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Authors: José Ángel Mañas

El secreto del oráculo (11 page)

BOOK: El secreto del oráculo
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—Pero no andaba desencaminado: Zeus nos ha dado a cada cual un talento y esa excitación que me mencionas la experimento yo antes de cada batalla. Es como si una fuerza misteriosa me empujara precisamente hacia ese punto del enemigo en el que, si lo atacas, se rompe y se dispersa.

»Y no basta con la intuición. La guerra es también un arte donde todo hay que meditarlo. Se necesitan ideas sencillas para orientar la acción. Clarividencia y viveza para captar las posibilidades sobre el campo de batalla. Y, sobre todo, mucho carácter para dirigir a los hombres. Lo más importante es la determinación. Sólo se consigue la victoria cuando se vuelca uno en cuerpo y alma sobre el objetivo…

Se interrumpió, como si considerara algo.

Unos instantes después su garrota tocaba otra de las figuras.

—Pero volvamos al arte, a ver si puedes ayudarme. Veo que eres un hombre culto. Si has leído, sabrás que Platón, el maestro de Aristóteles, excluye a los artistas de su República ideal. Piensa que la poesía imita a la parte más baja del alma, la que tiene que ver con el placer y el dolor, y que en lugar de apaciguarlos, como la virtud, lo único que consigue es fomentarlos… ¿Qué te parece?

Nicias no contestó. Aunque tampoco hacía falta.

—Yo empiezo a tener mis dudas. Durante años mis preceptores espartanos me han alentado a transitar por el estrecho camino de la virtud. Y ¿qué he conocido de mí mismo? La virtud es una jaula. He permanecido adormecido en su interior. He pasado junto a la vida sin palparla. Y sólo he despertado con la guerra. Me refiero a la guerra total. A la que se vive a todas horas. Sin posibilidad de dar marcha atrás. Como la de ahora. Por eso he licenciado a los navíos. Se trata de vencer o morir. Y eso lo sabía Scopas, porque el sufrimiento revela la verdad de las cosas. ¡Ojalá tuviera un alma noble, con la mitad de su talento, para plasmar mis bellas acciones! —exclamó.

No era la primera vez que se lamentaba de no poder contar a su lado con un Homero capaz de inmortalizar sus gestas. Eúmenes, el actual jefe de su administración, se encargaba de recoger con diligencia sus impresiones de la campaña. Pero, pese a que Alejandro se inspiraba concienzudamente de los versos de la
Ilíada
, que se conocía de memoria, el resultado distaba bastante, de una manera para él incomprensible, de su modelo.

—¿Cómo te llamas, macedonio?

Los ojos bicolores y asimétricos se fijaron en él y Nicias revivió una escena de su infancia. Estaban en la playa a la que solían bajar los niños siguiendo a Olimpia, la cual gustaba ofrecer sus libaciones a Neptuno y a las Nereidas, las divinidades femeninas que personificaban las olas, entre las que se contaba la madre de Aquiles, con quien se identificaba. Ese día Nicias había bajado con sus hermanos cuando, mientras salían ya del agua, llegaron los miembros de la «camarilla» en sus caballos y echaron pie a tierra para retarlos a una carrera. Tras ver cómo Nicias los dejaba a todos atrás en una espectacular galopada, el hijo de Filipo terminó por acercársele. «Tú merecerías ser noble», le dijo mientras se dejaba caer de culo sobre la arena de la playa. Tenía los mofletes encendidos por el esfuerzo.

—Nicias —dijo.

—Un nombre muy noble. ¿Y dónde sirves?

—Le sirvo de portaescudos a uno de tus guardias personales… Bitón.

—¿Portaescudos del tebano? ¿Un hombre de tu cultura…?

De nuevo tuvo la impresión de que lo reconocía. Por un instante sus pupilas se dilataron. Pero al cabo tuvo que hacerse a la evidencia.
No sabe quién soy
, concluyó con una repentina amargura. No sabía por qué le producía un sinsabor tan profundo aquello a lo que ya se había resignado desde su vuelta: que era un desconocido para todos, un hombre muerto y reencarnado en alguien demasiado diferente para que nadie lo reconociera.

—Un hombre sin dinero.

—Eso tiene solución.

Alejandro posó una mano sobre su hombro y le indicó que se presentara al día siguiente en la tienda de Tolomeo.

El sol empezaba a levantarse tímidamente por el horizonte.

II
La viuda de Memnón

El Camino Real, a poco de llegar a Gordion

Principios de la primavera de 333 a. C
.

1

—¿Es cierto que al enterarse de la muerte del rodio lo honró como dicen?

—Como que el sol calienta. Y cuando recibió su cadáver en Halicarnaso lo quemó en el puerto junto con cincuenta reses. Lo confirmaron nuestros espías. ¿Cómo es que no te enteraste?

Había pasado medio año desde la caída de Halicarnaso y quienes hablaban así eran dos de los doríforos que escoltaban, junto con una veintena más de jinetes, aquel voluminoso carromato que avanzaba con el buen tiempo por el Camino Real. La más larga vía pavimentada del Imperio unía Susa con Sardes, muy cerca ya de la costa en el extremo occidental del Asia Menor. Entremedias atravesaba una veintena de poblaciones tan importantes como Árbela, Gaugamela y Gordion, la capital de la Gran Frigia, a donde se dirigían.

