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Authors: José Ángel Mañas

El secreto del oráculo (43 page)

BOOK: El secreto del oráculo
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Había llegado a afirmar que si se persificaba no estaba tan claro que el Imperio perdiese con el cambio, una opinión que fomentada igualmente por las Aqueménidas empezaba a ganar cada vez más adeptos en el Imperio.

Pero eso sólo había conseguido exasperar a Autofrádates.

—Si tanto quieres irte, vete, pero hazlo cuanto antes —le había dicho.

A la madrugada siguiente él y sus dos hijos abandonaban el campamento al frente de un puñado de hombres.

Unas horas después eran doscientos los jonios que se les habían unido.

Aquélla fue una de las marchas más tristes de su vida.

2

—Quizás no lo sea de la tuya, pero sí lo es de la mía —dijo Cambyses.

—Hijo, empiezas a parecerte demasiado a tu hermano. Sois igual de tozudos, el uno avanzando, el otro sin querer moverse. Eso es más propio de mulas que de hombres.

—Al menos él no se ha inclinado ante nadie…

Aquello irritó al anciano, que le soltó el brazo y se arrebujó en su túnica, no se sabía si para protegerse del aire fresco de la tarde o de la insolencia. Una cólera gris brillaba en sus ojos. Lamentaba haberse enzarzado en semejante discusión, pero una vez cometida la imprudencia su orgullo exigía una compensación.

—Olvidaré lo que acabas de decir por respeto al difunto Memnón. Pero todo ha cambiado. Ahora es él el rebelde y el traidor. Nos guste o no, Ahura Mazda ha convertido al Macedonio en Gran Rey. Y ni las aspiraciones de un regicida que se esconde en Bactriana ni la rebeldía en solitario de tu hermano tienen ya ningún valor. Tanta obstinación resulta… ridícula.

A juicio de Artábazo no había nada más alto en la escala de la inteligencia humana que el saberse adaptar en cada momento a la realidad. El destino del hombre era obedecer a las circunstancias o perecer por el desajuste. Quien no entendía que en el fondo del abismo esperaba la muerte no había comprendido nada en esta vida.

—Y más cuando el nuevo Gran Rey confirma a todos en sus puestos. Ha cambiado la cabeza del imperio, no su cuerpo.

—Mi hermano no se rendirá nunca —sostuvo Cambyses—. Ni ante un regicida, ni ante un usurpador.

—Alejandro no es un usurpador —intervino el más joven de los hijos con la convicción del converso—. Lo han coronado Sisigambis y nuestros magos con arreglo a la tradición.

—Alejandro es un tirano…

—Te estás engañando si piensas que Autofrádates lucha por la libertad —observó Artábazo quien durante los últimos meses había comprobado lo agotadora que podía resultar la cabezonería del susodicho. Autofrádates empezaba a parecerse a un loco empeñado en romperse la crisma contra un muro.

—Autofrádates es el único que se ha negado a ser su esclavo…

—A los borricos alfalfa, padre.

—¡Callad! Le estás hablando a Artábazo, no a un esclavo, Cambyses. Olvidas que fui yo quien aconsejó hacer frente al Macedonio cuando desembarcó en nuestras costas en vez de huir delante de él como pretendía Memnón. Pero desde entonces he llegado a la conclusión de que los dos estábamos equivocados. Nunca hubo opción de oponerse. Nadie detiene a la nieve de las montañas.

»Ahora, si lo que deseas es unirte a Autofrádates, adelante, corre a tu perdición. Nadie te lo impide. Sal de esta ciudad. Camina hacia el sur hasta que llegues a las montañas. Penetra en ellas y no tardarás en encontrarlo con todos sus prófugos. Está deseando acoger a cualquiera que quiera secundarlo. Porque las tropas de Parmenión no andan muy lejos y la gente fluye en sentido contrario.

»Pero ve. Lucha con él y sentirás cómo te quema su presencia. Pronto el Imperio se pondrá en marcha y os aplastará a ti o a cualquiera que pretenda resistir como aplasta el carro al perro estúpido que se le pone por delante. No se opone uno a una tormenta ni a la fuerza de Ahura Mazda.

Estaban en el límite de Zadracarta, en la vertiente este de su muro principal, más allá de uno de los barrios que crecía fuera del cerco amurallado. Una barriada de mala fama con tugurios frecuentados por la peor canalla y la soldadesca. Por el camino que lo atravesaba se acercaban sus servidores con una pareja de caballos ensillados y uno de esos carros ligeros atenienses que se iban poniendo de moda en las ciudades ocupadas.

Sus hijos se precipitaron cada cual sobre un animal.

El más atrevido acercó su caballo de una manera provocadora a Cambyses.

—Padre, no merece la pena discutir con necios. ¡Volvamos a palacio!

Artábazo tardó un instante en montarse en el carro.

—Ándate con cuidado, Cambyses —le previno azotando las grupas de las bestias con las riendas—. ¡Arre!

3

Mientras Artábazo y sus hijos se alejaban, Cambyses se quedó pensativo.

