El sindicato de policía Yiddish (16 page)

BOOK: El sindicato de policía Yiddish
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—¿Ah, no? ¿Y qué me dice de casarse con una de ellos, como hice yo? ¿Cometería usted esa equivocación?

—Cuando se trata de matrimonio, prefiero dejar que sean los demás los que cometan las equivocaciones —dice Landsman—. Como mi ex mujer, por ejemplo.

Zimbalist les hace un gesto con la mano en dirección a un par de sillas rotas con respaldo de listones que hay al otro lado de la recia mesa de roble de los mapas, junto a un gigantesco escritorio de tapa abatible. El mozo no consigue apartarse de su camino lo bastante deprisa, y el experto en demarcaciones lo agarra de la oreja.

—¿Qué estás haciendo? —Agarra la mano del chico—. ¡Mira esas uñas! ¡Puaj! —Deja caer la mano como si fuera un trozo de pescado podrido—. Fuera, sal de aquí, ponte a la radio. Averigua dónde están esos idiotas y por qué están tardando tanto.

Vierte agua dentro de una tetera y echa un puñado de hojas de té que se parecen sospechosamente a trocitos de cordel.

—Solamente tienen que patrullar un
eruv
. ¡Uno! Tengo a doce hombres trabajando para mí, y no hay ni uno solo de ellos que no se pierda intentando encontrar los dedos de sus pies en la punta de sus calcetines.

Landsman se ha esforzado mucho para evitar tener que entender conceptos como el del
eruv
, aunque sabe que es una típica treta ritual judía, un timo que se le hace a Dios, ese cabrón controlador. Tiene algo que ver con fingir que los postes de teléfono son jambas de puertas, y que los cables son dinteles. Así se puede delimitar una zona usando postes y cuerdas y llamarlo un
eruv
, y luego en el sabbath fingir que ese
eruv
que has trazado —en el caso de Zimbalist y su equipo, vendría a ser casi todo el distrito— es tu casa. De esa forma se puede eludir la prohibición del sabbath de cargar cosas en lugares públicos, y puedes caminar hasta el
shul
con un par de Alka-Seltzers en el bolsillo sin que sea pecado. Si uno tiene bastante cuerda y bastantes postes, haciendo un uso un poco creativo de las paredes, cercas, barrancos y ríos existentes, se puede extender un cerco de cuerdas en torno a básicamente cualquier sitio y llamarlo un
eruv
.

Pero alguien tiene que trazar esas líneas, reconocer el terreno, mantener las cuerdas y los postes y proteger la integridad de las paredes y puertas ficticias de los elementos, el vandalismo, los osos y la compañía telefónica. Ahí es donde entra el experto en demarcaciones. Tiene acaparado todo el mercado de cuerdas y postes. Los
verbovers
fueron los primeros en emplearlo, y gracias al respaldo de las tácticas de mano dura de estos, poco a poco los Sarmat, los Bobov, los Lubavitch, los Ger y todas las demás sectas de sombreros negros han ido confiando en sus servicios y en su experiencia. Cuando surge la cuestión de si cierto sector concreto de acera o de orilla de lago o de campo abierto está contenido o no dentro de un
eruv
, Zimbalist, aunque no es rabino, es la persona en la que todos los rabinos delegan la respuesta. De sus mapas y sus equipos y sus rollos de cuerda de embalar de polipropileno depende el estado de las almas de hasta el último judío piadoso del distrito. De acuerdo con algunas versiones, es el
yid
más poderoso de la ciudad. Y es por eso que se le permite sentarse aquí detrás de este enorme escritorio de roble con sus setenta y dos casillas, en el centro mismo de la isla de Verbov, y beberse una taza de té con el hombre que le echó el guante a Hyman Tsharny.

—¿Qué problema tiene? —le dice a Berko, acomodándose con un chirrido de goma sobre un cojín inflable en forma de donut. Coge un paquete de Broadways de una pitillera que tiene sobre la mesa—. ¿Por qué va por ahí asustando a todo el mundo con ese martillo suyo?

—Mi compañero se ha sentido decepcionado por la bienvenida que nos han dado —dice Berko.

—Le ha faltado ese resplandor del sabbath —dice Landsman, encendiendo también él un
papiros
—. En mi opinión.

Zimbalist pasa un cenicero de cobre de tres puntas de un lado a otro del escritorio. En un lado del cenicero dice «
ESTANCO Y PAPELERÍA KRASNY’S
», que es donde Isidor Landsman solía ir a comprar su copia mensual de
Chess Review
. La tienda de Krasny, con su biblioteca de préstamo y su cava de puros enciclopédica y su premio anual de poesía, fue aplastada hace años por las cadenas de tiendas americanas, y a la vista de este feo cenicero, el acordeón que es el corazón de Landsman suelta un resuello nostálgico.

—Dos años de mi vida les di a esa gente —dice Berko—. Lo normal sería que alguno de ellos se acordara de mí. ¿Tan fácil de olvidar soy?

