Read El Señor Presidente Online
Authors: Miguel Angel Asturias
Otra sonrisilla cosquilleó en las comisuras de sus labios mientras se decía: «¡Fui director del instituto, director de un diario, diplomático, diputado, alcalde, y ahora, como si nada, jefe de una cuadrilla de malhechores!... ¡Caramba, lo que es la vida!
That is the life in the tropic!»
Dos campanadas se arrancaron de las piedras de la Merced.
—¡Todo el mundo a la calle! —gritó Cara de Ángel, y sacando el revólver dijo a la
Masacuata
antes de salir—: ¡Ya regreso con mi tesoro!
—¡Manos a la obra! —ordenó Vásquez, trepando como lagartija por una ventana a la casa del general, seguido de dos de la pandilla—. ¡Y... cuidado quién se raja!
En la casa del general aún resonaban las dos campanadas del reloj.
—¿Vienes, Camila?
—¡Sí, papaíto!
Canales vestía pantalón de montar y casaca azul. Sobre su casaca limpia de entorchados se destacaba, sin mancha, su cabeza cana. Camila llegó a sus brazos desfallecida, sin una lágrima, sin una palabra. El alma no comprende de felicidad ni la desgracia sin deletrearlas antes. Hay que morder y morder el pañuelo salóbrego de llanto, rasgarlo, hacerle dientes con los dientes. Para Camila todo aquello era un juego o una pesadilla; verdad, no, verdad no podía ser; algo que estuviera pasando, pasándole a ella, pasándole a su papá, no podía ser. El general Canales la envolvió en sus brazos para decirle adiós.
—Así abracé a tu madre cuando salí a la última guerra en defensa de la patria. La pobrecita se quedó con la idea de que yo no regresaría y fue ella la que no me esperó.
Al oír que andaban en la azotea, el viejo militar arrancó a Camila de sus brazos y atravesó el patio, por entre arriates y macetas con flores, hacia la puerta de la cochera. El perfume de cada azalea, de cada geranio, de cada rosal, le decía adiós. Le decía adiós el búcaro rezongón, la claridad de las habitaciones. La casa se apagó de una vez, como cortada a tajo del resto de las casas. Huir no era digno de un soldado... Pero la idea de volver a su país al frente de una revolución libertadora...
Camila, de acuerdo con el plan, salió a la ventana a pedir auxilio:
—¡Se están entrando los ladrones! ¡Se están entrando los ladrones! Antes de que su voz se perdiera en la noche inmensa acudieron los primeros gendarmes, los que cuidaban el frente de la casa, soplando los largos dedos huecos de los silbatos. Sonido destemplado de metal y madera. La puerta de la calle se franqueó en seguida. Otros agentes vestidos de paisanos asomaron a las esquinas, sin saber de qué se trataba, mas por aquello de las dudas, con el «Señor de la Agonía» bien afilado en la mano, el sombrero sobre la frente y el cuello de la chaqueta levantado sobre el pescuezo. La puerta de par en par se los tragaba a todos. Río revuelto. En las casas hay tanta cosa indispuesta con su dueño... Vásquez cortó los alambres de la luz eléctrica al subir al techo, y corredores y habitaciones eran una sola sombra dura. Algunos encendían fósforos para dar con los armarios, los aparadores, las cómodas. Y sin hacer más ni más las registraban de arriba abajo, después de hacer saltar las chapas a golpe vivo, romper los cristales a cañonazos de revólver o convertir en astillas las maderas finas. Otros, perdidos en la sala, derribaban las sillas, las mesas, las esquineras con retratos, barajas trágicas en la tiniebla, o manoteaban un piano de media cola que había quedado abierto y que se dolía como bestia maltratada cada vez que lo golpeaban.
A lo lejos se oyó una risa de tenedores, cucharas y cuchillos regados en el piso y en seguida un grito que machacaron de un golpe. La
Chabelona
ocultaba a Camila en el comedor, entre la pared y uno de los aparadores. El favorito la hizo rodar de un empellón. La vieja se llevó en las trenzas enredado el agarrador de la gaveta de los cubiertos, que se esparcieron por el suelo. Vásquez la calló de un barretazo. Pegó al bulto. No se veían ni las manos.