Al cabo de unos momentos recordó que le había prometido a Barsine no ofender al anciano.

Maldita sea. ¿Por qué no me habré callado?

Su vista se alzó hasta la silueta de las arboladas montañas. En esas cumbres sureñas estaba la libertad. Podría coger un caballo y adentrarse en ellas. Nadie se lo impedía. El hijo de Filipo, con su desprecio, incluso le instaba a ello. Y sin embargo…

¿Por qué no puedo romper con todo esto…?

Frustrado por su indecisión, bajó la vista y se encaminó hacia la ciudad.

4

Zadracarta nunca le había gustado.

Desde que estaba en ella no había visto más que macedonios abandonándose a la bebida y a la lujuria. Algunos se engalanaban con más joyas que los antiguos «inmortales», otros se bañaban en agua perfumada o se ungían con aceites o mantenían mozos para rascarles la espalda. Y eso por mucho que los moralistas como Calístenes les reprendieran y les recordaran que tenían que mantenerse diferentes de los vencidos.

El rodio en cambio prefería pasear por los boscosos alrededores y cabalgar por las orillas pedregosas del mar de Hircania.

La costa no era tan hermosa como la de Rodas, pero su contemplación mientras se encaramaba a una roca sintiendo el viento del norte en la cara lo distraía de aquellas voces que se seguían disputando una conciencia desgastada y carcomida por la obsesión.

El fluir del oleaje le producía sensaciones muy diferentes de las que le asaltaban por aquellas calles que atravesaba donde la humedad y el olor a cordero asado, a cebolla y a salazón se juntaba con el de la suciedad más abyecta.

—¡Fuera, miserables!

Unos niños andrajosos se le echaban encima frotándose los dedos expresivamente. «
Arguirós, arguirós…»

Su fisonomía era de lo más variada, pues los persas se consideraban grandes removedores de hombres y sus soberanos se enorgullecían con razón de transplantar las naciones como si fueran árboles. Cada campaña llevaba a millares de derrotados a tomar el camino del destierro y no era raro reconocer en niños como aquellos al perfil aguileño de los hebreos, los cabellos rubios y los ojos azules de los medos, rasgos armenios y otros a los que pronto se añadirían los de los macedonios.

—¡He dicho que fuera!

Uno de los críos le hizo un gesto de burla y Cambyses tiró de espada.

Más allá unas calles sin empedrar bordeaban la elevación de terreno en que se erguía el palacio. Las tabernas estaban repletas. Los bazares atiborrados de vasijas de cobre, de telas historiadas de Siria, de fina orfebrería fenicia, de maderas olorosas del Punit, de bordados de Babilonia. La loza más delicada se codeaba con alhajas y con esos vestidos de grana y oro que encandilaban a las mujeres locales.

Los vendedores se mostraban tan encarnizados como las fulanas con los extranjeros, pues lo mismo les daban los dáricos que los dracmas, y mientras los sorteaba con los peores modos Cambyses sintió que alguien se le acercaba por la espalda.

Pensando que eran otra vez los niños volvió a echar mano a la empuñadura de su arma.

Sin embargo, al volverse se topó con unas reconocibles cejas puntiagudas.

—¿Por qué me sigues? —preguntó.

Durante la representación ya se había fijado en que el jefe de la guardia personal tomaba buena nota de todo lo que ocurría. Últimamente se rumoreaba que había perdido el favor de Alejandro. Se decía que la ruptura la había producido una disputa a propósito de Parmenión y lo cierto es que muchos hipaspistas empezaban a rehuirlo como a un apestado.

Era una circunstancia que normalmente tenía que habérselo hecho simpático, lo que no obstante no era el caso.

—Te acompaño, vamos en la misma dirección…

—No es posible, porque no voy a ningún lado.

—Igual ése es tu problema, amigo rodio…

Tolomeo demostraba una clara voluntad de simpatizar.

—Un hombre inteligente debe saber en todo momento a dónde se dirige. No pareces darte cuenta de que hay gente en el ejército que te aprecia. Desde que te has unido a nosotros, tus hechos de armas han sido intachables. Te has ganado el respeto de muchos y se te ha echando en falta en el frente.

—Tu rey no me ha echado en falta. Si no, no me habría apartado de su lado.

El labio de Cambyses se arrugó en una mueca que bien podía haber sido de Autofrádates.

—No eres el único al que trata desconsideradamente. Y desde luego no serás el último —dijo Tolomeo dejando entrever que no era ajeno al descontento que se empezaba a extender por el ejército. Durante su expedición para someter a los pueblos de la costa, éstos habían conseguido infiltrarse una noche en su campamento y raptar a Bucéfalo. Al enterarse, Alejandro hizo cortar las orejas y la nariz a los vigías y ordenó que se incendiaran todos los bosques que fueron encontrando. Había amenazado con arrasar la región entera y los bárbaros quedaron tan impresionados por su furia destructiva que no sólo le habían devuelto la montura sino que se le rindieron. Pese a ello a nadie le había gustado aquel castigo que muchos asociaban a la crueldad de los depuestos Aqueménidas.

