El señor del carnaval (22 page)

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Authors: Craig Russell

Tags: #Policíaco, #Thriller

BOOK: El señor del carnaval
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Siguió la pista hasta doblar una curva. Ahora el río quedaba detrás de él, y la densidad boscosa a ambos lados. Esperó a que los otros lo flanquearan, refugiados en los confines del bosque. Unos trescientos metros más adelante encontró las huellas recientes de unas botas sobre la nieve, las de Vorobyeva: era el único miembro del grupo que llevaba botas rusas del OMON. Buslenko se agachó un poco y les hizo un gesto a los otros para que lo siguieran a una distancia de veinte metros, a ambos flancos. Siguió las huellas de las botas bosque adentro y por la nieve cada vez más gruesa. Adivinaba que Vorobyeva había ido por allí a hacer alguna comprobación.

Buslenko sintió que el corazón le daba un vuelco. Estaba a escasos kilómetros de su pueblo natal y sin embargo, sabía que estaba en plena guerra. Era obvio que Vitrenko había decidido no esperar a que Buslenko viajara a Alemania para acabar con él. Se quedó paralizado. Unos veinte metros delante de él había un claro del bosque, iluminado por la luna como un escenario teatral. Se fijó en la figura que había arrodillada a un lado del claro, inmóvil. Se acercó, intentando minimizar el sonido de su avance por la nieve y por los desechos del bosque, siempre apuntando a la figura arrodillada. Estaba dispuesto a disparar si cualquiera de los ruidos que producía hacían volver al hombre del claro. El pie de Buslenko se hundió en un agujero lleno de nieve, provocando un lento crujido que el hombre arrodillado tendría que haber oído.

Pero no se movió. Buslenko se acercó un poco más; desde donde estaba ahora pudo reconocer la parka negra, con la capucha cubriendo la cabeza del hombre.

—¡Vorobyeva! —susurró—. Vorobyeva… ¿estás bien? —Seguía sin haber respuesta. Se acercó un poco más—. ¡Vorobyeva!

Hizo un gesto a los demás para que se le acercaran. Stoyan y Belotserkovsky aparecieron como fantasmas desde la maleza.

—¿Dónde están Tenishchev y Serduchka? —preguntó Buslenko.

—Estaban ahí hace un minuto… —dijo el tártaro.

Buslenko escrutó el bosque a su derecha. Ni rastro de los otros dos Spetsnaz.

Ningún sonido.

—Cúbreme —dijo Buslenko—. Está claro que nos enfrentamos a hostilidades.

Buslenko se arrastró por la nieve. Alcanzó la figura arrodillada.

—¡Vorobyeva!

Los últimos tres minutos Buslenko ya sabía lo que le esperaba. La nieve delante de la figura arrodillada estaba teñida de negro. Buslenko le tocó el hombro y Vorobyeva cayó hacia atrás. Tenía la garganta seccionada y empapada de un frío carmesí oscuro que brillaba a la luz de la luna.

—¡Maldita sea! —Buslenko desvió su atención como un reflector hacia los límites del claro, en busca de cualquier signo enemigo. Regresó adonde había dejado a Stoyan y Belotserkovsky.

—Está muerto. Vorobyeva era uno de los mejores en este negocio. Sea quien sea que lo ha sorprendido debe de ser todavía mejor. Tenemos problemas.

—¿Vitrenko?

—Dios sabe cómo nos ha encontrado, pero es él.

—¿Qué hay de Tenishchev y Serduchka? —preguntó Belotserkovsky—. ¿A ellos también?

Buslenko se acordó de pronto de Olga Sarapenko.

—Tenemos que volver al refugio. ¡Ahora!

4

Bajó la vista hacia el cadáver que yacía en la mesa.

