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Authors: José Ángel Mañas

El secreto del oráculo (27 page)

BOOK: El secreto del oráculo
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3

—¿Y esto es un palacio? —exclamó Tais.

Desde su captura, la más bella de las cortesanas se había convertido en la compañera sentimental de Filotas. Era una de las muchas mujeres que habían ido engrosando el séquito de Barsine, quien pese a que tenía problemas para soportarla no se sentía con autoridad suficiente para colocarla en su sitio. Y como las Aqueménidas ocupaban un lugar secundario, dejando claro que ellas se consideraban prisioneras de guerra, Tais se había aprovechado del vacío de poder para torturar tanto la sensibilidad de todas aquellas «grandes damas», como las llamaba con retranca.

Ella era una mujer llamativa, de formas voluptuosas y vestimenta ligera, de labios carnosos y grandes ojos pardos pintados de azul, y con una melena ensortijada que sus damas peinaban tres o cuatro veces al día, pues convenía recolocarla por lo menos después de cada encuentro.

Llevaba las uñas pintadas con auténticas filigranas en jena que ejecutaban con un arte consumado sus esclavas. Cada escena era un cuadro en miniatura. Cabía hasta un minúsculo león en su pulgar derecho.

Sus gustos eran lujosos y su manejo de las más refinadas perversiones la había convertido en la amante más cotizada del Imperio. En Susa había sido la sensación de las últimas dos temporadas y más de uno de los hombres que rodeaban al Gran Rey la frecuentaba. Para ella el viaje hasta Isos había sido un incordio, había tenido un mal presentimiento, y ahora le tocaba luchar por recuperar su posición social.

Pero como Babilonia no se construyó en un día la tardanza la irritaba y la ateniense descargaba su frustración sobre sus demás congéneres a las que siempre veía como competencia y con las que tenía poca tolerancia.

Sin embargo su desprecio en este caso no carecía de fundamento.

A diferencia de los templos, los palacios egipcios eran edificios modestos donde el granito sólo entraba como elemento decorativo y la residencia satrapal, al norte de la ciudad, casi lindando con el desierto, no era ninguna excepción.

El muro de ladrillo almenado apenas difería de los que cercaban las quintas de notables agolpadas en la avenida que acababan de recorrer. Lo cerraba un portalón con jambas y dinteles de piedra caliza cubiertos de jeroglíficos cuyas hojas de cedro con pesados goznes sólo se abrían en ocasiones solemnes, pues de ordinario se entraba o se salía por dos discretas poternas ubicadas a los lados.

El jardín, en cambio, era otra cosa.

Tenía un estadio de largo y lo segmentaban finas paredes de cal con puertas de madera pintadas de verde, de azul, de rojo. Había árboles frutales, higueras y nogales, pero también acacias y mimosas además de aquellas parras sostenidas por soportes de bambú que se encorvaban sobre sus cabezas.

Entre sus tesoros más preciados estaban unas palmeras que sólo se encontraban en Nubia junto al mar Rojo. Los poetas locales las comparaban con Thot, el dios de las letras y la justicia, a causa de su altura.

—Su fruto encierra una leche azucarada de lo más apetecible —explicó Mazaces, quien, desde que los sacerdotes se habían despedido aprovechaba para actuar como anfitrión y de paso, en la medida de lo posible, para desquitarse—. Como habéis podido comprobar aquí los magos tienen más poder que en ninguna otra parte. Eso los vuelve insolentes.

Y en un tono de comedida sorna relató el cuidado que ponían en buscar entre los bueyes a la nueva reencarnación del dios Apis. El animal tenía que ser el producto de una vaca fecundada por un rayo de luna. Por eso debía de tener en el pecho una mancha en forma lógicamente de media luna que desvelara su origen divino.

—¿No te parece gracioso…?

Pero Alejandro asintió sin sonreír, encerrado en sus propios pensamientos, algo que dejó bastante preocupado al dignatario.

Y allí, en cualquier caso, fue adonde llegó, a última hora de la tarde, la segunda embajada de Darío.

4

Los escoltaba una docena de soldados egipcios malamente armados y enviados por el gobernador del nomos, quien nada más dejarlos había sido el primero en tener noticia de su llegada.

Hacía apenas dos semanas, a una comitiva que viniera de Susa se la habría dejado pasar de inmediato.

Pero en la situación actual los guardias satrapales andaban confundidos.

Tras discutirlo entre ellos, al final les hicieron esperar mientras su superior le comunicaba su presencia al depuesto sátrapa, quien a su vez se apresuró a informar a Parmenión, el cual por su parte, a la hora en que las mujeres empezaban a pasear por el otro extremo del jardín y en tanto que los esclavos acondicionaban una de las salas para el banquete de rigor, se lo anunció al hijo de Filipo.

—¿Otro más? Pues bueno… Diles que entren.