Acababan de torcer una esquina.

Al final de la calle se veía la Torre Vieja. La construcción, recortada contra el cielo cubierto, databa de la época en que los hircanos apoyaron una rebelión encabezada por los medos y sofocada por Darío el Grande. A modo de castigo éste había mandado echar abajo la antigua muralla con la salvedad de aquella única torre donde se habían refugiado durante el asedio sus partidarios. Una vez construidas las nuevas murallas para una ciudad mayor había quedado insertada en mitad de Zadracarta como una muda reliquia conmemorativa.

Ya se les acercaban varias prostitutas con su tufo a perfume y su repertorio de gestos obscenos. «¿Dónde vais bonitos?» «No os gusta esto…?» Una se tocaba los pechos desnudos. Tolomeo se quitó de encima a una ramera india que le echaba los brazos al cuello y fue insultado en un idioma desconocido.

—Voy a reunirme con unos amigos a los que te convendría conocer —dijo en cuanto se alejaron unos metros—. ¿Por qué no vienes?

La primera reacción del rodio fue, desde luego, negarse. Pero después debió de pensar que aquello podía sacarlo por un rato de sus tortuosas dudas.

Cambyses empezaba a sentirse hastiado de sí mismo. Seguramente le ocurría lo que a tantos solitarios que, después de mucho resistirse, acaban bajando las defensas en el momento más inesperado.

5

El Bravo Hircario era uno de los locales menos frecuentados por los macedonios.

Estaba en el fondo de un callejón, en un lugar discreto pero que también podía convertirse en una ratonera, se fijó Cambyses. Su puerta permanecía abierta bajo el panel de madera con su nombre y junto a un charco de heces que acababan de tirar fuera.

Por dentro lo alumbraban varias antorchas distribuidas por las paredes que ennegrecían el techo. Un par de mujeres se movían entre las mesas, barriendo una, pasando el polvo la otra. Eran dos chicas discretas, cada cual con su habitación propia, que cuando no estaban ejerciendo echaban una mano con lo demás.

El insalubre suelo estaba cubierto de serrín y apestaba a cerveza, a vino rancio y a meado. Y desde la cocina les llegaban las voces que le daban a unos chiquillos, seguramente los hijos del suriano desdentado que atendía la barra.

—¿Han llegado los demás? —preguntó Tolomeo que se le había acercado.

Tras dirigirle una lacónica inclinación de cabeza, el hombre volvió a sus jarras y mientras los recién llegados se iban a la escalera se asomó un niño con la sonriente cara embadurnada de hollín. «¿Adónde vas? —lo persiguió una voz cascada—. ¡Vuelve aquí de inmediato, mocoso maleducado! ¡Te lo ordena tu abuela!»

—Son unos rapazuelos. Procura que no se te acerquen. O bien agarra bien tu bolsa. Ven. Es por aquí.

—Un momento…

Cambyses se sintió repentinamente prevenido. Pero Tolomeo lo agarró por el brazo. Su sonrisa daba a entender que no había razón para el recelo y lo empujó como si fueran viejos amigos por una escalera de madera de peldaños desgastados que llegaba hasta una puerta en la primera planta, donde llamó tres veces.

Una voz desconfiada preguntó quién era.

—Soy yo. Abridme…

6

Al otro lado había una sala de juego.

Las mesas estaban dispuestas con sus respectivos cubiletes y sus dados de hueso. Había marcados sobre el tablero nombres indescifrables, rayajos o palitos. Y en torno a las mesas se veía a una decena de hipaspistas.

Más allá había una chimenea apagada llena de cenizas.

Los hombres estaban en pie y quien se había acercado a abrir era Filotas, del cual Cambyses no tenía una opinión demasiado elevada. Tras la batalla de Isos había sido de los primeros en precipitarse sobre los serrallos y apoderarse de la hembra más hermosa, la ateniense Tais, sin esperar a que ni Alejandro ni Parmenión seleccionasen antes a la suya tal y como según las leyes del ejército les correspondía.

Desde entonces su gesta más notable había sido la quema del palacio de Persépolis. Fue durante una fría noche, después de que la ciudad hubiera sido saqueada a sangre y fuego por quienes todavía tenían muy presentes los cuerpos deformes de sus compatriotas mutilados. Sin embargo se habían respetado, siguiendo las consignas, los palacios. Sólo que durante el banquete de aquella noche todos habían devorado con los ojos a la ateniense que bailaba semidesnuda en mitad de la apadana, al son de la cítara de sus músicas personales. Las endiabladas formas que trazaban con sus movimientos apenas permitían distinguir los finos falos dibujados en sus largas uñas. Entre risas sensuales había alcanzado el trono vacío y le indicó con el dedo a Alejandro que se acercara. Estaba diabólicamente hermosa. Cuando éste se levantó de su lecho entre nuevas bromas quienes estuvieron cerca oyeron cómo le susurraba que sería la mejor manera de vengarle de lo que los persas habían hecho a los atenienses.

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