Quedaba para el potencial inversor la incertidumbre de la estabilidad cambiaria. Durante años, el formalismo fue más potente que el análisis fundamental, de forma que a pesar de los indicadores negativos sobre la economía española, apenas si se dudaba de la estabilidad de la peseta. Incluso nuestras autoridades afirmaban, como dato positivo, que la peseta era una de las monedas más fuertes del contexto europeo. Pero los datos estaban ahí y, sobre todo, la tendencia futura demostraría su empeoramiento. De ahí la decisión de entrada de nuestra moneda en el Sistema Monetario Europeo: lo que se trataba de conseguir era ese plus de credibilidad que teóricamente aportaba la pertenencia al SME.
Una vez que la peseta formaba parte del Sistema Monetario, la fluctuación de su valor quedaba reducida, teóricamente al menos, a las bandas que el propio Sistema Monetario admitía. En teoría, no podía depreciarse más de lo que el Sistema Monetario aceptaba. Con ello se conseguía el efecto combinado de los dos mecanismos: altos tipos de interés y valor elevado de nuestra moneda. Sobre el papel el modelo estaba cerrado. El principio de eficiencia tomaba cuerpo con estos dos instrumentos. El problema consistía en los efectos que ese modelo estaba produciendo sobre la realidad económica española.
La premisa mayor del razonamiento oficial era que las empresas españolas tenían que ser eficientes, debían acomodarse a Europa y prepararse para la entrada en vigor del Mercado Único. La premisa menor era que todo ello debía producirse en un contexto definido por altos tipos de interés y sobrevaloración de la peseta. La conclusión admitía pocas dudas: aquellos que no fueran capaces de sobrevivir serían barridos por el mercado. Y esto último parecía no importar demasiado a las autoridades económicas, dado que el juego de las fuerzas del mercado es, teóricamente, el que determina la capacidad de sobrevivir y, consiguientemente, el que un país sea o no competitivo.
Este razonamiento era erróneo en dos puntos básicos: primero, porque el marco creado era artificial y dañino para la empresa española, puesto que las condiciones de precio de la moneda y tipos de interés impedían efectuar ese proceso de ajuste a muchas empresas españolas, sobre todo a las que estaban ubicadas en el sector exterior; segundo, porque no puede llevarse hasta sus últimas consecuencias el postulado del mercado sin asumir previamente nuestra propia realidad.
Nuestro tejido industrial era el que era, nuestro mercado de capitales era el que era, y desde luego era claramente inferior en potencia y realidades al de los competidores europeos, por lo que, si se abandonaba a sus propias fuerzas, se produciría un desmantelamiento de nuestro parque empresarial. Y el que desaparezca una empresa es poco importante a nivel de país. Lo que cuenta es el resultado agregado. Empresa a empresa es un problema del empresario y de quienes trabajan en ella. Agregadamente es un problema de país, puesto que determina la capacidad de generar empleo y el modelo de sociedad en su conjunto. Por ello, algunos sentimos preocupación ante el daño potencial que podía provocar un modelo construido sobre un sofisma técnico y sin prestar atención suficiente a la problemática global de un país.
Esta preocupación me llevó a afirmar en 1990, en las Jornadas de Banesto en Estepona a las que ya he hecho anteriormente referencia, lo siguiente:
Por tanto, no se trata de reclamar una política revaluatoria de la peseta para ganar competitividad. Es evidente que ello estaría inmediatamente llamado al fracaso. Se trata de reconocer que el valor de la peseta no es más que el resultado de los altos tipos de interés existentes actualmente en nuestro país. Por todo ello, una cosa es devaluar para ganar competitividad y otra revaluar por encima del tipo de cambio que resultaría en igualdad de tipos reales de interés y perder competitividad en el momento en el que la economía española más lo necesita
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Y, en consecuencia, lo que hay que hacer es cambiar la política económica seguida en los últimos años por el Gobierno. Si seguimos manteniendo la misma política lo único que haremos será agravar la recesión, que puede afectar a la economía española.
No me parece admisible decir que la crisis del Golfo obliga a la economía española a un ajuste duro. Los desequilibrios estructurales ya existían. Son el resultado de una determinada política económica, y el mantenimiento por parte del Gobierno de dicha política produciría un efecto multiplicador de dicha intensificación
El objetivo que perseguían estas palabras era, por consiguiente, demostrar que el modelo económico adoptado no era técnicamente correcto y que el daño que podía causar al país era potencialmente importante. Lo dije de la forma más clara posible: «Hay que cambiar la política económica seguida por el Gobierno». Estas palabras, viniendo de un banquero, sonaron a blasfemia, puesto que la banca tradicionalmente había mantenido una postura de «respetuoso silencio» con el poder. Posiblemente porque el poder es determinante para configurar las cuentas de resultados de los bancos españoles. Incluso más: era un dogma reflejo de la vieja tradición autoritaria que la banca debía plegarse al poder y mantener una postura abstencionista de cualquier crítica. Se le permitía la alabanza, pero no la crítica, aunque fuera, como era el caso, claramente constructiva. No hubo respuesta del Sistema, al menos formalmente, porque materialmente siguieron cimentando la tesis de la enemistad política. A pesar del eco que esas palabras tuvieron en los medios de comunicación, fueron muy escasas las voces que desde ámbitos empresariales, políticos o técnicos admitieron la cuestionabilidad del modelo. El mecanismo anteriormente descrito de apropiación de la inteligencia y su robustecimiento con la ortodoxia estaba dando sus frutos. Yo creo que, desgraciadamente, sus frutos eran negativos para nuestro país.
