Read El secreto del oráculo Online
Authors: José Ángel Mañas
»Es, pues, no sólo justo sino además muy conveniente que los macedonios tributen cuanto antes honores divinos al más grande de sus soberanos, y que por la misma lógica lo conviertan con la mayor brevedad posible en su héroe nacional.
»Y añado una razón práctica para hacerlo en vida: estando fuera de toda duda que la posteridad levantará altares en su memoria, ¿por qué habríamos de dejar para mañana lo que se puede hacer hoy? ¿No es más lógico adorarlo cuando su culto puede sernos de mayor provecho que cuando el río del Hades se interponga irremediablemente entre nosotros…?
Su voz nasal y atiplada se acordaba bien con las maneras serviles con que se encaraba al Gran Rey y que contrastaban con su severidad al volverse hacia los griegos. Anaxarco parecía tener dos caras, y los macedonios que no lo conocían sintieron de manera instintiva una profunda aversión por el personaje.
Sus consideraciones fueron aplaudidas por los cortesanos y desaprobadas con el silencio por los invasores. Sólo Artábazo permanecía algo apartado de los dos partidos. Él y Farnabazo eran los únicos persas que habían obtenido el privilegio de no postrarse. Ambos se limitaban a observar el desarrollo de una confrontación provocada contra su criterio.
—Tus razones me complacen, Anaxarco. Macedonios, ¿qué tenéis que contestar a esto?
Los aludidos se mantenían ceñudos.
La situación les parecía una encerrona. En los últimos tiempos Alejandro no dejaba de demostrar que quienes lo habían encumbrado hasta ese trono empezaban a estorbarle. Muchos sospechaban que no pensaba volver a su tierra y no lo entendían. ¿Era por no escuchar cansinas consideraciones democráticas? ¿Para huir de las garras de Olimpia? ¿Porque empezaba a sentirse incómodo ante quienes habían sido testigos de sus excesos? ¿Qué misteriosa fuerza lo llevaba a querer alejarse de ellos?
Todas estas preguntas revoloteaban en sus mentes cuando, de pronto, de entre sus filas se destacó Eúmenes.
Los que no se habían fijado cayeron en la cuenta de que traía el uniforme de gala, y también iba más acicalado que de costumbre.
—Os ruego que me permitáis ser el primero en tomar la palabra.
La entonación del secretario era vacilante.
—Siendo el mayor de los griegos presentes, considero que me corresponde ese privilegio. Espero que los vínculos que nos unen prevalezcan sobre tu indignación, Alejandro, ante lo que te voy a decir, si es que consigo indignarte, algo que sinceramente no deseo, porque te hablo desde el amor que te tengo, que es tan grande como el de un padre.
El Gran Rey asintió con un ligero cabeceo.
No le gustaba lo de la posible «indignación», pero quería transmitirles a aquellos hombres que representaban a la intelectualidad de su Imperio una serenidad que desmintiera los rumores que empezaban a circular a propósito de sus excesos.
—Yo siempre he creído que eres digno de todos los honores que puedan tributarse a un mortal. Pero eso no debería permitir que te confundan los sofismas. Las razones de Anaxarco te probarán que el oro es plata; los hombres, mujeres; y los griegos, persas. Pero la verdad ha de ser la misma para todos. Y la fama inmortal no te la concederán fábulas a propósito de tu nacimiento, sino el acuerdo de tu conducta con una justicia divina que se nos revela naturalmente a todos los hombres de recto juicio.
Eúmenes se detuvo. Su voz ya no temblaba. De pronto pareció erguirse más. ¿
Qué demonios estoy haciendo
?, pensó.
—Veo que mis razones no te agradan —dijo—, pero no tengo más remedio que proseguir. Tú no eres dios, sino hombre. Y tú sabes mejor que nadie que los tratamientos difieren notablemente. A los dioses se les deben templos y altares; a los hombres, estatuas. A los unos, sacrificios, libaciones, himnos; a los otros, aplausos.
»A las divinidades las ponemos sobre un pedestal en el fondo de un santuario donde las adoramos sin poder tocarlas; a los mortales los saludamos besándolos. Y tan poco conforme con la ley divina es rebajar a los unos como ensalzar a los otros.
»¿Permitirías que un soldado se comportase como un general y un esclavo como un amo? Desde luego que no. Ni tú ni nadie en su sano juicio; va contra el sentido común más elemental. Entonces, ¿qué te lleva a pensar que a los moradores del Olimpo les complacerá vernos tributarte los honores debidos a ellos?
