El secreto del oráculo (50 page)

Read El secreto del oráculo Online

Authors: José Ángel Mañas

BOOK: El secreto del oráculo
5.55Mb size Format: txt, pdf, ePub

Una vez limpio y vestido, Alejandro se encaró con Otanos.

—Si aparece Barsine, no estoy —dijo.

2

La mesa ya estaba puesta. Su desayuno, su
acratismos
, consistía en pan mojado en una escudilla de vino en la que flotaban granos de trigo hinchados, algo a lo que podía añadírsele aceitunas y según las temporadas higos secos.

Era de esos hábitos de los que no había conseguido deshacerse por mucho que sus nuevos consejeros lo instaran a descubrir dietas más sofisticadas. La escudilla era la misma que lo había acompañado desde Macedonia y que desde entonces lo seguía a través de todo Asia.

Mientras comía se mantuvo ceñudo. Su estómago acogía con delectación aquellos nutrientes. Pronto oyó que afuera se destacaban voces de damas, repitió que no estaba para nadie y Otanos se lo transmitió a dos subordinados que salieron con discreción.

Hubo algunas protestas pero el alboroto se fue calmando.

Al volver, los eunucos cruzaron unas palabras en voz baja con Otanos.

Alejandro se levantó y dijo que le trajeran a Bucéfalo.

3

Un viento helado abofeteó sus mejillas. El frío lo revitalizaba y se arrebujó en sus pieles. Uno de sus guardias ya volvía de los establos con Bucéfalo.

—Tú, al menos, no me fallas —musitó cuando tras haber despedido al hombre le acarició la cabezota y le dejó que restregara el morro contra su mano.

A continuación echó a trotar por la aldea.

El cielo seguía encapotado. La aldea estaba sembrada de multitud de tiendas de pieles, grandes animales inmóviles entre las humeantes chozas. Apenas había lugareños, pues la mayoría habían sido expulsados de sus hogares o asesinados o reducidos a la esclavitud. Mientras trotaba a un ritmo pausado sobre su nerviosa montura Alejandro comprobó que el viento amainaba y continuó hasta dejar atrás la última casa.

—Mira eso, Bucéfalo… .

Quería comprobar los progresos que se iban efectuando en la nueva fundación. Los ingenieros ya se apresuraban a poner en pie las primeras columnas de lo que sería el futuro templo. A su alrededor se marcaba con cuerdas, de estaca en estaca, el trazado de edificios todavía en cimientos y el de unas murallas a medio hacer, sillares que en algunos casos alcanzaban la tercera hilera, en otros la segunda o la primera, una estructura escalonada que daba la sensación de un gigantesco peine bocarriba.

El trabajo avanzaba gracias a los últimos prisioneros aportados por Pérdicas. Cuatro o cinco centenares de esclavos cubiertos por gruesas pieles se afanaban obedeciendo órdenes. Los mayores se encorvaban y quitaban la nieve del camino por el que se transportaba una decena de bloques de piedra provenientes de la cantera que llevaban hasta donde los picapedreros los convertirían en sillares que luego otros trabajadores más jóvenes sacaban de allí y disponían con el mayor cuidado.

Por todas partes los soldados hostigaban a quienes tiraban de las cuerdas, colocaban los sillares o trabajaban entre los andamiajes pegados a unas columnas cortadas a medio camino. «¡Más acá!», un ingeniero dirigía la polea que manejaba el tambor de la columna más avanzada. «¡No, a la izquierda! ¡Un poco más a la derecha!» Daba la impresión de un enorme organismo que estuviera creciendo a ojos vista y tomando poco a poco forma, bloque a bloque, piedra a piedra y golpe a golpe.

De repente, Alejandro sintió que lo henchían vagos pensamientos de gloria. Alejandría de Egipto, Alejandría de Asia, Alejandría del Cáucaso. Pensó en que algún día todas aquellas fundaciones terminarían por formar un aplastante testimonio viviente de una Conquista que los siglos venideros contemplarían con el mismo estupor con el que hoy se admiraba a las pirámides.

A veces él mismo se olvidaba de lo grande que era, consideró con un súbito estremecimiento.