Unos momentos después las puertas se abrían para dejar paso al embajador y a su reducida comparsa. El emisario en el que Darío había pensado era Artábazo, pero Beso argumentó que estaba mayor y que no convenía ponerlo en contacto con su hija y con quien a fin de cuentas se había convertido en su yerno.

Aquello lo había inducido a enviar en su lugar a su sobrino Farnabazo.

Era él, pues, quien llegaba directamente de Susa tras haber bajado primero por la costa, siguiendo los pasos del ejército macedonio, y luego por el Nilo.

Para la ocasión lucía la característica mitra de los dignatarios de su país, y entre los pesados anillos que traía contaba con una copia perfecta del anillo imperial.

Aquello lo revestía, según la tradición, de la mayor autoridad.

Nada más penetrar en el lugar había alzado la cabeza, calibrando con celeridad el escenario.

Luego, aparentemente satisfecho de su inspección, se encaminó hasta el Macedonio, quien por su parte permanecía de pie junto a un lecho con la mirada desafiante y una actitud casi chulesca.

A su lado tenía a sus hombres de confianza. Eúmenes, Parmenión y la «camarilla». Pero también los miembros de su guardia personal entre los que destacaba el desfigurado Bitón.

Alguien tan educado como Farnabazo no podía dejar de sentir cierto desagrado por la falta de respeto que semejante recepción suponía a las más elementales normas de la diplomacia, aunque enseguida recordó el consejo de Artábazo:
«Que no te desestabilicen sus modos. Pretende hacer ver que puede romper todas las reglas. Su vanidad le hace pensar que su inteligencia vale más que la de todos los hombres que le han precedido
».

—Soy Farnabazo —se presentó—, el sobrino de Darío Codomano, Gran Rey de Persia.

Alejandro casi se lo tomaba a guasa.

—Dile que no mire así a mis hombres —le dijo al traductor—. No guardo ningún secreto para ellos. Puede hablar aquí mismo.

Farnabazo inspiró con fuerza.

5

El nuevo embajador se dedicó a exponer punto por punto la nueva oferta de Darío. Lo hizo sin titubear y mostrando una confianza plena en que traía una propuesta que sería estimada en su justo valor.

—Que repita eso —dijo Alejandro.

Sin dejar de mirarlo a los ojos, Farnabazo repitió con una concisión ejemplar que el Gran Rey se avenía a ofrecer diez mil talentos por el rescate de su madre, su mujer y sus hijas.

Además de eso estaba dispuesto a cederle la mayoría de sus territorios desde el Éufrates hasta el mar Egeo. Eso incluía, además de Siria, la totalidad de Asia Menor y Egipto.

—Y como prenda para garantizar el buen entendimiento futuro, te otorga la mano de una de sus propias hijas, Estatira o Parisátide, la que más te complazca.

—Yo ya tengo mujer —observó Alejandro.

—Según la ley persa, nada impide a un hombre tener más de una esposa —repuso Farnabazo, haciendo ver que aquello no tenía importancia. No dejaba de ser cierto, sin embargo, que al encomendarle su misión Darío no había ocultado su intención de minimizar la boda—. ¿Qué respuesta debo transmitirle a Darío?

Los macedonios callaron respetuosamente. Los más veteranos ya soñaban con volver a casa con las riquezas adquiridas, y hasta los más entusiastas parecían impresionados con la oferta. Pero cuando el hijo de Filipo se giró hacia ellos, ninguno tuvo el ánimo de hacérselo ver.

Al final sólo se atrevió a tomar la palabra Parmenión.

—Muéstrate razonable, Alejandro —dijo—. El ofrecimiento de Darío es magnánimo y supera con creces lo que ni tú ni ninguno de los que estamos aquí contigo podíamos esperar cuan do emprendimos la actual campaña. Ya has demostrado tu valor y la valía de este ejército. Filipo, de haber vivido, estaría orgullo so de ti, hijo… Yo, si fuera tú, aceptaría.

Aquello suscitó algunos asentimientos hoscos, y Alejandro pasó la vista entre sus hombres. Bitón era el único que demostraba sin tapujos el desagrado que le producía la idea de pactar.

Por fin el hijo de Filipo lanzó una prolongada carcajada que fue arrastrando como pequeños ecos las risas conjugadas de casi todos los presentes. Muy pronto los sirvientes egipcios y el propio Mazaces, cuya voz aguda sobresalía sobre las demás, se unieron a la hilaridad generalizada.

Farnabazo y sus acompañantes seguían esperando en mitad de la sala sin saber cómo tomar aquello. Al cabo de unos instantes el monarca se volvió hacia su lugarteniente y le palmoteó la espalda. Casi tenía lágrimas en los ojos.

Yo también aceptaría… Si fuera Parmenión —dijo.

Los demonios de Angra Mainyús le han trastornado el juicio
, pensó Farnabazo.

Pero Alejandro ya había recuperado su seriedad y clavaba sus ojos bicolores en él.

