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Authors: José Ángel Mañas

El secreto del oráculo (28 page)

BOOK: El secreto del oráculo
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Y así había quedado concertado tácitamente que cuando Alejandro anunciaba su visita la esposa de Darío desaparecía, dejando solas a la anciana y a las jóvenes.

La situación no dejaba de ser complicada y Sisigambis apreciaba la elegancia con la que Barsine estaba llevándola, cosa que no podía decirse de su nuera, quien se mostraba incapaz de asumir las nuevas circunstancias y más bien reacia a procurar que las sobrellevaran con la mayor naturalidad posible.

En cuanto a la grosería de Tais y de alguna de las demás parejas de los generales era algo de lo que estaba exenta gracias a su falta de dominio del griego y, sobre todo, a su capacidad de abstraerse de todo lo que pudiera molestarla.

—Todo…

En su familia las mujeres siempre tuvieron más cabeza que los hombres. La hermana mayor de Darío se había quedado en Susa. Ella era mucho más sensata que el monarca y también que su propio marido, al que aconsejaba con prudencia. Pero también se había visto obligada a retirarse y a no hacer sombra a los hombres de la familia.

Ésa era la suerte reservada a la mayoría de las mujeres de su tiempo, consideró.

Sisigambis no sólo había criado a su hijo, sino que lo había visto crecer en esa vida disipada que había precedido a su coronamiento. Lo vio escoger la peor esposa de todas las que estaban a su alcance. A lo largo de demasiadas situaciones había podido comprobar lo cobarde que podía ser, y siempre tuvo el presentimiento de que Ahura Mazda se burlaba al hacerle un don tan en desproporción evidente con sus méritos.

Pero así habían sucedido las cosas, y ella había procurado asumir su nuevo papel con la mayor dignidad posible. Era un papel secundario. Pero nadie cuestionaba su tacto y mal que le pesara a la esposa de su vástago, que lo había hecho todo para intentar influir en Darío —y que lo había conseguido en más de un asunto de consecuencias desafortunadas—, Sisigambis se había impuesto como una de las consejeras más válidas del monarca. Era una de las figuras más apreciadas por la Corte. Y eso sin proponérselo: era lo que la esposa de su hijo no podía perdonarle.

—Todo… —repitió.

A modo de respuesta, Barsine enarcó delicadamente las cejas.

Ella no se sentía preparada para lidiar con aquella sociedad cada vez más compleja que iba creciendo a su alrededor. A ella le habría gustado poder consagrarse a su amante y a su hijo y quedar al margen, en lo posible, de los maniobreos de las cortes. Hasta en los momentos en los que Memnón había tenido mayor influencia cerca de Artábazo, en Halicarnaso, o del propio Darío, siempre había actuado así…

En su fuero interno no acababa de creérselo. En menos de dos años Ahura Mazda la había arrancado a su marido, rompiendo su vida y lanzándola en brazos del mayor conquistador de su tiempo. Se sentía como una planta arrancada de raíz y atrapada en un vendaval que la llevaba nadie sabía a dónde. Por eso, siendo muy consciente de que la situación podría invertirse en cualquier momento, se obligaba a sí misma a no hablar de nada que pudiera herir la sensibilidad de las cautivas.

Entendiéndolo así, la anciana guardó uno de esos prolongados silencios en los que a veces se sumergía.

—Va siendo tarde —indicó Barsine.

No hacía falta más…

Parisátide y Estatira se arregazaron las faldas de las túnicas y apresuraron el paso.

¡Cómo habían cambiado las cosas!

A Barsine aún se le hacía incómodo ejercer su autoridad sobre quienes después de todo no dejaban de ser las hijas del Gran Rey.

Y más cuando hacía apenas un año sus relaciones eran totalmente opuestas…

Mientras permanecía en Susa no sólo se había visto obligada a sortear el mal humor de Autofrádates y Cambyses, frustrados por la inactividad, sino que al hacerse público que Darío se había encaprichado de ella había tenido que aguantar muchos desplantes injustificados de los que ahora bien podría vengarse.

Pero quién sabía si la situación no volvería a invertirse, pensó.

2

El serrallo era un edificio independiente no muy lejos del quiosco. Mazaces lo tenía acondicionado para unas mujeres a las que ya había prevenido antes de partir sobre lo que podía ocurrir y que habían preparado la llegada de los invasores habilitando para sí los aposentos de un tercer pabellón al fondo del jardín: los que correspondían en tiempos normales a las criadas.

Tras despedirse de las Aqueménidas y de los guardias al pie de la escalera, Barsine subió con Nitetis y en lo alto de la escaleras tuvo la impresión de que alguien huía delante de ellas.

Sintiendo curiosidad se adelantó hasta el rellano, desde donde tuvo el tiempo justo de ver desaparecer a uno de los guardias personales de su esposo. Nitetis se había sonrojado y estuvo a punto de sonsacarle de quién se trataba cuando un acuciante dolor en el pecho le recordó que era hora de que se los vaciaran. Llevándose las manos a los pechos, preguntó quién se había quedado con Heracles.

