El Señor Presidente (15 page)

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Authors: Miguel Angel Asturias

BOOK: El Señor Presidente
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Y cambiando de voz, con los ojos de sapo crecidos en las órbitas, agregó con lentitud:

—Pero antes va usted a decirme lo que hacía en la casa del general Eusebio Canales esta mañana.

—Había... Había ido a buscar al general para un asunto...

—¿Un asunto de qué si se puede saber?...

—¡Un mi asuntito, señor! ¡Un mi mandado! De... vea... Se lo voy a decir todo de una vez: para decirle que lo iban a capturar por el asesinato de ese coronel no sé cuántos que mataron en el portal...

—¿Y que todavía tiene cara de preguntar por qué está presa? ¡Bandida! ¿Le parece poco, poco?... ¡Bandida! ¿Le parece poco, poco?...

A cada
poco
la indignación del Auditor crecía.

—¡Espéreme, señor, que le diga! ¡Espéreme, señor, si no es lo que usted está creyendo de mí! ¡Espéreme, óigame, por vida suya, si cuando yo llegué a la casa del general, el general ya no estaba; yo no lo vi, yo no vi a ninguno, todos se habían ido, la casa estaba sola, la criada andaba por allí corriendo!

—¿Le parece poco? ¿Le parece poco? ¿Y a qué hora llegó usted?

—¡Sonando en el reló de la Mercé las seis de la mañana, señor!

—¡Qué bien se acuerda! ¿Y cómo supo usted que el general Canales iba a ser preso?

—¡Yo!

—¡Sí, usted!

—¡Por mi marido lo supe!

—Y su marido. ¿Cómo se llama su marido?

—¡Genaro Rodas!

—¿Por quién lo supo? ¿Cómo lo supo? ¿Quién se lo dijo?

—Por un amigo, señor, uno llamádose Lucio Vásquez, que es de la policía secreta; ése se lo contó a mi marido y mi marido...

—¡Y usted al general! —se adelantó a decir el Auditor.

Niña Fedina movió la cabeza como quien dice: ¡Qué
negro,
NO!

—¿Y qué camino tomó el general?

—¡Pero por Dios Santo, si yo no he visto al general, como se lo estoy diciendo! ¿No me oye, pues? ¡No lo he visto, no lo he visto! ¡Qué me sacaba yo con decirle que no: y pior si eso es lo que está escribiendo en mi declaración ese señor!... —y señaló al amanuense, que la volvió a mirar, con su cara pálida y pecosa, de secante blanco que se ha bebido muchos puntos suspensivos.

—¡A usted poco le importa lo que él escribe! ¡Responda a lo que se le pregunta! ¿Qué camino tomó el general?

Sobrevino un largo silencio. La voz del Auditor, más dura, martilló:

—¿Qué camino tomó el general?

—¡No sé! ¿Qué quiere que le responda yo de eso? ¡No sé, no le vi, no le hablé!... ¡Vaya una cosa!

—¡Mal hace usted en negarlo, porque la autoridad lo sabe todo, y sabe que usted habló con el general!

—¡Mejor me da risa!

—¡Óigalo bien y no se ría, que todo lo sabe la autoridad, todo, todo! —a cada
todo
hacía temblar la mesa—. Si usted no vio al general, ¿de dónde tenía usted esta carta?... Ella sola vino volando y se le metió en la camisa, ¿verdad?

—Ésa es la carta que me encontré botada en la casa de él; la pepené del suelo cuando ya salía; pero mejor ya no le digo nada, porque usted no me cree, como si yo fuera alguna mentirosa.

—¡La
pepené!...
¡Ni hablar sabe! —refunfuñó el amanuense.

—Vea, déjese de cuentos, señora, y confiese la verdad, que lo que se está preparando con sus mentiras es un castigo que se va a acordar de mí toda su vida.

—¡Pues lo que le he dicho es la verdá; ahora, si usted no quiere creerlo así, tampoco es mi hijo para que yo se lo haga entender a palos!

