El secreto del oráculo (56 page)

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Authors: José Ángel Mañas

BOOK: El secreto del oráculo
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VI
Una reprimenda real

Primavera de 328 a. C
.

Del hijo de Zeus-Amón a Antípatro
.

No vuelvas a mencionar a Olimpia en unos términos ni remotamente parecidos a los de tu última carta. Jamás, ¿me entiendes? De ahora en adelante, viejo sapo, la respetarás como si fuera yo mismo. Mi carne es su carne y la sangre nos vincula con lazos más profundos que a cualquier mortal
.

Cuida de que no siga quejándose de ti, porque no está tan lejano el día en el que haya de volver. Entonces terminaremos de resolver estos asuntos de ratones. Pero entretanto harás como te ordeno
.

Me informas de que Aristóteles te suplica que le perdones la vida hasta que responda a sus misivas. Pues bien: hazle saber que no le llegará ninguna respuesta. Que su correspondencia conmigo ha tocado a su fin. Que ya no es mi maestro. Que sus lecciones no sirven ante la vastedad de mi experiencia
.

Dile que sus palabras huelen a aceite. Que resultan inapropiadas para los aires que se respiran en las cimas de mi Imperio
.

Dile que el ave necesita abandonar su nido, y el hombre la tutela paterna, y que el hijo de Zeus-Amón anda ya con su propio paso
.

Dile que su insolente sobrino está muerto
.

Y hazle saber que le hago regalo de su vida para que vaya a educar a los atenienses o a donde le plazca
.

Pero que no vuelva a inmiscuirse en mis asuntos
.

A partir de este día lo tengo por uno más entre los incontables enemigos que me acechan en esta tierra
.

C
APÍTULO UNDÉCIMO
LA INDIA

Donde el Conquistador llega hasta el fin del mundo
.

Han tenido que pasar cuatro largos años antes de que los macedonios sometan Sogdiana. Tras ajusticiar al rebelde Espitámenes, Alejandro ha tomado la Roca, se ha casado con Roxana y ha emprendido su nueva campaña en dirección a la India. Eso provoca las más airadas protestas en la Hélade.

Nunca se llega tan lejos como cuando no se sabe a dónde se va
.

Antiguo proverbio mazdeísta

I
Duelo de retóricos

Teatro de Dionisio, en Atenas, al pie de la Acrópolis

Verano de 326 a. C
.

1

—Hablemos ahora de la segunda época. Hasta aquí hemos visto a Demóstenes viajando con mi embajada y mostrándose extremadamente obsequioso con los reyes de Macedonia, hasta el punto de quedarse sin habla ante ellos.

»Luego recordaréis, atenienses, que fue cuando Filipo invadió la Focia y terminó con la guerra que enfrentaba a Delfos con sus sacrílegos vecinos, que empezó a hacerse eco del griterío popular y a declararse desde la distancia el jefe de sus enemigos.

»¿Que Filipo proponía enviar embajadores? No eran embajadores sino espías. ¿Que dejaba de mandarlos? Era por menosprecio hacia nuestra ciudad. ¿Que señalaba un lugar neutral para celebrar una conferencia? Lo obviaba. O bien actuaba de tal manera que nunca sacásemos provecho de la circunstancia.

»Y no obstante todo ello, atenienses, el orador al que tanto habéis prestigiado aún se precia de haber cercado el Ática con muros de bronce y diamante, los llamó en su día, gracias a la desastrosa alianza con la ciudad de Tebas. No hace falta recordar en qué acabó aquella alianza. Ni el mucho dinero que costó. Ni, desde luego cómo desapareció buena parte del mismo…

Esquines marcó una nueva pausa.

Los miembros del tribunal se habían congregado en el teatro de la ciudad, en la ladera meridional de la Acrópolis. Una causa tan excepcional necesitaba un escenario como aquél y sabía que no le convenía apresurarse. Había que dar peso a cada una de las razones para que se fijase bien en las mentes de sus auditores.

Un jinete tan experimentado no necesitaba forzar a su caballo para sentirse su dueño y su formidable voz mantenía hechizado a un público que lo escuchaba desde el momento mismo en el que había abierto la boca.

