—A él —repetía ella—. Pero no al otro.
Se volvía para darse cuenta de que la silla vacante estaba ocupada. Fabel, en su cabeza aturdida por el sueño, sentía una pequeña sorpresa al darse cuenta de que no era Hanna Dorn sino María Klee quien la ocupaba. Tenía la cara demacrada y pálida y sonreía con fragilidad.
—¿Qué estás haciendo aquí? No deberías estar aquí —protestaba—. Todos éstos son…
—Lo sé, Jan, pero me han invitado. —Estaba a punto de añadir algo cuando una ovación apagada se levantaba entre los invitados. Había entrado el chef cargado con una bandeja de plata inmensa cubierta con una enorme tapa plateada. Llevaba la cara oculta, pero era fortísimo y sus brazos enormes abultaban mucho. Sin embargo, era solamente la física extravagante del sueño de Fabel lo que permitía al chef acarrear tamaña bandeja.
Después de colocarla en el centro de la mesa, el chef levantaba la tapa. Al hacerlo, Fabel veía un destello de sus ojos brillantes color esmeralda y se daba cuenta de que el cocinero era Vasyl Vitrenko. María gritaba. Fabel creía oír a Úrsula Kastner decir a su lado: «Es el otro». Fabel contemplaba boquiabierto el cadáver de una joven tumbada de espaldas sobre la bandeja, con el pecho abierto y el blanco costillamen al aire; le habían quitado los pulmones y los tenía sobre los hombros. Eran las alas del Águila Sangrienta, el antiguo ritual vikingo que era la firma de Vitrenko. Fabel, como María, gritaba ahora de terror pero se veía también aplaudiendo con el resto de invitados.
María se volvía hacia él.
—Sabía que vendría —le decía, deteniendo de pronto su grito—. Hemos esperado mucho tiempo su llegada. Pero sabía que querría despedirse de usted.
Vitrenko daba la vuelta hasta donde se sentaba María. Le ofrecía la mano como si la invitara a bailar. Fabel quería levantarse para protestar, para defender a María, pero se encontraba incapacitado para moverse y observaba impotente cómo Vitrenko se llevaba a María hacia una parte oscura del salón. La mujer sentada junto a Úrsula Kastner estaba agachada y buscaba algo debajo de la mesa. De pronto, se incorporaba, con expresión preocupada.
—¿Ha perdido algo? —le preguntaba Fabel. La reconocía como Ingrid Fischmann, la periodista asesinada por una bomba el año anterior. Ella se reía y ponía una cara como si pensase «qué tonta soy».
—Mi pie —respondía—. Hace un minuto lo tenía.
Fabel se despertó.
Permaneció tumbado a oscuras, mirando al techo. Cambió la postura de las piernas bajo la manta sólo para comprobar que todavía podía moverse. Oyó respirar a Susanne, lenta y regularmente en su descanso sin sueños. Oyó los ruidos nocturnos de Pöseldorf, algún coche ocasional, un grupo de gente intercambiando ruidosas despedidas. Hizo girar las piernas y se sentó al borde de la cama, lentamente, para no despertar a Susanne. Rozó algo con los pies. Bajó la vista y vio otro par de pies enfundados en unas botas negras, imponentes. Levantó la vista y vio a Vasyl Vitrenko en pie frente a él, con sus ojos esmeralda brillando en la oscuridad.
—Mire lo que he encontrado —dijo Vitrenko, mostrándole un pie desmembrado de mujer.
Fabel se despertó. Se incorporó de golpe con la cara, el pecho y los hombros empapados de sudor. El corazón le latía con fuerza. Le llevó un rato auto convencerse de que esta vez estaba realmente despierto. Susanne gimió y se volvió, pero no llegó a despertarse.
Se quedó quieto un rato pero luego se dio cuenta, al reclinar la cabeza sobre la almohada, de que no podría volver a conciliar el sueño. Tenía tantas cosas merodeando por la cabeza que era incapaz de identificar lo que le impedía dormir.
Dejó a Susanne en la cama, se dirigió a la cocina y se preparó una taza de té frisio. Se llevó la taza al salón y se sentó en el sofá.
Desde el instante en que se levantó de la cama sabía que iba a leer el informe. Lo había sabido durante toda la velada, pero se había estado engañando, diciéndose que era capaz de ignorarlo. Lo cogió. Empezó a leer.
A Oliver le encantaba esa hora de la noche, aquel aislamiento apacible, Colonia brillando tras el cristal de su ventanal. Escuchaba el jazz ligeramente melancólico que sonaba en su sofisticado equipo Bang & Olufsen. Se reclinó en la suave piel italiana de su butaca y tomó un sorbo de whisky escocés con soda con los cubitos titilando contra el cristal. Era a esa hora de la noche cuando podía contemplar globalmente su vida: una vida de triunfador, una vida que despertaba la envidia de los demás, una vida que se expresaba a través de los muebles de diseño y de las obras de arte originales, el whisky de malta de veinte años y la bella arquitectura que lo albergaba. Oliver se sentía bien en su piel: no tenía problemas con quién o qué era.