Horas y horas se pasaba en su cuarto ante el espejo. «El diablo se le va a asomar por mica», le gritaba su nana. «¿Más diablo que yo?», respondía Camila, el pelo en llamas negras alborotado, la cara trigueña lustrosa de manteca de cacao para despercudirse, náufragos los ojos verdes, oblicuos y jalados para atrás. La pura China Canales, como la apodaban en el colegio, aunque fuera con su gabacha de colegiala cerrada hasta las islillas, se veía más mujercita, menos fea, caprichuda y averiguadora.
—Quince años —se decía ante el espejo—, y no paso de ser una burrita con muchos tíos y tías, primos y primas, que siempre han de andar juntos como insectos.
Se tiraba del pelo, gritaba, hacía caras. Le caía mal formar parte de aquella nube de gente emparentada. Ser la nena. Ir con ellos a la parada. Ir con ellos a todas partes. A misa de doce, al Cerro del Carmen, a montarse al caballo rubio, a dar vueltas al Teatro Colón, a bajar y subir barrancos por El Sauce.
Sus tíos eran unos espantajos bigotudos, con ruido de anillos en los dedos. Sus primos unos despeinados, gordinflones, plomosos. Sus tías unas repugnantes. Así los veía, desesperada de que unos —los primos— le regalaran cartuchos de caramelos con banderita, como a una chiquilla; de que otros —los tíos— la acariciaran con las manos malolientes a cigarro, tomándola de los cachetes con el pulgar y el índice para moverle la cara de un lado a otro —instintivamente Camila entiesaba la nuca—; o de que la besaran sus tías sin levantarse el velito del sombrero, sólo para dejarle en la piel sensación de telaraña pegada con saliva.
Los domingos por la tarde se dormía o se aburría en la sala, cansada de ver retratos antiguos en un álbum de familia, fuera de los que pendían de las paredes tapizadas de rojo o se habían distribuido en esquineras negras, mesas plateadas y consolas de mármol, mientras su papá ronroneaba como mirando a la calle desierta por una ventana, o correspondía a los adioses de vecinos y conocidos que le saludaban al pasar. Uno allá cada año. Le rendían el sombrero. Era el general Canales. Y el general les contestaba con la voz campanuda: «¡Buenas tardes...» «Hasta luego...» «Me alegro de verlo...» «¡Cuídese mucho!...»
Las fotografías de su mamá recién casada, a la que sólo se le veían los dedos y la cara — todo lo demás eran los tres reinos de la naturaleza, a la última moda en el traje hasta los tobillos, los mitones hasta cerca del codo, el cuello rodeado de pieles y el sombrero chorreando listones y plumas bajo una sombrilla de encajes alechugados—; y las fotografías de sus tías pechugonas y forradas como muebles de sala, el pelo como empedrado y diademitas en la frente; y las de las amigas de entonces, unas con mantón de manila, peineta y abanico, otras retratadas de indias con sandalias, güipil, tocoyal y un cántaro en el hombro, o fotografiadas con madrileña, lunares postizos y joyas, iban adormeciendo a Camila, untándola somnolencias de crepúsculo y presentimientos de dedicatoria: «Este retrato tras de ti como mi sombra.» «A todas horas contigo este pálido testigo de mi cariño.» «Si el olvido borra esas letras enmudecerá mi recuerdo.» Al pie de otras fotografías sólo se alcanzaba a leer entre violetas secas fijadas con listoncitos descoloridos: «Remember, 1898»; «... idolatrada»; «Hasta más allá de la tumba»; «Tu incógnita... »
Su papá saludaba a los que pasaban por la calle desierta, uno allá cada cuando, mas su voz campanuda resonaba en la sala como respondiendo a las dedicatorias. «Este retrato tras de ti como mi sombra»: «¡Me alegro mucho, que le vaya bien...!» «A todas horas contigo este pálido testigo de mi cariño»: «¡Adiós, que se conserve bien...!» «Si el olvido borra estas letras enmudecerá mi recuerdo»: «¡Para servirlo, saludos a su mamá!»