»Tú, que eres el mejor de los reyes, Alejandro de Macedonia, también eres, de un tiempo hacia acá, el más malaconsejado. Porque Anaxarco, ese mal hombre que se dedica a decirte lo que esperas oír y no lo que piensa, nunca ha debido inducirte a celebrar una discusión tan absurda y que además no hará nada para que los sogdianos te vean con más simpatía.
»Yo tenía que decírtelo. Soy el viejo Eúmenes, ya me conoces. Me conocéis todos…
Se volvió hacia unos hombres que ya empezaban a desfruncir el entrecejo.
—Y si tú, Alejandro, aún eres el macedonio valiente y generoso al que hemos servido a lo largo de estos años, sabrás entenderlo. Tú no eres Jerjes. La virtud y la fuerza de nuestros monarcas radica en gobernar según las instituciones. Recuerda que ni el mismo Hércules fue adorado en vida; no hasta que la Pitonisa lo hubo autorizado. Ya habrá tiempo para ello, si es que tiene que ser.
»Entretanto, los que estamos aquí te rogamos que no te dejes ganar por costumbres bárbaras y que te afeites. Que olvides esa lengua incomprensible. Que te quites ese ropaje que te envilece y que vuelvas con todos nosotros a Grecia. Te lo ruego encarecidamente. No hemos venido aquí para aprender nada de los persas…
Según escuchaba, el monarca había ido pasando por todos los colores. Pero su lividez no duró, pues enseguida una furia irreprimible inflamó sus mejillas rompiendo el semblante de impasibilidad con el que pensaba pasarle el turno a alguno de los rétores que abundaran con verbo domesticado en sentido contrario.
Viendo que los macedonios rompían a aplaudir, se incorporó bruscamente y agarró el espantamoscas que le molestaba para tirarlo al suelo ante el espanto evidente de Otanos.
—¿Por qué aplaudís, necios? ¿Acaso conocéis a alguien capaz de someter a tantos pueblos sin derrota alguna? Si los egipcios se inclinan ante su faraón y los persas ante su emperador, ¿por qué os negáis vosotros a arrodillaros delante de Alejandro? ¡Contestad!
Los griegos callaron pero no parecían impresionados.
De pronto, de entre sus filas surgió también Calístenes, quien se colocó junto al secretario con una actitud tranquilamente desafiante, como diciendo:
no estás solo en esto
.
Ya se ha dicho que hiciera frío o calor Calístenes utilizaba la indumentaria de los caminantes lacedemonios. Y lo que sentía ahora mismo era una profunda sensación de superioridad frente al lujo bárbaro que los rodeaba.
—Te contestaré yo, para que Eúmenes no cargue solo con la responsabilidad —dijo—. Pero considera que por mi boca habla tu ejército. Al menos esa parte que cruzó contigo el Helesponto y que desde entonces ha colaborado en todas tus victorias.
»Porque pareces olvidar que, si tú eres la cabeza, nosotros somos el cuerpo. Ya te lo intentó explicar Bitón, y también mi tío en sus innumerables cartas: no has sido tú solo quien ha vencido batalla tras batalla a persas, egipcios, hircanos y bactrianos.
»No has sido tú solo quien se ha aventurado por las alturas del Parapámiso. Tú has sido la voz y la decisión, no la acción. Sin ti nosotros bien sabemos que no somos nada, pero tú pareces ignorar que sin nosotros tú tampoco lo eres. Y sin ese respeto mutuo será muy difícil que volvamos a conseguir ponernos de acuerdo. ¿Has visto alguna vez que el cuerpo se incline ante la cabeza? ¿Lo habéis visto vosotros?
Cuarenta cabezas negaron con convicción.
—No, ¿verdad? Porque nosotros somos los extremos de tu voluntad. Somos parte de ti, no tus siervos. Sabes perfectamente que los macedonios no funcionamos así. Y si no lo entiendes es que has dejado de ser macedonio. Y si has dejado de ser macedonio, es que has dejado de ser Alejandro. Y si has dejado de ser Alejandro, entonces es que quieres dejar de ser nuestro rey y pretendes convertirte en algo que no sabemos lo que es pero que, te puedo asegurar, no nos impone ningún respeto y a lo que no estamos obligados a obedecer. Con lo cual, tú decides: o sigues siendo Alejandro y te reconocemos como rey o…
—¡Insolente lenguaraz!
