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Authors: José Ángel Mañas

El secreto del oráculo (15 page)

BOOK: El secreto del oráculo
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Luego le sonrió a un niño. Pensaba que el gesto despertaría la simpatía de los gordianos.

Pero el niño —rubio y de ojos claros como él— se retrajo y agarró aún más fuerte la mano de su madre, algo que lo llevó a ensimismarse durante el resto del trayecto.

—¿Todos estos, son hombres o espectros…? —musitó rascándose la mejilla recién afeitada.

La procesión continuó en el mismo silencio hasta que por fin se detuvieron ante unas escaleras desiguales que llevaban a los propileos de entrada a la acrópolis. Allí se congregaba una multitud de notables que, vestidos con sus mejores galas, formaban un conjunto abigarrado en el que abundaban los gorros frigios y escaseaban las mujeres.

También había algún terrateniente de los alrededores venido expresamente para la ocasión.

—¡Apartaos! —exclamó Tolomeo saliéndoles al paso a la cabeza de la guardia personal—. ¡Dejad paso a vuestro nuevo señor! ¡Saludad a Alejandro!

Dispersado el primer grupo, dos ancianos de aspecto linajudo lo intentaron por uno de los laterales. Pero Nicias y Bitón se lo impidieron siguiendo las estrictas consignas de Tolomeo. Entretanto Alejandro ya dejaba a uno de los guardias las riendas de Bucéfalo y entraba por su propio pie en el recinto sagrado.

—Es igual de arrogante que su padre —murmuró alguien entre el gentío.

7

En el umbral del templo, en la zona en que la luz todavía los protegía de la oscuridad, cuatro sacerdotes con largas barbas hasta la cintura se les acercaron y le desearon que Zeus estuviera con ellos. En sintonía con la recepción generalizada, procuraban ser corteses sin mostrarse excesivamente calurosos.

—Gracias. Pero no es necesario que os preocupéis. Los padres siempre reconocen a los hijos. Y ahora, ancianos, decidme dónde…

El mayor de los hombres se giró para indicar con su mano huesuda un objeto al fondo de la sala, a los pies de un inmenso Zeus sedante. Su sonrisa era una invitación llena de amabilidad pero también de escepticismo.

El monarca prácticamente lo apartó para dirigirse hacia el carro.

Sus pasos y los de la guardia resonaron en el interior el templo.

Al afamado objeto lo envolvía una oscuridad moldeada por la vibrante luminosidad de las antorchas. Se trataba de un artilugio campesino, de fabricación grosera, cuya historia era conocida por todos.

El oráculo del templo había profetizado que el primer hombre que se acercara en carro a la ciudad se convertiría en rey de los frigios. Y ése había sido Gordio, quien, al final de sus días, quiso ofrendar el vehículo al templo
.

El timón estaba ligado al yugo por una serie de intrincados nudos de cáñamo que ningún hombre hasta el momento había conseguido nunca deshacer. Alejandro lo sabía mejor que nadie. Pero se había convencido de que ante su mera presencia los nudos se desharían poco menos que solos.

Sin embargo aquello, como comprobó enseguida, distaba de ser tan evidente.

Mientras manipulaba el cordaje, los notables gordianos, que habían ido entrando a sus espaldas, susurraban los primeros pronósticos
.

Piensan que no lo conseguiremos
, pensó Nicias percibiendo su regocijo.

Él y sus compañeros formaban un muro silencioso a espaldas de su rey. Todos eran conscientes de que un fracaso tan simbólico mermaría la moral de las tropas y le daría alas a un enemigo que, por las noticias que les llegaban, llevaba meses concentrándose en el interior del Imperio en espera del buen tiempo para marchar contra ellos.

De pronto una oscuridad más profunda que la que anegaba los rincones del templo amenazaba con teñir su futuro. Algunos alzaban la vista hasta el barbudo gigante que, con su quitón verde y ese semblante austero pese a los labios encarnados y los ojos de lapislázuli, llenaba prácticamente la totalidad de la fachada. Sus pensamientos eran tan palpables como si los estuvieran expresando en voz alta. ¿Por qué los abandonaba, si los augurios de Aristandro eran favorables? ¿Acaso no reconocía al hijo de Zeus-Amón…?

Mientras tanto el rey de los macedonios miraba y remiraba los nudos.

Al cabo él también levantó una mirada implorante hacia aquella figura entronada que lo observaba con regia indiferencia. El fracaso se le hacía inconcebible. Y más en la ciudad de un soberano como Midas, del que se sentía tan cercano.

Alejandro empezó a desesperarse.

La frustración le agarrotaba la garganta y sólo su orgullo le impedía reconocerse vencido.

Hasta ese momento había considerado que la resistencia de los jonios acabaría doblegándose ante su carisma.

Estaba convencido de que antes o después lo reconocerían como a su libertador.

