»—Pertenece al gobierno, Small; al gobierno —tartamudeó. Pero lo dijo como a trompicones, y yo comprendí, allá en mi corazón, que tenía al mayor en mis manos.
»—¿De modo, señor, que yo debería poner el hecho en conocimiento del gobernador general? —le pregunté con mucha tranquilidad.
»—Bueno, bueno; no haga usted nada con precipitación de que luego pueda arrepentirse. Dígame a mí lo que hay del caso, Small. Póngame al corriente de los hechos.
»Le relaté la historia completa, introduciendo pequeñas variantes con objeto de que él no pudiera identificar los lugares. Cuando terminé mi relato, vi que se había quedado como de piedra y absorto en meditaciones. Por la contorsión de sus labios adiviné la fuerte lucha que se libraba en su interior.
»—Éste es un asunto de mucha importancia, Small —dijo por último—. No debe usted decir una palabra acerca del mismo a nadie, y muy pronto volveremos a hablar.
»Dos noches después, él y su amigo el capitán Morstan vinieron a mi choza alumbrándose con una linterna a altas horas de la noche.
»—Small, deseo que el capitán Morstan pueda oír de sus propios labios ese relato —me dijo.
»Se lo repetí tal como a él se lo había contado.
»—¿Verdad que suena a cosa verdadera? ¿Te parece que tiene base suficiente para actuar? —dijo el mayor.
»El capitán Morstan asintió con la cabeza, y el mayor agregó—: Mire, Small: hemos tratado del asunto mi amigo aquí presente y yo, llegando a la conclusión de que esto no es ni mucho menos algo en que deba intervenir el gobierno, sino que atañe exclusivamente a usted, y del que puede disponer como bien le parezca. El problema que ahora se plantea es saber cuál sería el precio que usted pediría. Si nos pusiésemos de acuerdo en las condiciones, quizá nos sintiésemos inclinados a aceptarlo, o por lo menos a estudiarlo.
»El mayor procuraba expresarse en forma fría y sin darle importancia, pero en sus ojos brillaban la excitación y la avaricia. Yo le contesté procurando también simular frialdad, pero sintiéndome tan excitado como lo estaba él mismo:
»—En cuanto a eso, caballeros, sólo puede hacer un trato quien se encuentra en la situación en que yo me encuentro. Lo que exijo es que me ayuden a recobrar la libertad, y que ayuden también a mis tres compañeros. Conseguida ésta, los aceptaremos en nuestra sociedad y les daremos una quinta parte para que se la repartan entre ustedes.
»—¡Hum! ¡Una quinta parte! ¡No es cosa muy tentadora! —dijo él.
»—Son unas cincuenta mil libras para cada uno —dije yo.
»—Pero ¿cómo vamos a lograr su libertad? Usted sabe muy bien que lo que pide es imposible.
»—Nada de eso —le contesté—. Lo tengo todo bien pensado, hasta en el más mínimo detalle. El único obstáculo para nuestra fuga es que carecemos de barco apropiado para el viaje y de provisiones suficientes para su mucha duración. En Calcuta y en Madrás hay muchos yates y balandros pequeños que servirán perfectamente para el caso nuestro. Traiga usted uno. Nosotros nos comprometemos a subir a bordo durante la noche, y si nos desembarca en un punto cualquiera de las costas de la India, habrá cumplido con su parte de compromiso.
»—Si se tratara de una persona sola… —dijo él.
»—O todos o ninguno —le contesté—. Lo hemos jurado. Siempre actuamos los cuatro juntos.
»—Ya ve usted, Morstan, que Small es hombre de palabra —dijo el mayor—. No traiciona a sus amigos. Creo que muy bien podemos fiarnos de él.
»—Es un asunto sucio —dijo el otro—. Sin embargo, y como usted dice, ese dinero nos permitiría muy bien salvar nuestros cargos.
