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Authors: José Ángel Mañas

El secreto del oráculo (39 page)

BOOK: El secreto del oráculo
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¡Ojalá le hubiera plantado cara desde un principio!

—Pregúntale cómo consiguió escapar…

Alejandro empezaba a demostrar una evidente simpatía por la inteligencia de Farnabazo. El vino lo hacía ser más efusivo de lo que habría sido sin cráteras como aquella que ya estaba vacía encima de la mesa.

El Aqueménida le hizo entender al traductor que había comprendido. Pese a los alimentos ingeridos sus manos temblaban por el agotamiento y por un momento parecieron las alas de un ave enferma. Por encima de los jirones asomaron unas muñecas sucias y ensangrentadas con marcas de laceraciones.

Su rostro había recuperado la picardía que le era natural.

—Dile que no pusieron demasiado empeño en maniatarme porque estaba inconsciente y que si no pude liberar al Gran Rey fue porque cuando me escurrí fuera vi que sus manos, que asomaban por fuera de la alfombra, llevaban grilletes y estaban encadenadas al armazón del carro.

Alejandro miró las manos de Farnabazo pero vio las de su enemigo.

—Darío…

El sobrino se arrodilló a su lado. Todavía le dolía la cabeza. Le apretaba las sudorosas extremidades.

—Voy a salir de aquí. Te prometo que en cuanto pueda volveré a liberarte. Mantén el ánimo, querido tío…

Su pretensión era consolarlo. Pero al oír los sollozos desconsolados en el interior del bulto se preguntó si había hecho lo correcto.

Llegaba el momento de deshacer el apretón de manos y tuvo que hacerlo con violencia, porque Darío no lo soltaba.

Parecía un niño al que su madre estuviera a punto de abandonar.

Había un par de trajes de seda sobre uno de los cofres. Farnabazo se limpió el vómito. También había un cuchillo encima del escritorio que había utilizado el bactriano. Por lo demás el carromato estaba a oscuras y no había nadie. Debía de estar a pun to de anochecer, a juzgar por la poca luz que se filtraba entre los cortinajes.

6

Por suerte nadie vino a preocuparse por los prisioneros. Fuera se podía escuchar a los hombres bebiendo y riendo por doquier. Farnabazo se dirigió hasta el extremo trasero del carromato y acuchilló la piel que lo cubría por una esquina.

Por el discreto tajo observó el campamento…

El ruido de la leña quemada y de la carne asada empezaba a llegarle y comprobando que no había nadie a la vista rajó de abajo arriba el cuero, continuó con el tajo hecho procurando no hacer demasiado ruido y se descolgó discretamente hasta el suelo.

Fuera, se dispuso a atravesar el vivaque con todo el sigilo del que era capaz. Al principio le costó mantener el equilibrio. Se sentía como un pato mareado.

Evitó las diferentes hogueras. Los hombres brindaban en la noche. Muchos se mofaban de los jonios a los que se jactaban de haber masacrado. Otros hablaban de la situación actual. «¡Quién habría pensado que viviríamos para ver esto! ¡Un bactriano Gran Rey!» Alguno se cruzó con él sin que pareciera extrañarle el paso vacilante de aquel persa desarmado y con atavíos de dignatario que procuraba no cruzar la mirada con nadie y al que la mayoría tomó por un borracho.

—Tienes mala cara, ¿adónde vas…?

Se lo preguntó un tipo de aspecto risueño y pequeño de talla. Era uno de los raros que no se había emborrachado y tenía la impresión de haber encontrado un compañero.

El Aqueménida indicó que a hacer sus necesidades. Le dolía la cabeza.

El hombre se lo quedó mirando mientras desaparecía tras unos arbustos.

A los pocos metros Farnabazo comprobó que nadie podía verlo y avanzó escondiéndose entre las altas hierbas de la estepa.

