Read EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Orden y el Caos - TOMO III Online
Authors: Louise Cooper
Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil
Isyn, cuyo temperamento era normalmente plácido, empezaba a perder la paciencia, y le interrumpió:
—Puede que no te guste, Alto Margrave, pero tengo que expresarla aunque me duela. Y más te desaprobarían los Guardianes si tratases de poner pie en la Isla Blanca desde la cubierta del Hermana del Verano.
Fenar se encogió de hombros.
—¿Ah, sí? No son más que unos porteros, por mucho que se vistan de gala. Podría mandarles que…
—Yo desafiaría a cualquier mortal, vivo o muerto, a que diese órdenes a los Guardianes. —Isyn dijo esto a media voz, pero con tal convicción que el joven se sorprendió—. Ningún Alto Margrave ni Sumo Iniciado, ni Matriarca, ha mirado desde hace generaciones a los Guardianes, salvo desde lejos, y nadie se atrevería…, sí, señor, he dicho atrevería…, a hacer algo contra su voluntad.
Penar se pasó la lengua por los labios e Isyn recalcó:
—Has oído los relatos, yo mismo te los conté cuando eras pequeño. Me sorprende que los hayas olvidado.
Algunas de las más antiguas tradiciones apuntaban que los Guardianes, casta hereditaria que había habitado durante miles de años en la Isla Blanca, no eran siquiera realmente humanos, sino que descendían de seres angélicos a cuyo cargo había colocado Aeoris su cofre.
Unas historias estrafalarias, sin duda alguna. Pero se dice que no hay humo sin fuego… De vez en cuando, los Guardianes navegaban en su embarcación hasta el continente, tomaban un puñado de mujeres escogidas y las llevaban a su fortaleza para que les diesen hijos, asegurando así la pervivencia de la casta .Las mujeres regresaban más o menos al cabo de un año y nunca decían lo que habían visto; la mayoría de ellas ingresaban en la Hermandad o celebraban más tarde bodas convenientes. Los hijos varones nacidos en la Isla eran criados para que se convirtiesen en la próxima generación de Guardianes. Nadie había especulado nunca sobre el destino de las hijas.
El brillante sol fue de pronto oscurecido por un jirón de nube que volaba hacia el oeste, y una sombra pasó sobre el muelle y el carruaje.
Fenar miró hacia arriba, estremeciéndose como si la momentánea penumbra fuese un mal presagio, y cuando miró de nuevo a Isyn, la irritación había desaparecido de sus ojos.
—Lo siento, Isyn —dijo de mala gana. Como la necesidad de disculparse se reducía a medida que se acostumbraba a su posición, la humildad se le hacía cada vez más difícil, e Isyn apreció el esfuerzo que tenía que hacer—. Me he propasado, y he hecho mal. Desde luego, debemos cumplir el protocolo. —Esbozó una sonrisa forzada—. No quiero tomarme a la ligera lo que será, seguramente, la tarea más importante que jamás habré emprendido. Me imagino lo que habría dicho mi padre; me habría llamado pícaro arrogante y creo que me habría dado una azotaina.
Isyn inclinó la cabeza en señal de divertido asentimiento y Fenar irguió los hombros. Después de su disculpa y su Confesión, estaba tratando de salvar su dignidad y parecer adulto. El comentario acerca de su padre había sido un gesto conciliador; ahora quería borrarlo y seguir adelante. Isyn se consideraba demasiado viejo para recordar la impaciencia y las frustraciones de los diecisiete años, pero pudo no obstante apreciar los sentimientos del muchacho.
Señalando el muelle con la cabeza, dijo:
—Parece que decrece la actividad. Supongo que el barco estará en condiciones de zarpar cuando suba la marea.
—Sí… Tal vez, a fin de cuentas, seguiré tu consejo, Isyn, recordando la perspectiva de la compañía de la Matriarca.
—Fenar se observó las uñas —. Sin duda habrá cien pequeñas tareas que he olvidado y debería atender antes de embarcar.
—Sin duda. Y tienes que despedirte de tu señora madre, la Margravina Viuda.
El Alto Margrave levantó la mirada y después entornó los párpados sobre los ojos grises, disimulando su expresión.
—Eso lo he hecho ya. Al menos, le envié ayer un mensaje y esta mañana he recibido la respuesta. Me expresa su cariño, pero me pide que la excuse de una visita.
Isyn suspiró interiormente. Desde la muerte de su marido, la Margravina se había recluido completamente dentro de sí misma, viviendo sus días en una casa aislada a cierta distancia de la corte, servida únicamente por tres doncellas y constantemente afligida. No recibía visitas, ni siquiera la de su propio hijo, y todo el mundo opinaba que estaba sencillamente esperando la muerte.
—Decía en su misiva que te diese sus recuerdos —añadió Penar.
—¿Oh, sí? —Isyn estaba sorprendido y conmovido—. Muy amable de su parte.
Se hizo un silencio ligeramente tenso entre los dos durante un rato, hasta que Isyn, alertado por unas pisadas, miró y vio que el supervisor del muelle se acercaba al carruaje. En la cubierta del Hermana del Verano, la tripulación se había puesto súbitamente en actividad y el capitán gritaba órdenes en tono seco pero halagador.
