Una fábrica en la que se llevaran a cabo 2.000 operaciones distintas con máquinas, cada una de las cuales empleara a 25 hombres, seria justamente considerada una estructura extremadamente compleja. Hasta la bacteria más pequeña alcanza esta complejidad.
También podemos considerarlo desde otro punto de vista. Alrededor del cambio de siglo, los bioquímicos empezaron a darse cuenta de que, además de los elementos atómicos evidentemente presentes en los tejidos vivos (como el carbono, el hidrógeno, el oxigeno, el nitrógeno, el azufre, el fósforo y otros), el cuerpo necesitaba también determinados metales en muy pequeñas cantidades.
Como ejemplo, pensemos en los dos últimos elementos que se han incorporado a la lista de metales presentes en pequeñas cantidades en el cuerpo humano, el molibdeno y el cobalto. En todo el cuerpo humano hay quizás unos 18 miligramos de molibdeno y 12 miligramos de cobalto. Esta cantidad, no obstante ser tan pequeña, resulta absolutamente esencial. El cuerpo no podría existir sin ella.
Y, lo que es aún más extraordinario, todos estos minerales presentes en pequeñas cantidades, incluyendo el molibdeno y el cobalto, parecen ser esenciales para todas y cada una de las células. Si dividimos unos 15 miligramos de estos elementos entre los cincuenta billones de células del cuerpo humano, ¡qué pequeñísima parte de otra pequeñísima parte le corresponde a cada una! Parece evidente que las células podrían pasarse sin ella.
Pero sólo es así si persistimos en pensar en términos de las unidades de peso corrientes, en lugar de pensar en términos de átomos. En una célula cualquiera hay, aproximadamente, unos 40 átomos de molibdeno y de cobalto por cada mil millones de moléculas. Por tanto, vamos a hacer otra tabla más:
Célula | Átomos de Mo y Co |
Ameba | 6.800.000.000 |
Célula del hígado humano | 2.800.000 |
Glóbulo rojo humano | 144.000 |
Espermatozoide humano | 27.200 |
Bacteria mayor | 11.200 |
Bacteria menor | 32 |
(Atención, las células que aparecen en la lista no son necesariamente «comunes». Sé, con bastante seguridad, que una célula del hígado contiene una cantidad mayor que la media de estos átomos, y que el glóbulo rojo contiene una cantidad menor; del mismo modo, en la tabla anterior el espermatozoide, desde luego, contiene una cantidad mayor que lo normal de macromoléculas. Sin embargo, me niego rotundamente a andarme con sutilezas.)
Como ven, después de todo, los minerales presentes en pequeñas cantidades tampoco son tan escasos. Una ameba contiene miles de millones de átomos, y una célula del cuerpo humano, millones de éstos. Hasta las bacterias más grandes contienen miles de ellos.
Pero las bacterias más pequeñas sólo tienen un par de docenas de estos átomos, y esto concuerda con mi anterior conclusión de que las bacterias más pequeñas pueden tener una media de 25 enzimas que intervienen en cada reacción. El cobalto y el molibdeno (y los otros metales presentes en pequeñas cantidades) resultan esenciales, porque son claves para importantes enzimas. Suponiendo que haya un átomo por cada molécula enzimática, en total sólo hay un par de docenas de estas moléculas en la bacteria más pequeña. Aquí es posible que nos parezca que nos acercamos al limite mínimo. Es poco probable que el número de enzimas diferentes esté distribuido regularmente. En algunos casos habrá más de un par de docenas, y en otros menos. Es posible que sólo estén presentes uno o dos enzimas clave determinados. Para una célula con un volumen de menos de 0,02 micras cúbicas, las probabilidades de que algunos enzimas clave sean empujados fuera de ésta son cada vez mayores; de ocurrir esto. la célula dejaría de crecer y de multiplicarse.
Por tanto, resulta razonable suponer que la bacteria más pequeña visible con ayuda de un buen microscopio óptico es verdaderamente la porción más pequeña de materia en la que es posible introducir todos los procesos característicos de la vida. Visto de esta manera, esta bacteria representa el limite de compacidad en lo que se refiere a los organismos vivos.
Pero, ¿y los organismos que son aún más pequeños que la más pequeña bacteria y que, al carecer de algún enzima o enzimas esenciales, no crecen ni se desarrollan en condiciones normales? ¿Podemos considerarlos como organismos completamente inertes por el hecho de que no tienen una vida autónoma?
Antes de responder, tengamos en cuenta que esos pequeños organismos (que podemos llamar subcélulas) siguen siendo potencialmente capaces de crecer y multiplicarse. Esta potencialidad puede traducirse en hechos si les proporcionamos el enzima o enzimas necesarios para ello, y éstos sólo pueden proceder de una célula viva completa.
