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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Orden y el Caos - TOMO III (16 page)

BOOK: EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Orden y el Caos - TOMO III
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—Entonces, ¿la reconocerías si la vieses de nuevo?

—Ciertamente. —Tarod aprovechó la oportunidad que, sin darse cuenta, le ofrecía el Margrave—. En realidad, señor, creo que sería conveniente que la viese sin pérdida de tiempo.

El Margrave pareció vacilar.

—No deseo importunarte, Adepto. Debes de estar cansado…

—Me siento mucho mejor, gracias a tu hospitalidad.

—Bueno…, si así lo deseas, podrás hacerlo.

El Margrave se levantó, rígidamente, y le condujo fuera de la antesala y, a lo largo de más corredores, a la parte de atrás del edificio.

Mientras caminaban, Tarod le preguntó de pronto:

—Margrave, ¿qué ha sido de la joya que llevaba la muchacha? Confio en que estará a buen recaudo.

—Así es. La Hermana Liss Kaya Trevire la tiene en su poder y tengo entendido que ha tomado precauciones contra su influencia.

—Muy prudente de su parte. ¿Y dónde está ahora la Hermana Liss?

—Ella y sus compañeras se alojan aquí, en el palacio de justicia.

—El Margrave pareció afligido—. No es un lugar adecuado para unas Hermanas de Aeoris, pero ellas insistieron en estar cerca de la prisionera.

Tarod asintió con la cabeza y no hizo comentarios. Habían llegado a una puerta atrancada, por debajo de la cual se filtraba la luz del día. Un hombre montaba guardia y, a un ademán del Margrave, se apresuró a levantar la barra y abrir la puerta.

Salieron a un pequeño patio amurallado, lleno de luz de sol. Un árbol florido en un rincón había tendido una alfombra de pétalos blancos sobre las losas y sobre una tosca jaula de madera emplazada cerca de él. Algo se movía dentro de la jaula, pero la vista de Tarod estaba bloqueada por dos personas de hábito blanco que se hallaban de pie delante de la jaula y parecían introducir algo entre los barrotes. Las dos Hermanas de Aeoris se volvieron al oír chirriar la puerta y, al reconocer al Margrave, se irguieron y se volvieron hacia él.

—Hermanas…

El Margrave se adelantó, pero Tarod se quedó atrás, incapaz de mirar más de cerca la jaula. El viejo estaba explicando las circunstancias de la llegada del Adepto, y al fin se volvió a Tarod y dijo:

—Adepto, permite que te presente a la Hermana Liss Kaya Trevire y a la Hermana-Vidente Jennat Brynd.

Ambas mujeres se inclinaron en una reverencia que solía emplearse en los contactos de la Hermandad con el Círculo, y Tarod miró primero a Liss, rubia y entrada en años, y después a la más joven y morena, Jennat. Supo instantáneamente que la vidente era hábil; a diferencia de muchas de su clase que eran promovidas por la Hermandad por razones políticas más que espirituales, ésta tenía verdadero talento. Tendría que andarse con cuidado…

—Hermanas. —Saludó sucesivamente a las dos—. El Margrave me ha dicho que habéis aprehendido a uno de nuestros fugitivos. Si es verdad, el Círculo habrá contraído una importante deuda con vosotras.

Jennat le estaba observando atentamente y Tarod detectó un desafio en sus ojos; pero fue la Hermana Liss quien habló.

—Creo que puede haber muy pocas dudas sobre la identidad de la joven, Adepto.

Tarod no podía demorar más el temido momento. Se volvió y miró directamente la jaula de madera, y una mano pareció cerrarse sobre su corazón y sus pulmones, estrujándolos hasta cortarle la respiración.

Ella estaba sucia, manchada de barro, y en sus cabellos se advertía una chocante mezcla de rubio y castaño cobrizo; pero la cara menuda y contraída y los grandes ojos ambarinos le eran tan dolorosamente familiares que el reconocimiento fue como un golpe físico. Sus miradas se encontraron, se entrelazaron y ella se llevó una mano a la boca con incredulidad, y después se tapó la cara y él oyó su respiración jadeante y profunda.