Un amigo escapaba a veces del álbum de retratos y se detenía a conversar con el general en la ventana. Camila lo espiaba escondida en el cortinaje. Era aquél que en el retrato tenía aire de conquistador, joven, esbelto, cejudo, de vistoso pantalón a cuadros, levita abotonada y sombrero entre bolero y cumbo,
el ya me atrevo
de fin de siglo.
Camila sonreía y se tragaba estas palabras: «Mejor se hubiera quedado en el retrato, señor... Sería anticuado en su vestir, se prestaría a burlas su traje de museo, pero no estaría barrigón, calvo y con los cachetes como chupando bolitas.»
Desde la penumbra del cortinaje de terciopelo, oliendo a polvo, asomaba Camila sus ojos verdes al cristal de la tarde dominguera. Nada cambiaba la crueldad de sus pupilas de vidrio helado para ver desde su casa lo que pasaba en la calle.
Separados por los barrotes del balcón voladizo, mataban el tiempo su papá, con los codos hundidos en un cojín de raso —relumbraban las mangas de su camisa de lino, pues estaba en mangas de camisa—, y un amigo que parecía muy de su confianza. Un señor bilioso, nariz ganchuda, bigote pequeño y bastón de pomo de oro. Las casualidades. Callejeando allí por la casa lo detuvo el general con un «¡Dichosos los ojos que te ven por la Merced, qué milagrote!», y Camila lo encontró en el álbum. No era fácil reconocerlo. Sólo fijándose mucho en su retrato. El pobre señor tuvo su nariz proporcionada, la cara dulzona, llenita. Bien dicen que el tiempo pasa sobre la gente. Ahora tenía la cara angulosa, los pómulos salientes, filo en las arcadas de las cejas despobladas y la mandíbula cortante. Mientras conversaba con su papá con voz pausada y cavernosa, se llevaba el pomo del bastón a la nariz a cada rato, como para oler el oro.
La inmensidad en movimiento. Ella en movimiento. Todo lo que en ella estaba inmóvil, en movimiento. Jugaron palabras de sorpresa en sus labios al ver el mar por primera vez, mas al preguntarle sus tíos qué le parecía el espectáculo, dijo con aire de huera importancia: «¡Me lo sabía de memoria en fotografía!... »
El viento palpitante le agitaba en las manos un sombrero rosado de ala muy grande. Era como un aro. Como un gran pájaro redondo.
Los primos, con la boca abierta y los ojos de par en par, no salían de su asombro. El oleaje ensordecedor ahogaba las palabras de sus tías. ¡Qué lindo! ¡Cómo se hace! ¡Cuánta agua! ¡Parece que está bravo! ¡Y allá, vean..., es el sol que se está hundiendo! ¿No olvidaríamos algo en el tren por bajar corriendo?... ¿Ya vieron si las cosas están cabales?... ¡Hay que contar las valijas!...
Sus tíos, cargados con valijas de ropas ligeras, propias para la costa, esos trajes arrugados como pasas que visten los temporadistas; con los racimos de cocos que las señoras arrebataron de las manos de los vendedores en las estaciones de tránsito, sólo porque eran baratos, y una runfla de tanates y canastas, se alejaron hacia el hotel en fila india.
—Lo que dijiste, yo me fijé... —habló por fin uno de sus primos, el más canillón. (Un golpe de sangre bajo la piel acentuó el color trigueño de Camila con ligero carmín, al sentirse aludida.)—. Y no lo tomé como lo dijiste. Para mí lo que tú quisiste decir es que el mar se parece a los retratos que salen en las vistas de viajes, sólo que en más grande.
Camila había oído hablar de las vistas de movimiento que daban a la vuelta del Portal del Señor, en las Cien Puertas, pero no sabía ni tenia idea de cómo eran. Sin embargo, con lo dicho por su primo, fácil le fue imaginárselas entornando los ojos y viendo el mar. Todo en movimiento. Nada estable. Retratos y retratos confundiéndose, revolviéndose, saltando en pedazos para formar una visión fugaz a cada instante, en un estado que no era sólido, ni líquido, ni gaseoso, sino el estado en que la vida está en el mar. El estado luminoso. En las vistas y en el mar.