Por fin levantó la mirada hacia el norte, en dirección a los abruptos picos que se cernían ante ellos. Era por aquellas alturas por donde, según las viejas historias, Zeus había encadenado en el más alto farallón al rebelde Prometeo en castigo por haberles entregado el fuego a los hombres.
Pobre estúpido
. Pero sobre todo era por entremedias de aquellos estrechos collados por donde tendrían que cruzar en cuanto llegara el deshielo. Allí les aguardaba el último enemigo al que había que reducir, si es que quería disfrutar de su Imperio con unas mínimas garantías de tranquilidad.

—Pero tú sabes que lo conseguiremos, ¿verdad, Bucéfalo?

Alejandro frunció el ceño: se le acercaba Calístenes.

4

El sobrino de Aristóteles llevaba un rato hablando con uno de los arquitectos y se había despedido para acercársele envuelto en su parda clámide. El monarca se dio cuenta de que ese aspecto de filósofo espartano que tanto lo había atraído en un tiempo últimamente lo irritaba.

Calístenes se frotaba las manos y soplaba en su interior para insuflarles la vida que el frío parecía negarles. Había llegado no hacía mucho de Babilonia y buscaba a toda costa retomar el pulso del ejército con vistas a escribirle a Aristóteles aquel informe detallado que éste llevaba semanas pidiéndole.

… no te escondo mi preocupación. Antípatro me ha apresado y no se digna a decirme la razón ni nadie me da noticias de lo que ocurre en Asia. He conseguido sobornar a uno de los carceleros para que envíe mis misivas. Se llama Héctor. Haz que tu mensajero contacte con él y así podremos comunicar…

Calístenes era un moralizador nato y siempre tenía la esperanza socrática de que los hombres, al iluminarlos, descubrirían el bien y actuarían en consecuencia. Él no había querido opinar sobre lo sucedido con Filotas y los hipaspistas. Pero contaba con que su presencia fuera una influencia positiva sobre Alejandro.

Por lo demás su ánimo era razonablemente bueno. Había estado hablando con los ingenieros, y el que el templo y la biblioteca estuvieran mínimamente en condiciones antes de que partieran les parecía bastante probable.

—Pero van a ser necesarios más hombres si no queremos que las obras se eternicen —dijo—. Y este frío no deja de causar bajas…

Iba a añadir que además se hacía difícil trabajar la piedra, porque ésta se contraía. Pero Alejandro lo interrumpió con un deje malhumorado.

—Tendrás los hombres. Pero ahórrame tus explicaciones…

Y le hincó los talones a Bucéfalo.

Calístenes, que resoplaba expulsando el vaho, se lo quedó mirando.

Al sobrino de Aristóteles le costaba cada vez más reconocer el joven al que su tío había educado con tanto esmero en aquella colina aislada donde, conviviendo todos juntos en un dormitorio común, se habían forjado los vínculos que la mayoría pensaban indisolubles.

Alejandro, querido tío, cambia como el tiempo de algunas tierras. Según los momentos puede resultar afectuoso, sobre todo cuando el vino le calienta el vientre, y en otros mostrar un desprecio tan altivo que te hiela la sangre. Es en uno de esos momentos cuando parece sentirse agredido por todo cuando ha tomado la dramática decisión que nadie quiere comunicarte…

Pero a Alejandro, en aquel momento, todo le daba igual. El frío le mordía las mejillas. Los labios se le rajaban. El mal tiempo enfriaba su corazón. Volviendo por el camino trillado por otras bestias, sus soldados le saludaban y él respondía con una casi imperceptible inclinación de la cabeza. Cada vez le desagradaban más las asperezas del idioma heleno, la ruda naturaleza de esa tierra que, con la distancia, después de haber probado las sofisticaciones del mundo persa, se le aparecía —quién lo habría pensado— como casi bárbara.

¿Cuándo había ocurrido? ¿En qué momento había pasado de despreciar el lujo ostentoso de sus vecinos a despreciar el rusticismo de su propio pueblo?

—Por aquí, Bucéfalo…

Junto al antiguo granero unos perros salvajes se disputaban en la nieve un despojo ensangrentado. Aquello hizo que le volvieran a asaltar imágenes de lo ocurrido
.

¡Maldita sea!

Era inevitable que tarde o temprano se enterara. Era cierto que su relación se había enfriado, y también que tras la ejecución de Cambyses evitaban encontrarse. En realidad, pese a que los había seguido desde Zadracarta, la presencia de Barsine sólo se había hecho notar a partir de la captura de Autofrádates.

A él le habría gustado pensar que era agua pasada. Además los persas le hacían entender que la dependencia de una única mujer era percibida como un síntoma de debilidad indigno de un soberano que sólo debía satisfacer con ellas sus necesidades básicas.