Parecía casi exactamente igual como cuando había cruzado la barrera del tiempo para llegar, mojada y agotada, al Castillo, y punzantes recuerdos se agolparon en la mente de Tarod. Con ellos surgió la primera oleada de cólera al ver lo que estaba sufriendo Cyllan y comprendió que, a menos que pudiese dominarla por entero, la ira podría ser más poderosa que él. Sin embargo, la contuvo y se dio cuenta de que el Margrave y las dos Hermanas le estaban observando.

—¿Y bien, Adepto? —El Margrave se pasó la lengua por los labios, vacilando—. ¿Es ésta la muchacha que está buscando el Círculo?

No podía negarlo. Las Hermanas habían demostrado la identidad de Cyllan sin la menor sombra de duda y estaban esperando solamente su confirmación. Poco a poco, Tarod se acercó a la jaula y en el mismo instante, Cyllan apartó las manos de su cara. Ocultando su gesto al Margrave y a las Hermanas, hizo con la mano izquierda una pequeña señal de advertencia, esperando que ella la comprendiese.

—Sí —dijo, con voz serena—. Esta es la muchacha.

Cuando el pequeño grupo se alejó de su prisión, Cyllan siguió con la mirada a Tarod, con un ansia y un afán que la hicieron temblar irremisiblemente. Desde que empezara la pesadilla de su captura, había pensado solamente en él, atormentándose con visiones de un futuro tan breve que había perdido toda esperanza de volver a verle.

Antes de su llegada a Ciudad de Perspectiva, había hecho dos intentos de escapar de las Hermanas, pero en ambos había fracasado, y aunque no era propio del carácter de Cyllan darse por vencida, se dio cuenta de que cualquier otro intento de fuga habría sido inútil. Aunque pudiese escapar, cosa muy improbable, no podía esperar recuperar la piedra del Caos y, sin ella, la causa de Tarod estaba perdida. Ella no tenía poder propio; sólo podía desafiar y maldecir en silencio a las que la habían capturado mientras esperaba que la llevasen a la muerte.

Pero ahora… Se frotó furiosamente los ojos, todavía medio convencida de que había estado dormida y soñando, pero la alta figura de Tarod no osciló ni se desvaneció. Parecía demacrado, cansado, desaliñado; pero estaba vivo y había venido a ella. De alguna manera había engañado a las Hermanas y al Margrave y, por primera vez desde que se había descubierto su propio engaño, sintió Cyllan que renacía su esperanza. Si él pudiese encontrar la manera de…

La Hermana Jennat, que caminaba a un lado del pequeño grupo, miró de pronto por encima de su hombro hacia la jaula, y Cyllan sintió un vivo escalofrío de inquietud, como si aquella mujer espiase sus pensamientos. Había olvidado las dotes de Jennat con la impresión de ver a Tarod, y ahora volvió rápidamente la cara, tratando de nublar su mente y contrarrestar el intento de la vidente de sondear en ella. Al cabo de unos momentos, Jennat miró a otra parte y Cyllan respiró de nuevo. Si la suerte la acompañaba, y ahora la necesitaba desesperadamente, la Hermana de oscuros cabellos no tendría ocasión de encontrar nada sospechoso en lo que veía. Llenando de aire sus pulmones y esforzándose en calmar las palpitaciones de su corazón, Cyllan se sentó a esperar. Era lo único que podía hacer.

—La identidad de la muchacha es indiscutible —dijo Tarod a sus acompañantes—. Como le he explicado al Margrave, la vi durante su cautiverio en el Castillo y, a pesar de su disfraz, no me cabe la menor duda de que es ella. Sin embargo, existe todavía la cuestión de la joya. Me gustaría verla.

