El secreto del oráculo (41 page)

Read El secreto del oráculo Online

Authors: José Ángel Mañas

BOOK: El secreto del oráculo
9.98Mb size Format: txt, pdf, ePub

Era un corderito indefenso en un mundo de lobos.

Al cabo musitó por última vez su nombre. Daba la impresión de que fuera a decir más pero sus palabras no traspasaron el cerco de los dientes.

—Está muerto…

Con una postrera seña de agradecimiento el monarca acababa de entregar su último suspiro.

Entonces Alejandro soltó un grito desgarrador. Un dolor intenso como un calambrazo sacudió su cuerpo.

Parecía como si lo acabara de fulminar un rayo.

Por encima de sus cabezas el cielo estrellado se alzaba, claro e indiferente, sobre aquella alfombra extendida junto al carromato en mitad de la explanada oscurecida.

El rey de los macedonios se puso en pie.

Miró a sus hombres con los ojos húmedos, se quitó lentamente el manto púrpura y ante el estupor general envolvió en aquella improvisada mortaja a un cadáver al que cogió con todo cuidado en sus brazos.

El cuerpo se acoplaba entre sus codos. Casi parecía dormido, con las piernas colgando a un lado y las lujosas babuchas asomando bajo la túnica.

—Aquí veis a mi hermano —dijo—. La fortuna no ha sido generosa con él. Su estrella se ha apagado. Pero sólo ante la mía… El destino ha convertido a sus hijas en mis hermanas. Su madre me ha adoptado. Y ahora su imperio es mío. Pero sabed que yo renunciaría a todo ello con tal de que hubiera tenido una muerte digna…

Los hombres lo observaban entre atónitos y conmovidos.

Ellos y los camellos formaban una rodela silenciosa.

La escena resultaba absurda. Hárpalo y Nearco pensaron que se había vuelto loco. A Filotas no le hizo gracia oírle llamar «hermano» a su enemigo y le aguijonearon unos intensos celos, sobre todo visto el trato que recibía Parmenión.

—Os juro que vengaré esta afrenta… Antes de lo que nadie se imagina quien le ha arrancado de mala manera la vida colgará de un árbol donde los cuervos le picotearán esos ojos que han sido testigos de su infamia… Ojalá tuviera el poder de Zeus para hacer que cada día le volvieran a crecer y resucitara para vivir de nuevo el suplicio. Ojalá pudiera extender hasta el infinito un castigo demasiado clemente. ¡Ahura Mazda! ¡Zeus! Oídme, porque os invoco como testigos de este juramento solemne. Darío…

Y bajó la voz, como si temiese molestarlo.

—… quedarás vengado.

5

Cuando les llegó la noticia, Artábazo estaba asando un jabalí en los lindes del campamento que Autofrádates había instalado en las montañas, junto a sus hijos.

Eran dos de aquellos cuatro persas callados fruto de la unión con su segunda mujer que lo habían acompañado primero su exilio en Macedonia, luego de vuelta en el Imperio durante los años de gobierno en Halicarnaso, y por último a lo largo de la resistencia iniciada en aquel aciago verano a orillas del río Gránico.

Los dos se habían entregado por completo a su padre y no tenían vida propia. Lo imitaban en todo, en su voz y en sus gestos. Era algo que sin embargo no inspiraba en el anciano la benevolencia esperada.

Durante el secuestro de Darío habían recorrido el campamento en busca de Artábazo y al final, mientras los orientales levantaban el prisionero, lo encontraron atado a un árbol junto al río.

No lo habían amordazado. Pero el anciano permanecía en silencio, como si estuviera muerto.

Dos días después el resucitado Farnabazo les ponía al tanto de la coronación del bactriano, y eso los había llevado hasta las montañas donde se refugiaba Autofrádates, con quien desde entonces trabajaban en la organización de sus fuerzas.

Los dos tenían una auténtica veneración por el anciano, como se ha dicho, y asumían la mayoría de sus opiniones como dogmas de fe.

Por eso permanecían callados y a la expectativa mientras Artábazo miraba el crepitante fuego.

