—No sé por qué tenemos esta discusión… —Fabel volvió a sentarse. Su voz sonaba cansada—. Ya te lo he dicho mil veces: he acabado con la Mordkommission y con la Policía de Hamburgo.
—Estamos discutiendo porque no estás dispuesto a comprometerte con nada.
—¿Qué se supone que quieres decir?
—Ya sabes lo que quiero decir, Jan. Fue idea tuya que nos fuéramos a vivir juntos, pero llevamos meses viendo apartamentos. Da igual en qué parte de la ciudad o qué tipo de piso, tú te limitas siempre a salir encogiendo los hombros. No eres capaz de comprometerte a cambiar de trabajo, ni de comprometerte conmigo. ¿Por qué no lo reconoces, y ya está?
—¿Cuántas veces te lo tendré que decir, Susanne? Les he dicho que no.
Rotundamente. Y mi renuncia es definitiva. Dentro de cinco semanas dejaré de ser policía. —Se levantó y le puso las manos sobre los hombros—. ¿Qué puedo hacer si no hemos visto ningún apartamento que me gustara? Eso no significa que no esté comprometido contigo. Sabes que lo estoy.
—¿Lo estás? —preguntó ella, apartándole las manos—. Pues entonces, ¿por qué has estado mostrándote tan distante estos dos últimos meses? No sé lo que es, lo que he dicho o lo que he hecho, pero has estado raro conmigo, frío.
—Esto es absurdo… —dijo Fabel.
—¿Lo es? —Hizo un gesto hacia el material del caso que había en la mesita—. Y esto, ¿qué es? ¿No es absurdo que te embarques en un nuevo caso cuando se supone que estas a punto de dejarlo?
—Sí, lo es. Ya te lo he dicho; me han pedido mi opinión, eso es todo.
—Y, por supuesto, no podías decir que no.
—No, no podía. Te guste o no, Susanne, seré policía hasta dentro de cinco semanas.
Susanne dio media vuelta y volvió a la cama. Fabel se quedó en silencio unos instantes, mirando a la puerta cerrada del dormitorio. Luego se sentó y volvió a llevar su mente a una ciudad lejana y a las muertes de dos mujeres jóvenes ocurridas allí.
Y Fabel advirtió de pronto que la luz del día empezaba a inundar su apartamento, y que estaba cansado. Llevaba más de tres horas leyendo, comparando, tomando notas.
Seguía prevaleciendo la suposición del agente al frente de la investigación, Scholz, de que las dos víctimas habían sido elegidas totalmente al azar. Pero Fabel se dio cuenta de algo al examinar las fotos de las víctimas tomadas en el depósito: a pesar de la disparidad en sus alturas, ambas mujeres tenían una figura levemente parecida a una pera, con cierta carnosidad a la altura de las nalgas, el bajo vientre y los muslos.
Fabel leyó las notas de Scholz: No hay pruebas de desfiguración pre mortem. La ausencia de pérdida de sangre comparativa en el lugar del crimen apunta a que las víctimas fueron primero estranguladas con una ligadura, y las fibras encontradas pegadas a la piel escoriada de los cuellos confirman que las corbatas halladas en los escenarios fueron las armas del crimen. En la corbata usada en el primer asesinato se hallaron fibras que no coinciden. Estas fibras tenían un color y una composición poco habituales: azul feldespato. Una vez muertas las víctimas, el asesino las desnudó parcialmente, las colocó boca abajo en la postura en la que fueron encontradas y entonces, post mortem, extrajo una cantidad de carne de la nalga o de la parte superior del muslo. En esta desfiguración hay claramente algún significado; el agresor retira la carne simbólicamente. Un aspecto interesante es la cantidad de carne extraída. Si se mide con exactitud, es posible calcular con precisión el peso de la misma. En el primer caso se retiraron 0,47 kilos, y 0,4 kilos en el segundo. La similitud en el peso resulta demasiado parecida como para ser casual y puede indicar que el asesino tiene cierta experiencia en medir cantidades. Se da también el caso de que no hay nunca desviaciones ni correcciones en las incisiones. Estos dos hechos indicarían que podría tratarse de alguien habituado a trabajar con cantidades de carne, y podría tener alguna relación profesional con la matanza o el tratamiento de carne. De igual manera, también podría tratarse de un cirujano o alguien de algún modo cualificado médicamente.
