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Authors: Miguel Angel Asturias

El Señor Presidente (18 page)

BOOK: El Señor Presidente
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La mirada gélida del
Pelele
volvió a pegársele entre los ojos a Rodas. El Auditor, sin cambiar el gesto, oprimió en silencio un timbre. Se oyeron pasos y asomaron por una puerta varios carceleros precedidos de un alcaide.

—Vea, alcaide, que le den doscientos palos a éste.

La voz del auditor no se alteró en lo más mínimo para dar aquella orden; lo dijo como el gerente de un banco que manda pagar a un cliente doscientos pesos.

Rodas no comprendía. Levantó la cabeza para mirar a los esbirros descalzos que le esperaban. Y comprendió menos cuando les vio las caras serenas, impasibles, sin dar muestras del menor asombro. El amanuense adelantaba hacia él la cara pecosa y los ojos sin expresión. El alcaide habló con el Auditor. El Auditor habló con el alcaide. Rodas estaba sordo. Rodas no comprendía. Empero, tuvo la impresión del que va a hacer de cuerpo cuando el alcaide le gritó que pasara al cuarto vecino —un largo zaguán abovedado— y cuando al tenerlo al alcance de la mano, le dio un empellón brutal.

El Auditor vociferaba contra Rodas al entrar Lucio Vásquez, el otro reo.

—¡No se puede tratar bien a esta gente! ¡Esta gente lo que necesita es palo y más palo!

Vásquez, a pesar de sentirse entre los suyos, no las tenía todas consigo, y menos oyendo lo que oía. Era demasiado grave haber contribuido, aunque involuntariamente y ¡por embelequería!, a la fuga del general Canales.

—¿Su nombre?

—Lucio Vásquez.

—¿Originario?

—De aquí...

—¿De la Penitenciaría?

—¡No, cómo va a ser eso: de la capital!

—¿Casado? ¿Soltero?

—¡Soltero toda la vida!

—¡Responda a lo que se le pregunta como se debe! ¿Profesión u oficio?

—Empleado toda la vidurria...

—¿Qué es eso?

—¡Empleado público, pues...!

—¿Ha estado preso?

—Sí.

—¿Por qué delito?

—Asesinato en cuadrilla.

—¿Edad?

—No tengo edad.

—¿Cómo que no tiene edad?

—¡No sé cuántos tengo; pero clave ahí treinta y cinco, por si hace falta tener alguna edad!

—¿Qué sabe usted del asesinato del
Pelele?

El Auditor lanzó la pregunta a quemarropa, con los ojos puestos en los ojos del reo. Sus palabras, contra lo esperado por él, no produjeron ningún efecto en el ánimo de Vásquez, que en forma muy natural, poco faltó para que se frotara las manos, dijo:

—Del asesinato del
Pelele
lo que sé es que yo lo maté —
y,
llevándose la mano al pecho, recalcó para que no hubiera duda—: ¡Yo!...

—¡Y a usted le parece esto algo así como una travesura! —exclamó el Auditor— ¿O es tan ignorante que no sabe que puede costarle la vida?...

—Tal vez...

—¿Cómo que tal vez?

El Auditor estuvo un momento sin saber qué actitud debía tomar. Lo desarmaban la tranquilidad de Vásquez, su voz de guitarrilla, sus ojos de lince. Para ganar tiempo, volvióse al amanuense:

—Escriba...

Y con voz trémula agregó:

—Escriba que Lucio Vásquez declara que él asesinó al
Pelele,
con la complicidad de Genaro Rodas.

—Si ya está escrito —respondió el amanuense entre clientes.

—Lo que veo —objetó Lucio, sin perder la calma, y con un tonito zumbón que hizo morderse los labios al Auditor— es que el Licenciado no sabe muchas cosas. ¿A qué viene esta declaración? No hay duda que yo me iba a manchar las manos por un baboso así...

—¡Respete al tribunal, o lo rompo!

—Lo que le estoy diciendo lo veo muy en su lugar. Le digo que yo no iba a ser tan orejón de matar a ése por el placer de matarlo, y que al obrar así obedecía órdenes expresas del Señor Presidente...

—¡Silencio! ¡Embustero! ¡Ja...! ¡Aliviados estábamos!