Pero a la indiferencia generalizada se unía ahora esa insoportable mofa a sus espaldas y las dos cosas juntas estaban consiguiendo que algo muy profundo que llevaba un tiempo durmiendo en su interior se agitara y se desperezara. Al monarca se le contrajo el cuello.

Y cuando unos instantes después se giró hacia los presentes, lo que lucía en sus labios —¡oh, milagro!— no era el rictus preocupado con el que había mirado y remirado los nudos sino la misma sonrisa cruel y jactanciosa con la que instantes después desenvainaba su espada y descargaba un puñado de golpes secos sobre el nudo más grueso.

—¡El nudo está deshecho!

Elevó una mirada desafiante hasta la estatua.

—¡Asia es mía! —exclamó al tiempo que mostraba victorioso la deshilachada soga.

La alegría de la «camarilla» fue digna de verse, y a Nicias y a Bitón se les escapó una carcajada aliviada.

Muchos gordianos empezaban a abandonar el templo entre rumores indignados. Algunos lanzaban las manos al aire. «¡Es increíble! ¡Es inaudito!»

Los sacerdotes los miraban y se miraban entre sí, no osando decir nada.

—¡Este muchacho no es Aquiles, sino Ulises! —comentó Eúmenes, por cuya mente ya desfilaban los adjetivos con los que calificaría la nueva hazaña en cuanto llegaran a palacio en su cuaderno de
Efemérides
.

Y en ese preciso instante volvió a aparecer Parmenión.

El lugarteniente había percibido a una misteriosa figura en el fondo de la sala y, tras abrirse paso entre unos lugareños muy pendientes de lo que ocurría al pie de la estatua, ahora volvía acompañado de una dama persa de gran elegancia ante la cual los macedonios se apartaban con un respeto casi supersticioso. A una distancia prudente los seguía un jonio taciturno que a muchos de los presentes les pareció familiar.

—Alejandro. Esta dama quiere verte. Viene de Susa…

Y debió de parecerle que la presentación quedaba algo corta, porque añadió:

—Es la viuda de Memnón.

8

Lo había anunciado con gran respeto, pues Parmenión nunca había dejado de admirar al rodio. El lugarteniente se acordaba de haberlos frecuentado a ella y a su esposo en Pela. Recordaba vagamente una hermosura que entonces no le había parecido tan hiriente.

Había algo de extrañamente familiar y de singular al mismo tiempo en su manera de moverse que le había llamado la atención desde el momento en que había percibido su silueta, incluso a lo lejos. Eso que se llama coloquialmente «la gracia» y que era algo con lo que Barsine había sido tocada. Un misterio que hacía que entre diez mujeres de igual belleza la suya resultara más perfecta, más pura.

—La viuda de Memnón…

Al volverse, la sonrisa de Alejandro se había acentuado. Era notorio que desde el principio de la Conquista sus compañeros no dejaban de instarlo a ejercer sus derechos de guerra sobre las mujeres que iban cayendo en sus manos sin que hasta el momento hubiera hecho mayor caso de ellas que de las monturas que cabalgaban.

—Yo he nacido para hacer la guerra, no el amor —replicaba, hecho un espartano.

Por eso a nadie se le escapó el repentino interés que alumbró su mirada.

Y no era para menos.

La perfumada Barsine destacaba entre los aguerridos macedonios como una flor en medio de un campo de batalla. Para la ocasión lucía uno de esos llamativos vestidos persas cuyos escasos pliegues no conseguían esconder una silueta extraordinariamente esbelta de nacimiento aunque moldeada por los cuidados y los años.

Nicias pensó que él jamás había visto una hermosura parecida.

Él apreciaba el refinamiento de las egipcias que aman la elegancia por encima de la riqueza y se cubren con vestimentas sencillas y tejidos casi trasparentes de tan finos.

En cambio las persas preferían indumentarias gruesas, llenas de dibujos y recargadas de franjas y bordados. Eran vestidos que podían llegar a envolverlas del cuello a los tobillos, vainas poco agraciadas que les daban a menudo un aire rígido y antinatural.

Y sin embargo en Barsine aquel atuendo se convertía como por arte de magia en una inagotable fuente de sugerencias.

Un difícil equilibrio de tonalidades armonizaba el conjunto.

Una voluntaria cortedad de tela descubría sus muñecas, adornadas por media docena de brazaletes, al igual que el delicado cuello donde relucía un collar de oro bruñido con colgantes foliformes labrados con el arte más refinado del Imperio.

Y ello le servía de soporte a un semblante tan perfecto que daban ganas de seguir contemplándolo durante horas. El cabello quedaba recogido en un moño alto y los pequeños tirabuzones que le caían sobre la frente, al más genuino estilo griego (una concesión a los compatriotas de su marido muerto), orlaban un óvalo de tez oscura donde unos ojos endrinos y perennemente húmedos brillaban con una luz que parecía rivalizar con las antorchas.

