Read El Señor Presidente Online
Authors: Miguel Angel Asturias
Pálida, sin más rojo que el químico bermellón de los labios, t
omó
ella el papel que le tendía su marido y en un segundo le pasó lo
s
ojos:
Doctor: aganos el fabor de consolar a su mujer, ahora que el hombre de la mulita pasó a mejor bida. Consejo de unos amigos y amigas que le quieren.
Con una carcajada dolorosa, astillas de risa que llenaban las probetas y retortas del pequeño laboratorio de Barreño, como un veneno a estudiar, ella devolvió el papel a su marido. Una sirvienta acababa de decir a la puerta:
—¡Ya está servida la comida!
En Palacio, el Presidente firmaba el despacho asistido por el viej
ecito que entró al salir el doctor Barreño y oír que llamaban a
ese animal.
Ese animal
era un hombre pobremente vestido, con la piel rosada como ratón tierno, el cabello de oro de mala calidad, y los ojos azules y turbios perdidos en anteojos color de yema de huevo.
El Presidente puso la última firma y el viejecito, por secar de prisa, derramó el tintero sobre el pliego firmado.
—¡ANIMAL!
—¡Se...ñor!
—¡ANIMAL!
Un timbrazo... , otro... , otro... Pasos y un ayudante en la puerta.
—¡General, que le den doscientos palos a éste,
ya ya!
—rugió el Presidente; y pasó en seguida a la Casa Presidencial. La comida estaba puesta.
A
ese animal
se le llenaron los ojos de lágrimas. No habló porque no pudo y porque sabía que era inútil implorar perdón: el Señor Presidente estaba como endemoniado con el asesinato de Parrales Sonriente. A sus ojos nublados asomaron a implorar por él su mujer y sus hijos: una vieja trabajada y una media docena de chicuelos flacos. Con la mano hecha un garabato se buscaba la bolsa de la chaqueta para sacar el pañuelo y llorar amargamente —¡y no poder gritar para aliviarse!—, pensando, no como el resto de los mortales, que aquel castigo era inicuo; por el contrario, que bueno estaba que le pegaran para enseñarle a no ser torpe —¡y no poder gritar para aliviarse!—, para enseñarle a hacer bien las cosas, y no derramar la tinta sobre las notas —¡y no poder gritar para aliviarse!...
Entre los labios cerrados le salían los dientes en forma de peineta, contribuyendo con sus carrillos fláccidos y su angustia a darle aspecto de condenado a muerte. El sudor de la espalda le pegaba la camisa, acongojándole de un modo extraño.
¡Nunca había sudado tanto!... ¡Y no poder gritar para aliviarse! Y la basca del miedo le, le, le hacía tiritar...
El ayudante le sacó del brazo como dundo, embutido en una torpeza macabra: los ojos fijos, los oídos con una terrible sensación de vacío, la piel pesada, pesadísima, doblándose por los riñones, flojo, cada vez más flojo...
Minutos después, en el comedor:
—¿Da su permiso, señor Presidente?
—Pase, general.
—Señor, vengo a darle parte de
ese animal
que no aguantó los doscientos palos.
La sirvienta que sostenía el plato del que tomaba el Presidente, en ese momento, una papa frita, se puso a temblar...
—Y usted, ¿por qué tiembla? —le increpó el amo. Y volviéndose al general que, cuadrado, con el quepis en la mano, esperaba sin pestañear—: ¡Está bien, retírese!
Sin dejar el plato, la sirvienta corrió a alcanzar al ayudante y le preguntó por qué no había aguantado los doscientos palos.
—¿Cómo por qué? ¡Porque se murió!
Y siempre con el plato, volvió al comedor.
—¡Señor —dijo casi llorando al Presidente, que comía tranquilo—, dice que no aguantó porque se murió!
—¿Y qué? ¡Traiga lo que sigue!
Miguel Cara de Ángel, el hombre de toda la confianza del Presidente, entró de sobremesa.
—¡Mil excusas, señor Presidente! —dijo al asomar a la puerta del comedor. (Era bello y malo como Satán)—. ¡Mil excusas, Señor Presidente, si vengo-ooo... pero tuve que ayudar a un leñatero con un herido que recogió de la basura y no me fue posible venir antes! ¡Informo al Señor Presidente que no se trataba de persona conocida, sino de uno así como cualquiera!
El Presidente vestía, como siempre, de luto riguroso: negros los zapatos, negro el traje, negra la corbata, negro el sombrero que nunca se quitaba; en los bigotes canos, peinados sobre las comisuras de los labios, disimulaba las encías sin dientes, tenía los carrillos pellejudos y los párpados como pellizcados.
—¿Y se lo llevó adonde corresponde?... —interrogó desarrugando el ceño...
—Señor...
—¡Qué cuento es ése! ¡Alguien que se precia de ser amigo del Presidente de la República no abandona en la calle a un infeliz herido víctima de oculta mano!
Un leve movimiento en la puerta del comedor le hizo volver la cabeza.
—Pase, general...
—Con el permiso del Señor Presidente...
