A los antiguos les divertía y les molestaba el parecido del simio berebere con el hombre. Se dice que el poeta romano Ennio comentó: «El simio, la más vil de las bestias, ¡cómo se parece a nosotros!» ¿Era realmente el simio «la más vil de las bestias»? Objetivamente, desde luego que no. Lo que le hacía parecer vil era su parecido con el hombre y la consiguiente amenaza que suponía para el apreciado carácter único del hombre.
En la época medieval, cuando el carácter único y la supremacía del hombre se convirtieron en un dogma inatacable, la existencia del simio resultaba aún más irritante. Se le identificaba con el Diablo. Después de todo, el Diablo era un ángel caído y deformado, y bien podía el simio haber sido creado a su imagen, de la misma manera que el hombre había sido creado a la imagen de Dios.
Pero ninguna explicación lograba acabar con la inquietud que despertaba. El dramaturgo inglés William Congreve escribió en 1695: «Nunca podría mirar a un mono largo rato sin caer en humillantes reflexiones.» No es muy difícil imaginar que esas «humillantes reflexiones» estaban relacionadas con el hecho de que el hombre podría ser considerado una especie de simio grande y algo más inteligente.
La Edad Moderna empeoró las cosas al dar la oportunidad al orgulloso europeo hecho a imagen de Dios de trabar conocimiento con otros animales, desconocidos hasta entonces, todavía más parecidos a él que el simio berebere.
En 1641 se publicaba la descripción de un animal que había sido traído de África y que se encontraba en Holanda, en un jardín zoológico perteneciente al príncipe de Orange. Por la descripción parece ser que se trataba de un chimpancé. También existían noticias sobre un gran animal parecido al hombre y que vivía en Borneo, el que ahora conocemos como orangután.
El chimpancé y el orangután eran también «simios» porque, al igual que el simio berebere, no tenían cola. En años posteriores, cuando se admitió que el chimpancé y el orangután se parecían más al hombre que a los monos, pasaron a ser denominados simios «antropoides» (parecidos al hombre).
En 1758 el naturalista suizo Carolus Linneo realizó el primer intento de clasificación cuidadosamente sistemática de todas las especies. Creía firmemente en la inmutabilidad de las especies, y no le preocupaba el hecho de que algunas especies animales fueran tan parecidas al hombre: simplemente fueron creadas de esta manera.
Por tanto, no vaciló en situar en el mismo grupo a las diversas especies de simios y monos,
incluyendo también al hombre
, y en llamar a los componentes de ese grupo «primates», del latín «primero», ya que entre ellos estaba el hombre. Este término se sigue utilizando.
Linneo clasificó a los monos y simios en general en un subgrupo de los primates al que llamó
Simia
(«simio»). Para los seres humanos inventó el subgrupo
Homo
(«hombre»), Linneo utilizaba un doble nombre para cada especie (lo que se conoce por «nomenclatura binómica»; en primer lugar, viene el apellido, como cuando se dice Smith, John, y Smith, William), así que los seres humanos disfrutaban de la denominación
Homo sapiens
(sabio, hombre). Pero además Linneo situó otro nombre en ese grupo. Tras leer la descripción del orangután de Borneo, lo llamó
Homo troglodytes
(habitante de cavernas, hombre).
«Orangután» viene de una palabra malaya que quiere decir «hombre de los bosques». La descripción de los malayos era más adecuada, ya que el orangután es un habitante de los bosques y no de las cavernas, pero en cualquier caso no puede ser considerado lo suficientemente próximo al hombre como para justificar su inclusión en el grupo de los
Homo
.
El naturalista francés Georges de Buffon fue el primero en describir a los gibones, a mediados del siglo XVIII. Se trata de un tercer tipo de simio antropoide. Los diferentes gibones son los antropoides más pequeños y menos parecidos al hombre. Por esa razón en ocasiones se dejan de lado, mientras el resto de los antropoides son conocidos como los «grandes simios».
A medida que se fueron clasificando las especies con más detalle, los naturalistas se sentían cada vez más tentados a romper las barreras entre ellas. Algunas especies se parecían tanto a otras que no existía ninguna seguridad de que pudiera definirse una separación entre ellas. Además, cada vez había más indicios de que muchos animales se encontraban en pleno cambio, por decirlo así.
Buffon observó que el caballo tenia dos «tablillas» a cada lado de los huesos de las patas, lo que parecía ser una señal de que en alguna época tuvo tres líneas de huesos y tres cascos en cada pata.
Buffon sostenía que si era posible que los cascos y los huesos degeneraran, también podían hacerlo las especies en su totalidad. Quizá Dios había creado sólo determinadas especies que habían degenerado hasta cierto punto, dando lugar a otras especies adicionales. Si el caballo podía llegar a perder parte de sus cascos, ¿por qué no podría ser que algunos de ellos hubieran degenerado hasta transformarse en burros?