—¡Le va costar muy caro, vea que se lo estoy diciendo! Y, otra cosa; ¿qué tenía usted que hacer con el general? ¿Qué era usted, qué es usted de él? Su hermana, su qué... ¿Qué se sacó?...

—Yo... del general... nada, onque tal vez sólo lo habré visto dos veces; pero ái tiene usted, que cupo la casualidad de que yo tenía apalabrada a su hija, para que me llevara al bautismo a mi hijo...

—¡Eso no es una razón!

—Ya era casi mi comadre, señor!

El amanuense agrego por detrás:

—¡Son embustes!

—Y si yo me afligí y perdí la cabeza y corrí adonde corrí, fue porque ese Lucio le contó a mi marido que un hombre iba a robarse a la hija de...

—¡Déjese de mentiras! Más vale que me confiese por las buenas el paradero del general, que yo sé que usted lo sabe, que usted es la única que lo sabe y que nos lo va a decir aquí, sólo a nosotros, sólo a mí... ¡Déjese de llorar, hable, la oigo!

Y amortiguando la voz, hasta tomar acento de confesor añadió:

—Si me dice en dónde está el general... , vea, óigame; yo sé que usted lo sabe y que me lo va a decir; si me dice el sitio donde el general se escondió, la perdono; óigame, pues, la perdono; la mando poner en libertad y de aquí se va ya derechito a su casa, tranquilamente... Piénselo... ¡Piénselo bien...!

—¡Ay, señor, si yo supiera se lo diría! Pero no lo sé, cabe la desgracia que no lo sé... ¡Santísima Trinidad, qué hago yo!

—¿Por qué me lo niega? ¿No ve que con eso usted misma se hace daño?

En las pausas que seguían a las frases del auditor, el amanuense se chupaba las muelas.

—Pues si no vale que la esté tratando por bien, porque ustedes son mala gente —esta última frase la dijo el Auditor más ligero y con un enojo creciente de volcán en erupción—, me lo va a decir por mal. Sepa que usted ha cometido un delito gravísimo contra la seguridad del Estado, y que está en manos de la justicia por ser responsable de la fuga de un traidor, sedicioso, rebelde, asesino y enemigo del Señor Presidente... ¡Y ya es mucho decir, esto ya es mucho decir, mucho decir!

La esposa de Rodas no sabía qué hacer. La palabras de aquel hombre endemoniado escondían una amenaza inmediata, tremenda, algo así como la muerte. La temblaban las mandíbulas, los dedos, las piernas... Al que le tiemblan los dedos diríase que ha sacado los huesos, y que sacude como guantes, las manos. Al que le tiemblan las mandíbulas sin poder hablar está telegrafiando angustias. Y al que le tiemblan las piernas va de pie en un carruaje que arrastran, como alma que se lleva el diablo, dos bestias desbocadas.

—¡Señor! —imploró.

—¡Vea que no es juguete! ¡A ver, pronto! ¿Dónde está el general? Una puerta se abrió a lo lejos para dar paso al llanto de un niño. Un llanto caliente, acongojado...

—¡Hágalo por su hijo!

Ni bien el auditor había dicho así y la Niña Fedina, erguida la cabeza, buscaba por todos lados a ver de dónde venía el llanto.

—Desde hace dos horas está llorando, y es en balde que busque dónde está... ¡Llora de hambre y se morirá de hambre si usted no me dice el paradero del general!

Ella se lanzó por una puerta, pero le salieron al paso tres hombres, tres bestias negras que sin gran trabajo quebraron sus pobres fuerzas de mujer. En aquel forcejeo inútil se le soltó el cabello, se le salió la blusa de la faja y se le desprendieron las enaguas. Pero qué le importaba que los trapos se le cayeran. Casi desnuda volvió arrastrándose de rodillas a implorar del Auditor que le dejara dar el pecho a su mamoncito.