Y no concluyó la frase porque en ese momento entraban los carceleros a Rodas colgando de los brazos, con los pies arrastrados por el suelo, como un trapo, como el lienzo de la Verónica.

—¿Cuántos fueron? —preguntó el Auditor al alcaide, que sonreía al amanuense con el vergajo enrollado en el cuello como la cola de un mono.

—¡Doscientos!

—Pues...

El amanuense sacó al Auditor del embarazo en que estaba: —Yo decía que le dieran otros doscientos... —murmuró juntando las palabras para que no le entendieran.

El Auditor oyó el consejo:

—Sí, alcaide; vea que le den otros doscientos, mientras yo sigo con éste.

«¡Este será tu cara, viejo, cara de asiento de bicicleta!», pensó Vásquez.

Los carceleros volvieron sobre sus pasos arrastrando la afligida carga, seguidos del capataz. En el rincón del suplicio le embrocaron sobre un petate. Cuatro le sujetaron las manos y los pies, y los otros le apalearon. El capataz llevaba la cuenta, Rodas se encogió a los primeros latigazos, pero ya sin fuerzas, no como cuando hace un momento le empezaron a pegar, que revolcábase y bramaba de dolor. En las varas de membrillo húmedas, flexibles de color amarillento verdoso, salían coágulos de sangre de las heridas de la primera tanda que empezaban a cicatrizar. Ahogados gritos de bestia que agoniza sin conciencia clara de su dolor fueron los últimos lamentos. Juntaba la cara al petate, áfono, con el gesto contraído y el cabello en desorden. Su queja acuchillante se confundía con el jadear de los carceleros que el capataz, cuando no pegaban duro, castigaba con la verga.

—¡Aliviados estábamos, Lucio Vásquez, con que cada hijo de vecino que cometiese un acto delictuoso fuera a salir libre con sólo afirmar que había sido de orden del Señor Presidente! ¿Dónde está la prueba? El Señor Presidente no está loco para dar una orden así. ¿Dónde está el papel en que consta que se le ordenó a usted proceder contra ese infeliz en forma tan villana y cobarde?

Vásquez palideció, y, mientras buscaba la respuesta, se puso las manos temblorosas en los bolsillos del pantalón.

—En los tribunales, ya sabe usted que cuando se habla es con el papel al canto; si no, ¿adónde íbamos a parar? ¿Dónde está esa orden?

—Vea, lo que pasa es que ya esa orden no la tengo. La devolví. El Señor Presidente debe saber...

—¿Cómo es eso? ¿Y por qué la devolvió?

—¡Porque decía al pie que se devolviera firmada al estar cumplida! No me iba a quedar con ella, ¿verdá?... Me parece... Comprenda usté...

—¡Ni una palabra, ni una palabra más! ¡Mañas conmigo! ¡Presidentazos conmigo! ¡Bandolero, yo no soy niño de escuela para creerle tonterías de ese jaez! El dicho de una persona no hace prueba, salvo los casos especificados en los Códigos, cuando el dicho de la policía funge como plena prueba. Pero no se trata de un curso de Derecho Penal... Y basta... , basta; he dicho basta...

—Pues si no quiere creerme a mí, vaya a preguntárselo a él; quizás así lo crea. ¿Acaso no estaba yo con usted cuando los limosneros acusaron?...

—¡Silencio, o lo hago callar a palos!... ¡Ya me veo yo preguntándole al Señor Presidente!... ¡Lo que sí le digo, Vásquez, es que usted sabe más de lo que le han enseñado y su cabeza está en peligro!

Lucio dobló la cabeza como guillotinado por las palabras del Auditor. El viento, detrás de las ventanas, soplaba iracundo.

XXI
Vuelta en redondo

Cara de Ángel se arrancó el cuello y la corbata frenético. Nada más tonto, pensaba, que la explicacioncilla que el prójimo se busca de los actos ajenos. Actos ajenos... ¡Ajenos!... El reproche es a veces murmuración aceda. Calla lo favorable y exagera lo corriente. Un bello estiércol. Arde como cepillo sobre llaga. Y va más hondo ese reproche velado, de pelo muy fino, que se disimula en la información familiar, amistosa o de simple caridad... ¡Y hasta las criadas! ¡Al diablo con todos estos chismes de hueso!