Antes de que hubiera concluido, el Gran Rey se lanzó como una flecha sobre él: estaba fuera de sí. A Hefastión le costaba contenerlo. El monarca lo apartó con brutalidad y mientras el favorito tropezaba con uno de los escalones frente al trono y se caía de culo al suelo, dio un paso en dirección a los griegos y les dirigió la mirada más furibunda sin que ninguno bajara la vista.
—¿Vosotros estáis con él? En ese caso, ¡fuera de aquí! ¡Salid de mi palacio! ¡No quiero volver a veros! ¡Fuera, he dicho! La cabeza no necesita brazos ni piernas para pensar. Voy a reflexionar a solas con mi conciencia… ¡Fuera de mi vista, miserables insectos!
Babilonia
Noche de los Muertos (continuación)
«[…] «Déjalos hacer», le dijiste a Parmenión que ya amenazaba con azotar a quienes se desprendían de sus armas para refrescarse en el primer lago salado. El chapoteo del agua nos parecía música celestial. Los gajos de fruta estallaban en nuestras bocas. En cuestión de minutos habíamos pasado de estar en la antesala del Hades a disfrutar de un vergel digno de los dioses. De las palmeras colgaban dátiles que los más ansiosos se precipitaban a buscar. Los hombres demostraban una energía sorprendente a la hora de encaramarse y los que habían estado a punto de desfallecer se afanaban como ardillas mientras que los que poco antes gruñían maldiciones ahora se reían. Los guías ya volvían de la ciudadela con los odres llenos a reventar de agua potable y, una vez calmada la sed, Parmenión quedó encargado de organizar el campamento en tanto que tú escogías a los que habíamos de acompañarte hasta esa ciudadela que había crecido en mitad del oasis a lo largo de los siglos gracias a un tránsito inmemorial de caravanas. Y al poco, según penetrábamos en el recinto amurallado, vimos cómo una multitud de rostros huesudos y negruzcos se agolpaba a ambos lados de la calle para vernos aparecer. La mayoría eran bereberes con rasgos más oscuros que el cuero y las egipcias llevaban los ojos delineados: ellas no se acomplejaban a la hora de mirar. En cambio las veladas lugareñas iban todas acompañadas por una mujer mayor o por un niño y el misterio de sus ojos brillantes y negros estimulaba la imaginación de los hombres que atravesábamos las polvorientas calles y que nos sentíamos agotados pero felices a medida que avanzábamos en medio de un silencio tenso y sólo roto por los ladridos que los perros dedicaban a nuestros caballos. Y entonces se abrió ante nosotros la espectacular avenida de columnas que llevaba hasta los pilonos del templo. Era exactamente igual que en tus sueños. La figura de Zeus-Amón aparecía representada en medio de infinidad de cartuchos de jeroglíficos. A veces con dos plumas sobre la cabeza; otras con cuernos de carnero como los que luego mandarías grabar en tus monedas para confusión de tus enemigos. La impresión que producía era sobrecogedora. Y tú creías haber entrado en tu propia mente. En la puerta nos encontramos con un cortejo de sacerdotes y sirvientes extremadamente ansiosos por mostrarse serviciales. Y al final sólo penetramos, como habías indicado, tus hombres de confianza. Al otro lado había un patio desierto con la salvedad de un anciano de mirada penetrante que hacía ya un rato que te aguardaba bajo un majestuoso dintel a la entrada del templo. Tenía el cráneo y los brazos tonsurados y enrojecidos por la cuchilla y su ropaje de bordados dorados caía hasta el suelo y cubría unas sandalias de papiro con larga punta encorvada. Su rostro acecinado mostraba una actitud cuidadamente hospitalaria. Y sin embargo en su mirada aleteaba ese recelo inevitable que provocamos los guerreros en los de su casta. «
Yo soy Moeris, guardián de este templo.»