Puso los pies encima de la mesa del sofá y se colocó el ordenador portátil sobre el regazo. Se frotó los ojos con fuerza con las manos. Ya había tenido suficiente: llevaba tres horas en la página web «Anthropophagi»; un tiempo transcurrido en otro mundo. Había encontrado tres respuestas a su anuncio personal y las había contestado todas, pero no se había comprometido a nada. No cabía duda en que había riesgos en lo que hacía: antes siempre había dado rienda suelta a su pequeña debilidad con prostitutas. Tener a un voluntario sometiéndose voluntariamente a lo mismo y sin esperar nada a cambio era algo que no se le había ocurrido hasta hacía poco. Pero había dudado antes de dar ningún paso en firme, incluso antes de llevar las cosas hasta el paso siguiente. Ahí fuera, en el mundo real, podía ocultar su rastro.
Nunca había utilizado la misma agencia de señoritas de compañía dos veces seguidas, nunca el mismo hotel, nunca nada bajo su nombre real. Ahí, en Internet, había permanecido incorpóreo, insustancial como un fantasma, pero poner el anuncio había cambiado el panorama. Irónicamente, ahí, en un universo de códigos en el que la carne estaba hecha de píxeles de alta resolución, se había vuelto más detectable. Debía andarse con más cautela.
Pero visitar la página web había cumplido su función de entremés: un aperitivo electrónico para agudizar su hambre para el plato principal. El verdadero festín.
Mañana por la noche. Lo había preparado todo para el viernes noche. Tal vez ésa fuera una agencia con la que podría volver a tratar. Al fin y al cabo, el nombre de la empresa parecía un buen augurio. ¿Qué podía ser más adecuado que una agencia de señoritas de compañía que se llamaba
À la Carte
?
Lo que le llamó de inmediato la atención a Fabel fue que el informe no hablaba solamente de asesinatos que ya habían ocurrido: también se refería a un asesinato esperado. Estaba claro que eso es algo que ocurre siempre cuando hay sospecha de un asesino en serie, pero en este caso la Policía de Colonia no sólo esperaba otro asesinato, sino que incluso tenía una idea bastante clara del día en el que iba a producirse.
La gran fiesta de Colonia era el Karneval, la desenfrenada celebración que tenía lugar cada año antes de la Cuaresma. A Fabel, como protestante germano del norte, el carnaval le resultaba algo ajeno. Sabía en qué consistía, por supuesto, pero nunca lo había experimentado más que en los reportajes que había visto por televisión. Incluso Colonia le resultaba una ciudad poco familiar: había estado en ella sólo un par de veces, y nunca demasiado tiempo. A medida que se adentraba más en el caso se encontraba perdido en un entorno de monumentos desconocidos. Pensó en lo difícil que sería para una unidad como la que proponían Van Heiden y Wagner funcionar eficazmente por todo el territorio alemán. Un país, un conjunto de culturas distintas; y si se tenían en cuenta el Este y el Oeste, hasta dos historias distintas.
El carnaval de Colonia era algo único. Más al sur había las formas más tradicionales de
Fasching
y
Fastnacht
. En Dusseldorf, la eterna rival de Colonia, o en Mainz, el carnaval adoptaba una forma similar pero no alcanzaba nunca la exuberancia anárquica del de Colonia. Esta celebración era mucho más que una fecha en el calendario: formaba parte de la personalidad de la ciudad, definía lo que significa ser de Colonia.
Fabel ya había oído hablar del caso; como todos los crímenes de este tipo, los tres asesinatos presentaban todos los ingredientes de un buen titular morboso: el asesino que buscaba la Policía de Colonia atacaba sólo por carnaval. Sólo había dos víctimas: una el año anterior, la primera el año antes, pero el agente al frente de la investigación —el Seniorkommissar Benni Scholz— había reconocido el
modus operandi
del asesino nada más llegar a la segunda escena del crimen, y había advertido a sus superiores de que dentro de la misma temporada de carnaval podía haber otro asesinato, pues temía una escalada de la actuación en serie del criminal. No hubo más crímenes, pero Fabel estaba de acuerdo con el comisario sin rostro en que el asesino volvería a actuar: este año, durante el próximo carnaval.
Fabel puso los informes del caso sobre la mesita. Las dos víctimas tenían casi treinta años, eran mujeres y solteras. Sus historiales tenían poco en común: Sabine Jordanski era peluquera; Melissa Schenker trabajaba en casa en algo parecido al diseño de software. Si Jordanski era la alegría de la fiesta, Schenker, en cambio, fue una persona reservada, tranquila y casi de vida recluida. Jordanski era natural de Colonia, nacida y criada en la ciudad; Schenker provenía de Kassel y llevaba tres años viviendo allí. Durante la investigación no se les descubrieron ni amigos ni conocidos comunes, ningún vínculo aparte de la manera en que se tropezaron con la muerte.