Los restos del jabalí permanecían a un lado de la hoguera.

Al cabo de un rato el anciano se puso en pie.

—¿Dónde vas, padre?

Al hombre puro que ha sido purificado los perversos Daevas instruidos en la ciencia del mal lo reconocen por su olor y lo temen.

Como un rebaño rodeado de lobos tiene miedo del lobo.

Los hombres puros están en él…

No muy lejos, Autofrádates se hallaba sentado junto a un mago que lo ayudaba con las oraciones frente a un pequeño fuego en una peña algo alejada del campamento.

Aquél era el lugar en el que tiempo atrás le había dedicado a Hera los muchos sacrificios que ahora ofrendaba a Ahura Mazda. El cambio no le preocupaba más que lo que podría inquietar a cualquier griego adorar un día a Poseidón y el siguiente a Atenea.

—Me extrañaba que tardaras tanto. ¿Ya te has enterado? —preguntó viendo que Artábazo se paraba a unos pasos—. Pareces sorprendido, viejo, cuando sólo los ciegos como Farnabazo se negaban a verlo. Lo llevaba a su muerte. Alejandro no ha hecho más que acelerar el proceso.

—No estoy sorprendido, estoy preocupado.

Los ojos del anciano se clavaron en la nuca de Autofrádates.

—Mira los hombres que tenemos…

Se volvió para señalar las empalizadas del campamento. Éste era pequeño pero lo suficientemente bien situado entre las rocas como para aguantar los envites de un ejército. Con tiempo podría convertirse en una buena fortaleza. Pero el tiempo era precisamente lo que les faltaba. Artábazo empezaba a verlo claro.

—Desde que estoy aquí has dedicado tus esfuerzos a organizarlos para que puedan resistir al acoso de fuerzas que en adelante nos serán siempre superiores. Pero ¿cuánto aguantaremos así?

—¿Qué te pasa?, ¿tienes miedo, viejo?

—En absoluto. Pero veo lo que está por venir. Ya has tenido que hacer frente a las primeras deserciones. Durante un tiempo los pillajes de las aldeas vecinas bastarán para satisfacer a tus hombres. ¿Pero qué sucederá cuando se cansen y la degradación de la disciplina vaya en aumento? ¿Y qué harás si, como dicen nuestros espías, Sisigambis corona a nuestro enemigo? ¿Qué legitimidad reivindicaremos? ¿Para quién estaremos luchando? ¿Para Beso? ¿Para ti mismo? ¿Para la familia del Codomano?

—No luchamos para nadie. Luchamos
contra
el Macedonio. Siempre hemos luchado contra él y lo seguiremos haciendo. Al menos mientras yo dirija a este ejército…

Autofrádates mantenía la vista fija en el fuego.

Artábazo lo observó.

El odio que quemaba por dentro a su nieto era tan virulento que no se agotaría ni se saciaría con otra cosa que con el sacrificio de la única víctima propicia.

—Te veo muy convencido. Pero los ejércitos necesitan saber que luchan por algo justo, y no por el odio personal de un hombre, por mucha estima que le tengan. No lo olvides, hijo mío.

—Yo jamás olvido nada.

Los ojos de Autofrádates se fruncieron, concentrados en el fuego.

—Ése es mi problema —dijo—. El hijo de Memnón jamás olvida nada, anciano.

La pureza, ¡oh Zoroastro!, es la ley de los mazdaístas.

V
Las labores de
Hefastión

Babilonia

Noche de los Muertos (continuación)

