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Authors: José Ángel Mañas

El secreto del oráculo (53 page)

BOOK: El secreto del oráculo
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Bitón tiró el rhytón. A su extremidad llena de durezas le faltaba la tercera falange del anular.

—¡Ésta es la mano que le dio otra lanza en el Gránico! Reverenciadla, porque sin ella no estaría aquí, hoy, delante de vosotros, con esas faldas…

—¡Serás miserable!

Alejandro saltó como un tigre pero consiguieron retenerlo.

Durante el forcejeo se derramaron las crateras. Nicias y otro guardia se asomaron, aunque ninguno intervino: era bastante habitual que los banquetes acabaran en gresca. Entretanto Eúmenes ya alejaba a Bitón, quien profería maldiciones mientras que el monarca se revolvía con los ojos inyectados en sangre.

—¡Soltadme, traidores! ¡Me siento como Darío entre los bactrianos!

—¡Nos está llamando traidores! ¡A nosotros, que le hemos salvado el pellejo en mil batallas! ¡Por mi cara desfigurada que jamás he visto a un rey tan ciego! ¡Pero mirad esas faldas que lleva! ¡Si parece una mujerzuela! ¡Suéltame, viejo estúpido! ¡Si quiere que callemos, que no invite a hombres libres a su mesa! ¡Que se quede con esos bárbaros que le besan la orla de sus ridículas túnicas!

Aquello ya fue demasiado.

Tras liberarse del abrazo de Pérdicas, Alejandro se dirigió a la entrada de la tienda y le arrebató la lanza a un desprevenido Nicias. Luego se volvió con ella en ristre y antes de que nadie pudiera interponerse ya había ensartado brutalmente a Bitón.

—¡Así aprenderás a burlarte de tu rey! —exclamó con una mueca iracunda.

Bitón boqueaba como un pez agonizante. Le quedaban pocos instantes de vida y, al darse cuenta de ello, Alejandro se puso lívido: la borrachera se le había quitado de golpe. Soltó un gemido, retiró con ambas manos la lanza del pecho atravesado y la volvió contra sí mismo haciendo amago de clavársela.

Por suerte Nicias ya había anticipado el gesto y pudo arrebatársela.

—¡Dejadme! ¡Quiero morir! —exclamaba el monarca mientras se lo llevaban a su tienda. En la noche estrellada sus voces competían con los aullidos de los lobos—. ¡Soy el asesino de mis amigos! ¡Merezco la peor de las muertes!

4

Nicias quedó arrodillado ante el cadáver.

No se podía creer que aquellos rasgos desfigurados pudieran parecerle tan hermosos. Había perdido, no a un compañero, sino a un hermano, a un padre. El sentimiento de orfandad resultaba tan insoportable que ni los gritos más desgarradores consiguieron calmarlo.

—Bitón…

Tenía la garganta destrozada, la voz rota. De pronto se acordaba de todas las veces en las que le había salvado la vida, de todos esos consejos que ya nadie le daría. Recordaba la vez que se habían conocido; sus comentarios sarcásticos cuando se despidieron de Olimpia; su humor mordaz; las palabras de ánimo durante el asedio; sus chascarrillos y sus centelleantes ojos cuando después de haber registrado los sacos de su mula se dio cuenta de que no estaban sus muñequeras. Los recuerdos parecían querer resucitar no a un muerto, sino a cuarenta. Echaba de menos los codazos y las ruidosas carcajadas de aquel hombre que había sido, ahora se daba cuenta, su auténtica familia.

Pero ya no era Bitón quien lo miraba, sino la muerte.

5

Lo ocurrido no tardó en llegar a oídos de los sogdianos.

Tal como imaginaban, el hombre que había salido a su encuentro no era un mensajero cualquiera sino uno de los nobles más respetados de la región, Espitámenes, el cual, al comprender que los macedonios no pensaban volverse envió emisarios a todos sus aliados.