Sin embargo su desasosiego constataba lo contrario y un mal presentimiento lo acompañó durante todo el camino de vuelta.

5

En el alfombrado interior, Otanos y el más jovencito de los eunucos le retiraron las pieles y le colocaron las babuchas imperiales. Alejandro las miró absorto. Pensó en lo incómodas que le habían parecido no hacía tanto y en cómo se había ido acostumbrando a ellas.

El mundo cambia y estamos todos condenados a mudar con él
.

Mientras reflexionaba sobre la inconstancia de los hombres le distrajeron unos chillidos femeninos procedentes de la entrada.

‘—¡Alejandro, abre de inmediato!’

Por la puerta se coló el desfigurado Bitón que cerraba a sus espaldas con el alamud.

—Déjala entrar —dijo casi con irritación.

Unos momentos después irrumpía en la estancia Barsine. Por la puerta abierta se podía ver a Eúmenes y a Pérdicas, que llegaban a caballo para despachar con él. Pero Bitón ya les había salido al paso. Pronto también aparecerían Artábazo y Farnabazo.

—¡Dime que no lo has matado!

Barsine estaba fuera de sí.

—¡Me juraste que no lo harías! ¡Me prometiste que lo respetarías cuando lo capturaras! «Es un gran guerrero», ¿te acuerdas de tus palabras…?

No se había quitado las pieles. Venía sin pintar y los tirabuzones se le enredaban en torno a la frente. Tenía los ojos llorosos y el rostro frío. Pero no lo sentía, pues las peores sospechas le quemaban las entrañas.

Era raro que se presentara sin arreglar y por un momento Alejandro la vio mayor de lo que era: la pena había conseguido en cuestión de meses lo que no habían conseguido los últimos diez años.

De pronto se arrepintió de no haberla obligado a volverse a Susa con las Aqueménidas como había pretendido en un principio. Había sido débil y ahora estaba pagando la estupidez. Su destino no era morir entre los brazos de ninguna mujer.

Apartando la mirada, masculló:

—Te dije que lo liberaría si me reconocía como rey.

Se había encarado con el fuego, en el centro de la estancia, y tendió hacia él las manos. A su alrededor los eunucos se movían como sombras. Uno se acercó a retirarle las pieles a la recién llegada, pero ella lo apartó con violencia.

—¡Sabías perfectamente que jamás lo haría! Memnón, Cambyses, y ahora Autofrádates. ¡Los has matado a todos! ¡A mis hijos…! ¡Los frutos de mi vientre…! ¡Asesino! ¡Ya sólo te queda matarme también a mí…!

Barsine rozaba ese estado en el que todas las barreras han cedido.

—No digas tonterías…

—¡Calla!

La furia se le mezclaba con unas lágrimas irreprimibles. Le temblaban las piernas y hacía lo imposible para no derrumbarse.

—¡Lo has matado! —chilló—. ¡Lo siento en tu frialdad de culebra! Por todos tus dioses, dime al menos que tendrá unos funerales dignos… que no ocurrirá como con Cambyses. ¡Prométemelo! ¡Ay, Ahura Mazda! ¿Ni siquiera eso? ¿Pero qué te ha podido hacer…? ¡Lo has vencido, Alejandro! Permite al menos que vele sus restos. ¿No contestas? —empezó a bajar el tono—. ¿Qué te pasa? Esa mirada me da miedo. ¿Me quieres apartar de tu lado…? No es eso. Entonces… Ahura Mazda… ¡Se lo has echado a los perros!

De pronto aquello había surgido como una evidencia en su imaginación. En mitad de la noche los despertaron los ladridos. La escasez de viviendas la obligaba a convivir con las mujeres de los hipaspistas. Los niños lloraban y ella fue la única que, arropada en unas pieles, se acercó a la puerta. Pero el guardia le impidió salir. Se interpuso en su camino. Y ahora entendía por qué: tenía la impresión de estar viendo, como en la peor pesadilla, a los animales arrancándole la cara a mordiscos. Peleándose por una oreja o un dedo.

Sintiéndose a punto de desmayar miró a Alejandro.

—Dime que no es así… Dime que lo que digo no tiene sentido…

El monarca permanecía con la vista en el fuego. Entonces Barsine irrumpió en unos sollozos que no eran hermosos: eran sollozos de mujer mayor, de mujer deshecha. Cubrían sus rasgos con la misma desconsideración con que el mar cubre unos pecios.