Y de un tirón saltaron los botones de la camisa. Una desgarradura. Se oyó como si se hubiese partido el pecho. Las sirvientas le habían informado por menudo de cuanto se contaba en la calle de sus amores. Los hombres que no han querido casarse por no tener en casa mujer que les repita, como alumna aplicada en día de premios, lo que la gente dice de ellos —nunca nada bueno— acaban, como Cara de Ángel, oyéndolo de labios de la servidumbre.

Entornó las cortinas de su habitación sin acabar de quitarse la camisa. Necesitaba dormir o, por lo menos, que el cuarto fingiera ignorar el día, ese día, constataba con rencor, que no podía ser otro más que ese mismo día.

«¡Dormir!», repitióse al borde de la cama, ya sin zapatos, ya sin calcetines, con la camisa abierta, desabrochándose el pantalón. «¡Ah, pero qué idiota! ¡Si no me he quitado la chaqueta!»

De talones, con las puntas de los dedos hacia arriba para no asentar en el piso de cemento heladísimo la planta de los pies, llegóse a colgar la americana al respaldo de una silla
y a
saltitos, rápido y friolento y en un pie como un alcaraván, volvió a la cama.
Y ¡pun!...,
se enterró perseguido por... , por el animal del piso. Las piernas de sus pantalones arrojados al aire giraron como las agujas de un reloj gigantesco. El piso, más que de cemento, parecía de hielo. ¡Qué horror! De hielo con sal. De hielo de lágrimas. Saltó a la cama como a una barca de salvamento desde un témpano de hielo. Buscaba a echarse fuera de cuanto le sucedía, y cayó en su cama, que antojósele una isla, una isla blanca rodeada de penumbras y de hecho inmóviles, pulverizados. Venía a olvidar, a dormir, a no ser. Ya no más razones montables y desmontables como las piezas de una máquina. A la droga con los tornillos del sentido común. Mejor el sueño, la sinrazón, esa babosidad dulce de color azul al principio, aunque suele presentarse verde, y después negra, que desde los ojos se destila por dentro al organismo, produciendo la inhibición de la persona. ¡Ay, anhelo! Lo anhelado se tiene y no se tiene. Es como un ruiseñor de oro al que nuestras manos le hacen jaula con los diez dedos juntos. Un sueño de una pieza, reparador, sin visitas que entran por los espejos y se van por las ventanas de la nariz. Algo así anhelaba, algo como su reposado dormir de antes. Pronto se convenció de lo alto que le quedaba el sueño, más alto que el techo, en el espacio claro que sobre su casa era el día, aquel imborrable día. Se acostó boca abajo. Imposible. Del lado izquierdo, para callarse el corazón. Del lado derecho. Todo igual. Cien horas le separaban de sus sueños perfectos, de cuando se acostaba sin preocupaciones sentimentales. Su instinto le acusaba de estar en ese desasosiego por no haber tomado a Camila por la fuerza. Lo oscuro de la vida se siente tan cerca algunas veces, que el suicidio es el único medio de evasión. «¡Ya no seré más!»..., se decía. Y todo él temblaba en su interior. Se tocó un pie con otro. Le comía la falta de clavo en la cruz en que estaba. «Los borrachos tienen no sé qué de ahorcados cuando marchan —se dijo—, y los ahorcados no sé qué de borrachos cuando patalean o los mueve el viento.» Su instinto le acusaba. Sexo de borracho... Sexo de ahorcado... ¡Tú, Cara de Ángel! ¡Sexo de moco de chompipe!... «La bestia no se equivoca de una cifra en este libro de contabilidades sexuales», fue pensando. «Orinamos hijos en el cementerio. La trompeta del juicio... Bueno, no será trompeta. Una tijera de oro cortará ese chorro perenne de niños. Los hombres somos como las tripas de cerdo que el carnicero demonio rellena de carne picada para hacer chorizos. Y al sobreponerme a mí mismo para librar a Camila de mis intenciones, dejé una parte de mi ser sin relleno y por eso me siento vacío, intranquilo, colérico, enfermo, dado a la trampa. El hombre se rellena de mujer —carne picada— como una tripa de cerdo para estar contento. ¡Qué vulgaridad!»

