el tipo que la asaltó era flor de bruto… una especie de semental —abrió la causa y recitó, mejor dicho, inventó como si estuviera leyendo:— «Por la profundidad de las lesiones vaginales puede deducirse que el atacante era un hombre muy bien dotado. Del mismo modo, los hematomas del cuello demuestran una fuerza hercúlea en las extremidades superiores del atacante».

—¡Ahí tenés, pedazo de boludo! ¡Bien cogida que me la cogí, a la puta esa!

En un segundo Gómez se había incorporado y empezado a vociferar a centímetros de la cara de Sandoval. Rápido de reflejos, el custodio lo sentó de un manotazo y le colocó otra vez las esposas. Sandoval hizo un gesto de desagrado, no se sabía si por el insulto o por el aliento fétido del detenido. De nuevo se encaró con él.

—Muchacho —su expresión era una mezcla de compasión y hastío, como si una criatura insistente, a la que sin embargo no quisiera castigar, estuviese a punto de colmarle la paciencia—, no busques la piñata: mirá que hoy no es el cumpleaños.

Después giró hacia mí, como deseoso de seguir exponiéndome sus hipótesis.

—Pobre de vos, infeliz. No tenés ni idea de lo que le hice a esa roñosa.

Sandoval volvió a mirarlo. Puso cara de estar acopiando sus últimos vestigios de paciencia.

—A ver. ¿Qué tenés para decir? Dale. Animate, semental.

21

Isidoro Antonio Gómez habló sin interrupción durante los siguientes setenta minutos. Cuando acabó, me dolían los dedos, pero, salvo un par de palabras en las que por la fatiga había alterado el orden de algunas letras, tipié su declaración casi sin errores. Yo hacía las preguntas, pero Gómez hablaba mirando fijamente a Sandoval, como esperando que se quebrase en pedazos y se hiciera polvo sobre el piso de madera. El otro emprendió un viraje expresivo grandioso: muy lentamente fue trocando su inicial gesto de fastidio e incredulidad por otro cada vez más interesado. Sobre el final de la declaración construyó una máscara en la que parecían mezclarse, armónicamente, el respeto, la sorpresa y hasta un mínimo matiz de admiración. Gómez terminó hablando en un estilo casi doctoral de los recaudos que había tenido que tomar cuando, después de hablar telefónicamente con su madre, se había enterado de que Colotto padre se había interesado por su paradero.

—El capataz de la obra se quiso morir cuando le dije que me iba —le hablaba a Sandoval como un experimentado y paciente pedagogo. Ya había recuperado la serenidad, pero no daba la menor muestra de querer volverse atrás con sus dichos—. Me ofreció recomendarme con sus conocidos. Por supuesto, me negué: la policía habría podido ubicarme.

Sandoval asintió. Se incorporó, suspirando. Había estado todo ese rato con los brazos cruzados, encaramado apenas en el escritorio.

—La verdad, muchacho, qué quiere que le diga. No lo hubiese pensado… —frunció los labios en ese gesto que usamos para claudicar ante las evidencias—. Será como usted dice…

—¡Es! —fue la conclusión plena, victoriosa, tajante de Gómez. Le di los últimos golpes a las teclas. Cerré la declaración con los formulismos habituales. Apilé las hojas y se las extendí con mi lapicera.

—Léalas antes de firmar. Por favor —yo también, aunque sin saber del todo por qué, había adoptado el tono cordial y sereno con el que Sandoval había terminado su participación en la escena.

Era una larguísima declaración, que arrancaba como informativa y se convertía casi de inmediato en declaración indagatoria, con las garantías del caso. Yo había dejado expresa mención de que el ahora procesado no deseaba hacer uso del derecho de no declarar ni del de contar con el asesoramiento de un letrado durante su exposición. Por una de esas extrañas roscas del destino, el defensor oficial de turno que le tocaba no era otro que Pérez, el sempiterno tarado. Gómez firmó las hojas una tras otra, apenas hojeándolas. Yo lo miré, y él me sostuvo la mirada mientras me devolvía las actuaciones. «Ahora jodete», pensé. «Ahora sí que estás listo, muñeco».

En ese momento se abrió la puerta. Era ni más ni menos que Julio Carlos Pérez, nuestro antiguo secretario devenido defensor oficial. Por suerte, yo tenía más cancha para tratar a los boludos que a los psicópatas.

—Qué decís, Julio —salí a recibirlo fingiendo alivio—. Menos mal que viniste. Acá tenemos una declaración informativa que tuvimos que transformar en indagatoria. Por homicidio calificado, viste. Una causa vieja, de cuando vos eras secretario.

—Uhhh… qué problema… me atrasé con una indagatoria en el n.° 3. ¿Ya empezaron?

—Y… en realidad, ya terminamos —dije, como disculpándonos o disculpándolo.

—Uh…

—De todos modos, consultamos con Fortuna y nos dijo que le diéramos para adelante, que cualquier cosa él te ponía en autos del asunto —mentí.

Pérez, como ante cualquier eventualidad que escapase a sus rutinas cotidianas, no sabía qué hacer. En algún sitio de su cerebro debía estar sospechando que tenía que tomar alguna iniciativa. Me pareció el momento adecuado para ofrecerle alguna solución decorosa.

—Hagamos una cosa —propuse—. Te agrego al final diciendo que te incorporaste a la declaración una vez iniciada, y listo. Claro —agregué—, eso en el caso de que tu defendido no ponga objeción.

—Ah… —Pérez dudaba—. Porque tomarla de nuevo es medio imposible, ¿no?

Yo abrí mucho los ojos, y lo miré a Sandoval que también abrió mucho los suyos, y finalmente los dos miramos desorbitados al custodio.

—Miren, doctores —el guardia nos elevó conjunta y preventivamente a la cofradía de los abogados:— me parece que ya es medio tarde. Y si quieren remitir al preso a una unidad carcelaria los camiones ya se van… No sé. Ustedes dirán.

—¿Otro día más acá, en la alcaidía? ¿Y que siga incomunicado? Me parece demasiado irregular, Julio —Sandoval, repentinamente sensible a los derechos civiles del detenido de marras, se dirigía a Pérez.

—Claro, claro —Pérez se sentía cómodo haciendo lo que mejor sabía hacer, o sea dándole la razón a otro—. Este, eh… si el procesado cree que estuvo bien lo actuado…

—Ningún problema —Gómez seguía usando un tono altivo y distante.

Le tendí a Pérez las hojas y la lapicera. Aceptó las primeras, pero prefirió rubricarlas con una bonita estilográfica Parker que era uno de sus más preciados tesoros mundanos.

—Bájelo nomás a la alcaidía —le ordené al custodio—. Ya le mando por un empleado el oficio para el Servicio Penitenciario con orden de que lo remitan a Devoto.

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