Ambas mujeres habían sido estranguladas; había pruebas de estrangulación manual y del uso posterior de una ligadura: las corbatas masculinas que había dejado en sus cuellos como firma el asesino. Scholz había explicado el posible significado de esta firma: el
Weiberfastnacht
era una fecha clave en el calendario del carnaval de Colonia, se celebraba siempre el último jueves antes de Cuaresma y era la noche del carnaval de las Mujeres, cuando ellas mandaban. Todas las féminas de Colonia tenían derecho a exigirle un beso a cualquier hombre, y también era tradición que, si veían a un hombre llevando corbata, se la podían cortar por la mitad, así se invertía la tradicional autoridad de los hombres sobre las mujeres. En los ambientes más ilustrados e igualitarios, la costumbre no pasaba de cierta diversión, pero el Kommissar Scholz expresó su sospecha de que para el asesino significara mucho más.
Sospechó que el asesino podía estar motivado por una misoginia psicótica o por un resentimiento de tipo sexual contra las mujeres. Scholz presentía claramente que este punto de vista explicaba la desfiguración post mortem de los cuerpos: aproximada mente medio kilo de carne había sido extraído de la nalga derecha de ambas víctimas.
Fabel podía ver la lógica del agente de Colonia, pero la consideraba prematura.
Sospechaba que en ese asesino había más de lo que se adivinaba.
Fabel había perdido la noción del tiempo y de pronto se dio cuenta, cuando vio aparecer a Susanne frotándose los ojos, de que llevaba dos horas allí sentado revisando el informe.
—Me he despertado y no estabas —dijo, bostezando—. ¿Qué ocurre? ¿Otra de tus pesadillas?
—No… no —mintió él—. Es sólo que no podía dormir.
Susanne advirtió el informe abierto en la mesita, las fotos esparcidas, caras de cadáveres, informes forenses.
—Ah, ya veo… ¿Qué es? —Había algo más que un rastro de sospecha en su voz.
—Me han pedido que eche un vistazo a un caso de Colonia. Sólo para que les dé mi opinión.
La expresión de Susanne se ensombreció:
—No puedes permitirte meterte en otro caso, Jan. Roland Bartz ya ha tenido más paciencia de lo que cualquiera podría razonablemente esperar. Algún día se le acabará. Pero bueno, tal vez sea lo que estás deseando.
—¿De qué me hablas?
—Lo sabes perfectamente bien. Titubeas y revoloteas como si fueras una virgen reticente a entregarse. No creo que puedas hacerlo; creo que ése es el problema. No eres capaz de comprometerte a abandonar la policía.
—Dices chorradas, Susanne. Ya me he comprometido a hacerlo. He presentado mi renuncia. Incluso hoy mismo he rechazado una oferta de Van Heiden y el BKA.
—¿Qué oferta?
Fabel miró unos segundos a Susanne. Sus ojos oscuros brillaban con la suave luz.
Ya se arrepentía de haber sacado el tema.
—No tiene importancia.
—¿Qué oferta?
—Quieren crear una nueva unidad, una especie de brigada federal de homicidios.
Una unidad con sede aquí en Hamburgo que pueda asumir casos complejos de cualquier lugar de Alemania. Me han pedido que lo organice y lo dirija.
Susanne se rio amargamente.
—Estupendo. Absolutamente maravilloso. Me paso la vida preocupada por tu salud mental por culpa de la mierda con la que tratas y tú vas por ahí hablando de cómo incrementar tu responsabilidad profesional resolviendo casos por toda Alemania.
—Ya te he dicho que lo he rechazado. —Fabel estaba levantando la voz. Respiró un poco y bajó el tono—. He dicho que no.
—¿Qué ocurre, Jan? ¿Has estado a punto de perder los nervios? Acabas de estar a punto de perder el control, ¿no?
—Susanne…
—¿No te das cuenta de que éste es tu problema? Eres muy retraído. Nunca tendrías que haberte hecho policía, ¿no lo ves? Si no llega a ser porque santa Hanna Dorn pereció asesinada jamás se te hubiera ocurrido serlo. No puedo imaginar por qué pensaste que le debías eso, sacrificar tu futuro, elegir un trabajo que nunca te habrías ni siquiera planteado. Todo el mundo habla del gran detective que eres, de todos los casos que has resuelto, pero te ha jodido la vida. Yo lo oigo, Jan, noche sí, noche no: los sueños, las pesadillas. ¿No te das cuenta de que estás tan mal como María Klee? Eres testigo de todo el horror y la mierda que los demás se echan encima los unos sobre los otros y te lo tragas todo bien tragado. Si no lo dejas, te acabarás hundiendo. Del todo.
—Tú ves las mismas cosas. Tú escarbas en sus mentes, por el amor de Dios.
—Pero ¿no ves la diferencia? Yo elegí ser psicóloga criminal, estudié para serlo, seguí todos los pasos para llegar a esta profesión de manera deliberada. La elegí porque es la dirección hacia la que me llevaron mis intereses y mis habilidades, no porque me desviara hacia ella un maldito sentido de cruzada luterano. —Hizo una pausa—. La diferencia entre tú y yo es que yo soy capaz de enfrentarme a ello. Lo puedo mantener al margen de mi vida privada.