Hacía varios siglos que los persas tenían organizado un eficaz sistema de postas y albergues, alejados los unos de los otros por una distancia de cinco
parasangas
. A pie se tardaban tres meses en recorrerla de punta a punta mientras que un mensajero con prisa podía tardar siete días, y en cuanto a una comitiva como aquélla, que no iba al galope, habían tardado veintiún días en plantarse prácticamente a las puertas de Gordion.

A su alrededor la estepa les mostraba su cara menos árida. La primavera tildaba muchos arbustos con un reconfortante puntilleo de tonos malvas, granates, amarillos y blancos.

—Liberar naciones que no quieren ser liberadas y honrar enemigos que no quieren ser honrados… Definitivamente nuestro enemigo es un hombre extraño… —musitaba el primer jinete.

Durante el invierno los macedonios habían continuado con su imparable avance a través de las montañas nevadas de la Pisidia. La travesía estuvo salpicada de incontables enfrentamientos con las tribus locales, convenientemente agitadas por los emisarios de los persas. Pero a su llegada a Gordion les esperaba una buena noticia: el sátrapa local había huido, dejando la ciudad en sus manos. Y al día siguiente empezaron a aparecer los primeros refuerzos desde la costa, por el norte, junto con los soldados casados a los que se había dado licencia para pasar el invierno en Macedonia.

Las circunstancias no podían serles más favorables, y eran cada vez más los adversarios de Darío que se pasaban a un enemigo que ya controlaba buena parte del Asia Menor.

Nada había, por lo tanto, de demasiado sorprendente en aquel vehículo que transitaba como tantos otros en dirección a Gordion.

Nada, quizás, salvo el que llevara una escolta compuesta por doríforos del mismísimo Gran Rey. Y el que quien viajaba en su interior no fuera otra que Barsine, la afamada viuda del difunto general Memnón…

Los dos hombres se habían apresurado a cotejar su fama con una realidad que, huelga decirlo, no les había decepcionado. Ellos formaban parte de la escolta que había acompañado en su momento a Darío hasta el Gránico y desde su regreso a Susa no habían vuelto a sentir la exaltación de la guerra, algo que el más joven echaba en falta.

En cambio su compañero no esperaba ya nada mejor que esa inactividad cortesana que le permitiera cuidar tranquilamente de la familia.

Diez años separaban una postura de la otra.

—Parmenión le llevó el cadáver. Y él, después de la Hecatombe lo quemó en el puerto, con la mayor de las trirremes. ¿De verdad que no conoces la historia? Los macedonios salieron de Halicarnaso con las naves apresadas, y esa misma noche desembarcaron en Rodas, donde hacían escala los nuestros. Artábazo no pensaba que los perseguirían tan pronto. Él quería que se le rindieran honores al rodio en su tierra. Al final escapó por los pelos, aunque dejando atrás el cadáver…

Desde entonces Artábazo y sus hijos se habían ido encontrando con los restantes huidos en Trípoli, la capital de Fenicia, donde llevaban el invierno organizando a los mercenarios que seguían acudiendo a su llamada. La orden la había dado Darío, meses atrás, a instancias de Memnón. El rodio siempre había considerado imprescindible contar con efectivos suficientes para volver a irrumpir en la Jonia con el buen tiempo. Las nuevas tropas le habrían permitido asediar las poblaciones que todavía controlase Alejandro, y probablemente también invadir la Hélade.

Tras volver a asentir, el mayor de los jinetes calló un momento.

—¿Qué piensas, Cranaspes? —preguntó su compañero, pues el silencio de aquel guerrero en quien reconocía una experiencia superior a la suya lo impresionaba.

—Que tenemos enfrente a un hombre singular. Valiente y muy afortunado. No como «el otro…»

Así era como se referían los doríforos al Codomano. La manera en la que se había hecho con la tiara no había afianzado su prestigio. Y la histeria que demostraba cada vez que recibía la noticia de una derrota sólo conseguía que se le perdiera aún más el respeto.

Otro tanto le ocurría al jefe de los eunucos: la degradación de la autoridad en el paso de Artajerjes a «el otro» era parecida a la producida entre Bagoas «el ogro» y Otanos «el lechoncito», algo no del todo ilógico, si se considera que amos y siervos tienden a parecerse.

—Quién lo hubiera pensado. Casi estábamos mejor con Bagoas…

No eres el primero al que se lo escucho decir —replicó el jinete más joven, y no sin cierta tristeza: era duro tener que decidir entre los crímenes de Bagoas y las cobardías de Darío.

—Y por desgracia no seré el último. De eso también puedes estar seguro.

El chirrido de las ruedas del vehículo y el rítmico compás de los cascos sobre la vía adoquinada mecía sus voces. Ambos callaron al ver que Cambyses, el hijo de Barsine, que cabalgaba a la cabeza de la escolta, se volvía y les dirigía una mirada reprobadora. Casi parecía que los hubiera escuchado.