—Ahura Mazda —no sabía a quién dirigirse—. Ha sido una desgracia conocernos. Di algo. Haz algo para que sienta que tiene algún sentido continuar viviendo… Eres peor que todo… Me has destruido, has demolido el edificio de mi vida… ¿Era eso lo que querías? ¡Contesta!

Sus ojos resurgían brillantes de emoción entre las lágrimas.

Alejandro sintió que la congoja le atenazaba la garganta. Estuvo tentado de cogerla en sus brazos, de apaciguarla con suaves susurros, de calmar ese fuego hirviendo que se había volcado sobre su corazón. Pero permaneció inmóvil.

Barsine se limpió las lágrimas con dedos temblorosos. Tenía los ojos enrojecidos. Empezaba a tomar conciencia de la medida de su desgracia.

—¿Cómo es posible que no me muera ahora mismo? Es un día odioso. Te he conocido sin conocerte. Pero ahora veo claro en tu interior, y no es algo que pueda contemplarse muchas veces… —lo miró, todavía llorosa—. No. Tú no me quieres. Tú no eres capaz de querer a nadie… Te estoy estorbando. Estás deseando partir a tu nueva guerra… No te preocupes. Regresaré a Susa… Volveré con esas brujas con las que pretendes emparentarme… Cambyses tenía razón. ¡Suéltame! ¡Malvado!

V
Hefastión
se sincera

Babilonia

Noche de los Muertos (continuación)