Por la sequedad del terreno, no andaban lejos del desierto. Cuando se hubo alejado lo suficiente se volvió a incorporar y camino todo lo que pudo hacia el este.

Lo guiaba la estrella polar, en lo alto de la noche.

7

La marcha se le hizo interminable. Arrastraba los pies como un sonámbulo y no dejaba de rezar las cuarenta oraciones que según Zoroastro correspondían a un tío muerto.

Mientras avanzaba no pensaba en la sed ni en la fatiga ni en Beso. No quería que la rabia le robara energías.

Pero pensaba en las manos de su tío, en sus gemidos en el interior de la alfombra, en la mala suerte que había tenido él, al que todos habían envidiado. En menos de un decenio llegar de la nada a todo y del todo a la nada de nuevo, pensaba con súbita amargura.

Has sido el más desgraciado de todos los hombres, Darío
.

Por fin le empezaron a flaquearle las rodillas.

Aun así siguió avanzando.

Se forzó a ello hasta que cayó rendido.

Cuando despertó ya era de día y un amanecer tibio y esperanzador lo sorprendió echado en un pastizal. Se incorporó restregándose los ojos.

El sol asomaba el morro por el horizonte.

La cabeza volvía a dolerle. Sentía una sed insoportable.

A su alrededor un rebaño de cabras pacía tranquilamente.

La mayoría tenía la marca de hierro candente de su propietario, un hombre de rasgos toscos que ya se había percatado de su presencia y que empezó a tocarlo con su cayado. Sus voces daban a entender que lo había tomado por muerto.

—¡No me toques con eso! —se revolvió Farnabazo.

El hombre le dirigió una mirada amenazadora.

Luego se giró hacia un chico más joven que se le acercaba y le dijo algo en su dialecto.

Ambos llevaban el mismo zurrón lleno de provisiones. Tras asentir el chico se giró hacia Farnabazo. En un persa rudimentario le preguntó quién era. El Aqueménida se lo dijo. El niño se lo repitió a su padre, quién abrió mucho los ojos y volvió a mirarlo.

Le costaba creer que pudiera haber algo en común entre un vagabundo muerto de hambre y el sobrino de Darío.

Farnabazo, que ya se había puesto en pie, se quitó del dedo anular una de las sortijas.

Ésta era plateada y tenía una amatista polvorienta sobre la que sopló y que limpió con sus harapos antes de enseñarla.

—Dile a tu padre que da igual quién sea. Explícale que le doy esto a cambio de agua y de un camello. Aquél…

Y viendo que el hircano mostraba cierta desconfianza, añadió:

—Dile que vale más que todas estas cabras juntas. No tiene más que llevarlo a Zadracarta y venderlo. Los persas nunca mentimos.

Al final el cabrero gruñó un asentimiento y el jovencito fue a por el camello.

Farnabazo vació la mitad del odre de agua que le ofrecían.

A continuación montó sobre el animal.

—¡Arre! —exclamó.

8

Yendo hacia el este no tardó en encontrar el campamento abandonado por los bactrianos. Los supervivientes se habían deshecho de los cadáveres y los habían lanzado al río. Alguno quedaba enganchado con las rocas y las raíces de los árboles.

Allí pudo reencontrarse con Artábazo, a quien sus hijos habían encontrado atado y amordazado en la tienda de Darío.

Se abrazaron dramáticamente.

Era tal su desazón que los lamentos sobraban.

Con el anciano permanecía un maltrecho Otanos que pidió noticias de su amo. Era el único que aún concebía la posibilidad de que estuviera con vida.

Los jonios que habían sobrevivido a la masacre eran más de los que los bactrianos pensaban. Entre ellos estaba el oficial que había procurado prevenir a Darío y que todavía se lamentaba de la ocasión perdida.

Y luego quedaban los heridos que Beso había abandonado.

Los jonios ya habían discutido la situación y la mayoría iba camino de unirse a Autofrádates en las montañas.

