El sindicato de policía Yiddish (18 page)

BOOK: El sindicato de policía Yiddish
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—Dígale de mi parte que todo irá bien.

La cara de monito, la boca triste y aquellos ojos que te decían que por mucho que te conociera y te quisiera, aun así era probable que te estuviera tomando el pelo.

—Oh, se lo diré —dijo Zimbalist, y luego rompió en sollozos entrecortados.

El chico se sacó un pañuelo limpio del bolsillo y se lo dio. Con paciencia, le sostuvo la mano al experto en demarcaciones. Tenía los dedos blandos y un poco pegajosos. En la parte interior de su muñeca, su hermana pequeña Reyzl había escrito su nombre con tinta roja. En cuanto Zimbalist recobró la compostura, Mendel le soltó la mano y se metió el pañuelo húmedo en el bolsillo.

—Hasta mañana —dijo.

Aquella noche, cuando Zimbalist entró con sigilo en el hospital, justo antes de extender su toalla en el suelo, depositó delicadamente la bendición del chico en el oído de su amante inconsciente. Lo hizo sin esperanza y con muy poca fe. En la oscuridad de las cinco de la mañana, la amiga de Zimbalist lo despertó y le dijo que se fuera a casa y desayunara con su mujer. Era la primera cosa coherente que decía en semanas.

—¿Le dio usted mi bendición? —le preguntó Mendel cuando se sentaron a jugar aquella misma mañana.

—Sí.

—¿Dónde está?

—En el General de Sitka.

—¿Con otra gente? ¿En un pabellón?

Zimbalist asintió.

—¿Y les dio también mi bendición a los demás?

A Zimbalist no se le había pasado la idea por la cabeza.

—A los demás no les dije nada —dijo—. No los conozco.

—Había bendición de sobras para todos —lo informó Mendel—. Désela. Désela esta noche.

Pero aquella noche, cuando Zimbalist fue a visitar a su amiga, se encontró con que la habían trasladado a otro pabellón, uno donde nadie corría peligro de morir, y por una razón u otra, Zimbalist se olvidó del recordatorio del chico. Dos semanas más tarde, los médicos mandaron a la mujer a casa, negando desconcertados con las cabezas. Y dos semanas más tarde todavía, una radiografía mostraba que en su cuerpo no quedaba ni rastro del cáncer.

Para entonces ella y Zimbalist habían roto su aventura por mutuo acuerdo y él dormía todas las noches en la cama conyugal. Las reuniones diarias con Mendel en la trastienda del local de la avenida Ringelblum continuaron durante una temporada, pero Zimbalist descubrió que ya no se divertía con ellas. El milagro aparente de la cura del cáncer alteró para siempre su relación con Mendel Shpilman. Zimbalist no conseguía quitarse de encima cierta sensación de vértigo que le invadía cada vez que Mendel lo miraba con aquellos ojos juntos, salpicados de lástima y de color dorado. La fe que el experto en demarcaciones tenía puesta en la ausencia de fe había quedado quebrantada por una simple pregunta —«¿Cómo está ella»?—, por una docena de palabras de bendición y por un simple movimiento de un alfil que parecía implicar un ajedrez más allá del ajedrez que conocía Zimbalist.

Fue a modo de recompensa del milagro que Zimbalist organizó la partida secreta entre Mendel y Melekh Gaystik, rey del café Einstein y futuro campeón del mundo. Tres partidas en la trastienda de un local de la avenida Ringelblum, de las que el chico ganó dos. Cuando aquel acto de subterfugio fue descubierto —aunque no el otro; nadie más supo nunca de la aventura—, las visitas de Mendel Shpilman a Zimbalist se interrumpieron. Después de aquello, él y Mendel no volvieron a pasar otra hora juntos frente al tablero.

—Eso es lo que pasa por ir repartiendo bendiciones —dice Zimbalist, el experto en demarcaciones—. Pero Mendel Shpilman tardó mucho tiempo en averiguarlo.