—Ahora vuelvo —dijo el más veterano adelantando su caballo hasta Cambyses, que le hacía señal de que fuera.

2

Entretanto, en el interior del carromato reinaba una monotonía semejante. Tras medio día de trayecto desde la última hospedería la pareja de viajeras empezaba a sentir la fatiga acumulada del largo camino.

El vehículo en el que viajaban estaba cubierto con un toldo de púrpura ricamente bordado en hilo de oro que las protegía del sol y del polvo. Las dos mujeres permanecían bajo la cubierta, una recostada en un catre acolchonado al fondo, la otra sentada en un banco de roble duro como una piedra que ocupaba el lateral.

Entre ambas estaba la mesa en la que pronto comerían. El lado opuesto lo ocupaba un arcón con viandas y frutas del tiempo y otro mucho más grande con diversos utensilios: entre ellos un par de odres repletos de agua y un puñado de copas de plata envueltas en paños de seda amarilla.

Cada poco un bache zarandeaba el carromato y a Nitetis le costaba ponerse en pie para servirle a su ama el agua que ésta le reclamaba. No hacía ni cinco minutos que Barsine acababa de entregarle la última copa vacía y ahora la viuda de Memnón reprimía un bostezo con el dorso de la mano.

—Es curioso, porque yo lo conocí, ¿sabes? Durante nuestro exilio en Pela… —musitó casi lánguidamente—. Por aquella época solíamos encontrarlo en palacio.

En todo el Imperio no se hablaba de otra cosa y Barsine, que era de las raras personas en haberlo tratado, no podía privarse de hacérselo notar a alguien tan ávido de cotilleos como era Nitetis, la más joven y coqueta de sus damas de compañía.

—¿Ah, sí? —se interesó ésta, sintiendo que un nuevo bache las sacudía.

La figura de Barsine quedaba difuminada en la penumbra del carruaje. Ahora se acomodaba entre varios cojines. Le hacía gracia mantener en vilo a Nitetis y miró su mano de alargados dedos como si el recuerdo habitara en los brillos apagados de sus sortijas.

Su belleza seguía siendo notable. Andaba recién entrada en la cuarentena pero según los momentos podía aparentar diez años menos y a nadie le había sorprendido el que durante los meses pasados en la Corte sus ojos brillantes y oscuros como el carbón mojado todavía hubiesen sido capaces de seducir al propio Darío.

Todos se habían dado cuenta de cómo había cambiado el comportamiento del monarca con la muerte de Memnón. Al final sólo ese tacto exquisito del que se preciaba la viuda había conseguido frenar las torpes insinuaciones de Darío sin herir su delicado amor propio. «¿
Pretendéis privarme en un momento de lo que ha sido el orgullo de vuestro mejor general durante media vida?»
Aquella voz entre dulce y severa había apagado la llama de quien en amor era tan poco perseverante como en todo lo demás.

—¿En palacio…? —repitió la dama de compañía Su tono se había vuelto más meloso, casi un arrullo—. ¿Y cómo era…?

Durante la mayor parte del tiempo Nitetis se limitaba a asentir o a acompasar con vagos monosílabos el monólogo de su ama. Tenía la costumbre de repetir sin pensar las últimas palabras, algo que a Barsine la irritaba bastante. Pero aquella mención no podía sino avivar su curiosidad. Hacía meses que corrían las fábulas más descabelladas a propósito del sanguinario guerrero que asolaba el Asia Menor. Ella misma había llegado a oír que durante las penurias invernales había alimentado a sus hombres con la carne cruda de los prisioneros. Se decía que los mantenía con vida sólo para que pudieran seguir caminando unas parasangas más.

Resultaba difícil imaginarse la infancia de un guerrero semejante.

—Un niño muy metido en las brujerías de su madre. Se pasaba el día rodeado de adivinos. Leyendo en las entrañas de las aves… —explicó Barsine, a quien los recuerdos se le aparecían sazonados de una súbita melancolía. Eran tiempos en los que Memnón había trocado, aunque fuera momentáneamente, los brazos de Ares por los suyos. En la emergente Macedonia, alejada de la sociedad persa, había perfeccionado su griego hasta alcanzar un conocimiento de la lengua de Homero que muy pocas damas griegas, a uno y otro lado del Helesponto, podían jactarse de igualar.

Era una época que Nitetis sólo conocía de oídas, y por eso esperó atenta a que su ama la completase con nuevas pinceladas.

Una de las cualidades de Nitetis radicaba en que podía pasarse horas escuchando a los demás.

Barsine recreó, a través de sus anécdotas, la personalidad de Filipo y de Olimpia. Relató lo curioso que parecía a todo el mundo el que Olimpia le hubiera impuesto como preceptores de su hijo a dos espartanos tan austeros y rígidos como Lisímaco y Leónidas y cómo, cansado de aquello, Filipo hizo venir a Aristóteles del Asia Menor, donde Artajerjes le estaba haciendo la vida imposible después de haber asesinado a su yerno.

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