—Déjeme que le diga algo, detective. —Con otro chirrido del donut de goma, Zimbalist se vuelve a poner de pie y sirve el té en tres tazas sucísimas—. Al ritmo que crían por aquí, esa gente a la que ha visto hoy por la calle no son los mismos que conoció usted hace ocho años, son sus nietos. Hoy día ya nacen embarazados.

Le da a cada uno de ellos una taza humeante, demasiado caliente para cogerla. A Landsman le escalda las yemas de los dedos. Huele a hierba, a escaramujos de rosal y tal vez un poco a cuerda.

—No paran de fabricar judíos nuevos —dice Berko, removiendo una cucharada de mermelada dentro de su taza—. Y nadie está construyendo lugares donde ponerlos.

—Eso es verdad —dice Zimbalist mientras su culo huesudo se posa en el donut. Hace una mueca—. Corren tiempos extraños para ser judío.

—Pues parece que por aquí no —dice Landsman—. La vida sigue exactamente como siempre en la isla de Verbov. Un BMW robado delante de cada puerta y un pollo hablando dentro de cada olla.

—Esta gente no se preocupa hasta que el rabino les dice que se preocupen —dice Zimbalist.

—Tal vez no tienen nada de que preocuparse —dice Berko—. Tal vez el rabino ya se ha hecho cargo del problema.

—Pues no lo sé.

—Eso no me lo creo ni por un segundo.

—Pues no se lo crea.

Una de las puertas del garaje se abre deslizándose sobre sus ruedas y entra una furgoneta blanca con una máscara reluciente de nieve en el parabrisas. Cuatro hombres con monos amarillos salen a trompicones del vehículo, con las narices rojas y las barbas recogidas en redecillas negras. Se ponen a sonarse las narices y a dar patadas en el suelo para quitarse el frío, y Zimbalist se ve obligado a ir a gritarles un rato. Resulta que ha habido un problema cerca del depósito del parque Sholem-Aleykhem, algún idiota de los servicios municipales ha levantado una pared de frontón justo en medio del umbral imaginario delimitado por dos postes de la electricidad. Todos caminan pesadamente hasta la mesa de los mapas que hay en medio de la oficina. Mientras Zimbalist descuelga el mapa adecuado y lo desenrolla, los miembros del equipo se turnan para asentir y flexionar los músculos de sus ceños en dirección a Landsman y Berko. Después de eso, el equipo se limita a no prestarles atención.

—Dicen que el experto tiene un mapa de cuerdas para cada ciudad donde diez judíos alguna vez se codearon con las narices —le dice Berko a Landsman—. Remontándose a Jericó.

—Yo mismo inicié ese rumor —dice Zimbalist sin levantar la mirada del mapa.

Encuentra el lugar del incidente y uno de sus muchachos le dibuja en el mismo el frontón con un lápiz gastado. Zimbalist traza a toda prisa un rodeo que aguante hasta la puesta de sol del día siguiente, un saliente en la enorme pared imaginaria del
eruv
. Por fin manda a sus muchachos de vuelta al Harkavy para que hagan subir unos tubos de plástico por los lados de un par de postes telefónicos y de esa manera los
satmars
que viven en el lado este del parque Sholem-Aleykhem puedan pasear a sus perros sin poner sus almas en peligro.

—Lo siento —dice, y regresa dando un rodeo al escritorio. Hace una mueca de dolor—. Ya no disfruto del acto de sentarme. Y díganme, ¿qué puedo hacer por ustedes? Dudo mucho que hayan venido con una pregunta sobre
reshus harabim
.

—Estamos trabajando en un homicidio, profesor Zimbalist —dice Landsman—. Y tenemos razones para creer que el difunto puede haber sido un
verbover
, o haber tenido vínculos con los
verbovers
, por lo menos en un momento dado.

—Vínculos —dice el experto echándoles un vistazo con esas estalactitas de tubos de órgano que tiene—. Supongo que sé algo del tema.

—Estaba viviendo en un hotel de la calle Max Nordau con el nombre de Emanuel Lasker.

—¿Lasker? ¿Como el ajedrecista? —En el pergamino de la frente amarilla de Zimbalist se forma una arruga, y en las profundidades de sus cuencas oculares, un chispazo de pedernal y acero: sorpresa, perplejidad, un recuerdo que se enciende—. Yo había sido aficionado al ajedrez —explica—. Hace mucho tiempo.

—Yo también —dice Landsman—. Y también nuestro cadáver, hasta su mismo final. Junto al cuerpo había una partida en curso. Estaba leyendo a Siegbert Tarrasch. Y conocía a los habituales del Club de Ajedrez Einstein. Ellos lo conocían como Frank.

—Frank —dice el experto en demarcaciones dándole una inflexión yanqui—. Frank, Frank, Frank. ¿Ese era su nombre de pila? Es un apellido judío bastante común, pero no como nombre de pila. ¿Están seguros de que era judío, ese tal Frank?

Berko y Landsman intercambian una mirada rápida. No están seguros de nada. Las filacterias de la mesilla de noche podría haberlas puesto allí alguien a modo de pista falsa o bien podrían ser un recuerdo, o algo dejado por un ocupante anterior de la habitación 208. En el Club Einstein nadie afirmaba haber visto a Frank el yonqui muerto en el
shul
, meciéndose absorto en la Oración de Pie.