«[…] Yo tenía la impresión de que a lo largo de los últimos tiempos no habías hecho más que alejarme de lo que más quería. Además esta vez nada podía garantizarme el que a mi vuelta me fuera a reencontrar con tu favor. Por eso la travesía se me hizo triste. Mi ánimo sólo se levantó cuando comprobé que atracábamos con normalidad en el Pireo. Y mientras nuestra nave todavía fondeaba en la rada en espera de que nos alcanzaran las demás, yo me despedí de Parmenión y un bote de remeros me llevó hasta la dársena. Por los muelles había trirremes de todos los rincones del Egeo; reinaba la agitación natural en el que pese a todas las guerras nunca había dejado de ser el gran mercado de Grecia. Nada más saltar a tierra sentí que mi ánimo se aligeraba, y enseguida se me echaron encima una decena de comerciantes. Al rato ya estaba regateando para comprar uno de esos carros ligeros como los que utilizan los áticos por su ciudad. Le hice ver a su dueño lo flacos que estaban pero repuso que estaban fibrosos. Eran dos bestias maltratadas a las que había limpiado pero que tenían un brillo tris te en la mirada y una dentadura lamentable. Al final me cansé de regatear y le di lo que pedía. Y al poco, mientras circulaba entre las Murallas Largas fustigando a los caballos, mi impresión fue de las más gratas cuando a medio camino alcé la vista y me topé en lo alto de la colina con la insuperable Acrópolis de los atenienses. El sol la iluminaba en medio de un cielo claro como una bendición. El Partenón y la estatua de Atenea estaban delante, esta última empuñando la lanza en cuya punta de bronce refulgían los postreros rayos del sol. ¡Por Zeus, qué hermosos resultaban aquellos colores! ¡Y cómo se armonizaba el conjunto, lo miraras desde donde lo miraras! De los áticos podemos decir muchas cosas pero no que no tengan los arquitectos más ingeniosos. Y aquello saltaba a la vista incluso viniendo de una ciudad como Halicarnaso que, en comparación, me pareció ampulosa. De repente la belleza desnuda del estilo antiguo se me aparecía maravillosamente digna. ¡Qué provincianas parecían a su lado la mayoría de las ciudades! ¡Y qué elegantes resultaban los ropajes con que se ataviaban las atenienses! Sin dejar de extasiarme me adentré en el barrio de los marmolistas y me encaminé por más calles empedradas hacia la casa de Esquines, que no quedaba muy lejos del
Eleusino
. Nada más dejar mi carro a los esclavos y penetrar en el patio, nuestro aliado salió a recibirme y dispuso con sus voces que me prepararan la mejor habitación. Al rato, mientras me relajaba en uno de sus baños, se me acercó con dos copas de ese vino tan dulce que se hacía traer de la isla de Quíos y pudimos conversar a propósito de la situación actual. «Parece que lo que ocurre todavía te sorprende, querido amigo, cuando es algo congénito a nuestras naciones. Los griegos somos como niños traviesos —me aleccionó con esa dicción perfecta de maestro de escuela que tenía—. No hacemos más que meternos en rencillas familiares que luego degeneran en guerras. Sólo hemos sabido unirnos frente a los persas en caso de necesidad. Pero eso no basta. Tenemos que aprender a respetarnos y a sobreponernos a las malas pasiones sin recurrir a las armas. Sin embargo, para eso hace falta un espíritu nacional del que por desgracia carecemos, qué le vamos a hacer, los dioses nos han hecho así. Por eso resulta tan imprescindible un regulador. Siempre lo he defendido. Y seguiré haciéndolo hasta que mis compatriotas se decidan de una vez por todas a entrar en razón. Puedes decirle a tu rey que confíe en mí, que a la larga venceremos. Y desde luego los documentos que me traes serán de una inestimable ayuda. Pero volvamos a nuestros asuntos, Hefastión. Supongo que Parmenión, por lo que me dices, partirá mañana directamente hacia Pela, pero que tú querrás aprovechar tu estancia aquí…» Al final me dejó a solas con uno de sus esclavos, un