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Authors: José Ángel Mañas

El secreto del oráculo (49 page)

BOOK: El secreto del oráculo
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—Los dioses estaban con Leónidas en las Termópilas, no con Jerjes…

—¿Osas compararme con Jerjes?

El monarca desenfundó su daga.

Su movimiento pretendía asustar al cautivo, pero lo único que consiguió fue que mascullase que no le tenía miedo y que fuera un hombre. «He hecho lo que debía. Estoy listo para viajar al Hades. Los dioses me recibirán como a un guerrero que los ha honrado en vida y que jamás les dio la espalda. Ni a ellos, ni a mi patria.»

Alejandro bajó el brazo y observó la rata muerta junto al pie renegrido.

—No —meneó la cabeza—. Podría matarte con la misma facilidad con que has aplastado a esa rata. Pero mi victoria no sería completa. He perdido demasiado tiempo persiguiéndote. Quiero que sientas que puedo destruir tu orgullo. Que puedo hacer añicos ese espejo deformado en el que te miras con tanta jactancia y en el que dentro de poco no verás otra cosa que un saco de huesos rotos mendigando clemencia.

—Eso no ocurrirá jamás…

—¿Qué es lo que pretendes?

En la mirada vidriosa refulgían las peores amenazas.

—¿Qué demonio vanidoso te posee para mostrarte tan intratable? ¿No he honrado a Memnón más que a ninguno de mis enemigos? ¿Mi hijo, el futuro heredero de este imperio, no es ahora tu hermano? ¿No nos vincula la sangre? ¿Por qué no nos comprendemos? ¿No hablamos el mismo idioma? ¡Ya has demostrado que no eres un cobarde! Te has ganado el respeto de mis hombres. Hay quien afirma que estás poseído, porque ningún humano aguanta tanto…

7

A Alejandro se le pasaba el punto de vino y la progresiva lucidez traía consigo un desagradable sentimiento de vergüenza. ¿Qué hacía allí amenazando con una daga en la mano a un prisionero indefenso? Aquello era digno de un cobarde como Darío, no del hijo de Filipo. De pronto se acercó hacia la puerta. Por suerte Bitón se había alejado. Se le oía contando chistes en los establos.

Se encaró con el prisionero.

—¿Tanto te cuesta renunciar a tu soberbia? Sólo te pido un asentimiento. Dura lo que un suspiro, y es el umbral que separa el dolor del placer. Ahora mismo podrías estar viendo a Barsine. Ella no deja de pedírmelo. ¿No ardes en ganas de acariciar el cuerpo de una hembra? ¿Qué deshonor puede haber en prosternarse cuando lo hace todo un imperio? ¡Soy el nuevo Gran Rey, Auto frádates! ¡Todos me reconocen!

»Te lo pongo más fácil. Hazlo aquí, sin testigos, y no tendrás que volver a repetirlo en público. Tienes mi palabra. Pero es la última vez que te la concedo. Si te niegas, no volverás a ver la luz del día ni tendrás otra alegría que la de encontrarte con Memnón en el Hades. ¿Me reconoces como rey de Persia, Autofrádates?

—Jamás…

El prolongado suspiro del monarca terminó en un amago de risa. Él había sometido caballos indomables, tomado ciudades inasediables. Los reyes más valientes se habían inclinado ante él y todos lo reconocían como su superior salvo aquel único rebelde.

—Eres como una persona negando que el sol de vueltas en torno a la tierra. ¿No te das cuenta de que tu orgullo no es nada comparado con el mío? Si pudieras contemplarlo te cegaría como el sol. Te aterrorizaría como una rata al borde del abismo. ¿No comprendes que ni siquiera yo puedo mirarlo fijamente?

Pero Autofrádates seguía negando con la cabeza.

—Te has vuelto loco, Alejandro…

—¡Retira eso!

—Te crees que puedes saltar por encima de tu propia sombra y compararte a los dioses. Eres un pobre…

La daga penetró en el esternón, entre las costillas.