Al final Farnabazo fue el único que decidió salir al encuentro del Macedonio.

—Tal vez nos volvamos a ver o tal vez nunca —lo despidió algo fríamente el anciano Artábazo.

9

—¿Y por qué no te has reunido con Autofrádates junto a todos los demás? —preguntó Hefastión.

Era la primera vez en toda la conversación que intervenía. El favorito apenas había tocado la crátera y aprovechaba para plantear las cuestiones incisivas.

Era la pregunta para la que se había estado preparando Farnabazo durante todo el camino.

El persa se puso en pie.

Con ser más bajo y pese a sus harapos mantenía esa dignidad que le habían inculcado desde la cuna.

—Porque Autofrádates es ahora un rebelde y los Aqueménidas no secundamos rebeldes —afirmó—. Con Darío condenado, entre el traicionero Beso y Alejandro siempre preferiré a un rey legítimo que además se ha mostrado noble en la lucha y que se ha ganado el afecto de las mujeres de mi familia. Es mi decisión, y no renegaré de ella.

III
Filipo
se mosquea

Babilonia

Noche de los Muertos (continuación)

«[…] Venganza tras venganza. Siempre la misma cantinela. Yo ya me había olvidado de todo aquel follón de los dos Pausanias y, una vez arreglados ciertos asuntos, tenía pendiente trasladarme a Aigai para organizar los festejos de la Gran Partida. Para entonces ya había enviado a Átalo por delante para que se reuniera con Parmenión y para tener una complicación menos en la corte. Pero el primero en advertirme de que el río andaba revuelto fue tu hermanastro Arrideo. «Pa-p-padre…» A mí ese tartamudeo me ponía los nervios de punta. Pero cuando lo tenía delante procuraba contenerme. Era mi manera de compensarlo por mi indiferencia desde que habías nacido. Además los deditos de Cleopatra dejaron de masajearme y eso me irritó. «¿Qué haces ahí parado, hijo? —pregunté clavando en él mi ojo bueno—. ¿No ves que no estoy ni vestido?» «Te-t-tengo algo imp-portant-te qu-que decir. A s-solas… »¡La cara de gatita enfurruñada que se le puso a mi fierecilla! Andaba casi de parto, algo que no mejoraba un carácter ya de por sí alterado desde tu vuelta y sobre todo desde la de Olimpia. Me lo había hecho pagar durante muchos días. Pero yo veía por la expresión de tu hermano que se trataba de algo importante. «¿Cómo que enseguida vuelves?» Los ojos de Cleopatra echaban chispas. «¡Que sólo es un momentito, mujer!» El badajo se me había deshinchado y ella empezó a acordarse de todos mis antecesores. Tenía una verba impresionante para su edad. Aun así me vestí el quitón y sin dejar de acariciarme las barbas me reuní con Arrideo, que me esperaba en el pasillo. «A ver, hijo, ¿qué es eso tan importante que me tienes que contar?», le puse una mano en el hombro. El chico se asustaba hasta de los ratones. Pero parecía más inquieto de lo normal. A él siempre le reconfortaba la más mínima muestra de cariño por mi parte y, ya más tranquilo, me fue contando que te había sorprendido hablando por palacio con el Pausanias difamador. Le explicabas que habías ordenado detener y azotar a los servidores de Átalo a mis espaldas y que eso era todo lo que podías por él; que más allá tendría que valerse de sus propios medios. Y como el hombre se te ponía pesadito, le citaste los versos de la Medea, ésos donde dice que se vengará del casado y de la casada y de aquel que los había unido. «¿Estás seguro?» Yo estaba sorprendido. Pero Arrideo tenía esa mirada de pasmado que se le ponía cuando se sentía dolido. El chico no mentía. Así que me acerqué a servirle de la crátera que siempre tenía en mis aposentos y lo despedí con la copa en la mano. Cleopatra ya había desaparecido, y mientras tu hermano se alejaba por los pasillos me quedé rumiando aquello. «