—¿Ya están listos, general?
—Sí, Señor Presidente...
—Vaya usted mismo, general; presente a la viuda mis condolencias y hágale entrega de esos trescientos pesos que le manda el Presidente de la República para que se ayude en los gastos del entierro.
El general, que permanecía cuadrado, con el quepis en la diestra, sin parpadear, sin respirar casi, se inclinó, recogió el dinero de la mesa, giró sobre los talones y, minutos después, salió en automóvil con el féretro que encerraba el cuerpo de
ese animal.
Cara de Ángel se apresuró a explicar:
—Pensé seguir con el herido hasta el hospital, pero luego me dije: «Con una orden del Señor Presidente lo atenderán mejor.» Y como venía para acá a su llamado y a manifestarle una vez más que no me pasa la muerte que villanos dieron por la espalda a nuestro Parrales Sonriente...
—Yo daré la orden...
—No otra cosa podía esperarse del que dicen que no debía gobernar este país...
El Presidente saltó como picado.
—¿Quiénes?
—¡Yo, el primero, Señor Presidente, entre los muchos que profesamos la creencia de que un hombre como usted debería gobernar un pueblo como Francia, o la libre Suiza, o la industriosa Bélgica o la maravillosa Dinamarca!... Pero Francia..., Francia sobre todo... ¡Usted sería el hombre ideal para guiar los destinos del gran pueblo de Gambetta y Víctor Hugo!
Una sonrisa casi imperceptible se dibujó bajo el bigote del Presidente, el cual, limpiando sus anteojos con un pañuelo de seda blanca, sin dejar de mirar a Cara de Ángel, tras una breve pausa encaminó la conversación por otro lado.
—Te llamé, Miguel, para algo que me interesa que se arregle esta misma noche. Las autoridades competentes han ordenado la captura de ese pícaro de Eusebio Canales, el general que tú conoces, y lo prenderán en su casa mañana a primera hora. Por razones particulares, aunque es uno de los que asesinaron a Parrales Sonriente, no conviene al Gobierno que vaya a la cárcel y necesito su fuga inmediata. Corre a buscarlo, cuéntale lo que sabes y aconséjale, como cosa tuya, que se escape esta misma noche. Puedes prestarle ayuda para que lo haga, pues, como todo militar de escuela, cree en el honor, se va a querer pasar de vivo y si lo agarran mañana le quito la cabeza. Ni él debe saber esta conversación; solamente tú y yo... Y tú ten cuidado que la policía no se entere que andas por ahí; mira cómo te las arreglas para no dar el cuerpo y que este pícaro se largue. Puedes retirarte.
El favorito salió con media cara cubierta en la bufanda negra. (Era bello y malo como Satán). Los oficiales que guardaban el comedor del amo le saludaron militarmente. Presentimiento; o acaso habían oído que llevaba en las manos la cabeza de un general. Sesenta desesperados bostezaban en la sala de audiencia, esperando que el Señor Presidente se desocupara. Las calles cercanas a Palacio y a la Casa Presidencial se veían alfombradas de flores. Grupos de soldados, al mando del Comandante de Armas, adornaban el frente de los cuarteles vecinos con faroles, banderitas y cadenas de papel de China azul y blanco.
Cara de Ángel no se dio cuenta de aquellos preparativos de fiesta. Había que ver al general, concertar un plan y proporcionarle la higa. Todo le pareció fácil antes que ladraran los perros en el bosque monstruoso que separaba al Señor Presidente de sus enemigos, bosque de árboles de orejas que al menor eco se revolvían como agitadas por el huracán. Ni una brizna de ruido quedaba leguas a la redonda con el hambre de aquellos millones de cartílagos. Los perros seguían ladrando. Una red de hilos invisibles, más invisibles que los hilos del telégrafo, comunicaba cada hoja con el Señor Presidente, atento a lo que pasaba en las vísceras más secretas de los ciudadanos.
Si fuera posible hacer pacto con el diablo, venderle el alma con tal de burlar la vigilancia de la policía y permitir la fuga al general... Pero el diablo no se presta para actos caritativos; bien que hasta dónde no dejaría raja aquel lance singular... La cabeza del general y algo más... Pronunció las palabras como si de verdad llevara en las manos la cabeza del general y algo más.