Inmediatamente se dio cuenta del vivo escrutinio de la Hermana Jennat, y unas campanas de advertencia sonaron en lo más hondo de su mente. Algo, no podía decir qué, aunque esto importaba poco, había puesto sobre aviso a la vidente, y podía percibir un furtivo y sutil intento de sondear sus pensamientos. Los bloqueó rápidamente, vio que ella vacilaba un momento, y se dio cuenta de que, aunque no pudiese saber lo que él estaba pensando, su acción defensiva había aumentado sus sospechas. Una desagradable impresión de urgencia empezó a inquietarle. Si la Hermana Liss podía sentirse intimidada por la autoridad de un Adepto de alto rango, Jennat era harina de otro costal. Tenía que llevarse a Cyllan de allí antes de que arraigasen y creciesen las dudas de la Hermana.

Liss inclinó la cabeza, asintiendo.

—Desde luego, Adepto, si deseas ver la gema, la tengo aquí, en mi bolsa. Aunque, discúlpame por decirlo, me pregunto si no sería una imprudencia exhibirla. Hemos tomado ciertas precauciones…

La impaciencia de Tarod fue en aumento, pero trató de disimularla.

—Comprendo tu preocupación, Hermana Liss, pero necesito estar seguro de su autenticidad.

—Hermana…

Jennat silbó involuntariamente esta palabra y, después, palideció cuando Tarod le dirigió una rápida y colérica mirada. Liss estaba hurgando en su bolsa, con movimientos desesperadamente lentos, y Tarod tuvo que hacer un esfuerzo para no sacudirla para que se diese prisa. No se atrevía a mirar hacia la jaula de Cyllan y rezaba en silencio para que Jennat no volviese su atención a ella y viese lo que estaría pensando. Sentía una turbadora mezcla de impaciencia y temor al observar los torpes esfuerzos de Liss; necesitaba la piedra, quería tocar su familiar contorno y saber que volvía a controlar su poder; y sin embargo, el miedo de que pudiese sucumbir a la antigua influencia de la joya, de que el siervo pudiese convertirse en amo, era demasiado fuerte.

—Aquí está.

Liss sacó finalmente un trozo de paño blanco cuidadosamente doblado y Tarod vio el signo del relámpago de los Dioses Blancos bordado en él.

Procuró que no se advirtiese en su voz el alivio que sentía y dijo:

—Gracias, Hermana. Si me permites ver la piedra…

Jennat se estaba mordiendo el labio, mirando nerviosamente de Tarod a Liss y de nuevo a Tarod. La mujer mayor empezó a desplegar el paño; algo brilló fríamente entre sus pliegues, y Tarod sintió una oleada de cruda emoción, de poder; una sensación que casi había olvidado y que le asaltó tan inesperadamente que no pensó en controlarla…

—¡Hermana, no!

El frenético grito de Jennat cortó el aire inmóvil como la hoja de una espada y, en el mismo momento, se abrieron los últimos pliegues del paño, descubriendo la piedra del Caos en la mano de Liss. Tarod giró en redondo y su mirada se cruzó con la de la joven morena: su cara era una máscara de horror, y él vio en sus ojos el pasmado asombro con que ella le había reconocido por lo que era en realidad.

La Hermana Liss se estaba volviendo, alarmada por el aviso de Jennat, pero sin entender todavía lo que la vidente había comprendido.

Sin detenerse a pensarlo, Tarod agarró la piedra de la palma de Liss… y una tremenda sacudida física agitó todo su cuerpo, como si hubiese sido herido por un rayo. Su mano izquierda se cerró sobre la gema y un sentimiento atávico y titánico de poder inundó su mente, borrando toda razón y prendiendo fuego a una furia instintiva. No podía pensar lógicamente como un mortal; la cara de Jennat era como una mancha borrosa y el grito quejumbroso del Margrave fue como un lejano e insignificante gorjeo de un pájaro; Tarod extendió el brazo izquierdo en dirección a Jennat y el poder resurgió dentro de él.