Por tanto, una subcélula es un organismo que tiene la capacidad de invadir una célula para crecer y multiplicarse en su interior, utilizando la dotación enzimática de ésta para suplir sus deficiencias.
Las subcélulas más grandes que existen son las rickettsias, que toman su nombre de un patólogo americano, Howard Taylor Ricketts, quien en 1909 descubrió que los insectos eran los agentes transmisores del tifus exantemático de las montañas Rocosas, enfermedad producida por estas subcélulas. Murió al año siguiente de fiebre tifoidea, de la que se había contagiado en el curso de sus investigaciones sobre esta enfermedad, que también transmiten algunos insectos. Tenía treinta y nueve años, y la recompensa que obtuvo por sacrificar su vida por el bien del género humano fue, como ya pueden imaginarse, el olvido.
Las rickettsias más pequeñas se confunden con los virus (no hay una divisoria claramente marcada), y los más pequeños de entre éstos sobrepasan el tamaño de los genes, que se encuentran en el núcleo de las células y que llevan en su estructura información genética parecida a la de los virus.
Para seguir hablando de estas subcélulas, vamos a dejar de utilizar la micra cúbica como unidad de volumen, porque de no hacerlo tendríamos que trabajar con decimales pequeñísimos. En su lugar utilizaremos la milimicra cúbica. Una milimicra es la milésima parte de una micra.
Por tanto, una milimicra cúbica es 1/1.000 por 1/1.000 por 1/1.000, o una milmillonésima parte de una micra cúbica. En otras palabras, el volumen de la bacteria más pequeña, 0,02 micras cúbicas, es igual a 20.000.000 milimicras cúbicas. Ahora podemos presentar una tabla de volúmenes de las subcélulas:
Subcélula | Volumen (milimicras cúbicas) |
Rickettsia de la fiebre tifoidea | 54.000.000 |
Virus de la vacuna viruela | 5.600.000 |
Virus de la gripe | 800.000 |
Bacteriófagas | 520.000 |
Virus del mosaico del tabaco | 50.000 |
Gen | 40.000 |
Virus fiabre amarilla | 5.600 |
Virus pezuña del caballo | 700 |
Las subcélulas presentan grandes diferencias de volumen. La rickettsia más grande es tres veces mayor que la bacteria más pequeña. (No es sólo el tamaño el que determina la condición de subcélula, sino la ausencia de al menos un enzima esencial.) Por otra parte, la subcélula más pequeña tiene un tamaño de sólo 1/3.500 del de la bacteria más pequeña. La relación de tamaños entre la subcélula más grande y la más pequeña es la misma que hay entre la ballena más grande y un perro de tamaño medio.
A medida que bajamos por la escala de subcélulas, disminuye el número de moléculas. Naturalmente, las macromoléculas de nitrógeno-fósforo no desaparecen por completo, ya que la vida, aunque sólo sea una lejana posibilidad de vida, es imposible sin ellas (al menos la forma de vida que conocemos). Las subcélulas más pequeñas están formadas únicamente por una pequeñísima cantidad de estas macromoléculas, sólo por los elementos imprescindibles para la vida, sin ningún elemento superfluo, por decirlo así.
Sin embargo, el número de átomos sigue siendo bastante considerable. Una milimicra cúbica es capaz de contener varios cientos de átomos si se agrupan con el mayor grado de compacidad posible, lo que desde luego no ocurre en los tejidos vivos.
Así, el virus del mosaico del tabaco tiene un peso molecular de 40.000.000, y los átomos de los tejidos vivos tienen un peso molecular medio de 8 aproximadamente. (Todos los átomos, excepto el de hidrógeno, tienen pesos atómicos muy superiores a 8, pero el elevado número de átomos de hidrógeno, cada uno con un peso atómico de 1, hace bajar la media.)
Esto quiere decir que en un virus del mosaico del tabaco hay aproximadamente 5.000.000 de átomos, unos 100 átomos por milimicra cúbica. Por tanto, podemos confeccionar una nueva versión de la tabla anterior:
Subcélula | Volumen (milimicras cúbicas) |
Rickettsia de la fiebre tifoidea | 5.400.000.000 |
Virus de la vacuna viruela | 560.000.000 |
Virus de la gripe | 80.000.000 |
Bacteriófagas | 52.000.000 |
Virus del mosaico del tabaco | 5.000.000 |
Gen | 4.000.000 |
Virus fiabre amarilla | 560.000 |
Virus pezuña del caballo | 70.000 |
Por tanto, parece ser que los elementos imprescindibles para la vida pueden estar contenidos en sólo 70.000 átomos. Por debajo de este nivel nos encontramos con moléculas de proteína ordinarias, evidentemente inertes.
Algunas moléculas de proteína (evidentemente inertes) llegan a tener más de 70.000 átomos, pero lo normal es que estas moléculas contengan de 5.000 a 10.000 átomos.