—¡Por la Virgen del Carmen, señor —suplicó abrazándose al zapato del licenciado—; sí, por la Virgen del Carmen, déjeme darle de mamar a mi muchachito; vea que está que ya no tiene fuerzas para llorar, vea que se me muere; aunque después me mate a mí!

—¡Aquí no hay Vírgenes del Carmen que valgan! ¡Si usted no me dice dónde está oculto el general, aquí nos estamos, y su hijo hasta que reviente de llorar!

Como loca se arrodilló ante los hombres que guardaban la puerta. Luego luchó con ellos. Luego volvió a arrodillarse ante el Auditor, a quererle besar los zapatos.

—¡Señor, por mi hijo!

—Pues por su hijo: ¿dónde está el general? ¡Es inútil que se arrodille y haga toda esa comedia, porque si usted no responde a lo que le pregunto, no tenga esperanza de darle de mamar a su hijo!

Al decir esto, el Auditor se puso de pie, cansado de estar sentado. El amanuense se chupaba las muelas, con la pluma presta a tomar la declaración que no acababa de salir de los labios de aquella madre infeliz.

—¿Dónde está el general?

En las noches de invierno, el agua llora en las reposaderas. Así se oía el llanto del niño, gorgoriteante, acoquinado.

—¿Dónde está el general?

Niña Fedina callaba como una bestia herida, mordiéndose los labios sin saber qué hacer.

—¿Dónde está el general?

Así pasaron cinco, diez, quince minutos. Por fin el Auditor, secándose los labios con un pañuelo de orilla negra, añadió a todas sus preguntas la amenaza:

—¡Pues si no me dice, va a molernos un poco de cal viva a ver si así se acuerda del camino que tomó ese hombre!

—¡Todo lo que quieran hago; pero antes déjenme que... que... que le dé de mamar al muchachito! ¡Señor, que no sea así, vea que no es justo! ¡Señor, la criaturita no tiene la culpa! ¡Castígueme a mí como quiera!

Uno de los hombres que cubrían la puerta la arrojó al suelo de un empujón; otro le dio un puntapié que la dejó por tierra. El llanto y la indignación le borraban los ladrillos, los objetos: No sentía más que el llanto de su hijo.

Y era la una de la mañana cuando empezó a moler la cal para que no le siguieran pegando. Su hijito lloraba...

De tiempo en tiempo, el Auditor repetía:

—¿Dónde está el general? ¿Dónde está el general?

La una...

Las dos...

Por fin, las tres... Su hijito lloraba...

Las tres cuando ya debían ser como las cinco...

Las cuatro no llegaban... Y su hijito lloraba...

Y las cuatro... Y su hijito lloraba...

—¿Dónde está el general? ¿Dónde está el general?

Con las manos cubiertas de grietas incontables y profundas, que a cada movimiento se le abrían más, los dedos despellejados de las puntas, llagados los entrededos y las uñas sangrantes, Niña Fedina bramaba del dolor al llevar y traer la mano de la piedra sobre la cal. Cuando se detenía a implorar, por su hijo más que por su dolor, la golpeaban.

—¿Dónde esta el general? ¿Dónde está el general?

Ella no escuchaba la voz del auditor. El llorar de su hijo, cada vez más apagado, llenaba sus oídos.

A las cinco menos veinte la abandonaron sobre el piso, sin conocimiento. De sus labios caía una baba viscosa y de sus senos lastimados por fístulas casi invisibles, manaba la leche más blanca que la cal. A intervalos corrían de sus ojos inflamados llantos furtivos.

Más tarde —ya pintaba el alba— la trasladaron al calabozo. Allí despertó con su hijo moribundo, helado, sin vida, como un muñeco de trapo. Al sentirse en el regazo materno, el niño se reanimó un poco y no tardó en arrojarse sobre el seno con avidez; mas, al poner en él la boquita, y sentir el sabor acre de la cal, soltó el pezón y soltó el llanto, e inútil fue cuanto ella hizo después porque lo volviera a tomar. Con la criatura en los brazos dio voces, golpeó la puerta... Se le enfriaba... Se le enfriaba... Se le enfriaba... No era posible que le dejaran morir así cuando era inocente, y tornó a golpear la puerta y a gritar...