La cantidad de carne extraída también puede ser representativa por ella misma. En los dos casos se aproximaba muchísimo a la medida de 0,45 kilogramos, lo que equivale a la libra imperial de peso utilizada por los británicos. Eso no significa que el asesino tenga que ser un extranjero, sino más bien que «una libra de carne» (como en la obra de Shakespeare
Elmercader de Venecia
) pudiera ser una metáfora de cobrarse justicia de las víctimas. Podría indicar que el asesino era alguien a quien ellas conocían.
Está claro por la regularidad del modus operandi que el ejecutor del primer crimen es también el autor del segundo. Eso, unido al simbolismo de la corbata hallada en cada escena del crimen y al significado del Karneval, con la expresión que conlleva de odio psicosexual hacia las mujeres, parece indicarnos que estamos ante un asesino en serie.
Fabel hojeó el informe. El
Weiberfastnacht
tenía otro nombre:
Fetter Donnerstag
, jueves lardero: un día consagrado a la glotonería.
—No,
Herr
colega —masculló Fabel entre dientes, mientras volvía a observar las imágenes de las escenas de los crímenes—. Nuestro amigo no está interesado en llevarse un recuerdo: nuestro amigo está hambriento. Su libra de carne no es su trofeo: es su cena.
En aquel momento sonó el teléfono.
Se levantaron y miraron las tres bolsas de plástico transparente que había sobre la mesa de Anna: una con la anticuada pistola Walther P4, la otra con la bolsa de supermercado llena de dinero en efectivo y la tercera con un libro grande con solapas.
Cada una estaba precintada y llevaba una etiqueta azul de prueba de un delito.
—Lo encontramos fuera de la tienda —dijo Anna Wolf, que estaba al frente del caso—. Filosofía. Es lo que estudiaba Tschorba… o había estudiado, vaya.
Fabel siguió mirando en silencio las tres bolsas con las pruebas. Anna repasó lo que había ocurrido en la licorería. El propietario turco dijo, en su declaración, que Breidenbach murió de forma heroica; que el joven policía estaba decidido a no dejar que el ladrón saliera a la calle con el arma. También declaró que se le ocurrió echarse encima de Tschorba para proteger a Breidenbach, puesto que le había dicho al pistolero que no podría con los dos. Cuando Timo Tschorba disparó los tiros fatales al cuerpo de Breidenbach, el tendero se le echó encima. Tschorba estaba ahora detenido y tenía la cara hinchada y arañada por su encuentro con el turco. En cuanto el tendero desarmó al yonqui corrió a socorrer a Breidenbach, pero el joven policía ya estaba muerto. Confesó que, al verlo, volvió y agredió con la culata de la pistola a Tschorba, que se puso a llorar como un niño.
—No puedo creerlo —dijo Fabel al fin—. Breidenbach estuvo allí, en el incidente con Aichinger. Él fue el agente del MEK que subió conmigo hasta su piso. —Movió la cabeza, dolido—. Me comporté como un capullo… Traté a Breidenbach como si fuera menos policía que yo sólo porque era especialista en armas tácticas. Me equivoqué: era un policía como la copa de un pino.
Anna repasó todo el expediente, incluida la confesión de Tschorba, el informe de balística, el del forense y las primeras observaciones de Möller, el patólogo. Fabel apenas prestaba atención; era el mantra típico de la Mordkommission de datos y cifras fríos, de horarios y causas de la muerte, de carnes heridas y ropas rasgadas. Lo había oído muchísimas veces. Sus pensamientos lo mantenían en el descansillo de un bloque de apartamentos en Jenfeld con un joven agente del MEK que apenas iniciaba su carrera mientras Fabel acababa la suya. Se daba cuenta de que no podría perdonarse el haber sido superficial al juzgar la motivación y la ambición del muchacho. Pensó en la juventud de Breidenbach, en lo preparado que estaba, y luego se imaginó su cuerpo grisáceo y sin sangre tendido sobre la mesa de autopsias de acero de Möller, abierto en canal mientras los restos de calidez de sus órganos internos se iban disipando en al aire frío de la sala forense.