Para Oliver, la muerte no tenía ningún misterio. Estaba acostumbrado a ella: había visto muchos muertos a lo largo de los años. Todavía recordaba al primero, cómo la miró a la cara y vio a la persona en vez de la carne, a alguien con una historia que había tenido una vida y una personalidad, que había soñado y reído y sentido el sol en el rostro. Había visto sus estrías de embarazos pasados, su cicatriz en la rodilla de una herida de la infancia todavía más lejana, sus arruguitas alrededor de la boca por toda una vida de reír. Luego hundió su cuchilla en el cuerpo y empezó a cortar y ella dejó de ser persona. Después de ella, después de su primer muerto, se le hizo mucho más fácil. Seguía mirando a una cara antes de empezar a cortar, pero ya no miraba nunca dentro de ella. Ahora eran todos carne fría: enfriada por partida doble, por la muerte y por su espera refrigerada hasta que Oliver se disponía a trabajar con ella.

Respiró profundamente antes de empezar. El desmembramiento de un cuerpo humano era un trabajo mucho más duro, físicamente, de lo que la mayoría de gente imagina. Despro
visto
de su vitalidad, un cadáver es una masa pesada y muerta cuya densidad varía radicalmente de lo casi líquido, cartilaginoso, hasta lo sólido e inflexible. Órganos y huesos, piel y grasa, cartílagos y tendones: cortar la materia de que está hecho un cuerpo sin vida requiere herramientas robustas, algunas hasta eléctricas. Oliver tenía a mano todo lo necesario: cuchillo de pan, sierra eléctrica, sierra de mano, tijeras, cuchillas.

Empezó como hacía siempre, dando la vuelta a la mesa y observando el cuerpo sin vida. El muerto iba todavía enteramente vestido y Oliver advirtió que parte de la fibra de su camiseta ensangrentada y de su delantal de cocina había penetrado en los profundos cortes. Oliver contó los cortes en voz alta, algunos de los cuales se abrían exponiendo la capa subcutánea de grasa pálida y marmórea y la masa más oscura y densa de tendón y músculo de debajo. Algunos de los cortes habían dejado el hueso blanco al descubierto y, cuando Oliver se acercó a examinar las heridas, se dio cuenta de que el hueso había quedado astillado por el cuchillo, la primera prueba de que el traumatismo había sido provocado por una fuerza aguda.

En la sala había dos hombres más; juntos ayudaron a Oliver a volver el cadáver boca abajo. Ahora examinó la espalda. Presentaba menos heridas, pero eran también significativas.

—Vamos a desnudarlo —les dijo Oliver, y los dos hombres lo ayudaron a cortar y a sacar las prendas que el muerto llevaba. Una vez desnudo, Oliver repitió su vuelta de reconocimiento, expresando otra vez sus pensamientos en voz alta.

Fue una de las primeras cosas que aprendió Oliver como patólogo forense: a tomarse el tiempo necesario y a utilizar bien los ojos. A hacer observaciones. A menudo comparaba su trabajo con el de un arqueólogo, porque en él la tecnología, la ciencia y la habilidad profesional se combinaban para descubrir una historia entera; pero antes, como un arqueólogo que examina un paisaje e identifica un sitio idóneo en el que excavar, tienes que saber dónde buscar.

—El fallecido es varón, de unos veinte años, de complexión ligera. Presenta múltiples heridas indicadoras de traumatismos fruto de una fuerza aguda…

—Mientras examinaba el cuerpo, Oliver recogía sus observaciones en el dictáfono—. Las heridas incisivas y laceraciones sugieren que el fallecido estuvo en movimiento buena parte del ataque, y son básicamente anteriores, aunque existen varias posteriores.