Uno de los mensajeros había partido hacia el norte en dirección a la celebérrima Roca de Sogdiana, una fortaleza inexpugnable en lo alto de un monte elevado y estrecho.

Hacía unas semanas que en su interior se refugiaba el señor de la región, Oxiartes, famoso no sólo por su riqueza sino también por la belleza de sus tres hijas. Al cabo de los años había cedido en matrimonio a las mayores pero se reservaba para su vejez a la más hermosa y joven, Roxana, que estaba precisamente junto a él cuando introdujeron al mensajero.

—¡Salud!

Aun en pleno verano, en las alturas de la Roca las hogueras estaban encendidas. Oxiartes permanecía en su trono de madera rodeado por algunos hombres. Su actitud era grave.

—¿Qué mensaje nos traes de mi buen amigo Espitámenes? —le preguntó al recién llegado quien todavía permanecía respetuosamente en mitad de la sala.

—Malas noticias —dijo el emisario—. El Macedonio reniega de su palabra. Se le ha entregado a Beso pero continúa con su marcha en vez de dar media vuelta como prometió. Si se ha detenido momentáneamente sólo ha si do porque ha matado a uno de sus hombres de confianza, el jefe de sus guardias personales, y eso lo ha tenido abatido unos días…

El duelo había durado una semana. Como Alejandro no quería salir de la tienda, Nicias fue el encargado de hacerle los honores a quien había sido su gran valedor dentro del ejército. Había sido un acto de gran tristeza y no pudo evitar nuevas lágrimas mientras prendía fuego a la pira al frente de la guardia formada al completo y miraba por última vez el rostro desfigurado que empezaba a consumirse con un óbolo sobre cada párpado.

—Ahora tú eres el nuevo jefe de la guardia personal —le había dicho Hefastión poniéndole una mano en el hombro.

Alejandro todavía permaneció cuatro días más sin alimentarse y mostrándose insensible a toda palabra de ánimo. Pero finalmente un sofista recién enrolado le dijo que parecía ignorar que los reyes eran la fuente divina de toda ley humana y que todas sus acciones eran tan justas como las de Zeus cuya función usurpaban sobre la tierra. Aprovechando sus conocimientos del mazdeísmo, trajo además a un mago para que le leyera un fragmento de las sagradas escrituras.

Porque la ley, ¡oh santo Zoroastro!, libera de sus lazos al hombre que la venera.
Ella borra el engaño.

Ella borra el asesinato de un hombre puro.
Ella borra los actos inexpiables.
Ella borra la deuda más considerable.
Ella borra todos los pecados.

El efecto fue milagroso. Por primera vez en días el monarca levantó la cabeza y miró a sus hombres con ojos enrojecidos. Tres días después levantaban el campamento.

—Desde entonces los macedonios no han dejado de ocupar nuestras ciudades —concluyó el mensajero—. Por eso Espitámenes necesita toda la ayuda que pueda tener. Los sogdianos debemos apoyarnos ahora más que nunca. La guerra contra los invasores puede ser larga.

Oxiartes guiñó sus ojos oscuros. Sus cejas eran espesas. Un nuevo silencio se mantuvo hasta que pronunció unas palabras sagradas.

Y Zoroastro preguntó: «Ahura Mazda, santo creador del mundo, ¿quién te hace la injuria más grave y quién te inflige el mayor perjuicio?» Ahura Mazda respondió: «Aquel que entremezcla la raza de los hombres piadosos con la de los impíos, la de los pecadores con la de los que no son pecadores…».

Mientras los presentes descifraban el sentido de la cita, al mensajero se le escapó la vista hacia Roxana. El afecto entre padre e hija era grande. De vez en cuando Oxiartes le cogía la mano y se la acariciaba.

A Roxana no le agradó que la miraran y aprovechó que se hablaba de compromisos futuros para soltarse e indicar que salía, algo que su padre autorizó con una sonrisa benévola.

Al atravesar la sala, se pudo ver que la hija de Oxiartes superaba en altura a cualquiera de los presentes. Su cabellera era una lisa corriente oscura que caía hasta el suelo en una cascada impecable.