15

—Tú conoces a este
ganef
—le medio pregunta Landsman a Berko mientras los dos siguen pesadamente al experto en demarcaciones bajo la nevada del sabbath en dirección a la puerta del rabino.

Para emprender el viaje hasta el otro lado de la plaza, Zimbalist se ha lavado la cara y las axilas en una pileta que tiene en la trastienda. Ha mojado un peine y se ha rastrillado los diecisiete pelos que tiene hasta formar un telilla que le cruza la coronilla de un lado al otro. Luego se ha puesto una cazadora de pana marrón, un chaleco de borreguillo naranja, unos chanclos negros y, por encima de todo, un abrigo de piel de oso con cinturón que va dejando detrás un rastro de olor a naftalina que parece una bufanda de seis metros de largo. De un cuerno de alce que hay junto a la puerta, el experto descuelga algo que parece una pelota de fútbol americano o bien una otomana en miniatura hecha de piel de glotón y se la coloca encima de la cabeza. Ahora camina con andares de pato por delante de los detectives, apestando a naftalina, con aspecto de oso pequeño al que unos dueños crueles han forzado a que realice números degradantes. Falta menos de una hora para el crepúsculo, y la nieve que cae se parece a trozos de luz rota del día. El cielo de Sitka es una bandeja de plata deslustrada que se va poniendo negra a toda prisa.

—Sí, lo conozco —dice Berko—. Me trajeron a verlo justo después de que empezara a trabajar en el distrito Quinto. Me hicieron una ceremonia en su oficina, en la escuela de la calle Ansky Sur. Y él me sujetó algo con un alfiler a la corona del
latke
, una hoja dorada. Después de aquello siempre me mandaba una cesta de fruta por
purim
. La entregaban en mi casa, aunque nunca le di mi dirección particular. Todos los años recibíamos peras y naranjas hasta que nos mudamos al Shvartsn-Yam.

—He oído que es tirando a grande.

—Es mono. Es más mono que un puto botón.

—Todos eso que el experto nos ha contado de Mendel, lo de los milagros y los prodigios, Berko, ¿tú te crees algo de eso?

—Ya sabes que para mí la fe no tiene nada que ver, Meyer. Nunca lo ha tenido.

—Pero tú, solo por curiosidad, ¿tú realmente crees que estás esperando al Mesías?

Berko se encoge de hombros, indiferente a la pregunta, sin quitar la vista del rastro que van dejando los chanclos negros en la nieve.

—Es el Mesías —dice—. ¿Qué otra cosa vas a hacer más que esperar?

—Y luego, cuando venga, ¿qué? ¿Paz en la Tierra?

—Paz, prosperidad. Mucha comida. Nadie enfermará ni se sentirá solo. Nadie venderá nada. No lo sé.

—¿Y Palestina? Cuando venga el Mesías, ¿todos los judíos se mudarán de vuelta allí? ¿A la tierra prometida? ¿Con los gorros de piel y todo?

—Yo he oído que el Mesías ha hecho un trato con los castores —dice Berko—. Nada de pieles.

Bajo el resplandor de un enorme farol de gas de hierro que hay montado con un soporte de hierro en la fachada de la casa del rabino, un puñado impreciso de hombres se dedica a matar lo que queda de la semana. Parásitos, tipos fascinados por el rabino y un par que son directamente cortos de luces. Y el habitual caos de espontáneos que se las dan de Guardia Suiza y que únicamente entorpecen el trabajo de los
biks
que guardan ambos lados de la puerta principal. Todo el mundo le está diciendo a todo el mundo que se vaya a casa a bendecir la luz con su familia y que deje al rabino comerse su cena del sabbath con un poco de tranquilidad. Pero nadie acaba de marcharse y nadie acaba de quedarse. Se dedican a intercambiar mentiras verídicas sobre milagros y portentos recientes, nuevas estafas a la inmigración canadiense, así como cuarenta versiones nuevas de la historia del indio del martillo y del hecho de que estaba recitando el
alenu
mientras ejecutaba un baile de palmadas indio.