Una vez escuchó el resumen de Anna, Fabel le pidió a Werner que entrara en su despacho, lo cual se había convertido en un ritual casi diario desde que presentó la dimisión; era el traspaso gradual de responsabilidades a su compañero. Siempre había pensado que María sería su sucesora, pero eso no podía suceder. Puso al día a Werner sobre el caso y le confirmó que Anna y Henk Hermann deberían supervisar la investigación sobre el asesinato de Breidenbach. Cuando acabaron, Fabel escuchó sus mensajes de voz y cogió la chaqueta de detrás de la puerta.
—Lo dejo por hoy. Tengo compras que hacer —le explicó a Werner. Le señaló su mesa, las carpetas que se habían quedado encima después de la reunión—. ¿Por qué no haces tu papeleo aquí? Así te vas acostumbrando.
Ansgar se sumergió de lleno en la cocina. Para alguien ajeno a aquel entorno, la cocina de un restaurante podía parecer la definición del caos: pedidos anunciados a gritos por encima del ruido de la comida que se freía o hervía, los fogones y los ex tractores funcionando con ruido industrial, el personal entremezclado en una agitada coreografía… Pero, para Ansgar, su cocina era el único lugar de auténtico orden que conocía. La danza del personal, el ritmo de las sartenes y el horno… él lo dirigía todo como si fuera una orquesta. Nadie tenía que esperar nunca demasiado para tener el plato que había pedido; nunca un alimento llegaba ni demasiado crudo ni demasiado hecho. Tenía la fama del artista templado por el perfeccionismo.
Ansgar no se había casado nunca, pues nunca había conocido a nadie capaz de comprender sus peculiares necesidades. Estas necesidades, tarde o temprano, habrían salido a la superficie. Hubo mujeres, pero él mantuvo su conducta dentro de los límites de lo que debe esperarse. Para las otras apetencias, para sus verdaderos deseos, pagó a algunas mujeres, y mucho. La ausencia de una vida sentimental normal significó para Ansgar no tener esposa. Lo más parecido a un hijo que tenía era Adam, a quien estaba formando; tenía diecinueve años y era un joven entusiasta y trabajador. Ansgar había encontrado en él a alguien a quien podía transmitir los sagrados conocimientos del
chef de cuisine
.
Ansgar puso en marcha la maquinaria de la cocina para el almuerzo. Todos los miembros de su equipo estaban haciendo sus trabajos preparatorios. Entonces se llevó a Adam a un aparte y se tomó su tiempo para investir a su protegido con otro nivel más de artes culinarias.
—Quiero que prepares el
Wüdschweinschinken
. Hoy está en el menú del mediodía.
—Sí,
Chef
—dijo Adam, ilusionado.
Ansgar le había permitido preparar la pierna de jabalí; había elaborado con cuidado la mezcla de hierbas, especias y mostazas, siguiendo exactamente la receta secreta de Ansgar, y había frotado con ella la carne del animal.
Eso fue un mes atrás, y la pierna de jabalí se estaba marinando y curando en la gran despensa refrigerada desde entonces. Adam trajo el jamón de jabalí de la nevera y lo colocó sobre la tabla de cortar.
—Lo cortaremos loncha a loncha sólo cuando llegue un pedido —dijo Ansgar—. Pero quiero que practiques con el corte de un par de lonchas. Otra cosa: mi intención es servirlo con una ensalada. Quiero que propongas algo adecuado.
Adam frunció el ceño.
—Bueno…
—No, todavía no. Primero quiero que cortes la carne. Observa su textura, su consistencia.
Adam asintió y, mientras sostenía la pierna con el tenedor de cortar, apoyó la hoja del cuchillo sobre la carne.