»—Bien, Small —dijo el mayor—. Creo que no vamos a tener más remedio que intentarlo y aceptar sus condiciones. Pero habrá que comprobar antes la autenticidad de su relato. Dígame dónde está escondido el tesoro, y yo pediré permiso y regresaré a la India en el barco que trae mensualmente los suministros. Una vez allí haré las investigaciones necesarias.
»—No tan de prisa —le contesté, enfriándome a medida que él se entusiasmaba—. Necesito el consentimiento de mis tres camaradas. Ya le he dicho que hay que entenderse con los cuatro o con ninguno.
»—¡Tonterías! ¿A santo de qué tienen que intervenir en nuestro convenio tres negros?
»—Negros o azules —le dije—, ellos están en esto conmigo, y todos actuamos como un solo hombre.
»En fin, que el asunto se cerró en una segunda entrevista, en la que se hallaron presentes Mahomet Singh, Abdullah Khan y Dost Akbar. Volvimos a plantear el asunto desde el principio, y llegamos, por último, a un arreglo. Nosotros suministraríamos a los oficiales sendos mapas de la parte del fuerte de Agra en cuestión y señalaríamos en ellos el sitio donde el tesoro estaba escondido. El mayor Sholto se trasladaría a la India para comprobar la verdad de nuestra historia. Si encontraba el cofre, debía dejarlo donde estaba, y proceder a enviarnos un pequeño yate aprovisionado para el viaje. La embarcación fondearía aguas afuera de la isla Rutland y nosotros nos las arreglaríamos para ir hasta ella. Después, el mayor volvería a su puesto. Acto continuo, el capitán Morstan solicitaría permiso, y vendría a reunirse con nosotros en Agra, donde se realizaría el reparto final, haciéndose cargo Morstan de su parte y de la del mayor. Todo aquello lo sellamos con los juramentos más solemnes que pueden la imaginación inventar y pronunciar los labios.
»Yo trabajé durante toda la noche con papel y tinta, y cuando llegó la mañana tuve preparados los dos mapas, firmados con el
signo de los cuatro
, es decir, el signo de Abdullah, Akbar, Mahomet y mío.
»Bien, caballeros; observo que les estoy aburriendo con mi largo relato y comprendo que mi amigo el señor Jones está impaciente por tenerme a salvo en un calabozo. Abreviaré cuanto pueda. El canalla de Sholto marchó a la India, pero ya no regresó. Poco tiempo después, el capitán Morstan me mostró su nombre en una lista de pasajeros de barco correo. Había muerto un tío suyo dejándole una gran fortuna y había abandonado el ejército; sin embargo, fue muy capaz de rebajarse hasta el punto de conducirse de aquella manera con cinco hombres como nosotros. Morstan se trasladó poco después a Agra y se encontró, como esperábamos, con que el tesoro había desaparecido. El muy canalla lo robó íntegro, sin cumplir ninguna de las condiciones bajo las cuales le habíamos vendido el secreto. Desde esa fecha no viví sino para la venganza. Durante el día pensaba en ella y durante la noche la acariciaba amorosamente.
»Se convirtió para mí en una pasión avasalladora, absorbente. Me importaba poco la justicia, me importaba poco la hora. Fugarme, perseguir a Sholto hasta encontrarlo, apretarle con las manos el cuello ése era mi único pensamiento. Hasta el tesoro de Agra había pasado a ser cosa subalterna junto al ansia de matar a Sholto.
»Bueno, yo me he propuesto en la vida muchas cosas, y en todas ellas logré su realización. Pero pasaron largos años antes que llegase mi hora. Ya les he dicho que había aprendido algo de medicina. En una ocasión, y estando el doctor Somerton en cama con fiebres, una cuadrilla de presidiarios recogió en los bosques a un pequeño indígena de Andamán que, al sentirse mortalmente enfermo, se había encaminado a un lugar solitario para morir. Me hice cargo de él, a pesar de que era tan feroz como una serpiente, y en dos meses logré curarlo y ponerlo en situación de caminar por su pie. En vista de eso, aquel individuo se encariñó conmigo y andaba siempre merodeando alrededor de mi choza, sin querer regresar a sus bosques. Yo aprendí de él un poco de su dialecto, y esto hizo que se aficionase todavía más a mí.