—Tú, el sobrino de Darío, y vosotros, sus hombres, podéis transmitirle a vuestro jefe, que no rey, mi respuesta. Hacedle saber que no tengo ninguna necesidad de dinero. Y que cuando la tenga, lo tomaré donde quiera y cuando quiera, en este reino o en cualquier otro: soy el rey de Asia y todo lo que posee de ahora en adelante es mío.

»Decidle que si quisiera casarme con sus hijas, a las que respeto como a mis propias hermanas, hace tiempo que lo habría hecho. Que mi mujer se llama Barsine y que no lo olvide, pues está llamada a ser reina de estas tierras que pienso legarle al hijo que me ha dado.

»Y en lo tocante a su imperio, tampoco puede regalarme nada, porque tras haberlo derrotado sus territorios me pertenecen en su totalidad. Ya se lo he indicado en mis cartas. Si desea ser tratado con generosidad no tiene más que dirigirse a mí como un suplicante y ninguna petición le será negada. Pero que se dirija a mí como al rey de Asia.

Antes de salir los embajadores hicieron una idéntica reverencia con la misma expresión sombría.

—Está decididamente loco… —murmuró Farnabazo cuando abandonaron el lugar.

Ya se cerraban a sus espaldas las grandes puertas y los guardias satrapales los guiaban a través de espaciosas salas. El sobrino de Darío no acertaba a creérselo. Le costaba recomponer las nuevas piezas de la partida.
Ahora te toca a ti, Autofrádates
, pensó apesadumbrado, pues el extraño curso de los eventos los obligaba a actuar de una forma que nunca habría deseado.

Entretanto, en la sala que acababan de abandonar, Alejandro instaba a los sirvientes a que les trajeran vino para brindar a la salud de Darío. Algunos macedonios corearon junto a él. Pero con la salvedad de Bitón, que lo celebraba por todo lo alto, a los demás les costaba actuar como si nada.

Y entre ellos, Parmenión había quedado tan ensombrecido como los propios embajadores. Desde la atalaya de su experiencia él parecía ser el único que comprendía el punto de inflexión que marcaba aquella alucinada negativa.

Filipo, como diría a sus íntimos, jamás habría actuado así.

Y a partir de ese día su hosca reserva se llenó de negros presagios.

II
Una aparición imprevista

Egipto

Invierno de 332-331 a. C
.

1

—¡Qué hermosura!

El anaranjado hibisco crecía a orillas del estanque junto al último quiosco. Grandes manojos de lotos morados le hacían de colorida comparsa. No muy lejos media docena de patos nadaban tranquilamente a la sombra de unos castaños. Más allá, la cortina de palmeras datileras de anchas hojas prácticamente escondía el muro exterior de la finca protegiéndolos del aire polvoriento del desierto. Decenas de abubillas, de gorriones, de verderones y de tórtolas grises alegraban la tarde.

Era la hora del crepúsculo y Barsine había salido con Sisigambis y con Parisátide y Estatira a disfrutar de la frescura vespertina. Todas andaban bastante cansadas de la navegación y agradecían cada vez que podían disfrutar de las comodidades de un palacio.

Por suerte no estaban presentes ni la mujer de Darío, que se retiraba pronto, ni Tais, que andaría preparando la visita de Filotas y de alguno de sus compañeros, algo que mediando un banquete no había de tardar…, a menos, desde luego, que estuvieran tan borrachos que se quedaran dormidos en la propia sala.

—Y todo esto… ahora pertenece a Alejandro…

La anciana rozó con delicadeza los pétalos de una de la flores. Más que con resentimiento lo decía con incredulidad. En su larga vida ella jamás había asistido a hechos tan sorprendentes. Ni siquiera el Gran Darío, por las historias que recordaba haber escuchado siendo niña, había llegado a protagonizar una conquista tan fulgurante.

A diferencia de su nuera, Sisigambis trataba sin acritud a Barsine: ella era perfectamente consciente de que la viuda del rodio Memnón, quien tantos servicios les prestara, no tenía ninguna culpa de un cautiverio que además era sorprendentemente ligero y que ella toleraba con una honorable resignación.

Desde su captura, Alejandro las trataba mejor de lo que nadie esperaba. Sisigambis todavía se acordaba del miedo que habían sentido después de la aciaga batalla cuando, tras haber visto a un hombre pasar con la cidaris, Alejandro penetró en su tienda. Pensaron que para matarlas. Pero se encontraron con que la cogía en sus brazos susurrándole aquellas palabras que entonces no había entendido.

Y desde entonces, cada cierto tiempo pasaba a verlas. Eran visitas cortas en las que procuraba pronunciar pequeñas palabras en su lengua. A Sisigambis la agasajaba llamándola «madre»; a sus nietas «hermanas», algo que horrorizaba sin remedio a la esposa de su hijo.

Ella —su nuera— era la única a la que, sintiendo su frialdad y consciente de su proximidad carnal con Darío, trataba con mayor prudencia, una prudencia que al ver que su actitud no cambiaba se había convertido en indiferencia.

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