Cuando oyen que se les acerca el crujido y el claqueteo de los chanclos de Zimbalist a través de la plaza, se van quedando en silencio, uno por uno, como un calíope que se va quedando sin vapor. Zimbalist lleva cincuenta años viviendo entre ellos y sigue siendo, en virtud de una mezcla de elección y necesidad, alguien de fuera. Es un mago, un brujo salvaje, que con sus dedos acciona las cuerdas que cercan el distrito y todos los sabbath recoge con las palmas ahuecadas el agua salobre de sus almas. Subidos a lo alto de los postes del experto en demarcaciones, sus hombres pueden mirar por todas las ventanas y pueden escuchar todas las llamadas telefónicas. O por lo menos eso es lo que estos hombres han oído decir.

—Dejen paso, por favor —dice el experto, dirigiéndose a la escalera principal con sus bonitas barandillas de hierro forjado en forma de arabescos—. Amigo Belsky, hágase a un lado.

Los hombres lo dejan pasar como si Zimbalist estuviera corriendo hacia un cubo de agua con algo en llamas en las manos. Antes de que les dé tiempo a cerrar el espacio que han abierto, ven que Landsman y Berko se acercan también y dejan caer un silencio tan pesado que Landsman nota que le oprime los costados de la cabeza. Oye el zumbido de la nieve y el chisporroteo que hace cada copo al caer encima del farol de gas. Los hombres llevan a cabo una exhibición de miradas amenazadoras y de miradas de inocencia y de miradas tan vacías que amenazan con extraer todo el aire de los pulmones de Landsman. Alguien dice: «Pues yo no veo ningún martillo».

Los detectives Landsman y Shemets les desean un feliz sabbath. Luego dirigen su atención a los
biks
de la puerta, un par de muchachos de ojos saltones, fornidos y pelirrojos, con las narices chatas y unas barbas tupidas de lana del mismo color oxidado que la salsa del asado de pecho. Dos Rudashevsky pelirrojos, descendientes de una larga dinastía de
biks
, criados para obtener simplicidad, densidad, potencia y ligereza de pies.

—Profesor Zimbalist —dice el Rudashevsky que está a la izquierda de la puerta—. Que tenga un buen sabbath.

—Igualmente, amigo Rudashevsky. Lamento perturbar tu vigilancia en esta plácida tarde.

El experto en demarcaciones se recoloca la otomana peluda para acomodársela en la cabeza. Parece un principio maravilloso, pero cuando se dispone a abrir el cajón de su cara, no caen más monedas. Landsman se mete la mano en el bolsillo de la chaqueta. Zimbalist se ha quedado ahí plantado sin hacer nada, con los brazos colgando inertes, pensando tal vez que todo es culpa de él, que fue el ajedrez el que desvió al chico del camino dirigido por Dios que llevaba a su gloria, y que ahora le toca a él ir allí y contarle a su padre el triste final de la historia. Así que Landsman se coloca justo detrás de Zimbalist y rodea con los dedos el cuello frío y suave de la pinta de vodka Canadian que tiene en el bolsillo. Da un par de golpecitos con la botella en la garra huesuda de Zimbalist hasta que el vejestorio lo entiende y la coge.


Nu
, Yossele, soy el detective Shemets —dice Berko asumiendo el liderato de la operación, levantando la vista hacia la luz de gas dispersa con los ojos entornados y una mano a modo de visera. La banda de hombres que tiene detrás empieza a murmurar, sintiendo ya cómo se despliega a toda prisa algo malo y prodigioso. El viento hace oscilar los copos de nieve a un lado y otro, colgados de su centenar de ganchos—. ¿Qué pasa,
yid
?

—Detective —dice el Rudashevsky de la derecha, tal vez el hermano de Yossele, tal vez su primo. Tal vez las dos cosas al mismo tiempo—, ya hemos oído que estaba usted en el barrio.