—Tenemos razones para creer —repite Berko con calma— que en algún momento pudo haber sido un judío
verbover
.

—¿Qué clase de razones?

—Había un par de postes telefónicos sospechosos —dice Landsman—. Atamos una cuerda entre ellos.

Se mete la mano en el bolsillo y saca un sobre. Coge una de las polaroids mortuorias de Shpringer y se la pasa por encima de la mesa a Zimbalist, que la sostiene con el brazo extendido, durante un rato lo bastante largo como para hacerse a la idea de que es la foto de un cadáver. Respira hondo y frunce los labios, preparándose para efectuar con los mismos una sólida consideración profesional de las pruebas disponibles. Una foto de un muerto, para ser sinceros, constituye un respiro en medio de la rutina de la vida de un experto en demarcaciones. Luego mira la foto, y en el instante antes de recuperar el control absoluto de sus rasgos, Landsman ve que Zimbalist recibe un rápido puñetazo en el vientre. El aire abandona sus pulmones y su cara se queda lívida. En sus ojos, el parpadeo perenne de inteligencia del experto se apaga. Por un segundo, Landsman se encuentra a sí mismo mirando la polaroid de un experto en demarcaciones muerto. Luego las luces regresan a la cara del vejestorio. Berko y Landsman esperan un poco, y luego un poco más, y Landsman se da cuenta de que el experto en demarcaciones está luchando con todas sus fuerzas para mantener el control, para conservar una mínima posibilidad de que sus siguientes palabras sean «Detectives, nunca he visto a este hombre en mi vida», y conseguir que resulten plausibles, inevitables y ciertas.

—¿Quién era, profesor Zimbalist? —dice por fin Berko.

Zimbalist deja la fotografía sobre el escritorio y la mira un poco más, sin preocuparse de lo que puedan estar haciendo sus ojos o sus labios.


Oy
, aquel chico —dice—. Aquel chico tan y tan majo.

Se saca un pañuelo del bolsillo de su chaqueta de lana con cremallera, se seca las lágrimas de las mejillas y suelta un ladrido. Es un ruido horrible. Landsman coge la taza de té del experto y se la vacía dentro de la suya. Del bolsillo de la chaqueta saca la botella de vodka que ha incautado esa mañana de los lavabos del Vorsht. Sirve dos dedos en la taza de té y luego le ofrece la taza al vejestorio.

Zimbalist coge el vodka sin decir palabra y se lo bebe de un trago. Luego se vuelve a meter el pañuelo en el bolsillo y le devuelve la fotografía a Landsman.

—Yo enseñé a ese chico a jugar al ajedrez —dice—. Cuando ese hombre era un chico, quiero decir. Antes de que se hiciera mayor. Lo siento, estoy farfullando. —Va a buscar otro Broadway, pero ya se los ha fumado todos. Tarda un momento en darse cuenta. Permanece sentado, hurgando en el forro del paquete con un dedo en forma de gancho, como si buscara el cacahuete dentro de un paquete de Cracker Jack. Landsman le da un pitillo—. Gracias, Landsman. Gracias.

Pero luego no dice nada, se limita a quedarse ahí sentado mirando cómo arde el
papiros
. Le da un repaso a Berko desde las cavernas de sus ojos y después le echa un vistazo de jugador de naipe a Landsman. Ahora se está recuperando del shock. Intentando hacer un mapa de la situación, de las líneas que no puede cruzar, de los umbrales que no puede traspasar sin peligro para su alma. El cangrejo peludo y moteado que es su mano mueve una de sus patas hacia el teléfono que hay sobre su escritorio. Dentro de un minuto, la verdad y la oscuridad de la vida habrán sido remitidas nuevamente a la custodia de sus abogados.

La puerta del garaje chirría y retumba, y Zimbalist empieza a incorporarse con un gemido de gratitud, pero esta vez Berko se pone de pie primero. Le coloca una mano pesada al anciano en el hombro.

—Siéntese, profesor —dice—. Se lo ruego. Hágalo despacio si es necesario, pero por favor siente su culo sobre ese donut. —Deja la mano donde está, estruja suavemente el hombro de Zimbalist y señala con la cabeza hacia el garaje—. Meyer.

Landsman cruza el taller en dirección al garaje y saca su insignia. Se cruza directamente en la trayectoria de la furgoneta como si la insignia realmente fuera un escudo capaz de detener una Chevy de dos toneladas. El conductor pisa el freno y el aullido de los neumáticos arranca un eco de las frías paredes de piedra del garaje. El conductor baja la ventanilla. Lleva el equipamiento completo de los hombres de Zimbalist: barba en una redecilla, mono de trabajo amarillo y ceño bien desarrollado.

—¿Qué pasa, detective? —pregunta.

—Ve a dar una vuelta —dice Landsman—. Estamos hablando. —Va a la mesa de los envíos y agarra al mozo que está allí encogido por el cuello de su abrigo largo. Tira del chaval como si fuera un cachorrillo hasta el lado del pasajero de la furgoneta, abre la portezuela lateral y empuja con gentileza al mozo al interior—. Y llévate contigo a este pequeño
pisher
.

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