Vamos bien
, lo reconfortó su voz interior.

Con aquel controlado temblor que «traicionaba» su profunda indignación pasó a hablar de la tercera época, la que, según dijo, era la más borrascosa y aquella en la que se había consumado la ruina definitiva de Atenas.

Se recreó en detallar los preliminares de la guerra sagrada declarada por Delfos tras haberse apropiado sus vecinos los locrios anfisenses de uno de los campos de Apolo, abajo, en el valle.

Pintó lo dramático de una situación que él mismo había ayudado a resolver mientras que Demóstenes se embolsaba mil dracmas anuales para que el consejo que regía Delfos obviara el asunto.

—Entretanto, eran muchas las señales divinas que nos prevenían contra la guerra con nuestros hermanos de Macedonia. Rara vez he visto a nuestra ciudad más protegida por los dioses ni más miserablemente llevada a su pérdida por los oradores. El propio Demóstenes se opuso a que se consultase a Apolo porque la Pitia
filipizaba
.

»Sin embargo, él sabía perfectamente que si los macedonios no osaban penetrar en nuestro territorio y arrasar nuestra ciudad no era por otro motivo que por falta de augurios favorables.

»¿Qué castigo no mereces, oh, azote de Grecia? Filipo vencedor no penetra en un país vencido por respeto a la religión. Y tú, sin mediar ceremonia alguna, envías a nuestros soldados a la batalla más incierta. ¿Cómo podías esperar un éxito cuando resultaba evidente que los moradores del Olimpo favorecían a Filipo, igual que desde entonces siguen favoreciendo campaña tras campaña a su victorioso hijo?

»¿Acaso Darío, el Gran Rey de Persia, que se jactaba de gobernar a todos los mortales desde oriente a poniente, no ha acabado reducido a combatir para salvar el propio pellejo? Los orgullosos espartanos, que liderara el valiente Agis, ¿no han tenido que enviar embajadores para que les dicten las condiciones que les plazca? Y el bactriano Beso, que se hizo coronar ilegítimamente para llamarse Artajerjes IV, ¿no ha acabado crucificado y devorado por los buitres?

»Y no obstante, gracias a las maniobras de Demóstenes, el auge del Macedonio, que tan beneficioso podía resultarnos, ha propiciado el hundimiento definitivo de nuestro prestigio. Antes nos llegaban embajadas de muchos lugares. Nos pedían consejo y ayuda. Ahora sólo luchamos para conservar el propio territorio.

»Y todos estos males han sobrevenido como por casualidad desde que Demóstenes se metió en los negocios públicos. Digo casualidad, pero… ¿no pasan estas cosas cuando despreciamos la sabiduría de nuestros mayores? ¿No nos advirtió el gran Hesíodo que
muchas veces el crimen de un solo hombre es suficiente para arruinar a una nación entera
…?

Por unos instantes, la sombra del difunto poeta pareció planear con toda su incuestionable
autoritas
sobre los centenares de ciudadanos que se habían dado cita aquella mañana en el anfiteatro.

Desde las primeras filas, Demóstenes levantó la cabeza.

Lo que asomaba a sus labios era una mueca de escarnio.

Él ardía en ganas de contestar a un discurso que se conocía hasta la última coma. ¡Cómo se alegraba de habérselo comprado a Cimón!, recordó. Pero había que aguantar sin perder la calma. Tenía que hacer ver cuán poco le afectaban los insultos. «Ante todo, no te sulfures», le había prevenido su mujer.

2

—Y por si no fuera suficiente, atenienses, a partir de entoces nuestro hombre todavía cometió cinco faltas graves contra vosotros. La primera, dándoos a entender que aquella alianza con Tebas se convino, no a causa de las circunstancias, sino de sus alocadas idas y venidas.

»La segunda, cuando trasladó la autoridad de la Asamblea a su persona y se vanaglorió ante testigos de poder ir de embajador a donde quisiera, aunque no lo mandaseis.

»La tercera, cuando amenazó con llevar ante los tribunales a los generales que se le oponían.

»La cuarta, cuando retuvo el sueldo de los que faltaban en las compañias.