»Tonga, que así se llamaba, era un magnífico navegante y tenía una canoa grande y muy espaciosa de propiedad suya. Cuando me convencí de que me era leal y de que sería capaz de hacer cualquier cosa por mí, comprendí que allí se hallaba mi oportunidad de escapar. Hablé con él acerca del asunto. Se encargó de traer su lancha una noche determinada a un viejo embarcadero que no estaba vigilado, donde me recogería a bordo. Le di instrucciones para que cargase varias calabazas de agua y gran cantidad de ñame, cocos y boniatos. ¡Era hombre leal y firme el pequeño Tonga! Nadie tuvo nunca un camarada más fiel.
»La noche convenida estuvo con su lancha en el muelle. Sin embargo, dio la casualidad de que se encontraba allí uno de los guardias del presidio, un indígena miserable de las fronteras del Afganistán que jamás había perdido ocasión de ofenderme e injuriarme. Yo le había jurado venganza, y vi llegado el momento de realizarla. Se hubiera dicho que el destino lo había situado en mi camino para que pudiera cobrarle mi deuda antes de abandonar la isla. Se encontraba en el malecón, vuelto de espaldas a mí, y con la carabina al hombro. Busqué a mi alrededor una piedra con la que poder saltarle los sesos, pero no vi ninguna.
»De pronto un extraño pensamiento me mostró dónde tenía yo a mano un arma. Me senté en la oscuridad y solté las correas de mi pata de palo. Tres largos saltos sobre un pie me bastaron para llegar hasta él. Se echó el arma a la cara, pero yo le di de lleno, en la mitad de la frente. Vean ustedes la hendidura que señala el sitio en que golpeó la madera. Los dos caímos al mismo tiempo, porque no pude conservar el equilibrio; pero cuando yo me levanté lo vi a él en el suelo, inmóvil. Busqué la lancha y una hora después nos encontrábamos mar adentro. Tonga se había llevado consigo todas las riquezas que tenía en este mundo: sus armas y sus dioses. Traía, entre otras cosas, una larga lanza de bambú, algunas esterillas de cocotero de Andamán, y con ellas hice una especie de vela. Navegamos por espacio de diez días sin rumbo fijo, fiándonos a nuestra suerte, y al undécimo fuimos recogidos por un barco mercante que marchaba de Singapur a Jeddah con un cargamento de peregrinos malayos. Eran estos gente por demás extraña; y pronto Tonga y yo nos las arreglamos para instalarnos entre ellos. Una buena condición tenían: no se metían con uno ni le hacían preguntas.
»Bien, pues. Si yo les contara todas las aventuras que nos ocurrieron a mi pequeño camarada y a mí, ustedes no me lo agradecerían, porque los obligaría a permanecer escuchándome hasta que saliera el sol.
»Rodamos de aquí para allá por el mundo. Siempre se nos ponía por delante algún obstáculo que nos impedía llegar a Londres. Pero ni un solo instante perdí yo de vista mi propósito. Soñaba todas las noches con Sholto. Lo habré matado en sueños un centenar de veces. Pero, al fin, hará cosa de tres o cuatro años, nos vimos en Inglaterra. No me costó mucho trabajo descubrir el paradero de Sholto, y entonces me dediqué a la tarea de averiguar qué había hecho con el tesoro o si estaba éste todavía en su poder. Me hice amigo de alguien que podía servirme de ayuda, y no doy nombres porque no deseo meter a nadie más en un aprieto, y pronto averigüé que las joyas seguían en sus manos. Intenté entonces llegar hasta él de varias maneras; pero era muy astuto, y tenía siempre dos boxeadores para guardarlo, además de sus hijos y el khirnutgar indio.