Como las especulaciones de Buffon se referían a lo que, después de todo, era la parte más importante de la historia natural centrada en el hombre, propuso la teoría de que los simios eran hombres que habían degenerado.
Buffon fue el primero en hablar de la mutabilidad de las especies. Pero evitó el peligro mayor: el de sugerir que el hombre, hecho a imagen de Dios, había sido originalmente distinto, aunque si afirmó que el hombre podría
transformarse
en algo distinto. Incluso eso resultó demasiado, porque una vez que se traspasaban los límites en una dirección sería difícil hacerlos infranqueables en la otra. Buffon fue presionado para que se retractara, y así lo hizo.
Pero la idea de la mutabilidad de las especies no fue abandonada. Un médico británico, Erasmus Darwin, tenia la costumbre de escribir largos poemas de calidad mediocre en los que presentaba sus a menudo interesantes teorías científicas. En su último libro,
Zoonomía
, publicado en 1796, ampliaba las ideas de Buffon y proponía la teoría de que las especies sufrían cambios a consecuencia de la influencia directa que el medio ambiente tenia sobre ellas.
El naturalista francés Jean Baptiste de Lamarck llevó aún más lejos esta teoría. Con la publicación en 1809 de
La filosofía zoológica
se convirtió en el primer científico importante que adelantó una teoría de la evolución, describiendo con todo detalle cómo era posible, por ejemplo, que un antílope llegara a cambiar poco a poco, a lo largo de generaciones, hasta transformarse en una jirafa. (Darwin y Lamarck fueron víctimas del ostracismo de las instituciones de la época, tanto científicas como no científicas, a causa de sus opiniones.)
Lamarck se equivocaba en su concepción del mecanismo evolutivo, pero su libro dio a conocer al mundo científico el concepto de evolución, alentando a otros a descubrir un mecanismo que quizá fuera más viable
[20]
.
El hombre que dio en el clavo fue el naturalista inglés Charles Robert Darwin (nieto de Erasmus Darwin), que se pasó casi veinte años recogiendo datos y dando forma a sus argumentaciones. Actuó así en primer lugar porque era un hombre meticuloso, y en segundo lugar porque sabia el destino que le esperaba a cualquiera que propusiera una teoría evolucionista, y quería desarmar al enemigo presentando unos argumentos tan sólidos como el hierro.
En su libro
Sobre el origen de las especies por medio de la selección natural
, publicado en 1859, evitó cuidadosamente toda mención al ser humano. Por supuesto, no le sirvió de nada. Era una persona amable y virtuosa, casi tan santo como cualquier clérigo del Reino, pero no habría sufrido ataques más virulentos de haber matado a su madre a mordiscos.
Sin embargo, las pruebas a favor de la evolución han seguido acumulándose. En 1847 el mayor simio antropoide existente, el gorila, fue, por fin, presentado ante los ojos de los europeos, y es el simio más impresionante de todos. Al menos, su tamaño contribuía a hacerle parecer más humano que ningún otro; casi sobrehumano.
Y después, en 1856, se descubrieron en el valle de Neander, en Alemania, los primeros restos fósiles de un organismo que era evidentemente más avanzado que ninguno de los antropoides vivos y claramente más primitivo que cualquier hombre viviente. Se trataba del «hombre de Neandertal». No sólo el número de pruebas a favor de la evolución aumentaba continuamente, sino que se descubrieron las primeras evidencias que confirmaban que había habido una evolución
del ser humano
.
En 1863 el geólogo escocés Charles Lyell publicó
La antigüedad del hombre
, en la que esgrimía las antiguas herramientas de piedra como pruebas a favor de su teoría de que el género humano tenía mucho más de los seis mil años de antigüedad que se le atribuían (y también al Universo) en la Biblia. También se convirtió en un firme defensor de la teoría darwiniana de la evolución.
Y, por fin, en 1871, Darwin extendió su teoría al hombre en su libro
El origen del hombre
.
Por supuesto, los antievolucionistas siguen acompañándonos hasta hoy en día, defendiendo su causa con ardor y firmeza. Recibo de ellos más cartas de las que en justicia me corresponden, así que conozco la naturaleza de sus argumentos.
Se concentran única y exclusivamente en un punto: el origen del hombre. No he recibido ni una sola carta en la que se defienda acaloradamente que el castor
no
está emparentado con la rata o que la ballena
no
desciende de un mamífero terrestre. A veces me da la impresión de que no se dan cuenta de que la evolución es aplicable a todas las especies. Únicamente insisten en que el hombre no,
no
, NO desciende de, ni está emparentado con, los simios o los monos.