Las sábanas le quedaban como faldones. Insoportables faldones mojados en sudor.

¡Le deben doler las hojas al Árbol de la Noche Triste! «¡Ay, mi cabeza!» Sonido licuado de carillón...
Brujas la Muerta...
Tirabuzones de seda sobre su nuca... «Nunca...» Pero en la vecindad tienen un fonógrafo. No lo había oído. No lo sabía. Primera noticia. En la casa de atrás tienen un perro. Deben ser dos. Pero aquí tienen un fonógrafo. Uno solo. «Entre la trompeta del fonógrafo de esta vecindad, y los perros de la casa de allá atrás, que oyen la voz del amo, queda mi casa, mi cabeza, yo... Estar cerca y estar lejos es ser vecinos. Esto es lo feo de ser vecino de alguien. Pero éstos, ¡qué trabajo tienen!: tocar el fonógrafo. Y hablar mal de todo el mundo. Ya me figuro lo que dirán de mí. Par de anisillos descoloridos. De mí que digan lo que quieran, qué me importa; pero de ella... Como yo llegue a averiguar que han dicho media palabra mal de ella, les hago miembros de
La Juventud Liberal.
Muchas veces los he amenazado con eso; mas ahora, ahora estoy dispuesto a cumplirlo. ¡Cómo les amargaría la vida! Aunque tal vez no, son muy sinvergüenzas. Ya los oigo repetir por todas partes: "¡Se sacó a la pobre muchacha después de media noche, la arrastró al fondín de una alcahueta y la violó; la policía secreta guardaba la puerta para que nadie se acercara! La atmósfera —se quedarán pensando, ¡caballos!— mientras la desnudaba, desgarrándole las ropas, tenía carne y pluma temblorosa de ave recién caída en la trampa. Y la hizo suya —se dirán— sin acariciarla, con los ojos cerrados, como quien comete un crimen o se bebe un purgante." Si supieran que no es así, que aquí estoy medio arrepentido de mi proceder caballeroso. Si imaginaran que todo lo que dicen es falso. A la que deben de estarse imaginando es a ella. Se la imaginarán conmigo, conmigo y con ellos. Ellos desnudándola; ellos haciendo lo que yo hice según ellos. Lo de
La Juventud Liberal
es poco para este par de serafines. Algo más duro hay que buscar. El castigo ideal, ya que los dos son solteros —¡es verdad que son solterones!—, sería... con un par de señoras de aquéllas, aquéllas. Sé de dos que el Señor Presidente tiene sobre la nuca. Pues con ésas. Pues con ésas. Pero una de ellas está embarazada. No importa. Mejor. Cuando el Señor Presidente quiere algo no es cosa de andarle mirando el vientre a la futura... Y que ésos, por mieditis, se casan, se casan... »

Se hizo un ovillo y con los brazos prensados entre las piernas recogidas, apretó la cabeza en las almohadas para dar tregua al relampagueante herir de sus ideas. Los rincones helados de las sábanas le reservaban choques físicos, aliviados pasajeros en la fuga desencadenada de su pensamiento. Allá lejos fue a buscar por último estas gratas sorpresas desagradables, alargando los pies para sacarlos de las sábanas y tocar con ellos los barrotes de bronce de la cama. Poco a poco abrió los ojos en seguida. Parecía que al hacerlo iba rompiendo la costura finísima de sus pestañas. Colgaba de sus ojos, ventosas adheridas al techo, ingrávido como la penumbra, los huesos sin endurecer, las costillas reducidas a cartílagos y la cabeza a blanda sustancia... Aldabeaba entre las sombras una mano de algodón... La mano de algodón de una sonámbula... Las casas son árboles de aldabas... Bosques de árboles de aldabas las ciudades son... Las hojas del sonido iban cayendo mientras ella llamaba... El tronco intacto de la puerta después de botar las hojas del sonido intacto... A ella no le quedaba más que tocar... A ellos no les quedaba más que abrir... Pero no abrieron. Así les hubiera echado abajo la puerta. Clavo que te clavas, así les hubiera echado abajo la puerta; clavo que te clavas, y nada; así les hubiera echado abajo la casa...

BOOK: El Señor Presidente
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