El árbol florido del rincón se convirtió en una columna de llamas blancas y una luz cegadora inundó el patio. Lenguas de fuego cayeron sobre la jaula y los barrotes de madera se encendieron como antorchas. Tarod vio que Cyllan se echaba atrás y gritó su nombre, llamándola a su lado. Ella se tambaleó, recobró el equilibrio, y entonces vio él que se lanzaba a través del rugiente arco de fuego que consumía la jaula, iluminada grotescamente su figura y contraída su cara en una expresión salvaje de triunfo. Alargó un brazo y la mano derecha de él se cerró sobre la suya apretándole ferozmente los dedos, y entonces entre el estruendo, oyó chillar a la Hermana Jennat:

—¡No! Hermana, ¡ayúdame! ¡Detenedles!

Salían hombres de la puerta del palacio de justicia, el Margrave trataba de cerrarles el paso, y vio que Jennat, una mancha confusa de ropa blanca y cabellos endrinos, se lanzaba contra él. No pensó; no podía pensar; su furia instintiva era demasiado fuerte. Un ademán, y Jennat chilló como una bestia torturada, retorciendo el cuerpo en un baile espantoso antes de estrellarse contra el suelo, aplastados sus huesos y borrado todo atisbo de vida de sus ojos.

A través de una niebla roja, vio Tarod que la Hermana Liss retrocedía a cuatro patas y la oyó gemir en un tono agudo e insensato.

Atrajo a Cyllan a su lado, giró en redondo y se halló cara a cara con el Margrave. El anciano tenía las facciones torcidas por el terror, pero estaba tratando de cerrarle el paso, con la milicia a su espalda Tarod alzó de nuevo la mano y el anciano se tambaleó de lado, empujado por una fuerza que le lanzó a través del patio. Los milicianos se echaron atrás, en horrorizada confusión, y Tarod se abrió camino entre ellos, percibiendo sólo vagamente la presencia de Cyllan a su lado. La puerta se rompió, destrozada por la fuerza loca que brotaba de él, y pronto corrieron los dos por los pasillos que serpenteaban y se dividían delante de ellos. Aparecían y desaparecían caras, gritando aterrorizadas, y se hallaron ante la puerta de doble hoja de la entrada principal.

La muchedumbre que estaba en la avenida se abrió, como las hojas azotadas por un vendaval, cuando salió corriendo del palacio de justicia el oscuro y demoníaco personaje. Para la retorcida conciencia de Tarod, la escena era una pesadilla de formas enloquecidas y ruidos espantosos; la fuerza del Caos se había apoderado de él, y los cuerpos arremolinados y las voces estridentes no significaban nada. Una luz negra centelleaba a su alrededor, iluminando el rígido semblante y los ojos de poseso. Algo se movió en el borde de la multitud, y él le envió mentalmente una orden implacable; el gran caballo bayo se encabritó y bailó, pero él le dominó con su voluntad y, casi automáticamente, levantó a Cyllan sobre el lomo del animal y saltó sobre la silla detrás de ella.

La sensación de aquellos músculos hinchados y poderosos debajo de él le devolvieron un poco de su cordura; gritó con fuerza una orden, y el caballo dio media vuelta y se lanzó al galope en dirección a las murallas de la ciudad y a la libertad.

CAPÍTULO VII

S
udoroso, el caballo bayo se detuvo al abrigo de un enorme pino que marcaba el extremo del bosque del sur de la provincia de Perspectiva. Los últimos reflejos rojos de sangre del Sol poniente eran todavía visibles en el oeste, pero el crepúsculo había borrado todo el color de los árboles, confundiendo la sombra con la noche que se avecinaba y tendiendo una mortaja negra como el carbón sobre el paisaje.

Tarod se deslizó de la silla, sintiendo un terrible dolor en la espina dorsal cuando sus pies chocaron con el suelo desigual, y por un momento apretó la cara contra el flanco de la bestia, sintiéndose agotado. Después alzó los brazos y asió a Cyllan de la cintura para bajarla del caballo. Cuando ella le miró, su cara era un óvalo pálido e indistinto, en el que solamente los ojos parecían como tiznados de negro en la creciente penumbra. Él sintió que los dedos de Cyllan se cerraban sobre sus brazos para conservar el equilibrio y, entonces, ella acabó de apearse y se agarró súbitamente a él.

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