Algunos evolucionistas intentan contestarles diciendo que Darwin no dijo nunca que el hombre descendiera de los monos; que ningún primate vivo es antepasado del hombre. Pero eso no es más que un matiz sin ninguna importancia. Según la teoría evolucionista, el hombre y los simios tienen algún antepasado común que no ha sobrevivido hasta hoy en día, pero que era una especie de simio primitivo. Si nos remontamos más en el tiempo, los diferentes antepasados del hombre tenían un aspecto inequívocamente simiesco; al menos para el lego en zoología.
Como evolucionista, prefiero enfrentarme a este hecho sin tapujos. Estoy perfectamente dispuesto a defender que el hombre
desciende
de los monos, que es la manera más simple de expresar lo que, en mi opinión, son los hechos.
Y también tenemos que mantenernos fieles a los monos desde otro punto de vista. Los evolucionistas pueden hablar de los «homínidos primitivos», del
Homo erectus
, el
Australopithecus
y de todo lo que quieran. Podemos utilizarlos como pruebas de la evolución del hombre y sobre la naturaleza del organismo del que desciende.
Tengo la sospecha de que esto no convence a los antievolucionistas y que ni siquiera les preocupa demasiado. Parecen creer que el hecho de que un montón de descreídos que se llaman a si mismos científicos encuentren un diente por aquí, un hueso de cadera por allá y un trozo de cráneo más allá y los recompongan como un rompecabezas, construyendo una especie de hombre-simio, no tiene ningún sentido.
Por las cartas que recibo y por los escritos que he leído, me da la impresión de que el carácter emocional de los antievolucionistas se reduce a la cuestión del hombre y el mono, y a ninguna otra cosa más.
Me da la impresión de que los antievolucionistas abordan el tema hombre-mono de dos maneras. Pueden defender firmemente la Biblia, declarando que está redactada por inspiración divina y que en ella se afirma que el hombre fue creado por Dios a su imagen a partir del polvo de la Tierra hace seis mil años, y que no hay más que hablar. Si adoptan esta postura, está claro que sus opiniones son innegociables, y no tiene sentido intentar negociar con ellos. Con una persona así podría hablar del tiempo, pero no de la evolución.
Un segundo camino es el que siguen los antievolucionistas que intentan encontrar alguna justificación racional para su postura; esto es, una justificación que no esté basada en la autoridad, sino que sea observable o comprobable experimentalmente y lógicamente argumentada. Por ejemplo, se puede afirmar que las diferencias entre el hombre y los demás animales son tan fundamentales que es impensable que puedan ser salvadas, y que es inconcebible que un animal se desarrolle hasta llegar a ser un hombre mediante la exclusiva actuación de las leyes de la naturaleza; que es necesaria una intervención sobrenatural.
Un ejemplo de estas diferencias insalvables seria la afirmación de que el hombre tiene alma y que los animales no, y que un alma no puede desarrollarse mediante ningún proceso de evolución. Por desgracia, los métodos conocidos por la ciencia no son capaces de medir o detectar la presencia del alma. En realidad, ni siquiera es posible definir el alma a menos que se haga basándose en algún tipo de autoridad mística. Por tanto, este argumento no puede ser observado ni es comprobable experimentalmente.
En un plano menos exaltado, un antievolucionista puede argumentar que el hombre tiene el sentido del bien y del mal; que aprecia el valor de la justicia; que es, al fin y al cabo, un organismo moral y que los animales no lo son ni pueden serlo.
En mi opinión, esto es discutible. Hay animales que actúan como si amaran a sus crías y que llegan a dar su vida por ellas. Hay animales que cooperan entre sí y se protegen en caso de peligro. Esta conducta obedece a razones de supervivencia y es exactamente el tipo de actitud que los evolucionistas consideran probable que se desarrolle poco a poco hasta llegar al nivel que alcanza en el hombre.
Si se disponían a replicar que esta conducta aparentemente «humana» de los animales es puramente mecánica y que es realizada sin intervención del entendimiento, volveremos a una discusión basada en las simples afirmaciones. No sabemos qué es lo que ocurre en el interior del cerebro de los animales y, si vamos a eso, no tenemos ninguna seguridad en absoluto de que nuestra propia conducta no sea tan mecánica como la de los animales, sólo que con un grado más de complicación y versatilidad.
Hubo un tiempo en que las cosas eran más fáciles que ahora, cuando la anatomía comparada estaba en mantillas y cuando era posible suponer que existía alguna enorme diferencia fisiológica que distinguía al hombre del resto de los animales. En el siglo XVI! el filósofo francés Rene Descartes creía que el alma estaba, localizada en la glándula pineal, ya que aceptaba la idea, entonces bastante común, de que esta glándula no se encontraba en ningún organismo excepto en el cuerpo humano.