Tocó el hombro de Fenar y el muchacho pestañeó.
—Creo —dijo Isyn, sonriendo— que si tienes algo que hacer, Señor, deberíamos volver al palacio para que puedas hacerlo. Si interpreto bien las señales, el Hermana del Verano está listo para zarpar cuando el Alto Margrave lo ordene.
L
os ojos agudos de Tarod vieron, contra el resplandor del sol poniente, la pequeña cabalgata que se acercaba desde el oeste, y alargó una mano para tocar la brida del caballo de Cyllan, haciendo que se detuviese. Ella se volvió en su silla, entornando los párpados al tratar de mirar en la dirección que él estaba señalando, y después le miró y vio inquietud en su semblante.
—¿Quiénes son, Tarod?
—No lo sé.
No podía explicar la premonición intuitiva que se agitaba dentro de él; aquél no era, ni mucho menos, el primer grupo con el que se encontraba en el camino, pero un sexto sentido le decía que no era un convoy ordinario, y se puso alerta.
Cyllan miró de nuevo. El sol se estaba hundiendo en una capa de nubes y el resplandor menguó de pronto, de manera que pudo distinguir figuras individuales en la cabalgata.
—Avanzan muy despacio —dijo, y después—: Hay algo en medio; algo grande…
—Es un palanquín. —Tarod frunció el entrecejo—. Y la mayoría de los jinetes parece que van vestidos de blanco.
Ella le miró con incertidumbre, empezando a compartir su inquietud.
—¿ Pero, quiénes son?
—Sé quiénes deberían ser; pero no es lógico, a menos que…
Vaciló y entonces sacudió la cabeza como rechazando una idea que hubiese pasado por su mente y volvió su atención hacia el sur. A tres millas delante de ellos, al otro lado de una verde franja de terreno pantanoso, se distinguían los contornos de Shu-Nhadek en la neblina de la tarde y, más allá de su confusa silueta, el mar brillaba como un cuchillo en el horizonte. Casi habían alcanzado su meta…; habían proyectado llegar al hacerse de noche, y parecía que no lo harían solos; Tarod calculó que, a la velocidad actual, el lejano grupo se cruzaría en su camino a una milla de la ciudad. Su caballo pataleó y resopló, sin comprender la dilación, y Tarod se volvió a Cyllan.
—Será mejor que cabalgues como una dama durante un rato, amor mío. Tal vez tengamos que intercambiar algunos cumplidos antes de llegar a Shu-Nhadek.
Ella sonrió irónicamente y pasó la pierna izquierda por encima de la cruz del caballo, descansando la rodilla sobre el adornado pomo de la silla. Encontraba que esta posición de lado era extraña e incómoda, pero ninguna mujer de calidad se atrevería a cabalgar de otra manera, y una mujer de calidad era precisamente lo que Cyllan simulaba ser.
Con dinero más que suficiente en la bolsa para llegar al término de su viaje, Tarod pensó que la ostentación era su mejor disfraz. El populacho había sido alertado para que diese caza a dos fugitivos, y no era probable que alguien considerase que los fugitivos podían ocultarse llamando la atención: era un concepto ilógico. Y así se detuvo en la primera población importante y, mientras Cyllan esperaba fuera de las murallas, había comprado ropa nueva para los dos y dos buenos caballos para sustituir al corpulento bayo: un caballo castaño para él y una vigorosa pero mansa yegua para Cyllan. Desde entonces, y mientras él hacía borroso su aspecto y el recuerdo de sus caras en las mentes de aquellos con quienes se encontraban, viajaron bajo el disfraz de un próspero vinatero y su esposa, y Tarod había observado con ironía la facilidad con que cruzaron ciudades y pueblos. Los rumores circulaban todavía en todas partes, pero no oyeron muchos; la gente ordinaria no soñaría en acercarse a unos ricos desconocidos para contarles los últimos chismorreos, y así, aunque habían hecho un rápido viaje hacia Shu-Nhadek, nada habían oído de las últimas noticias.
En todas las ciudades y pueblos había todavía estremecedores testimonios del terror que reinaba en el país. Acusaciones, juicios, ejecuciones, venganzas: la marca no daba señales de menguar, y las cosas que vieron en el camino sirvieron tanto para fortalecer la resolución de Tarod como para aumentar su afán de llegar a Shu-Nhadek, y después a su último destino, con la mayor rapidez posible.
Tocó con los tacones los flancos del alazán, que emprendió de nuevo la marcha, con la yegua de Cyllan siguiendo al mismo paso. La luz estaba menguando rápidamente al envolver la capa de nubes el sol; delante, las primeras luces empezaban a parpadear en la ciudad portuaria, imitando el débil centelleo de las estrellas en el cielo del este.