El labio partido se torció en una mueca de dolor. Se le cortó el aliento.

Unos momentos después su cabeza se vencía sobre el tronco.

—¡Estúpido arrogante, ¿qué te habría costado arrodillarte!

El verdugo respiraba agitadamente. La cabellera de Autofrádates colgaba por delante, cubriéndole el rostro.

—Así acaban todos los que se creen superiores a mí. Tu honor es como el humo, y no te sobrevivirá. ¿No te das cuenta de que el valor invisible no vale nada? Yo contaré que has llorado implorando mi perdón y los poetas que cantarán mi gesta se lo transmitirán a la posteridad…

Levantó la cabeza del muerto y la empujó por la frente con dos dedos.

—La gloria no ilumina mazmorras. ¡Qué inútil ha sido tu rebelión! —se burló—. En vez de luchar a mi lado, en lugar de aceptar la clemencia que te ofrecía, has hundido la poderosa barca con la que habrías podido navegar a mi lado. Estúpido —gimió—. Condenado estúpido.

III
Filipo
y la Pitia

Babilonia

Noche de los Muertos (continuación)

«[…] Hijo mío. Aún tengo muy fresca la puñalada de tu amigo Pausanias. Así que no me vengas con chuminadas. ¡Pues claro que fui yo! Pero no creas que no me costó. «
La Pitonisa filipiza
.» Eso decían mis enemigos. Y para algo tenían que haber valido todas esas ofrendas que le enviaba batalla tras batalla desde los cuatro rincones de la Hélade. Pero que la loca «filipizara»… Eso ya es mucho decir. Cuando le venía en gana, sí, filipizaba un poco. Aunque tampoco te creas que demasiado, porque enseguida le daba el ramalazo y empezaba a despotricar. Contra mí o contra lo primero que le viniera al magín. ¡Menuda era la vieja! Ya podían empeñarse los sacerdotes, con toda su ciencia infusa, que no había quien pusiera en claro sus locuras. Era como meter un pulpo en un rhytón. ¡Así se reían los de Delfos de que Apolo, el rey de las musas, fuera tan pésimo poeta! Pero yo sabía que tarde o temprano acabarías acercándote. Tú querrías saber cuanto antes si los dioses estaban ofendidos contigo. Y, si era posible, aplacarlos como te indicara la vieja. Conociéndote, era mi mejor oportunidad si es que quería vengarme. Y la venganza es de las pocas cosas en las que nunca he dejado de creer, qué se le va a hacer, siempre he sido muy humano, bien lo sabes. De modo que me dispuse a preparar el terreno. […] Deja que acabe. Para entonces Foción y Esquines ya habían llegado al frente de una comisión mixta que los atenienses habían expedido con el objeto de consultar a Apolo sobre el futuro inmediato de Macedonia. Y no te creas que eran unos lumbreras, nuestros enemigos, porque lo mismo estaban haciendo todas las restantes ciudades de Grecia e incluso de Asia Menor donde nuestros vecinos también empezaban a inquietarse con los recientes movimientos de tropas que estaban protagonizando Parmenión y Átalo. De modo que allí se estaban volviendo a encontrar los mismos embajadores que pocos días antes habían estado en Aigai ante mi cadáver. La única novedad era la de Atenas que, desde que me nombraron presidente del consejo de la ciudad, no acudía a Delfos. Por aquello de que la Pitia «filipizaba», ya te imaginas. Pero como muerto el perro se acabó la rabia, debían de considerar que las circunstancias habían cambiado, y ellos también preferían confirmar sus sospechas antes de declararse independientes. Cuando aparecí, la Pitia ya se había purificado en el agua santa de la fuente. Era lo que solía hacer. Hacia el alba se acercaba a un laurel por el camino y alargaba la mano para deshacer entre los huesudos dedos las hojas que más tarde masticaría. ¡Qué birria de mujer! Cada vez que alzaba el brazo veías que la piel acartonada le colgaba de los huesos. Siempre me pareció una lástima que no escogieran vírgenes apetecibles como las de antaño, aunque entiendo que las cincuentonas ahorran problemas. Pero sigo. Cuando llegué ella y el sacerdote ya subían al templo. Y al poco fueron apareciendo los diferentes embajadores. La procesión se ordenaba siempre según sorteo, y ascendían en fila