Con los dedos encogidos en los zapatos y la mirada en todas partes, siguió contemplando Camila lo que sus ojos no acababan de ver. Si en el primer instante sintió vaciarse sus pupilas para abarcar la inmensidad, ahora la inmensidad se las llenaba. Era el regreso de la marea hasta sus ojos.
Seguida de su primo bajó por la playa poco a poco —no era fácil andar en la arena—, para estar más cerca de las olas, pero en lugar de una mano caballerosa, el Océano Pacífico le lanzó una guantada líquida de agua clara que le bañó los pies. Sorprendida, apenas si tuvo tiempo para retirarse, no sin dejarle prenda —el sombrero rosado que se veía como un punto diminuto entre los tumbos— y no sin un chillidito de niña consentida que amenaza con ir a dar la queja a su papá: «¡Ah... mar!»
Ni ella ni su primo se dieron cuenta. Había pronunciado por primera vez el verbo «amar» amenazando al mar. El cielo color tamarindo, hacia el sitio en que se ocultaba el sol completamente, enfriaba el verde profundo del agua.
¿Por qué se besó los brazos en la playa respirando el olor de su piel asoleada y salobre? ¿Por qué hizo otro tanto con las frutas que no la dejaban comer, al acercárselas a los labios juntitos y olisquearlas? «A las niñas les hace mal el ácido —sermoneaban sus tías en el hotel— , quedarse con los pies húmedos y andar potranqueando.» Camila había besado a su papá y a su nana, sin olerlos. Conteniendo la respiración había besado el pie como raíz lastimada de Jesús de la Merced. Y sin oler lo que se besa, el beso no sabe a nada. Su carne salobre y trigueña como la arena, y las piñuelas y los membrillos, la enseñaron a besar con las ventanas de la nariz abiertas, ansiosas, anhelantes. Mas del descubrimiento al hecho, ella no supo si olía o si mordía cuando ya, para terminar la temporada, la besó en la boca el primo que hablaba de las vistas del movimiento y sabía silbar el tango argentino.
Al volver a la capital, Camila le metió flota a su nana para que la llevara a las vistas. Era a la vuelta del Portal del Señor, en las Cien Puertas. Fueron a escondidas de su papá, tronándose los dedos y rezando el Trisagio. Por poco se vuelven desde la puerta al ver el salón lleno de gente. Se apropiaron de dos sillas cercanas a una cortina blanca, que por ratitos bañaban con un como reflejo de sol. Estaban probando los aparatos, los lentes, la electricidad, que producía un ruido de chisporroteo igual al de los carbones de la luz eléctrica en los faroles de las calles.
La sala se oscureció de repente. Camila tuvo la impresión de que estaba jugando al tuero. En la pantalla todo era borroso. Retratos con movimientos de saltamontes. Sombras de personas que al hablar parecía que mascaban, al andar que iban dando saltos y al mover los brazos que se desgonzaban. A Camila se le hizo tan precioso el recuerdo de una vez que se escondió con un muchacho en el cuarto del tragaluz, que se olvidó de las vistas. El candil de las ánimas moqueaba en el rincón más tenebroso de la estancia, frente a un Cristo de celuloide casi transparente. Se escondieron bajo una cama. Hubo que tirarse al suelo. La cama no dejaba de echar fuerte, traquido y traquido. Un mueble abuelo que no estaba para que lo resmolieran. «¡Tuero!», se oyó gritar en el último patio. «¡Tuero!», gritaron en el primer patio. «¡Tuero! ¡Tuero!...» Al oír los pasos del que buscaba diciendo a voces: «¡Voy con tamaño cuero!», Camila empezó a quererse reír. Su compañero de escondite la miraba fijamente, amenazándola para que se callara. Ella le oía el consejo con los ojos serios, pero no aguantó la risa al sentir una mesa de noche entreabierta y apestosa a loco que le quedaba en las narices, y habría soltado la carcajada si no se le llenan los ojos de una arenita que se le fue haciendo agua al sentir en la cabeza el ardor de un coscorrón.