—Creo que Melibea.

—Vamos… —dijo.

Sus aposentos eran los más amplios y los que habían correspondido antes a la mujer de Mazaces. En ellos se mezclaban con naturalidad los estilos persa y egipcio, bastante afines al fin y al cabo, y la personalidad de su moradora se apreciaba en el gusto recargado de los muebles.

Pese a lo poco que le gustaba el mosquitero que cubría la cama, tan lleno de bordados con representaciones de gatos cazando junto al Nilo, ya habían tenido ocasión de comprobar que resultaba más que necesario en una región que no tenía nada que envidiarle, en ese sentido, a la pantanosa Mesopotamia.

—Ahura Mazda…

Acababan de traspasar el umbral y Nitetis tardó unos momentos en comprender a qué se debía el estremecimiento de su ama: inclinado sobre el escudo donde dormía Heracles en la oscuridad del dormitorio, a los pies de la cama, allí donde tenía que haber estado Melibea, había un hombre de gruesas espaldas.

La boca de Barsine se abrió instintivamente. Pero antes de que llegara a emitir ningún grito, la sombra ya se había girado sobre sus talones.

—Madre, ¿estás sola?

—Por todos los dioses, Cambyses…

Barsine se llevó la mano al pecho. El corazón se le había desbocado.

—¡Qué susto me has dado!

—¿Ahora te asusta tu hijo…?

La voz de Cambyses tenía una dureza que el tiempo sólo había afilado. El rodio nunca le había perdonado sus amoríos y aunque cada vez que se veían las afectuosas palabras maternas acababan por desarmarlo, bastaba que se alejara de su presencia para que se renovase aquel rencor que nada parecía apagar.

Ni siquiera el mando de la caballería, que Alejandro le había concedido y que él había aceptado pero sin gratitud. Como el pago atrasado de una deuda demasiado importante.

Por su expresión no traía buenas noticias, y Barsine se apresuró a despedir a Nitetis.

—¿Seguro que me voy…? ¿No es mejor que me quede…?

Barsine dijo que no hacía falta y, tras cerrar, se dirigió hasta donde la vieja esclava todavía roncaba, en el suelo, con una mano extendida dándosela al niño.

—La cerveza egipcia tiene una excelente reputación. ¿Me permites que me siente?

—Nunca te he impedido hacer lo que te plazca, hijo mío.

A Barsine le dolía el pecho. Su tono seguía sin ser amable aunque el temor a herir la susceptibilidad de Cambyses lo suavizó rápidamente. Sin casi girarse señaló una silla junto a la ventana: una pequeña joya de artesanía egipcia con las alas de la diosa Ma-at grabadas en ambos brazos.

3

—Señora, que estoy perfectamente…

La esclava rezongaba mientras la empujaba hacia la puerta.

A su vuelta Barsine todavía se entretuvo en hacerle una carantoña al niño, que dormía en su escudo. Se dio cuenta de que era una manera de retrasar el contacto con Cambyses. Sus ojos apagados le daban miedo. Sentía la crueldad despiadada de unos pensamientos que nunca expresaba pero que estaban latentes en todo lo que decía. Desde Gordion su resentimiento no había dejado de crecer como una monstruosa costra en torno a su orgullo herido.

De pronto se oyó un estallido de risas proveniente del otro lado del patio y el hijo de Memnón se acercó a la ventana.

Eran Alejandro y sus compañeros. El rey de los macedonios seguía celebrando la soberbia con la que había rechazado la oferta de Darío.

—Parece que se están divirtiendo… —observó.

Luego, tras dudar un momento, añadió:

—He visto a Autofrádates, madre.

Eran sólo cinco palabras pero penetraron muy profundamente en el entendimiento de Barsine y durante unos instantes Cambyses pareció gozar torturándola con su silencio.

—Ha sido ahora mismo. Ha irrumpido en mi tienda según descansaba… —explicó.

Por el campamento ya se sabía que acababa de presentarse en la ciudad una embajada que en esos momentos todavía iba camino del palacio en el que se alojaban los generales. Los hombres se mostraban excitados e intrigados a partes iguales. Pero Cambyses tenía la impresión de que su dolor personal lo aislaba de todo.

—Al principio pensé que se trataba de un fantasma. Pero en cuanto comprendí que no, no pude reprimir mi emoción… Él quería que lo acompañase hasta no muy lejos de nuestras trirremes. Allí lo aguardaba el egipcio que lo ha guiado hasta aquí… Supongo que ha llegado con la embajada de Farnabazo… De todos modos no le pedí detalles, y él tampoco parecía dispuesto a dármelos…

Su mirada se perdió en el jardín.

Por el sendero, bajo el frondoso emparrado, se adivinaban un par de figuras movedizas. Una pareja de jóvenes enamorados se perseguía entre risas. La chica parecía una esclava y no se podía decir quién era el hombre.