Oyeron el ruido de la cabalgata al acercarse al punto en que las carreteras del oeste y del sur se confundían en el último tramo hasta Shu-Nhadek. A la luz del crepúsculo, las figuras que se acercaban y que, como había dicho Tarod, iban casi todas vestidas de blanco, podían haber sido fantasmas etéreos, pero el repiqueteo de varias docenas de cascos y el tintineo de los arneses demostraban que eran bastante reales. En la confluencia de las carreteras, Tarod y Cyllan refrenaron sus monturas, y ella abrió mucho los ojos al reconocer por lo que eran a aquellos personajes.
—Hermanas… —dijo en voz casi inaudible.
La yegua gris dio unos pasos de lado, asustada por la súbita inquietud de la amazona, pero Tarod tranquilizó a Cyllan diciendo:
—Me lo imaginaba… —Observó al grupo que se acercaba, entrecerrando los ojos hasta convertirlos en dos rendijas—. Y si no me equivoco, son de Chaun Meridional.
—¿Chaun Meridional?
—Donde está la Residencia de la Matriarca.
Había contado ocho mujeres a caballo y cinco robustos varones dándoles escolta, mientras en medio del convoy se balanceaba una litera engalanada, tirada por cuatro caballos y provista de ricas cortinas bordadas. Su ocupante era invisible.
—¿Has visto eso? —dijo Tarod, señalando con la cabeza la litera—. Es el palanquín de la propia Matriarca, la Señora Ilyaya Kimi.
Se dio cuenta de que Cyllan no le había comprendido y añadió:
—La Señora Ilyaya tiene más de ochenta años y hacía diez que no salía de su Residencia. Estaba demasiado delicada para asistir a la investidura de Keridil y, si ahora viaja en el palanquín, sólo una circunstancia puede traerla aquí. —Apretó con más fuerza las riendas—. Significa que Keridil ha convocado un Cónclave.
El jefe de la escolta de la Matriarca dio una voz de alerta al ver los dos personajes inmóviles en el cruce de caminos, y se oyeron chirridos metálicos al desenvainar los cinco hombres sus espadas. Las dos figuras no se movieron y, al cabo de un momento, los hombres se tranquilizaron al darse cuenta de que los desconocidos no representaban ninguna amenaza; eran simplemente un mercader, o algo parecido, y su esposa; sin duda se habían detenido prudentemente para dejar pasar el cortejo.
El convoy avanzó al trote, majestuosamente; una de las Hermanas mayores, que iba en cabeza, lanzó una mirada a los dos desconocidos, a los que vio como Tarod quería que los viese: dos seres vulgares, sin importancia. Su voz sonó clara al gritar por encima del ruido de los caballos:
—¡Aeoris os acompañe, buena gente! —e hizo la señal en su dirección, con aire ligeramente protector.
Cyllan vio que Tarod inclinaba la cabeza en señal de agradecimiento y se apresuró a imitarle. Al pasar el palanquín, balanceándose, aguzó la mirada, curiosa por ver a la Matriarca; pero las cortinas no se abrieron en absoluto. Después la comitiva se alejó de ellos por el camino de Shu-Nhadek.
Tarod la siguió con la mirada. Sin darse cuenta, había tocado con la mano derecha el anillo que llevaba en el índice de la izquierda y la piedra, en respuesta, se había encendido y centelleado como un pequeño ojo blanco. Él había tomado la decisión, al huir de Perspectiva, de devolver la piedra del Caos a su montura de plata, y al cerrarse de nuevo el anillo para sujetar la joya, había sentido una amarga mezcla de desesperación y de triunfo. Ciertamente, volvía a ser un ente entero, pero, al deslizar el anillo en el dedo y sentir la antigua familiaridad de su presencia, se dio cuenta, una vez más, de lo peligrosa que podía ser su gran influencia. Necesitaría una voluntad de hierro, un control de acero, para mantener ahora su resolución contra el poder vivo del Caos. Sin embargo, por encima y más allá de esto, necesitaría el poder que le daba el anillo, el poder de su propia alma, si no quería fracasar en lo que se había propuesto. Y la presencia de la Matriarca en Shu-Nhadek hacía que su objetivo fuese mucho más urgente.
Esta idea fue como un aguijón y, sin previo aviso, espoleó su montura. Cyllan le siguió, confusa por la cólera que había visto en sus ojos en el momento de emprender él la marcha.
—Tarod, ¿qué pasa?
Él miró hacia atrás, dijo algo que ella no pudo entender, y Cyllan golpeó de nuevo con fuerza los flancos de la yegua gris. El animal se lanzó hacia delante y bailó al lado de él.
Incluso en la penumbra pudo ver Cyllan que Tarod tenía tenso y colérico el semblante.
—Tarod, ¡no entiendo nada! Dijiste que Keridil había convocado un Cónclave. ¿Qué significa eso?
Nadie ajeno al Círculo hubiese podido comprender el significado de lo que había hecho el Sumo Iniciado. Pero, si las sospechas de Tarod eran ciertas, Keridil había puesto en movimiento algo que, si no actuaba rápidamente, podía significar una catástrofe para todos.
De pronto advirtió que había estado a punto de maldecir a Cyllan, descargando sobre ella su irritación porque era la persona que tenía más cerca. Haciendo un esfuerzo, dominó la creciente emoción que le invadía.