»Y la quinta, cuando Filipo de Macedonia, reconociendo el valor de nuestro ejército, envió a Tebas embajadores para la paz, y en vez de aceptar un acuerdo que podía haber sido ventajoso para todos se dedicó a encrespar los ánimos de tal manera que se dictaron con la más aciaga precipitación las disposiciones para la batalla.

»Llegado a este punto, es justo dedicarles, aquí, a los pies de nuestra inmortal Acrópolis —levantó la vista hasta los muros en lo alto de la colina—, un recuerdo a todos aquellos valientes conciudadanos en honor a los cuales, pese a haberlos enviado a la muerte sin consultar a los dioses, nuestro buen Demóstenes se atrevió a pronunciar su oración fúnebre: él, que había huido del campo de batalla. ¡Oh, hombre más inútil para las cosas grandes y serias, y el más descocado en la palabra…!

En ese momento, viendo que algunos magistrados posaban la vista en él, Demóstenes empezó a removerse con incomodidad en su duro asiento. El retrato pergeñado por Esquines estaba afectando a las miradas incluso de quienes al llegar lo habían saludado afectuosamente, dando por sentado que en ningún caso votarían a favor de su condena.

Sin embargo, no había nadie mejor situado para saber lo que podía un buen retórico hasta en los oídos más prevenidos. Al cabo de los años todavía rememoraba la lividez de su amigo Timarco según salía después del proceso que siguió a aquella primera embajada a Filipo.

Si no reequilibro la balanza, estoy perdido
, pensó con lucidez.

—Pero peor, mucho peor, es lo que corresponde a la época que llega hasta el presente. Tras la muerte de Filipo, ¿no anduvo nuestro fino estratega pregonando con su gran olfato que el joven Alejandro no se atrevería a sacar su patita imberbe del palacio de Pela? Y luego, ¿no se sacó de la manga un testigo de su supuesta muerte para instigaros a la rebelión?

»Y más aún: cuando hubo que enviarle una nueva embajada para evitar que arrasara nuestra ciudad como hizo con la orgullosa Tebas, ¿no la abandonó a medio camino por temor a presentarse ante aquel
margites
, aquel
niñato
, como lo llamaba…?

»Y después aún dejó escapar dos ocasiones de servir a la patria. La primera, cuando Alejandro se avino a pedir nuestro concurso para pasar a Asia; aquella ayuda que tanto podía habernos beneficiado. La segunda cuando, tras rebelarse el difunto rey Agis en Esparta, Antípatro se vio en apuros para reunir tropas para combatirlos. ¿Qué hizo entonces Demóstenes? ¡Que suba a esta tribuna y diga si no se jactaba de que la conjura era obra suya…!

»¿Tú, excitar a la rebelión, no diré a una ciudad, pero ni a una aldea, ni siquiera a una
casa
, si has de correr algún peligro? Si te dan dinero, allí estarás. Si sale bien, será por casualidad y te atribuirás la gloria. Si mal, te escaparás y pedirás premios y coronas.

»Y como veis no menciono la embajada que encabezó y que partió hacia Halicarnaso donde en vez de conciliar el ánimo de Alejandro para que liberara a nuestros compatriotas lo único que consiguió fue que agravara su régimen de privaciones, pues al menos la intención era buena.

»Pero si todavía lo hiciera por amor a la libertad… Entonces todos estos errores serían, si no perdonables, al menos excusables. Pero he aquí que estoy por fin en condiciones de probar lo que llevo tanto tiempo sospechando: que el motivo de sus acciones, lejos de ser el más noble, es el más espurio de todos, pues, no habiéndole bastado las retribuciones que ha ido recibiendo de vosotros, su proverbial avaricia lo ha llevado a aceptar dádivas nada menos que de nuestros peores enemigos…

»Y esto no es algo que me atrevería a afirmar sin pruebas. ¡Ojalá pudiera caber la más mínima duda, el más mínimo resquicio que me permitiera pensar que un compatriota nuestro nunca sería capaz de llegar a tales niveles de infamia!

»Desafortunadamente, atenienses, no es el caso. Y para que nadie dude de mi palabra, os traigo, consignadas en un documento de puño y letra del difunto Darío, las cantidades exactas que este orador ha percibido a los largo de los últimos cinco años…

Esquines se limpió el sudor de la frente.