«[…] En esta vida nadie engaña a nadie, Alejandro. Y quien lo piensa se engaña a sí mismo. Todos sabíamos que Olimpia te había envenenado el entendimiento a lo largo de demasiados años. Pero nadie te culpa por ello: los hombres son conscientes de que aquellas historias sobre Zeus-Amón le habrían sorbido el seso a cualquiera. Ella fue quien plantó la semilla de tu locura. Y sin embargo nadie parece ponerse de acuerdo sobre cuándo empezaste a perder pie. Unos piensan que cuando comprendiste que los jonios te recibían como a un invasor y quedó frustrado tu sueño panhelénico. Otros que cuando te sentaste en el trono de los Aqueménidas y diste en vestirte con túnicas de largas mangas. Y también he oído decir decir que fue Tais la que te hechizó con sus malas artes la noche del incendio de los palacios de Darío en Persépolis. Pero yo siempre he pensado que fue en aquel malhadado templo en el oasis de Siwah: las palabras del Oráculo fueron la fuente de la que bebió tu locura, el venero cristalino en el que encontraste reflejado tu destino. El pobre Aristandro, con la vista perdida en los cielos, no veía qué es lo que podía haberte perturbado tanto, y cuando me lo preguntaba yo le confesaba lo poco que sabía. ¿Qué más le podía decir, si desde que habían emprendido el camino de vuelta a Menfis no había manera de que abrieras la boca? Tantos meses obsesionado con el Oráculo y de repente pretendías no volver a hablar de ello y hacer como si no existiera. Por eso todos se habían opuesto a ese peregrinaje. No sólo los lugareños, sino también Aristóteles con sus cartas, Parmenión, y hasta Barsine, que solía mantenerse discretamente al margen de tus asuntos, procuró influirte para que no hicieras ese viaje. Nada nos invitaba a ello. Pero todo fue en balde, desde luego. Tú venías de vencer al ejército más grande de la tierra. Habías tomado la inasediable Tiro. Y Mazaces nos acababa de entregar las llaves de Egipto. Te creías un semidiós tocado por la gracia divina. Infalible y omnipotente como ningún otro mortal salvo si acaso Aquiles y el propio Hércules, a los que pretendías superar. En esas condiciones nada habría podido hacerte renunciar a aquella peregrinación a la que te empujaban las palabras de la Pitia. Pero a mí me importaba poco todo eso. Tus remordimientos, tus dudas, tus recelos, tus ambiciones. No eran más que palabras que cobraban sentido cuando estábamos juntos pero que con la distancia se desvanecían. Desde que habíamos vuelto a encontrarnos yo seguía sufriendo de una manera casi física tu ausencia. Era como si me hubieran amputado un miembro que todavía sentía. Por eso cuando nada más llegar a Cirene, en la costa, me mandaste llamar para que reuniera a quinientos hombres, yo temblaba de pura felicidad. Era la primera vez desde mi vuelta que me solicitabas y comprendí que Barsine había cumplido con su parte del trato. Y te aseguro que cuando unos días después partimos en la fresca madrugada, mi ánimo era muy diferente del de aquel medio millar de macedonios que gruñía y perjuraba a nuestras espaldas. Para entonces ya se sabía de los ambiguos augurios que Aristandro había leído en las entrañas de una grulla. Pero tú explicaste que no nos esperaba ningún ejército y que no veías razón para retrasar la expedición. Así que a los hombres no les quedó más remedio que seguir a aquellos beduinos cubiertos de los pies a la cabeza y adentrarse tras ellos por ese silencioso mar de arena que se empezaba a abrir ante nosotros. Algunos todavía protestaban en voz baja. Se contaba que durante la última invasión del Gran Rey habían desaparecido cincuenta mil guerreros a los que el terrible
sumum
había enterrado por aquellas mismas dunas. Muchos miraban las sinuosas sombras que velaban la desnudez de la tierra, y luego a ti mientras cabalgabas con aire concentrado a la cabeza de todos. Mazaces ya te había prevenido que tomaras una caballería más adecuada. Pero tú te negabas a separarte de Bucéfalo. Y por fin, a poco de adentrarnos en las dunas el cielo se nubló para regalarnos una llovizna milagrosa. Tú ya empezabas a sentir un vivo rencor hacia todo el que osaba oponerse a tus designios, de modo que al sentir las primeras gotas sobre tu frente te acercaste a Aristandro. «¿Y esto cómo lo interpretas, adivino? —le espetaste—. ¿Sigues pretendiendo que los dioses me son hostiles? ¿O igual es que has falsea do tus augurios para disfrutar de una noche más en brazos de las meretrices de esa ciudad costera que acabamos de abandonar? ¡Habla claro y fuerte, que mis macedonios te oigan!» Asustado, Aristandro replicó que no hacía ninguna falta, que todos teníamos ojos y que los cielos hablaban por él. «¿Por ti? ¡Querrás decir por mí, insolente!» Hiciste que Bucéfalo caracolease a la vista de todo y con una última ojea da satisfecha al cielo regresaste a la cabecera. Nuevas nubes se concentraban sobre nuestras cabezas dejando buena parte del horizonte descubierto cuando, de pronto, un maravilloso arco iris hizo que los pechos de los hombres se hinchieran con la misma confianza que los había guiado en cada una de las batallas desde que habíamos cruzado el Helesponto. ¿Acaso no nos recibía Zeus-Amón con lluvia y colores? ¿No estaba reconociendo a su único hijo sobre la tierra?, ¿no nos estaba alentando al rociar nuestro paso a continuar sin temor? Pero la alegría no duró mucho, pues unas jornadas después se levantaba el temible simum contra el que tanto nos habían prevenido. Al ver que los remolinos de arena surgían como furibundos guerreros por el horizonte la soldadesca se apresuró a montar las tiendas, y yo me guarecí