Del casado y de la casada y del que los ha unido
», mascullaba bastante desconcertado. Andábamos recién reconciliados después de nuestra rencilla en el Épiro y no te veía incitando a un pobre desgraciado a vengarse, no ya de Átalo, sino de tu propio padre recién casado. Aun así quise asegurarme y confirmé la historia de los palafreneros. Por suerte Átalo seguía en el Asia Menor. A él lo compensaría con un puñado de caballos; le diría que a tu respecto no pensaba hacer nada. Eso lo tenía claro: no merecía la pena que nos enfrentáramos por cuatro palafreneros. Lo que me gustó menos fue enterarme de que Pausanias andaba rondando por los soportales del ágora. Al parecer le había preguntado a los sofistas qué pasaría si alguien mataba al hombre que había realizado las mayores hazañas de su tiempo. «El asesino alcanzará fama inmortal —contestó uno de aquellos piojosos—. Puesto que cada vez que se hable del muerto, se le recordará.» Detrás de aquello yo ya adivinaba la larga mano intrigante de tu madre, y empezaba a arrepentirme de haberla dejado volver. Pero antes de nada quería hablar contigo. […] Veo que te acuerdas. Sí. Habíamos salido de caza. Íbamos cada cual con su halcón en el brazo camino del monte. Empezaba a levantarse la niebla matutina y a aclararse el día. Como había habido tormenta, la tierra estaba húmeda. El rocío refulgía en las hojas y las telarañas. Los árboles estaban tocados con pequeñísimas perlas que goteaban del borde de sus ramas con un delicioso ruido de fondo. Al ver que los perros husmeaban en un arbusto, ahuyentando a la liebre, lanzamos a nuestras aves al mismo tiempo. El tuyo le robó por muy poco la pieza al mío entre los ladridos escandalosos de los mastines. Y por fin, mientras mi ave daba vueltas en torno al tuyo, te dije: «Parece, Alejandro, que tienes prisa por arrebatarle a tu padre lo que es suyo.» Admito que no fue muy delicado, pero estaba en la obligación de salir de dudas. «¿De qué me hablas, padre?» Me pusiste la mirada encima con tu habitual viveza. Yo pretendía seguir absorto en los perros: ahora se disputaban la presa muerta que tu halcón había soltado. Tenían las patas manchadas del barro del camino. «Sabes perfectamente a lo que me refiero.» «Te juro que no, padre.» «
Véngate del casado y de la casada… y de aquel que los ha unido…
. ¿Eso te dice algo?» Te miré a los ojos. Pero tu expresión era de una perplejidad absoluta. «Eurípides resulta demasiado quejumbroso para mi gusto», dijiste. El pobre había muerto en nuestra corte devorado por los perros, un final que a ti te parecía digno del miserable que era. «Entre nuestros trágicos siempre he preferido a Esquilo: es más viril.» Extendiste la mano enguantada hacia el halcón que ya te volvía. Le diste su recompensa. Le acariciaste la cabecita picuda. Y luego me preguntaste: «¿Te interesas ahora por el arte, padre?» Yo me sentía descolocado. Tanto disimulo no iba con tu carácter. De modo que empecé a dudar y me puse a pensar en que a lo mejor tu hermano Arrideo se había equivocado. O en que no había entendido bien, incluso por primera vez se me pasó por la cabeza que a lo mejor ese hijo que me había salido no era tan tonto como pensábamos todos. Solté una carcajada de puro alivio. «Me río —te dije cuando me preguntaste— porque tu hermano me ha contado una historia muy divertida. Una historia tan absurda, que no merece ni volver a pensar en ella. La semana que viene me trasladaré a Aigai, para preparar los festejos de la partida. ¿Vendrás conmigo?» «Desde luego. Y a Olimpia también le agradará acompañarnos. Contarás con la fiel presencia de tu auténtica familia», me aseguraste. […]»

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