—Este es el detective Landsman, mi compañero. ¿Podrías decirle por favor al rabino Shpilman que nos gustaría robarle un momento de su tiempo? Por favor, créeme que no lo molestaríamos a estas horas si no fuera importante.

Los sombreros negros, incluso los
verbovers
, no suelen desafiar el derecho ni la autoridad de los policías que llevan a cabo asuntos policiales en el Harkavy ni en la isla de Verbov. No cooperan, pero por lo general tampoco interfieren. Por otro lado, para entrar en la casa del rabino más poderoso del exilio, y cuando está a punto de llegar el momento más sagrado de la semana, para eso se necesita una buena razón. Se necesita estar allí para decirle, por ejemplo, que su único hijo ha muerto.

—¿Un momento del tiempo del rabino? —dice uno de los Rudashevsky.

—Si tuviera usted un millón de dólares, y discúlpeme que se lo diga, con todos los respetos, detective Shemets —dice el otro, que tiene las espaldas aún más anchas y los nudillos aún más peludos que Yossele, poniéndole una mano sobre el corazón—, no valdría tanto como lo que pide.

Landsman se vuelve hacia Berko.

—¿Tú llevas tanto dinero encima?

Berko le da un codazo a Landsman en el costado. Landsman nunca ha patrullado una zona de sombreros negros en sus días de
latke
, avanzando a tientas por un turbio fondo marino de miradas inexpresivas y de silencios capaces de aplastar a un submarino. Es por eso que no sabe mostrar el debido respeto.

—Vamos, Yossele. Shmerl, encanto —dice Berko en tono suplicante—. Necesito volver a mi casa y sentarme a mi mesa. Dejadnos entrar.

Yossele se da un tirón de su barba del mismo color que la salsa del pecho. Luego el otro se pone a hablar en voz baja y firme. El
bik
lleva puestos, y escondidos bajo uno de sus tirabuzones rizados de color castaño rojizo, un auricular y un micrófono de diadema.

—Debo preguntarles, con todos los respetos —dice el
bik
al cabo de un momento, con la fuerza de la orden fluyendo por sus rasgos, suavizándolos al tiempo que endurece su dicción—, qué asunto trae a los distinguidos agentes de la ley a la casa del rabino a estas horas de la tarde de un viernes.

—¡Idiotas! —dice Zimbalist, con un trago de vodka dentro, y se pone a subir la escalera dando tumbos, como un oso bufón montado en monociclo. Agarra a Yossele Rudashevsky por las solapas del abrigo y baila con él, a izquierda y derecha, con furia y dolor—. ¡Están aquí por Mendele!

Los hombres que permanecen de pie delante de la casa de Shpilman han estado todo ese tiempo murmurando y haciendo comentarios y críticas del espectáculo, pero ahora se callan de golpe. La vida entra y sale de sus pulmones con un resuello y traquetea en los mocos de sus narices. El calor del fanal vaporiza la nieve. El aire parece quebrarse con un tintineo como un mundo de ventanas diminutas. Y Landsman nota algo que le da ganas de llevarse una mano al pescuezo. Es un tratante en entropía y un descreído por profesión y por inclinación personal. Para Landsman, el paraíso es kitsch, Dios es una palabra y el alma, en el mejor de los casos, es la carga de tu batería. Pero en el remanso de tres segundos que sigue al momento en que Zimbalist grita el nombre del hijo del rabino, a Landsman le da la sensación de que algo aparece revoloteando entre ellos. De que algo se cierne sobre la multitud y la roza con sus alas. Tal vez sea únicamente el conocimiento, que ahora salta de un hombre a otro, de por qué esos dos detectives de homicidios deben de haber venido a esta hora. O tal vez sea el antiguo poder de conjura de un nombre en el cual residieron un día las más gratas esperanzas de esos hombres. O tal vez Landsman únicamente necesite una buena noche de sueño en un hotel donde no haya judíos muertos.

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