La nariz pequeña, casi de niña, perfectamente recta, y una boca de labios acostumbrados a las medias sonrisas y a la complicidad inteligente, completaban una fisonomía que habría seducido a cualquier retratista y que de hecho había inspirado aquella cabeza esculpida años atrás por el sin par Scopas que ahora yacía en el fondo del puerto de Halicarnaso.

Era una de esas obras en las que el escultor se había sobrepasado a sí mismo.

Podía decirse, en definitiva, que toda una existencia de lujos y comodidades había preservado como congelados los rasgos de aquella obra maestra de la naturaleza y sólo unas ligerísimas patas de gallo imperceptibles con aquella luz delataban su edad.

En realidad el único defecto, si es que se podía considerar como tal, era un pequeño lunar junto a la comisura derecha de la boca, un detalle que si acaso lo que conseguía era añadirle su granito de sal al conjunto.

Barsine intentó postrarse, tal y como se acostumbraba en la Corte de Susa. Pero Alejandro se lo impidió.

—Levantaos. Estáis entre griegos.

Y le tendió su mano soltando el trozo de soga que quedó en el suelo: sucia madeja muerta de risa tras su efímero momento de gloria.

Mientras la acompañaba hasta la entrada, el hijo de Filipo volvió a ver la nave que se había consumido ante sus ojos en el puerto de Halicarnaso. Las aguas en llamas engulleron junto con las tablas y la vela enrollada de la trirreme no sólo el cadáver de Memnón, sino también aquel busto que tanto le había llamado la atención y que tenía su parte de responsabilidad en la impresión provocada por la recién llegada.

—No es una diosa, es su esposa —había dicho Parmenión.

Pero la vida, ahora, se superponía al arte de Scopas.

9

—¡Fuera de mi vista!

Nicias tuvo que dar un par de pasos furibundos hacia los curiosos que se habían quedado por los jardines. Eran en su mayoría jóvenes que aguardaban para ver al hombre que había burlado la profecía. Desde los soportales del templo se podía ver otra estatua policromada que representaba al padre Zeus: su presencia solitaria se erguía entre unos tesoros que ya habían sido confiscados por los invasores. Por encima de las encinas y de los muros de la ciudadela sagrada se avistaban los tejados de Gordion. La ciudad mostraba una belleza altiva bañada en la luz primaveral. El delicado aliento de Artemisa empañaba los cielos y una suave brisa estremecía el follaje de los árboles, filtrándose entre los soportales y despertando en la pareja las sensaciones más gratas.

Al salir del templo, Alejandro todavía elogiaba al estratego muerto. Dijo que era un gran guerrero y que se le habían rendido los debidos honores. La viuda, emocionada, musitó que se lo agradecía pero que Memnón tenía una edad demasiado avanzada para hacerle la guerra.

—Lo he llorado durante meses —añadió bajando la vista.

Se detuvieron a la sombra de los soportales. Alejandro volvió a escrutar su rostro. Se apoyaba contra el fuste de una columna. Barsine ahora ladeaba ligeramente la cabeza. La luz del día le devolvía la edad sin robarle la hermosura.

—Y eso os honra. Pero me dice Parmenión que llegáis de la corte de Darío. ¿Traéis un mensaje de su parte?

—No…

—Entonces, ¿cuál es vuestro cometido?

Le salía la voz del oficio y su brusca mudanza confundió a la viuda, quien temiendo haber cometido alguna torpeza se apresuró a aclarar que venía por iniciativa propia. «¿Sin escolta? ¿En estos tiempos de guerra?» Al monarca le complacía la turbación que provocaba y dejó que se explicara: acababa de despedir a los veinte jinetes que la acompañaban.

—Entonces, ¿no pensáis volver? —preguntó cada vez más intrigado.

—¿No acabáis de deshacer el nudo? ¿No sois el futuro dueño de Asia?

Aquella sonrisa que había sido capaz de aplacar las peores cóleras de Memnón disipó todo posible recelo, si es que lo había habido. Comprobando que se reía, Barsine empezó a sentirse dueña de la situación. Su mirada se clavó en esos ojos ligeramente asimétricos. Pero de pronto Alejandro pareció avergonzado de haber descubierto su flanco más vulnerable y se refugió en una súbita hosquedad. Dijo que lo sentía, pero que los griegos no tenían ni la paciencia ni los refinamientos de los persas y que qué era exactamente lo que la traía por allí.

—¿No es evidente…?

Barsine señaló con una discreta coquetería hacia donde aguardaba Cambyses, a unos pasos, con una actitud que procuraba ser respetuosa.

—Yo y mi hijo ponemos nuestra vida y nuestras tierras a tu disposición…

—No hace ninguna falta. Podéis disponer de todas las posesiones de Memnón. Estaréis sometidos a mí en las mismas condiciones que los demás jonios, que son las que les imponía Darío, ni más ni menos. No he cruzado el Helesponto para someter a mis compatriotas. Por mucho que los hombres de esta ciudad se empeñen en no entenderlo, soy un discípulo de Aristóteles y un admirador de Atenas.

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