por la vía Sacra como una fila de borreguillos. ¡Y cómo resoplaban los más mayores, y sobre todo Esquines, que cada vez estaba más barrigudo! Allí quedaban a uno y otro lado las estatuas votivas acumuladas a lo largo de siglos. Hombres de todas las épocas. Atenienses como Pericles o Platón. Espartanos como Leónidas, el héroe de las Termópilas. Y en un lugar de honor, la más grande de todas era la que me habían ofrecido a mí cuando les libré de la amenaza de los locrios anfisenses. A mí me ofendió que los atenienses pasaran a su lado procurando ignorarla; luego cruzaron delante de los diferentes tesoros y de la pequeña esfinge, en lo alto de su pedestal. Y mientras llegaban al templo yo me entretuve observando mi propia efigie. Estaba hecha con tanto arte que hasta tuerto parecía majestuoso, y la cabeza era tan perfecta que daban ganas de quitar le el parche. Al ver aquel cuerpo en plena fuerza de la edad me entró la nostalgia de la vida. Estuve a punto de olvidarme de los embajadores y me dio por esparcir la vista por los alrededores. El santuario estaba tan alto que se podía ver a mano izquierda en la ladera el gimnasio, y más allá el valle de olivares se extendía como una alfombra de verdor inacabable. Y si volvía la cabeza hacia la derecha, entre los dos collados por los que se colaba el viento se adivinaba prácticamente la costa. Costaba no perder la mirada por el paisaje y de repente me entristecían los pensamientos mórbidos a los que somos adictas las ánimas. Entretanto, los consultantes ahora aguardaban a la puerta del templo con la paciencia de los siervos. Al rato, los áticos fueron los primeros que entraron y Esquines y Foción se colocaron en el
ádito
, la sala adyacente donde estaba la Pitia, para plantear con voz grave y potente su pregunta. La Pitia permanecía escondida detrás del trapo que cubría el vano y cuan do me acerqué a escuchar Foción se volvió con una expresión tan severa que casi me pareció que me estuviera viendo. Era la misma expresión que en Queronea y, por si acaso, le metí el dedo en el oído, para ver si reaccionaba, que no lo hizo, claro, y ya me quedé más tranquilo. A todo esto el sacerdote se había colocado delante del Libro de los Destinos, bien extendido sobre la mesa. Y mientras inscribía la pregunta con la solemnidad de los farsantes se empezó a oír a la Pitonisa. Ella ya llevaba un rato instalada sobre el trípode, mascando trabajosamente el laurel. Permanecía junto a la piedra sagrada, el
ómfalos
, que tocaba con la punta de los dedos, y nada más oír la pregunta, aspiró los humos que salían de la apertura de la gruta como una docena de veces en grandes inspiraciones y resoplando con el poco fuelle que le quedaba. Y luego con los ojos como platos empezó a convulsionarse de los pies a la cabeza. No paraba de gemir: «¡
Eso no, Apolo
!», y vaguedades parecidas. Para que no se escapase, tres de los sacerdotes formaron un corro a su alrededor y la retuvieron como buenamente pudieron hasta que por fin dejó de luchar y se resignó a aspirar los vapores. Los alaridos eran lo siguiente. Se tiraba de los cabellos como si quisiera arrancárselos. Soltaba más espumarajos que un perro con rabia. Y al cabo quedó como paralizada en mitad de un gesto. «
Te oigo, Apolo…
» Ya había recuperado la movilidad de los labios y su voz era casi un murmullo. Yo siempre me había reído de aquello. Pero te confieso que llegado a ese punto empezaba a sentirme tan interesado como el sacerdote que se había vuelto al libro o los propios Esquines y Foción que no perdían ni una palabra de aquello que después se verían obligados a interpretar para hacérselo comprensible a sus conciudadanos. Parecían dos alumnos aplicados escuchando al maestro. «
Acierto a ver palabras rotas
—empezó la vieja—.
No sé si son mentiras muertas o verdades extintas. Pero ruedan por el suelo y destruyen los templos. Atisbo un altar de Apolo… ¡Es éste
!» […]»

IV
Las lágrimas de Barsine

Al pie del Parapámiso

Postrimerías del invierno de 330-329 a. C
.