La mirada de Cambyses se elevó hasta más allá del muro almenado por donde el desierto alzaba sus promontorios rocosos en la estrellada noche. Muy por encima de las palmeras más altas, una luna llena coronaba el paisaje y por un momento la belleza de aquella moneda de plata diluyó el resquemor producido por la aparición.

—Autofrádates le dio unos utnus al barquero, que desapareció entre unos arbustos. A continuación me pidió que subiera a la barca. Yo no alcanzaba a entender su presencia aquí. Pero me dejaba llevar igual que cuando éramos niños. Recordarás que en nuestros juegos siempre era él quien dirigía…

Barsine lo recordaba perfectamente.

Cambyses veneraba a Autofrádates. No es que el primogénito hiciera demasiado. Pero ese poco en comparación con la brutal indiferencia de Memnón había bastado para suscitar en él una fidelidad nunca cuestionada.

—Déjame terminar, madre… —dijo en un tono que resultaba más propio, casi, de Autofrádates—. Mientras nos alejábamos no dijo ni una sola palabra. Yo le rogué que soltara lo que tuviera que anunciarme. Dije que nadie nos escuchaba, a menos que creyera en los ídolos animalescos de nuestros anfitriones. Pero él seguía remando en silencio…

»Era la hora del crepúsculo y una bandada de patos levantó el vuelo. Autofrádates se fijó en ellos como si temiera que fueran espías. Estábamos cerca de una isla en mitad del río. Al cabo clavó en mí sus ojos. No había en ellos el menor atisbo de simpatía. Me miraba como si se dirigiera a un extraño, peor, a un enemigo. De repente me preguntó: «¿Sigues siendo el hijo de Memnón?». Dije: «Sí». «¿Veneras su memoria?» Dije: «Sí». Dijo: «Entonces ayúdame a vengarla…».

Siguieron verdades como puños.

Cambyses no veía por qué había de honrar más a su padre que a su madre. ¿No era fruto de un vientre tanto como de la simiente del rodio? Autofrádates exclamó que Barsine había dejado de ser madre desde el momento en que se convirtió en amante del Macedonio. ¿Qué respeto podía imponerle una hembra incapaz de resistir a los placeres del cuerpo y de respetar los vínculos de fidelidad más elementales? ¿Creía que Alejandro seguiría con ella cuando encaneciera? ¿Que cuando estuviera en la fuerza de la edad no daría prioridad a otras esposas?

—¡Barsine ha perdido el seso! —exclamó.

4

—¡No la calumnies!

Cambyses se ciñó la empuñadura de su arma. El amor de su madre era lo único que podía enfrentarlos, la única certidumbre que le quedaba.

La barca se tambaleó.

El labio de Autofrádates se contrajo en una mueca iracunda.

¿Por qué me odia tanto?
, pensó.

—La verdad es más despiadada que la calumnia, hermano…

Autofrádates se delectaba con cada sílaba. Para Cambyses eran como agujas clavándose en sus tímpanos, afiladas uñas que se le estuvieran hincando en la espalda.

—Barsine te engaña con lágrimas que valen mucho y le cuestan muy poco. ¿Acaso no nos lo hizo entender Memnón? Des de que el mundo es mundo las mujeres no han dejado de traer desgracias. ¿No se enfrentaron aqueos y troyanos por una descocada? ¿Merecía tanta sangra semejante adúltera? ¿Por qué has de mantenerte fiel a alguien cuyos juramentos están grabados en el viento o en el agua insalubre de su infidelidad? ¿O es que consideras que no le juró fidelidad eterna a Memnón…?

El mismo amor que le tenía él a Autofrádates, se lo tenía Autofrádates a Memnón, y a Cambyses le dolía oírlo hablar de él. Para Cambyses la desaparición del rodio había supuesto el descubrimiento de un nuevo mundo. La ausencia de aquel juez implacable era lo más parecido a la libertad que jamás podría concebir. Era algo que nunca habría admitido ante nadie pero que, si se miraba en el espejo de su alma, en lo más profundo de la soledad, allí donde afloran las razones más dolorosas, tenía que aceptar.

—Calla —musitó.

Desde una isla cercana un cocodrilo se deslizó silencioso hasta el agua verdosa. Se movió con sus ojos fríos clavado en ellos. Cambyses habría dado lo que fuera por poder sumergirse como el reptil en aquellas aguas. Él era un animal de profundidades.

—No, no debo callar. Al menos no hasta que sientas que mis razones penetran como lanzadas en tu espíritu. Invocas el amor por una mujer: ¡y qué mujer, Ahura Mazda! Pero no estoy aquí para enjuiciar a una hembra casquivana. Ya tendrá sus jueces en el otro mundo. No apelo a tus instintos más bajos sino a los más altos, Cambyses. Piensa en tu padre, no en el vientre de Barsine ni en sus melifluas razones. ¡Sal de tu cascarón! No nacemos para nosotros. El amor a la patria es la más alta de las virtudes, más fuerte que las leyes. Si no te mueve el amor a Memnón lucha al menos por la libertad de nuestras tierras. ¿O es que prefieres seguir siendo un esclavo de Alejandro?

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