Por consiguiente, vamos a considerar que 70.000 átomos es la «unidad mínima de vida». Como una célula humana normal contiene macromoléculas formadas por un número total de átomos al menos quinientos millones de veces mayor que la unidad mínima de vida, y como la corteza cerebral humana contiene diez mil millones de células, no es de extrañar que el cerebro sea lo que es.
De hecho, lo que resulta pasmoso es que el género humano se las haya arreglado, menos de diez mil años después de inventar la civilización, para reunir unos cuantos miles de unidades tremendamente simples y construir con ellas ordenadores con resultados tan satisfactorios.
Imagínense lo que podría ocurrir si fuéramos capaces de construir unidades compuestas de quinientos millones de elementos, y luego utilizáramos diez mil millones de estas unidades para diseñar un ordenador. Vaya, es posible que se obtuviera algo que, en comparación, hiciera parecer al cerebro humano un petardo mojado.
¡Mejorando lo presente, por supuesto!
NOTA
Me divierte hacer comparaciones y estudiar las propiedades según las cuales aumentan y disminuyen las cantidades, recorriendo cada peldaño hasta llegar a los extremos, como he hecho en los ensayos precedentes.
Finalmente, acabé por dedicar todo un libro a este ejercicio, y lo titulé
La medida del Universo (Measure of the Universe
, Harper Row, 1983). Empezaba con una medida ordinaria, por ejemplo un metro, e iba subiendo peldaños de medio orden de magnitud cada uno. Después de 55 peldaños llegaba a la circunferencia del Universo. Luego iba bajando los peldaños a partir de un metro y, después de recorrer 27, llegaba al diámetro del protón.
También seguí este procedimiento para las medidas de superficie, volumen, masa, densidad, presión, tiempo, velocidad y temperatura, y me divertí más de lo que puedo expresar con palabras.
No resulta fácil demostrar al hombre de la calle que uno es químico. Al menos, cuando se ejerce la química a mi manera (exclusivamente desde mi butaca).
Si me muestran una prenda con una mancha de origen remoto, cuya composición me es desconocida, me siento totalmente impotente. Digo: «¿Has probado a llevarlo a la tintorería?», con un tono esperanzado que decepciona inmediatamente a cualquiera que me oiga. No soy capaz de observar una pasta de composición sospechosa y decir para qué sirve sólo por el olor, y no tengo ni la más remota idea de cuáles pueden ser los componentes de un medicamento que sólo conozco por su nombre comercial.
Por consiguiente, muy pronto mis interlocutores enarcan las cejas, y empiezan a aparecer sonrisas maliciosas y a oírse roncos murmullos: «¡Vaya químico! ¡Dios sabe en qué universidad de pacotilla habrá estudiado!»
Lo único que puedo hacer es esperar. Tarde o temprano aparece el nombre de un producto químico de dieciocho silabas, ya sea en una caja de cereales, en un frasquito de pastillas o en una botella de loción. Entonces, después de asegurarme de que se hace el silencio para que todo el mundo me escuche, digo con aire casual: «Ah, sí», y pronuncio el nombre rápidamente, como una ametralladora, y todo el mundo se queda con la boca abierta en varias millas a la redonda.
Porque han de saber que, por muy incompetente que sea en lo que se refiere a los aspectos prácticos de la química, puedo hablar su jerga con toda soltura.
Pero también tengo que confesarles algo: no es nada difícil hablar de química. Sólo lo parece, porque la química orgánica (la rama de la química que cuenta con la mayor proporción de nombres enrevesados) estuvo casi totalmente monopolizada por los alemanes durante el siglo XIX. Los alemanes, por alguna extraña razón que sólo ellos conocen, tienen la costumbre de juntar las palabras y de borrar cualquier rastro de estas uniones. Lo que nosotros expresamos con una frase, ellos lo convierten en una única palabra interminable. Eso es lo que hicieron con los nombres de los compuestos orgánicos, que el inglés adoptó servilmente sin apenas alteraciones.
Por tanto, ésta es la razón de que uno pueda encontrarse con un compuesto perfectamente respetable que, según todos los indicios, se limita a estar allí, sin hacer daño a nadie, y encontrarse que tiene un nombre como paradimetilaminobenzaldehído. (Y éste es bastante corto para lo que suelen ser estos nombres.)
Una persona normal, acostumbrada a palabras de un tamaño respetable, encuentra este conglomerado de letras ofensivo e irritante, pero lo cierto es que no es más que cuestión de hacerle frente y de avanzar lentamente hasta el final. Pronúncienlo así: PA-ra-di-ME-til-a-MI-no-ben-ZAL-de-hído. Si acentúan ustedes las silabas que están en mayúscula, se darán cuenta de que después de practicar un rato pueden decirlo rápidamente y sin problemas, lo que impresionará enormemente a sus amigos
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