Su sobrino se acercaba con los documentos que cogió.

A continuación se dedicó a leer con voz muy grave algunas de las cifras. Muchas venían acompañadas por comentarios manuscritos de Artábazo, el mediador en aquel asunto, a propósito de lo caros que resultaban los servicios del orador ateniense.

En medio de los murmullos crecientes se acercó a entregárselos al magistrado más anciano y luego se volvió hacia la pequeña tribuna que habían instalado en el centro de la orquesta.

Llegaba al clímax de su intervención.

3

Esquines respiró un par de veces antes de pasear una última vez su mirada por el auditorio.

—Para terminar, me permito recordaros las cualidades de un buen demócrata. Primero: ser hijo de ciudadanos libres, para sujetarse a las leyes del gobierno popular. Segundo: haber heredado algún hecho glorioso a favor del pueblo, o al menos que ninguno de sus ascendientes haya delinquido y sido castigado, para hallarse libre del deseo de venganza contra la ciudad. Tercero: ser arreglado en la conducta y en el manejo de los bienes. Cuarto: pensar y expresarse bien aunque lo primero es preferible. Quinto: mostrar valor ante los peligros.

»En cuanto a lo primero, Demóstenses desciende por parte de madre de una bárbara escita. En cuanto a lo segundo, su abuelo materno entregó a los enemigos un pueblo cercano a nuestra ciudad que estaba bajo nuestra dependencia y fue condenado a una pena capital de la que se libró fugándose. En lo tocante a lo tercero, no habiendo sabido conservar la herencia paterna dio en escribir discursos, pero como los componía para ambos litigantes —se detuvo para que las risas cesaran— perdió su crédito, entró en los negocios públicos, hizo fortuna y, no siéndole suficiente, se ha procurado clientelas en altas regiones que le permiten hoy ostentar ese lujo gracias en buena medida a la munificencia de Persia…

»Sobre lo cuarto, no niego que sea elocuente. Pero su conducta es depravada.

»Por último, él mismo confiesa que le falta el valor. Con lo cual yo os pregunto: ¿no deberían de aplicársele las leyes de Solón que mandan castigar al que abandona su puesto en la batalla?

Era la última andanada.

Aun así todavía se entretuvo en prevenir a los magistrados contra la elocuencia de su rival. Quiso contrarrestarla caricaturizándola y contestando de antemano a sus posibles argumentos. Lo hizo con un mohín en la boca e impostando la inconfundible voz aguda, algo que arrancó nuevas sonrisas y rebajó el tono solemne mantenido hasta el momento en su intervención.

Cuando abandonó la tribuna escuchó gravemente las felicitaciones que surgían a su paso. Entre los muchos conocidos se topó con Cimón que le retuvo con entusiasmo.

—Ha sido magnífico, sencillamente magnífico…

Estaba tan emocionado, que le costó deshacerse de su apretón de manos.

Esquines había desplegado todo su velamen retórico, pero comprobaba que no en balde. Ahora sólo quedaba escuchar la defensa. Y si no era brillante —¿y cómo iba serlo, si Demóstenes no podía estar preparado para semejante embestida?—, vistas las reacciones contaría por lo menos con el ostracismo.

Y quién sabía si, dados los tiempos que corrían, el Tribunal no optaba por congraciarse con Alejandro aplicando la pena máxima…

Eso habría sido la coronación de su carrera. ¡Quedarse sólo en el podio! Hacerse de una vez por todas con el control de la Asamblea. Ah…

Sintiéndose más que contento consigo mismo, retomó su asiento en las gradas y observó al hombrecillo menudo que acababa de precipitarse con un nerviosismo evidente hacia la tribuna.

4

Con unos ojos que centelleaban, Demóstenes se colocó bruscamente el himatión. A continuación paseó una mirada acusadora por los magistrados de las gradas inferiores.

Entre ellos estaban Cimón y su sobrino. Había centenares de cabezas vueltas hacia él. Su expresión era severa. Todas esperaban a que hablara pero Demóstenes aguantó hasta que el silencio fue total.

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