Empezaba a anochecer y ya se olía la carne que asaban en las salas contiguas, pero Roxana, que no tenía hambre, salió al patio de la fortaleza.

Un par de guardias la siguieron hasta la torre más alta.

Unos momentos después la bella sogdiana esparcía su mirada por el oscurecido paisaje que se extendía hasta donde abarcaba la vista. Una luna baja iluminaba el valle que se abría en una oscuridad que ocultaba abismos y jorobas.

Pensaba en aquel misterioso Invasor venido de lejos que tras matar a uno de sus hombres rugía de dolor en la noche. Su sensibilidad exacerbada conseguía que a través del drama el personaje creciera en su imaginación, y eso evocaba en ella una mezcla de emociones desconocidas. Desde que se había anunciado su proximidad, la bella hija de Oxiartes no había dejado de fantasear aterrorizada con lo que ocurriría si un día conseguía tomar esta plaza y vencer a su padre…

Con un vago estremecimiento, cerró los ojos.

En la reconfortante oscuridad sus imaginaciones dejaron lugar al latido ligeramente acelerado de su corazón.

III
Filipo
y la Pitia

Babilonia

Noche de los Muertos (continuación)

«[…]
«
Oigo los alaridos de los hombres que se devoran los unos a los otros mientras descienden desde su arcaica necrópolis. Son los rostros de los muertos perdidos en la tormenta, párpados de azabache y sangre que descienden hasta nosotros desde los tiempos olvidados don de las piedras eran dioses y los hombres ídolos de muerte. Voces y sonidos sin tallar que la ignorancia agudiza en ojos lejanos como océanos contenidos. Descienden hasta mí, pasando de mano en mano el secreto murmullo del miedo que retumba entre los aullidos… Sí… No me engaño… Está ahí. ¡Es Alejandro! El viento desesperado incendia campos de amapolas. Ahora lo veo. En su sangre se funden cien mil rostros extraños de ojos azules como mares inmensos. Me miran pero no hablan porque han perdido el secreto de la palabra… ¡Esperad! Sus alaridos se ahogan. Las aguas visten de negro la memoria. Los ríos tejen pacientemente el infinito. Son columnas de plata quebrada. Gritos que no quieren aguardar… «¡Macedonia!» Gatos enfurecidos en sus gargantas. Voces cuyas lágrimas gastadas se remontan al futuro. Están en él. En él que es cien mil rostros distintos. Cien mil desconocidos. El hijo bastardo de cien mil rojas muertes. ¿Qué haces, Alejandro? Su mano se alza. Cruza un río… Más fulgor… No puedo mirar. ¡Demasiada luz! Meteoros surgidos de la carne y el cristal. Eternos desconocedores a través del reflejo tembloroso del agua. Dos pozos de vida donde las flores entierran sus colores… ¡Ha vencido! Veo torrentes de sangre brotando de sus manos… ¡Ah! Su túnica rasgada ofrece al cuchillo un pecho pálido y tembloroso. Pero el sacramento se fuga entre los fulgores del alba… Sus dedos succionan el amanecer. ¡Se cierran desesperadamente! Acarician un rostro demacrado y aterido… ¡Esperad! No es la única presencia. Aquí, en el templo… No es Apolo… Está tuerto… Leo en sus manos caminos que llevan a una mujer con corona… ¡No! Las líneas se deshojan sobre túmulos ajenos. Pero el mío espera todavía. Búhos y luciérnagas. Esa mirada de cíclope…Reconozco su voz… ¡Filipo!…»
«¡No me delates, Pitonisa!», la interrumpí, porque me asustaba ver a Esquines y Foción ojeándolo todo cada vez más escamados. El sacerdote no dejaba de transcribir aplicadamente.
«Su vida es un poema vindicativo que no se escribe en la oscuridad. Que se niega a pronunciar la palabra muerte, sólo pasión otoñal, vida en las ramas bajas de la vida…» «
Escucha.» Yo prefería hacer lo posible por atajar aquel chorro de iluminaciones, no fuera que en algún momento dijera algo que no me conviniera. «No les digas nada a éstos. Pero cuando venga Alejandro le anunciarás lo que te voy a contar…». Pero no había manera.
«Basión primaveroso en nacientes rubores de romance. En sonrojos vaginales…» «
Haz el favor de atender. Que pregunte a Zeus-Amón lo que desea saber. ¿Me escuchas, vieja?» No había más remedio que ponerse duro, así que me encaré con ella. Su mano seguía tocando el ómfalos con pulso tembloroso.
«Te escuchamos, Filipo. Tu mirada se diluye en el horizonte. Tu lengua es extraña aunque tangible. Es la lengua aprendida por la humanidad cuando el sol y la tierra estaban cercanos. Cuando los hombres adoraban al sol y el sol era señor de dioses… Veo un país lejano. Las pirámides nacen del sudor de esclavos enterrados bajo la arena del desierto y Alejandro asciende por la pendiente de ultratumba…» «
Es Egipto, te lo estoy diciendo. Que visite el puñetero Oráculo de Siwah. ¡Que le interesará lo que escuche por su boca! Dile que sólo ese Oráculo, en todo el mundo, conseguirá iluminarle sobre el juicio que los dioses han pronunciado a su respecto. Dile que sólo él puede alumbrar su futuro. Pero que para llegar primero tendrá que tener media Persia a sus pies. Que ha de retomar mis planes y ejecutarlos sin apartarse lo más mínimo de lo que yo dispuse. Dile que, si lo hace, el éxito está garantizado, aunque antes tendrá que aplastar las rebeliones que surjan.» Me fijé en Esquines y Foción, que seguían muy tensos tomando nota mentalmente. «Pero que no pierda el tiempo; que esto es sólo el principio. ¡No te olvides!»
«No lo olvido, Filipo
.
Veo un manuscrito de sílex en manos de un faraón de falsas barbas y mirada profunda. ¡Es él! ¡Será rey, Filipo! ¡Es la esfinge!…» «
¡He dicho que no lo olvides, anciana!»
«… Esconde entre sus garras la respuesta. Los ojos brillan como estrellas. El mar ruge impotente en la garganta del Nilo. Las horas se ahogan en una clepsidra y su pena es una gran piedra hundida entre olas jeroglíficas… Alejandro… Un gélido sudor recorre su sien… Quiere saberlo, Filipo. No siente tu aliento putrefacto en su nuca