corintio rubio de ojos grises cuyo quitón cubría unos miembros musculosos y dorados. El chico me ayudó a secarme sin dejar de ponerme al tanto de los cotilleos locales y otras nimiedades sin importancia. Pero eso lo compensaba con su físico de gimnasta. […] Durante más de un mes aproveché para entrevistarme con la mayoría de nuestros partidarios. Y ya después me dispuse a recorrer media Grecia a caballo. Por las Termópilas me acordé de la última vez que las habíamos atravesado, cuando lloraste recordando a los trescientos héroes del pasado. En Pela, una lluvia otoñal anegaba los campos y convertía las calles en canales. Cuando llegué, Parmenión ya tenía todo dispuesto para zarpar camino del Asia con los primeros refuerzos. «Nuestros informadores dicen que por el norte de Gordion no quedan tropas persas. Si es así llegaré en la primevera.» También me vi con Antípatro y con Olimpia. Antípatro no tenía una educación esmerada, pero era ladino como un campesino. Era uno de los pocos de su generación que podía compararse a Filipo en cuestión de astucia. Tenía los mismos ojos turnios y saltones de mirada penetrante que Sócrates. Y aunque fuerte, estaba achaparrado. Su perfil era prácticamente el de una tortuga, como decían sus enemigos. Pero tenía demasiado carácter para que ni eso ni nada lo acomplejase. Yo siempre pensé que había acertado al escogerlo como regente. Y esa impresión me la ratificó Olimpia a fuerza de hablarme mal de él. Ella ya sabía que nosotros nos llevábamos bien e hizo lo posible para que yo te trasladara una imagen negativa, algo desde luego que no hice. Pero es cierto que durante las varias reuniones a las que asistí en lo que había sido la sala de juntas primero de Filipo y luego tuya, tuve la impresión de que a Antípatro se le había metido en la cabeza un pensamiento que no osaba expresar. Era una abeja que zumbaba, distrayéndolo cada vez que hablaba conmigo. Y sólo comprendí de qué se trataba cuando tras el verano volví a bajarme hasta Atenas al frente de todos los nuevos jóvenes enrolados. Para entonces todo el mundo celebraba lo ocurrido en Gordion y tú ya habías dejado el Asia Menor atrás y estabas a punto de penetrar en Fenicia. Era donde yo pensaba reencontrarte, siguiendo tus escuetas órdenes, aunque antes quise hacer una escala de unos días en Atenas, donde Esquines me organizó un banquete de despedida en el que me esperaba una sorpresa. Cuando llegué proveniente directamente del puerto, los demás invitados ya hacían alarde de sus exquisitos modales. Todos admiraban copa en mano los mosaicos del andron. Entre las reproducciones de escenas de pintores afamados había una muy conocida de Apeles con un Hércules parado pensativo delante de un Teseo soñador, que me hizo pensar en mis incesantes labores. Esquines ya me había hecho ver que tenía una información interesante y aprovechó para presentarme a un hombre de cierta edad, un individuo extremadamente delgado, con ojos hundidos y una sonrisa fija que no acababa de agradarme. Era el tío de su futuro yerno, quien tenía, me dijo, buena mano con los demócratas. «Cimón es un especialista en nadar entre dos aguas. Un genio de los malabares del compromiso…», lo presentó más burlón de lo que acostumbraba. «Esquines exagera —replicó el hombre incomodado—. Sencillamente procuro meterme lo menos posible en política. Eso es todo.» «Ésa es la mejor política. Y tú lo sabes mejor que nadie, malvado —continuó Esquines—. Pero cuéntale a Hefastión aquello de lo que me ha hablado tu sobrino. Lo que ocurrió al salir de los tribunales. Estoy convencido de que no dejará de interesarle.» Y tras endosarme una nueva palmada en la espalda nos dejó solos e instó a los demás a acompañarlo al patio. Poco después una de las citaristas empezaba a interpretar una de las canciones más bellas de Anacreonte, esa que dice:
«No amar es cosa dura/ y amar es dura cosa; / pero amar sin retorno/ la más dura de todas