—¡Ay, mi hijo se me muere! ¡Ay, mi hijo se me muere! ¡Ay, mi vida, mi pedacito, mi vida!... ¡Vengan, por Dios! ¡Abran! ¡Por Dios, abran! ¡Se me muere mi hijo! ¡Virgen Santísima! ¡San Antonio bendito! ¡Jesús de Santa Catarina!

Fuera seguía la fiesta. El segundo día como el primero. La manta de las vistas a manera de patíbulo y la vuelta al parque de los esclavos atados a la noria.

XVII
Amor urdemales

—... ¡Si vendrá, si no vendrá!

—¡Como si lo estuviera viendo!

—Ya tarda; pero con tal que venga, ¿no le parece?

—De eso esté usté segura, como de que ahora es de noche; una oreja me quito si no viene. No se atormente...

—¿Y cree usté que me va a traer noticias de papá? Él me ofreció... —Por supuesto... Pues con mayor razón...

—¡Ay, Dios quiera que no me traiga malas noticias!... Estoy que no sé... Me voy a volver loca... Quisiera que viniera pronto para salir de dudas, y que mejor no viniera si me trae malas noticias.

La
Masacuata
seguía desde el rincón de la cocinita improvisada las palpitaciones de la voz de Camila, que hablaba recostada en la cama. Una candela ardía pegada al suelo delante de la Virgen de Chiquinquirá.

—En lo que está usté; ya lo creo que va a venir, y con noticias que le van a dar gusto, acuérdese de mí... Que dónde lo estoy leyendo, dirá usté... Me se pone y lo que es para eso de las corazonadas soy infalible... ¡Mirá con quién, con los hombres!... Bueno, si yo le fuera a contar... Es verdá que un dedo no hace mano, pero todos son lo mismo: al olor del hueso ái están que parecen chuchos...

El ruido del soplador espaciaba las frases de la fondera. Camila la veía soplar el fuego sin ponerle asunto.

—El amor, niña, es como las granizadas. Cuando se empiezan a chupar, acabaditas de hacer, abunda el jarabe que es un contento; por todos lados sale y hay que apurarse a jalar para adentro, que si no, se cae; pero después, después no queda más que un terrón de hielo desabrido y sin color.

Por la calle se oyeron pasos. A Camila le latía el corazón tan fuerte que tuvo que oprimírselo con las dos manos. Pasaron por la puerta y se alejaron presto.

—Creía que era él...

—No debe tardar...

—Debe ser que fue adonde mis tíos antes de venir aquí; probablemente se venga con él mi tío Juan...

—¡Chist, gato! El gato se está bebiendo su leche, espántelo... Camila volvió a mirar al animal que, asustado por el grito de la fondera, se lamía los bigotes empapados en leche, cerca de la taza olvidada en una silla.

—¿Cómo se llama su gato?

—Benjuí...

—Yo tenía uno que se llamaba
Gota;
era gata...

Ahora sí se oyeron pasos y tal vez que...

Era él.

Mientras la
Masacuata
desatrancaba la puerta, Camila se pasó las manos por los cabellos para arreglárselos un poco. El corazón le daba golpes en el pecho. Al final de aquel día que ella creyó por momentos eterno, interminable, que no iba a acabar nunca, estaba entumecida, floja, sin ánimo, ojerosa, como la enferma que oye cuchichear de los preparativos de su operación.

—¡Sí, señorita, buenas noticias! —dijo Cara de Ángel desde la puerta, cambiando la cara de pena que traía.

Ella esperaba de pie al lado de la cama, con una mano puesta sobre la cabecera, los ojos llenos de lágrimas y el semblante frío. El favorito le acarició las manos.

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