en la tuya. Al poco la arena fustigaba rabiosamente las pieles. El viento se filtraba por las rendijas. Pero el peligro exaltaba mi sensación de plenitud. Y mientras a nuestro alrededor se agitaba aquella furia divina, yo me sentía feliz. Sí, feliz. Era perfectamente consciente de que en el desierto ya no podrían llegarte noticias y me sentía como si me hubieran retirado aquella espada de Damocles que desde la reaparición de Arrideo perturbaba mi tranquilidad. Era la primera vez que nos reencontrábamos y tu única condición fue no hablar de conspiraciones. Pero yo ya estaba dispuesto a cualquier cosa con tal de recuperar tu favor. Me había resignado a aceptar esa sumisión absoluta que exigías tanto de hombres como de naciones. Y no obstante lo curioso fue que en el momento mismo en el que dejé de oponerme empecé poco a poco a comprenderte. Me había impregnado tanto de tu manera de hacer y de sentir la vida que a aquellas alturas prácticamente podía anticipar cada uno de tus pensamientos. Yo con seguía prever tus reacciones y opiniones de tal suerte que a menudo no te quedaba más remedio que estar de acuerdo conmigo. Y esa extraña sensación de complicidad hacía que mi prestigio creciera ante tus ojos. Lo que dijera tu «hermano del alma», como me volvías a llamar, aquel que formaba una única persona contigo, tal y como le habías dicho a tu propio padre, acababa teniendo más importancia que todos los discursos de Parmenión, quien sólo conseguía excitar tu espíritu de contradicción. Parmenión tardó demasiado en comprender que con una naturaleza como la tuya sólo cabía seguir la corriente y encauzarla, jamás oponerse. Y después, cuan do amainó el temporal, los guías fueron los primeros en salir y en hacernos entender que la tormenta había borrado las huellas de la ruta caravanera que veníamos siguiendo. Eran hombres que transportaban el oro de las regiones del mediodía hasta la costa y que luego volvían con alfarería y otros productos de las colonias griegas o de las ciudades egipcias. Por la noche se los podía ver a todos en la misma hoguera compartiendo leche cocida y lonchas de carne seca y soportando el humo más espeso sin parpadear. Los intérpretes les increparon sin que ninguno se atreviera a pronunciarse sobre el rumbo a seguir. «Aristandro tiene razón —murmuró un peltasta a mi lado—. No saldremos de ésta.» Entonces tú lo consultaste con Parmenión. Luego buscas te la posición del sol y, tras dudar un momento, ordenaste continuar hacia el sur por plena tierra virgen. Y ahí empezó el calvario. Pues a medida que avanzábamos el tiempo se hacía cada vez más inclemente. De repente entendimos por qué los bereberes se cubrían con sus oscuros atavíos de la cabeza hasta los pies. El sol abrasaba nuestras espaldas. Su aliento de fuego se derramaba sobre la arena ardiente de la que teníamos que protegernos como podíamos. Y todos preservábamos nuestros últimos tragos a sabiendas de que los odres que portaban las bestias estaban prácticamente vacíos. Con los labios agrietados los hombres recordaban los arroyos de Macedonia. Y eso provocaba delirios que incrementaban la confusión y la frustración. A medida que el hambre se incrementaba, las recuas iban menguan do. Y si los días eran duros, por las noches la temperatura descendía tanto que la mayoría tiritábamos de frío y nos arrebujábamos los unos contra los otros. Los macedonios gruñían maldiciones. Alguno se desplomaba y, según a quien tuvieras al lado, podías tener la suerte de ser portado o bien eras abandonado por una tropa que ya ni miraba atrás cuando se escuchaban los nuevos gemidos. La última noche una pareja de hoplitas le robó su agua a un peltasta poco querido por la tropa, y al amanecer Parmenión los ajustició en el acto. Eso encrespó los ánimos hasta lo indecible. Los hombres nos miraban con unos ojos cada vez más aviesos en los que se leían las peores intenciones. El propio Parmenión se acercó a indicarnos que no se nos ocurriera dormirnos cuando llegara la noche. Y en realidad todos sabíamos en qué habría acabado aquello de no haber sido porque, de pronto, a media tarde, aparecieron dos grandes aves. Dos cuervos negros que surgieron de ninguna parte para sobrevolarnos y proyectar sus sombras sobre nuestras cabezas y anunciar de aquella manera que te habías vuelto a salvar, aunque fuera por los pelos. Los hombres las miraban maravillados y Aristandro voceaba con ojos brillantes que eran los mensajeros enviados por Zeus-Amón. «¡Que nadie las abata! ¡El agua no está lejos. ¡Seguidlas!» Y cuando volvimos a hundir con un ánimo renovado los pies en la ardiente arena, los negros emisarios ya volaban en la dirección de la que provenían. A ratos se alejaban y casi parecía que fueran a desaparecer. Pero enseguida daban media vuelta y acompasaban su vuelo a nuestro paso para animarnos con sus graznidos. Más que grajos parecían aves marinas siguiendo a una trirreme. Y así fue como por fin llegamos a una repentina depresión del terreno donde surgió ante nosotros un hermoso y resplandeciente verdor. Los macedonios no podían creérselo. «Zeus-Amón se burla de nosotros», exclamó un veterano febril que se restregaba los ojos húmedos de emoción temiendo que fuera un espejismo. Pero no lo era, gracias a Zeus, y unos momentos después penetrábamos él y todos los demás en el palmeral. […]»

Other books

Perfect Match by Kelly Arlia
Brother Termite by Patricia Anthony
The Priest by Monica La Porta
Ruins of Myth Drannor by Bebris, Carrie
Gilgi by Irmgard Keun
Assassin's Heart by Sarah Ahiers
Motive for Murder by Anthea Fraser
Kiss of Midnight by Lara Adrian