Había llegado a la casa de Canales, situada en el barrio de la Merced. Era un caserón de esquina, casi centenario, con cierta soberanía de moneda antigua en los ocho balcones que caían a la calle principal y el portón para carruajes que daba a la otra calle. El favorito pensó detenerse aquí y, caso de oír gente dentro, llamar para que le abrieran. Le hizo desistir la presencia de los gendarmes, que rondaban en la acera de enfrente. Apuró el paso y fue echando los ojos por las ventanas a ver si dentro había a quién hacerle señas. No vio a nadie. Imposible detenerse en la acera sin hacerse sospechoso. Pero en la esquina opuesta a la casa se abría un fondín de mala muerte, y para poder permanecer cerca de allí lo que faltaba era entrar y tomar algo. Una cerveza. Hizo decir algunas palabras a la que despachaba y con el vaso de cerveza en la mano volvió la cara para ver quién ocupaba una banquita acuñada a la pared, bulto de hombre que al entrar alcanzó a ver con el rabo de ojo. Sombrero de la coronilla a la frente, casi sobre los ojos, toalla alrededor del pescuezo, el cuello de la chaqueta levantado, pantalones campanudos, botines abotonados sin abotonar, talón alto, tapa de hule, cuero amarillo, género café. Distraídamente levantó los ojos el favorito y fue viendo las botellas alineadas en los tramos de la estantería, la ese luminosa de la bombita de la luz eléctrica, un anuncio de vinos españoles, Baco cabalgando un barril entre frailes barrigones y mujeres desnudas, y un retrato del Señor Presidente, echado a perder de joven, con ferrocarriles en los hombros, como charreteras, y un angelito dejándole caer en la cabeza una corona de laurel. Retrato de mucho gusto. De vez en vez volvía la mirada a la casa del general. Sería grave que el de la banquita y la fondera fueran más que amigos y estuvieran haciendo malobra. Se desabrochó la chaqueta al tiempo de cruzar una pierna sobre la otra y recostarse
de codos en el mostrador con el aire de la persona que no se va a marchar pronto. ¿Y si pidiera otra cerveza? La pidió y para ganar tiempo pagó con un billete de cien pesos. Tal vez la fondera no tenía vuelto. Ésta abrió el cajón de la venta con disgusto, hurgó entre los billetes mugrientos y lo cerró de golpe. No tenía vuelto. Siempre la misma historia de salir a buscar cambio. Se echó el delantal sobre los brazos desnudos y agarró la calle, no sin volver a mirar al de la banquita para recomendarle que estuviera ojo al Cristo con el cliente: un que sí voy a tener cuidado, un que no se vaya a robar algo. Precaución inútil, porque en ese momento salió una señorita de la casa del general, como llovida del cielo, y Cara de Ángel no esperó más.
—Señorita —le dijo andando a la par de ella—, prevenga al dueño de la casa de donde acaba de salir usted, que tengo algo muy urgente que comunicarle.
—¿Mi papá?
—¿Hija del general Canales?
—Sí, señor...
—Pues... no se detenga; no, no... Ande..., andemos, andemos... Aquí tiene usted mi tarjeta. Dígale, por favor, que le espero en mi casa lo más pronto posible; que de aquí me voy para allá, que allá le espero, que su vida está en peligro... Sí, sí, en mi casa, lo más pronto posible...
El viento le arrebató el sombrero y tuvo que volver corriendo a darle alcance. Dos y tres veces se le fue de las manos. Por fin le dio caza. Los aspavientos del que persigue un ave de corral.
Volvió al fondín, con el pretexto del vuelto, a ver la impresión que su salida repentina había hecho al de la banquita y lo encontró luchando con la fondera; la tenía acuñada contra la pared y con la boca ansiosa le buscaba la boca para darle un beso.
—¡Policía desgraciado, no es de balde que te llamas Bascas! —dijo la fondera cuando, del susto, al oír los pasos de Cara de Ángel, el de la banquita la soltó.
Cara de Ángel intervino amistosamente para favorecer sus planes; desarmó a la fondera, que se había armado de una botella, y volvió a mirar al de la banquita con ojos complacientes.
—¡Cálmese, cálmese, señora! ¿Qué son esas cosas? ¡Quédese con el vuelto y arréglense por las buenas! Nada logrará con hacer escándalo y puede venir la policía, más si el amigo...
—Lucio Vásquez, pa servir a usté...
—¿Lucio Vásquez? ¡Sucio Bascas! ¡Y la policía..., para todo van saliendo con la policía! ¡Que preben! ¡Que preben a entrar aquí! No le tengo miedo a nadie ni soy india, ¿oye, señor?, ¡para que éste me asuste con la Casa Nueva!
—¡A una casa-mala te meto si yo quiero! —murmuró Vásquez, escupiendo en seguida algo que se jaló de las narices.
—¡Será metedera! ¡Cómo no, Chón!
—¡Pero, hombre, hagan las paces, ya está!
—¡Sí, señor, si
yo ya
no estoy diciendo nada!
La voz de Vásquez era desagradable; hablaba como mujer, con una vocecita tierna, atiplada, falsa. Enamorado hasta los huesos de la fondera, luchaba con ella día y noche para que le diera un beso con su gusto, no le pedía más. Pero la fondera no se dejaba por aquello de que la que da el beso da el queso. Súplicas, amenazas, regalitos, llantos fingidos y verdaderos, serenatas, tustes, todo se estrellaba en la negativa cerril de la fondera, la cual no cedió nunca ni jamás se dio por las buenas. «El que me quiera —decía—, ya sabe que conmigo el amor es lucha a brazo partido.»
—Ahora que se callaron —continuó Cara de Ángel, hablaba como para él, frotando el índice en una monedita de níquel clavada en el mostrador—, les contaré lo que pasa con la señorita de allí enfrente.