Oliver les hizo un gesto al técnico y al otro patólogo ayudante, y entre los dos utilizaron una cinta métrica para tomar las medidas del cuerpo. Lo hizo con tiempo, examinando cada marca, cada rasguño, y anotándolo todo en el dictáfono. El hombre que yacía sobre la mesa había sido asesinado a puñaladas, pero Oliver no veía el horror, el dolor, veía tan sólo las heridas y traumatismos que había que enumerar metódica e individualmente, apuntando su localización en el cuerpo, sus medidas, longitud y profundidad. Para Oliver, en su trabajo, la muerte había acabado siendo nada más que un punto en el tiempo, un momento que dividía cada herida, cada señal, en ante mórtem, peri mórtem o post mortem. En pocos segundos, la muerte estrenaba toda una nueva cronología: las células empezaban a descomponerse; la sangre, antes bombeada en un ciclo incansable que duraba toda una vida, se depositaba en los puntos más bajos del cuerpo y teñía la piel de un tono violeta, la lividez post mórtem; la química de los músculos se alteraba, provocando el rigor mortis; las bacterias de la sangre y de los órganos empezaban a producir gases que inflamaban las cavidades y los tejidos blandos.

Oliver empezó por la cabeza y fue bajando hasta los pies, en un recorrido comentado por la topografía del cuerpo. Observaba, anotaba, medía. Marcaba en un mapa del cuerpo cada una de las heridas incisivas, donde el corte había sido limpio y afilado, y las laceraciones donde el arma había penetrado en la carne, provocando además desgarros en los bordes de la herida. Para un patólogo forense siempre había diferencias. Cuando acabó, le hizo una señal al técnico, que levantó la cabeza del ca dáver y colocó un bloque debajo del cuello.

Mientras trabajaba, Oliver pensaba en su infancia y recordaba a su padre cortando carne, hacía mucho tiempo. El técnico hizo un corte en forma de U en la base del cráneo mientras Oliver empezaba a hacer una incisión en forma de T en el cuerpo: un corte cruzando el tórax, desde debajo del borde externo de una clavícula hasta el borde externo de la otra; luego hizo otro corte largo y regular desde la garganta hasta el pubis. Levantó la piel y el tejido subcutáneo para dejar la caja torácica al descubierto. El proceso era mucho más complicado de lo habitual por la presencia de los otros cortes hechos por los asaltantes. También era incapaz de librarse del cosquilleo que sentía en el pecho cuando pensaba en lo ocurrido en el hotel. Cogió unas tenazas que parecían ideales para podar rosales y empezó a cortar la caja torácica. Hizo dos cortes: uno a la derecha y otro hacia la izquierda desde el centro por las líneas medioclaviculares, donde las costillas están compuestas de cartílago.

Levantó el esternón y dejó al aire el saco pericárdico, que a su vez cortó con unas tijeras más pequeñas. Sabía que tarde o temprano lo atraparían. Era un hombre inteligente, y su trabajo le hacía estar en contacto constante con la policía. Sabía que no eran idiotas, y sabía también que cada vez que hacía lo que hacía, sus probabilidades de que lo arrestaran crecían exponencialmente. Usó el cuchillo largo y afilado, conocido como cuchillo del pan, y extrajo el corazón. El patólogo que lo asistía aspiró parte de la sangre del corazón con una jeringuilla y la metió en un tubo de ensayo. Oliver retiró la piel del cuello. Uno de los cortes de los asaltantes había cortado el cuello de la víctima, de modo que Oliver abrió la garganta, cortando desde la yugular hasta el mentón. Podía ver el lugar por el que el cuchillo había dañado casi totalmente el músculo esternomastoideo. Ahí estaba la causa inmediata de la muerte: la víctima había muerto desangrada como resultado de las múltiples heridas incisivas, pero el corte en la arteria subclaviana había sido la que le había producido la hemorragia más rápida. Oliver se imaginó la muerte, algo que no tenía tendencia a hacer: la víctima debió de quedar fuertemente conmocionada, debió de sentir mucho frío, y la inconsciencia y la muerte debieron de llegar bastante rápido.

Tal vez la policía ya tuviera sus sospechas; tal vez Oliver hubiera dicho, hecho o dejado algo que los pudiera llevar hasta él. Tal vez lo estuvieran vigilando, esperando a que reincidiera.