»
La voz de la chica era grave pero hermosa. Y aunque no lo hubiera sido, a mí me dio la impresión, según llegaba acompañada de los sonidos de aquella cítara de la que arrancaba las notas rasgándola delicadamente con un plectro de marfil, ora una cuerda suelta, ora dos juntas de las que dejaba la más grave marcando una melodía de acompañamiento, de que unas palabras semejantes habrían suplido cualquier carencia. Durante unos instantes me dejé embrujar por la música. Pero pronto hube de apartarla de mi cabeza porque Cimón me estaba dan do a entender que su economía no andaba muy boyante desde que sus enemigos hubieran conseguido que se lo nombrasen trierarca, uno de los cargos públicos más onerosos de Atenas. El hombre parecía tan nervioso que le recordé que tú acostumbrabas a ser magnánimo con quienes contribuían a nuestra causa. No tenía más que hablar con Esquines si quería confirmarlo. Entonces aclaró muy rápidamente que no dudaba de tu generosidad, que por eso había venido. Y ya aparentemente tranquilizado me explicó que hacía poco había asistido a un banquete organizado por Demóstenes en honor de un embajador de Persia que estaba de paso por la ciudad. Y allí, escuchando algunas conversaciones, le había parecido entender que había en tu cercanía hombres susceptibles de crearte problemas y había retenido algunos nombres que me dio. Yo le agradecí la información y le indiqué que pasara a verme al día siguiente antes de que me embarcara. El hombre me desagradaba y tenía ganas de volver con los demás, pero él me retuvo del brazo. Miraba a su alrededor como si temiera que las paredes tuvieran oídos. «Hay algo más, y tiene que ver contigo…» Yo empezaba a impacientarme. Pero él se frotaba las manos como si le costara hablar. «Hace un par de semanas yo estaba en casa de Demóstenes cuando vi llegar a un soldado con un prisionero maniatado… El soldado tenía la clámide hecha un desastre y una mirada recelosa que yo había visto en algún lado. Y no tardé en caer en la cuenta de que Demóstenes lo había sacado a la tribuna de la Asamblea en los tiempos en los que se corrió el rumor de que Alejandro había muerto…» «Lo recuerdo perfectamente; estuve aquí —dije—. Sigue.» Podía ver a aquel ateniense saliendo a la tribuna. Lo recordaba jurando ante Zeus que te había visto cayendo muerto de un hondazo. Recordaba el silencio que se había hecho, y también el calor veraniego aliviado por las tormentas. «El otro tenía un físico endeble y una mirada lastimosa de cordero degollado. Pero no parecía de mala familia, pese al estado de su quitón. Demóstenes se los llevó al patio. Los vi desde el pórtico pensando que se trataba de un nuevo esclavo. Pero la manera en la que Demóstenes los dejó para empujarme dentro de la casa me sorprendió. “Espérame en el andron…”, dijo. Me acompañó unos pasos muy nervioso, como para asegurarse de que lo hacía. Eso picó mi curiosidad, y cuando volvió me apresuré a despedirme. Otra vez en la calle me di una vuelta por los alrededores, a ver si tenía suerte…Y al cabo vi que el impostor de la clámide desastrada se dirigía hacia el ágora. Tenía un paso tranquilo y satisfecho, y no dejaba de acariciar una bolsa llena de tetradracmas. Yo apresuré el paso y según lo alcanzaba le dije: “Buenas ganancias llevas…”. Él se volvió bruscamente. Pero al comprobar por mi aspecto que no era ningún asesino volvió a sonreír.“Ha debido de ser una labor importante para que alguien tan agarrado te recompense de esa manera”, seguí. “¿De qué estás hablando?”, repuso algo seco. “No hace falta que te enfades. Soy un buen amigo de Demóstenes. Yo estaba en su casa, cuando has entrado.” Ah, ¡es por eso!, pareció decirse ya más relajado. “Pero igual no has pensado en que podrías duplicarlas hoy mismo —dejé caer con naturalidad—. Si me acompañas hasta mi casa.” El hombre aceptó, y hablamos de aquel misterioso prisionero de Demóstenes…» «¿Y quién era?» Yo sentía que una nube de ansiedad se apoderaba de mi mente. Sabía el nombre que iba a asomar a sus labios. Sabía la sentencia a la que eso equivalía. Pero aún esperaba estúpidamente que cupiera algún tipo de equivocación. «Oh, permíteme que termine