1

Muchas veces, después de sus banquetes, el que hacía muy poco se llamaba a sí mismo rey de los macedonios podía dormir hasta bien entrada la jornada. Eran días en los que se olvidaba de cazar o de ejercitarse con el arco o la jabalina y en los que tras un buen paseo que lo despejara pasaba a ocuparse de los asuntos administrativos.

En todo lo que tenía que ver con los persas, Alejandro procuraba apoyarse cada vez más en la experiencia de hombres como Artábazo y Farnabazo. En los últimos tiempos sus consejos se habían revelado preciosos y su conocimiento del medio tan exhaustivo que a menudo delegaba en ellos.

Era muy raro, no obstante, que aplazara la discusión de los temas más acuciantes.

Sin embargo, mientras se despertaba ese día comprendió que la resaca era peor de lo acostumbrado.

Más que resaca en realidad se trataba de un dolor ilocalizable en algún punto de la conciencia. Sentía la cabeza cargada y lo ocurrido durante la víspera le parecía tan brumoso e irreal como sus sueños. En ellos había visto a un Darío lívido y ensangrentado que se levantaba de la alfombra pidiendo agua. El propio Filipo se le había aparecido en la boca de una caverna gigantesca para hablarle con voz quejumbrosa de cosas que no alcanzaba a comprender…

De repente se llevó la mano a la cabeza. Se iba acordando del banquete de la noche anterior. Había bebido más de lo habitual, y luego…

¡Oh, Zeus!
, se restregó los ojos.

Se le venían a la mente más imágenes…

Cuando se incorporó, comprobó que seguía con las ropas del día anterior.

Estaban manchadas de vino y de sangre.

Al derrumbarse sobre el lecho sus eunucos no se había atrevido a despertarlo y sólo corrieron a apartar el calientacamas de bronce. Pero ahora se agitaban por la pieza. Uno alimentaba la hoguera, otro salía discretamente en busca de agua y un tercero se le acercaba desde el rincón. Era ya de día, a juzgar por la tímida luz que se colaba por el agujero del tejado por el que escapaba el humo.

—Buenos días, Gran Rey…

Otanos se aproximaba con su habitual prudencia.

En un abrir y cerrar de ojos ya llamaba con sus palmadas al resto de aquellos hombres grasos y barbilampiños que acudieron a desvestirlo. Era el ritual que correspondía a su dignidad y que resultaba imprescindible, como le había hecho entender Artábazo, para ensalzar su autoridad ante sus nuevos súbditos.

—Tengo sed —pronunció en un pésimo persa.

Le estaban untando los labios resecos con aceite de trucha, un remedio adoptado por los lugareños, pero casi antes de que lo hubiera dicho ya se acercaba otro eunuco con una jarra de agua. Otanos la cató antes de servírsela. Unos momentos después el agua helada descendía por su garganta. Alejandro se terminó la jarra respirando pesadamente.

—Llevaosla, y traedle el agua caliente.

Los eunucos obedecieron y acercaron un barreño lleno de agua recién calentada. Le afeitaron la cara. Le limpiaron con trapos de seda el cuerpo y lo ataviaron como a un rey macedonio con la salvedad de los pantalones medos, tan prácticos en el invierno. Otanos dirigía sus gestos. Era el único a quien le estaba permitido conversar. Pero el Gran Rey arrastraba un humor tan sombrío que no dijo palabra.

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