No dejaba de guiñar los ojos, pues el sol todavía potente de la tarde le daba de frente. Su griego, imperfecto aunque comprensible, tenía el suave y reconocible acento de los cirenses. «
Tu padre ha recibido noticias de tu llegada y te da la bienvenida. Sígueme, hijo del sol…
» Y tú penetraste cada vez más impresionado en el interior del santuario. Sabías que dentro oirías la voz de Amón y tenías un ansia extraordinaria por ver iluminado de una vez por todas tu destino. Entretanto un sirviente entró en el patio y nos invitó a seguirlo. Quería que nos relajásemos en una milagrosa fuente natural cuya agua, según intentaba explicar, se enfriaba de día y se calentaba de noche. «Venid, venid…», nos hacía señas con las manos. Algunos hombres me miraron y les di mi consentimiento: sus pisadas resonaron en el interior del templo a medida que se alejaban. Por fin nos quedamos únicamente Eúmenes y yo. Eúmenes también se maravillaba ante la precisión de detalle con que habías descrito todo y no dejaba de apreciar los capiteles en forma de palmera de las columnas. Todo eso hacía que nos mantuviéramos tensos pese a la tranquila espiritualidad del lugar. No sé muy bien qué pudimos decirnos, pero recuerdo perfectamente la palidez de tu semblante cuando volviste: estabas tan lívido que eché mano de la espada y le dirigí una mirada asesina al sacerdote que te acompañaba. Me habría bastado la más mínima indicación para degollarlo allí mismo. Al comprenderlo, la sangre volvió a irrigar tu rostro y mientras te acostumbrabas a la luz me instaste a tranquilizarme. Dijiste que habías oído lo que tenías que oír. Y luego el camino de vuelta se convirtió en una auténtica tortura para todos los que comprobábamos que permanecías sumido en tus pensamientos sin decir ni una palabra y sin que nadie se atreviera a perturbarte. Pese al suave trotecillo de las caballerías, tu silencio nos envolvía como un pesado manto. En el campamento los hombres empezaron a conjeturar, y el propio Parmenión tuvo que decirte que convenía atajar las habladurías. Y luego las últimas brasas del día ya crepitaban sobre las palmeras cuando por fin los congregaste a todos a orillas del lago para anunciarles que tu padre había hablado por boca del Oráculo y que si te habías mostrado poco comunicativo era debido a la conmoción que te había producido el escuchar su voz y el ver confirmado el grandioso futuro que se abría ante nosotros. El sol se ponía a tus espaldas. Un halo sobrenatural difuminaba tu semblante a contraluz. A tus espaldas las alargadas nubes sobre el palmeral oscurecido parecían la mismísima fragua de Hefaistos. «Zeus-Amón nos ha cargado con una pesada responsabilidad. Su boca ha derramado sobre nosotros todo tipo de bendiciones. ¡Nuestros antepasados serán vengados! ¡Asia será nuestra!» Tu voz arrancó muchos vítores. Los hombres, que habían temido lo peor, se sentían aliviados. Pero yo percibí en ella un ligero temblor. La pena pugnaba por abrir las puertas y en tus pupilas, cuando pasaste a mi lado, lucía algo extraño. Era un brillo que muchos no habían visto antes pero que estaba llamado a reaparecer cada vez más a menudo y que pronto amenazaría tu cordura con la ferocidad de un perro espartano. ¿Era eso lo que te había revelado Zeus-Amón? ¿Qué sibilina profecía podías haber escuchado para que te hubiera afectado así? Las preguntas se agolpaban en mi mente cuando, con la caída de la noche, Eúmenes se acercó a comentar que lo habías despedido sin dictar tus
Efemérides
. Era la primera vez que ocurría, y me rogó que fuera a verte. Al poco yo también penetraba con una comprensible inquietud en tu tienda y me encontré con que estabas sentado en tu silla plegable envuelto en tu clámide. Te cubrías el rostro con las manos. Sollozabas calladamente, como si llevaras sobre tus espaldas el peso aplastante del mundo, y yo no podía entender qué podía abrumar al hombre más afortunado de la tierra. Te pregunté si nos habías mentido. Pero repusiste con voz ahogada que jamás lo harías. «Entonces no has dicho toda la verdad…», avancé con prudencia. Zeus me había concedido una tea para penetrar en la tenebrosa caverna en la que empezaba a convertirse tu alma, pero no las luces suficientes para aclararla. Tú te incorporaste pesadamente. Te limpiaste las lágrimas con la clámide. Y apoyando tu mano sobre mi hombro, dijiste: «Todos lo sabréis en su momento, mi buen Hefastión.» Pero nunca llegaste a desvelármelo. Por eso he subido, Alejandro. ¡No sabes cuánto ha podido torturarme ese enigma! Mi alma no podrá reposar tranquila en tanto que no lo resuelva. ¡He de saberlo antes de volver al Hades! ¿Qué te dijo el maldito Oráculo? ¿Qué pudo decirte para que sus palabras te perturbaran para siempre porque sé que su predicción fue la causa de todas nuestras posteriores desgracias? ¡Habla, por todos los dioses! Si alguna vez me has tenido el menor afecto, esclaréceme sobre este punto, el más tenebroso y oscuro de tu aciaga historia. […]»