»Sin embargo, un día recibí aviso de que se estaba muriendo. Escalé la tapia y llegué a su jardín, enloquecido por la idea de que pudiera escapárseme de entre las garras de aquella manera; mirando por la ventana, le vi tendido en la cama y teniendo a cada lado a uno de sus hijos. Yo estaba dispuesto a saltar dentro, enfrentándome con los tres hombres, pero cuando lo miraba vi que su mandíbula caía hacia abajo sin fuerza y comprendí que había muerto. A pesar de todo, me metí aquella misma noche en su cuarto y busqué entre sus papeles, para ver si había dejado en algún sitio constancia del lugar en que había escondido el tesoro. Nada encontré, y me retiré, como es de suponer, tan furioso y amargado como puede estar un hombre. Antes de retirarme, se me ocurrió que, si alguna vez volvía yo a encontrarme con mis amigos los sikhs, les serviría de satisfacción el saber que yo había dejado alguna constancia de nuestro odio; garrapateé, pues,
el signo de los cuatro
, tal como lo habíamos estampado en los mapas, y se lo clavé en el pecho con un alfiler. Me resultaba intolerable que pudiera ser llevado a su tumba sin algún recuerdo de los hombres a quienes había robado y traicionado.
»Por aquel entonces nos ganábamos la vida gracias a las exhibiciones del pobre Tonga en ferias y otros sitios por el estilo, donde aparecía como el caníbal negro. Comía carne cruda y bailaba su danza guerrera; y así, nos encontrábamos, después del trabajo del día, con el sombrero lleno de peniques. También recibías noticias de Pondicherry Lodge, aunque durante algunos años sólo supe que buscaban el tesoro.
»Pero un buen día me llegó la noticia que habíamos esperado tanto tiempo. Había sido descubierto el tesoro. Estaba en la buhardilla de la casa sobre el laboratorio de Bartholomew Sholto. Fui en seguida y examiné bien la situación, pero no vi modo de encaramarme hasta allá arriba con mi pata de palo. Supe, sin embargo, que existía una trampilla en el tejado y averigüé también la hora en que el señor Sholto cenaba habitualmente. Creí que podría arreglármelas sin dificultad, valiéndome de Tonga. Me lo llevé con una larga cuerda arrollada a la cintura. El trepaba como un gato, y no tardó en meterse por el tejado; pero la mala suerte quiso que Bartholomew Sholto estuviese en su cuarto, para su desdicha. Tonga creyó que había hecho algo muy inteligente matándole, porque cuando yo llegué arriba me lo encontré pavoneándose muy orgulloso. Su sorpresa fue grande cuando yo le golpeé con el cabo de la cuerda y le maldije, diciéndole que era un enano sanguinario. Me apoderé del cofre del tesoro y lo descolgué al jardín, y luego me descolgué yo mismo, después de dejar el
signo de los cuatro
sobre la mesa, dando así a entender que las joyas volvían, por fin, a quienes con mayor derecho pertenecían. Entonces Tonga recogió la cuerda, cerró la ventana y salió por el mismo camino que había entrado.
»Creo que nada más me queda por decir a ustedes. Había oído a un botero ponderar la rapidez de la lancha de Smith, la Aurora, y se me ocurrió que nos sería un medio adecuado para escapar.
»Comprometí al viejo Smith, que se habría ganado una suma muy importante si nos hubiese llevado sanos y salvos al barco. Debió de comprender que había en todo ello algo sospechoso, pero nunca estuvo en nuestro secreto. Todo esto es la pura verdad, y si se la he contado, caballeros, no ha sido para divertirlos, porque la pasada que me han jugado no ha sido precisamente un favor, sino porque creo que mi mejor defensa consiste en no ocultar nada, dejando que el mundo sepa lo mal que se comportó conmigo el mayor Sholto y lo inocente que soy de la muerte de su hijo.»