Palpa la espuma del mar. Tiene la vista fija en mil incógnitas… ¡Lo sueña! ¡Lo sabe! Ha escuchado su voz, Filipo. ¡Es Amón!… Espera a sus espaldas. No se vuelve. Pero la esfinge lo ha visto. Ahora corre en la noche aullando como una fiera. No es hombre. No escucha las plegarias del anciano. No respeta la melancolía. No siente en sus rodillas al hijo asesinado… De nuevo la esfinge en los ojos de Amón y… El Hades se ha colado en sus ojos… Mira ese rostro. Su cuerpo de león. Un sexo indeterminado de labios sensuales. La risa cruel y brutal. Ahora sabe… ¡Alejandro!… ¡Lo verá todo, Filipo!…»
[…]»

IV
El espinoso asunto

Bactria
Invierno de 329-328 a. C
.

1

Aquella mañana, la capital de Bactriana se desperezaba con su languidez habitual. Los cuernos que sonaban titubeantes eran sus primeros bostezos. Una tímida luz iluminaba las irregulares murallas, las miserables chozas, las residencias de la nobleza, los hermosos edificios y jardines que rodeaban al palacio y sobre todo el propio palacio con su tejado de caballete almenado. Casi parecía como si los dioses estuvieran recreando el mundo entero con tan bello amanecer.

En lo alto de las torres los buitres desplazaban los cadáveres dispuestos para ellos desde la madrugada.

BOOK: El secreto del oráculo
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