mi relato, valeroso Hefastión…» Cimón captaba mi ansiedad y parecía deleitarse con ella. «Yo invité al soldado a beber algo de agua fresca, y me contó su historia: “Soy un mercenario, un desertor —dice—. No hace falta que me extienda en mis desventuras. Baste con saber que hace unos años acepté una dádiva para relatar que estuve presente durante una batalla en la que presencié la muerte de Alejandro. Tras demostrarse la falsedad de aquello me vi obligado a desaparecer y duran te un tiempo vagué por las ciudades viviendo de lo ganado. Pero el dinero es como la arena fina. Se escapa entre los dedos. No hay manera de retenerlo, y al final me vi obligado a unirme a una partida de atenienses que zarpaban hacia la Jonia para ofrecer sus servicios a Persia. Allí luchamos contra el hijo de Filipo y se nos hizo prisioneros. Por alguna razón no se nos quiso soltar y acompañamos al ejército hasta Halicarnaso donde supimos que había llegado una embajada con Demóstenes al frente para negociar nuestra libertad. Esa misma noche Demóstenes, que ya sabía que estaba yo entre los prisioneros, consiguió sobornar a un guardia para que me dejara escapar y me encomendó viajar hasta la Corte de los Aqueménidas con una misiva de su parte. Así lo hice de posta en posta a lo largo del Camino Real, y fui muy bien recibido en Susa, donde mi ascendiente, al ser considerado un hombre de confianza de Demóstenes, fue tan considerable que incluso se me permitió asistir a un Consejo en la apadana para discutir los asuntos de la guerra. Pensando que era el momento, les ofrecí mis servicios. Pero los sátrapas convencieron al Gran Rey de que desconfiara de mí, y cuan do me revolví contra ellos se me expulsó de la reunión y se me condenó a muerte por utilizar un tono impropio. Por suerte, yo tenía encima el dinero ganado con mis informes y pude comprar a mis guardianes para que no me ejecutaran. A mi vuelta a Atenas, Demóstenes no quiso saber nada más de mí, y no me quedó otra salida que entretenerme en el Pireo. En un puerto siempre hay quien necesita un guía o dos brazos fuertes para descargar mercancías, además de una multitud de espías con los que yo estaba familiarizado. Y yo acudía cada noche a una taberna que frecuentan muchos de ellos y cuyo dueño me servía más por menos cuando una noche ocurrió algo extraño. Me había instalado en una de las mesas más alejadas junto a un macedonio al que había visto vagar por los muelles. Como estaba aburrido, procuré entablar conversación. Pregunté de qué parte de Macedonia venía. Él no soltaba palabra. Entonces hice una observación hiriente, y me contestó tartamudeando. Le hice ver que ningún hombre debía avergonzarse por los errores de la naturaleza. Y cuando bebimos algo más me confesó que era un fantasma, un hombre vuelto del Hades. En definitiva: que era Arrideo, el desaparecido hermanastro de Alejandro, al que todos pensaban muerto. Eso me interesó. Le sonsaqué todo lo que pude. Y él me confesó que le debía la vida a Hefastión, que se había apiadado de él… No me dejó muy claro cómo había llegado hasta el Pireo. Pero estaba en el muelle esperando a un barco egipcio. Yo comprendí que aquello podía interesarle a Demóstenes, y esa misma noche me ofrecí a acompañarle a su posada a la que nunca llegó…” Eso fue, ni más ni menos, lo que me dijo». Cimón tenía una sonrisa humilde como la que pone la gente honesta cuando se siente satisfecha de haber ayudado a un prójimo. «Después indagué lo que pude sobre el prisionero. Pero Demóstenes no quiso soltar ni una palabra, ha debido llevárselo a un lugar seguro, porque no ha vuelto a vérsele por Atenas. Y a mí, pues bueno, me gusta ayudar a los amigos. O sea que en cuan to supe que estarías aquí, estimé que la información podía serte de utilidad…» «Y no te has equivocado, buen hombre», dije. Y allí terminó nuestra conversación, porque en ese preciso instante ya volvían los otros entre risas. Su ánimo alegre, como te imaginas, contrastaba grandemente con el mío. […]»

Other books

Saving Ben by Farley, Ashley H.
La muerte lenta de Luciana B. by Guillermo Martínez
Pure Dead Frozen by Debi Gliori
Tom Finder by Martine Leavitt