—Espera —dijo Ansgar, paciente—. Quiero que pienses más en tu corte, no sólo en lo finas o gruesas que serán las lonchas. Piensa en el animal del cual procede esta carne; cierra los ojos e imagínatelo.
Por un momento, Adam pareció agobiado, luego cerró los ojos.
—¿Puedes verlo?
—Sí. Un jabalí.
—De acuerdo. Ahora quiero que pienses en cómo buscaba comida por el bosque.
En su forma, en la velocidad con la que era capaz de correr. Quiero que lo visualices por un momento, ¿puedes?
—Sí.
—Bien. Ahora abre los ojos y corta. Luego, sin pensarlo más, quiero que me digas con qué ensalada debo servirlo.
Adam cortó una loncha fina y perfecta desde la articulación, la colocó en el plato y miró a Ansgar, radiante.
—Debe servirla con setas silvestres, hinojo, naranja y hojas de rúcula.
—¿Lo ves? ¿Ves lo que ocurre cuando piensas más allá de la comida, más allá de la carne… y llegas a la carne viva? Hazlo y serás un gran cocinero, Adam. Hazlo y comprenderás siempre la auténtica naturaleza de los alimentos que sirves.
Con esta última frase, Ansgar le lanzó una mirada furtiva a Ekatherina a través de la cocina.
Fabel se quería comprar un jersey con cuello de polo, de modo que se dirigió a los grandes almacenes Alsterhaus de la Jungfernstieg, junto al lago Alster. Comprar en el Alsterhaus era un lujo que se permitía tal vez demasiado a menudo, pero disfrutaba mirando sus distintas secciones y regalándose algún trozo de queso en la barra especializada de la planta superior. Decidió ir andando hasta el centro y la promesa de una agradable mañana se cumplió: la capa gris se había abierto y el cielo tenía ahora un color azul frío y brillante.
Cuando se acercaba a la Jungfernstieg oyó música. Fabel vio a un grupo de unos doce hombres y mujeres cantando en un idioma que no hacía falta comprender para saber que su canción hablaba sobre el dolor y la tristeza. El coro permanecía en la ancha acera, a pocos metros del arco
déco
de entrada al Alsterhaus. Tres hombres de aspecto eslavo, cual pescadores en un río, trataban de atraer la atención de los transeúntes. Uno de ellos se acercó a Fabel.
—Estamos recogiendo firmas, señor. Me pregunto si puedo pedirle un poco de su tiempo.
—Me temo que…
—Lo siento, señor, no quiero retenerle, pero, ¿ha oído usted hablar del Holodomor?
El eslavo lo miraba con ojos serios e inquisitivos. Fabel se fijó en sus ojos, de un azul penetrante y frío, como el cielo de aquella mañana de invierno. Sintió una sacudida en el estómago al recordar a otro eslavo de ojos penetrantes que había conocido.
—¿Es usted ucraniano? —le preguntó Fabel.
—Sí, lo soy. —El eslavo sonrió—. El Holodomor fue el genocidio deliberado de mi pueblo, llevado a cabo por la Unión Soviética y Stalin. Murieron entre siete y diez millones de ucranianos, un cuarto de la población. Los soviéticos los dejaron morir de hambre entre 1932 y 1933. —Con un gesto abrió la carpeta que sostenía debajo de su sujetapapeles, llena de viejas fotos en blanco y negro, imágenes de la miseria humana: niños escuálidos, cuerpos tirados por las calles, enormes fosas comunes en las que echaban cuerpos cadavéricos. Las imágenes eran reminiscencias de las que Fabel había aprendido a asociar al Holocausto—. Hubo un momento en el que cada día morían 25.000 ucranianos. Fuera de Ucrania, prácticamente nadie sabe del Holodomor. Incluso allí, hasta después de la independencia no empezamos a hablar de ello abiertamente. Rusia todavía se niega a reconocer que el Holodomor fue un acto deliberado de genocidio, y lo atribuye a la colectivización incompetente de los comisarios de Stalin.