Hizo una incisión en el medio de la cavidad peritoneal y utilizó el cuchillo del pan para abrir los órganos del cuello y extraer la lengua y la garganta de la víctima; luego levantó con cuidado la resbaladiza masa de pulmones, bronquios y aorta, los cuales dejó conectados. Sacó con mucho cuidado del mesenterio los siete metros de intestino grueso y delgado y luego los extrajo del cuerpo. Sabía por experiencia que su ruptura podía provocar un escape de su contenido, y el hedor resultante era una mezcla de vómito y excrementos combinados y multiplicados por diez. Luego extirpó y extrajo el hígado, el páncreas, el bazo y el estómago del abdomen, dejándolos también conectados. «No —pensó—, no tiene sentido». Si la policía hubiera sospechado de él, lo hubieran suspendido de inmediato de su trabajo.

Mientras su ayudante hacía las tareas de pesado, Oliver extrajo otro juego de órganos conectados, esta vez los riñones, la vejiga y la aorta femoral. La cavidad corporal del sujeto estaba ahora vacía, y quedaba expuesta la espina dorsal gris blan cuzca. Oliver dirigió su atención a la cabeza, extrajo el cerebro y examinó la parte interior del cráneo. Una vez realizada la evisceración, cortó muestras para la histología y el posterior examen microscópico, guardándolas en formol. No había necesidad de guardar todo el cerebro en formol, ni de cortarlo al cabo de dos semanas para su estudio detallado: no había habido traumatismo craneal significativo, de modo que cogió las secciones de cerebro para mandarlos a toxicología con los fluidos corporales. Le llevó otra hora levantar la piel de alrededor de las heridas cortantes para su inspección detallada.

Una vez concluida la autopsia, Oliver se aseó y regresó en coche a su apartamento.

La ciudad pasaba más allá de su ventanilla, resplandeciente por la humedad oscura de la noche. Sonrió. El cosquilleo había desaparecido. Una voz en su interior parecía tranquilizarlo. «No —se decía—; no te atraparán. Eres demasiado listo para ellos. Y pronto será carnaval».

5

Pasó una media hora hasta que el hombre al que María había visto hablando con Viktor salió del bar. Se marchó solo, pero María lo reconoció. Era más bajo que Viktor y no tan fuerte, pero había algo en su físico y en su complexión que a ella le hacía sospechar que estaba ante el «soldado» del que Slavko le había hablado. María había hecho un estudio en profundidad de los soldados de la Spetsnaz soviéticos y postsoviéticos. Vitrenko era el diablo al que tuvo que conocer. Parte del criterio de selección consistía en que los hombres elegidos no eran nunca especialmente altos ni musculosos: tenían que ser capaces de difuminarse en el ambiente, ya se encontraran en medio del desierto, de la selva o de la ciudad. Pero había siempre algo en su manera de moverse que los hacía identificables. María no tuvo ninguna duda de que estaba mirando a un ex Spetsnaz, y de que acababa de dar un paso importante en la organización de Vitrenko.

Sintió miedo. Sabía que perseguir a ese hombre era entrar en un juego totalmente distinto. A diferencia de Viktor, ese tipo habría sido entrenado para detectar cualquier vigilancia. Aquí sólo tendría una oportunidad.

El ucraniano subió a un BMW de gama media y se marchó. María esperó a que hubiera varios coches entre ellos antes de meterse en el tráfico. Era preferible arriesgarse a perderlo a que detectara su presencia. Se dirigían más allá de Nippes.

María se esforzaba por conducir con una mano mientras echaba vistazos al plano de Colonia que sujetaba con la otra. Parecía que avanzaban por Kempener Strasse hacia Neu Ehrenfeld, y supuso que tal vez iban en dirección a la autopista. Empezó a llover con fuerza y María tuvo que poner los limpiaparabrisas a la velocidad máxima. Le dolía la cabeza después de poner a prueba su nuevo aspecto en el bar y de concentrarse a través de la oscuridad y la lluvia en los faros distantes del BMW del ucraniano.

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