En 1991 los datos de la economía española demostraban a todas luces el proceso de deterioro que había anunciado. Por ello, en el mismo escenario —Jornadas de Estepona—, el 7 de septiembre de 1991 pronuncié una conferencia en la que dije lo siguiente:
En España hemos seguido una política monetaria restrictiva, la peseta es la moneda más fuerte del Sistema Monetario Europeo, pero no hemos sabido establecer una disciplina sobre el gasto público.
Como ustedes pueden comprender, no es posible que mantengamos indefinidamente una tasa de inflación mayor que nuestros competidores y, a la vez, una posición estable y aun una notable revalorización de nuestra divisa. Eso, sencillamente, no es posible en el medio plazo; de manera que, o rebajamos nuestra inflación rápidamente, disciplinando el gasto público y flexibilizando el sector servicios, o algo tiene que suceder, porque el esquema actual es cada vez menos sostenible. Por tanto, vuelvo a decir hoy lo que dije hace un año: que el modelo actual de política económica no puede prolongarse más, porque no es sostenible a largo plazo y porque sus consecuencias sobre la economía en general y la industria y el sector exportador en particular son claramente evidentes.
En suma, reiteré una petición de cambio en el modelo de política económica y me atreví a decir que el seguido resultaba insostenible, de forma que si se perseveraba en esa línea «algo tendría que suceder». Y así fue: ese algo sucedió. La realidad poco a poco se fue imponiendo. Los datos y las cifras negativas aparecían cada mes, cada trimestre, cada semestre y cada año de forma implacable. Pero la inteligencia ortodoxa seguía instalada en su modelo, de forma que nuestros problemas, a todas luces evidentes, eran derivados, a su juicio, de una situación externa desfavorable. El fracaso del modelo era cada día más evidente, pero la «inteligencia ortodoxa» no podía, por definición, aceptarlo, porque ello hubiera sido equivalente a tener que renunciar a los dos atributos de «inteligencia» y «ortodoxia». Por ello, era necesario buscar una explicación y esta se encontró en Europa: nuestros males eran consecuencia de la situación europea.
Nadie discute hoy que es imposible comprender una economía como la española si se la separa del entorno europeo y hasta mundial. Pero nuestra realidad derivaba de nuestros problemas y nuestros problemas eran causa de un pasado no brillante y de una política económica que estaba acentuando los aspectos negativos propios de nuestro país. Nosotros éramos responsables de nuestra situación en una proporción muy apreciable. No hay duda, insisto, de que los problemas que estaba viviendo Europa nos afectaban. No hay duda de que el coste de la unificación alemana se había trasladado a todos los restantes países europeos que, en una proporción apreciable, estábamos sufragándolo. No hay duda de que las dificultades políticas y económicas de Italia y Gran Bretaña nos estaban afectando. Nadie quiere negar la evidencia. Pero también resultaba evidente que nuestros propios problemas se habían agravado por nuestras propias decisiones y que, ante esta situación, nuestra respuesta parecía ser mantener a toda costa el modelo esperando a que una reactivación europea nos permitiera superar la situación.
La realidad acabó imponiéndose. Inglaterra e Italia tomaron la decisión de salirse del Sistema Monetario Europeo. Comenzó la tormenta monetaria y la estabilidad de las monedas europeas empezó a resquebrajarse. La peseta fue una de las más afectadas. Asistimos a tres devaluaciones en un corto período de tiempo, a pesar de la gran cantidad de nuestras reservas que fueron destinadas a evitarlas. La razón última de invertir reservas en una numantina defensa del valor de la peseta era, sencillamente, la necesidad de defender el modelo teórico. Todo el edificio se resquebrajaba si el principio fundamental de la «peseta fuerte» se enfrentaba con los hechos. Por ello las reservas del país fueron parcialmente invertidas en la defensa del modelo de quienes ostentaban la «inteligencia ortodoxa».
Es interesante observar la serie sucesiva de argumentaciones con las que se trataba de esconder la realidad del fracaso de un modelo. Primero, se culpó a la especulación: se dijo que eran los especuladores quienes habían provocado la caída del valor de nuestra moneda. No se aclaró si se trataba de especuladores nacionales o internacionales, de forma que algunos llegaron a pensar que se estaba acusando a los bancos españoles. No puedo asegurar que la banca española no especulara contra la peseta, pero, en todo caso, nuestra fuerza a nivel mundial es tan limitada que, aun cuando eso hubiera sido cierto, habría resultado indiferente ante la enorme masa de recursos que se mueven en el dinero «caliente» a nivel internacional. No merece la pena detenerse demasiado en este argumento porque su propia falta de seriedad nos permite obviarlo.
Por cierto que, poco antes de las elecciones generales del 6 de junio de 1993, mantuve una conversación en Moncloa con Felipe González. Uno de los temas que abordamos fue la situación económica. En esa reunión informé al presidente de mi posición: creo que los mercados internacionales siguen considerando excesivamente artificial el precio de la peseta. En cierta medida —le dije— nos han «hecho las cuentas» en el sentido de que tienen calculado hasta dónde podemos llegar en la inversión de nuestras reservas para defender la peseta. Defender nuestra moneda es una actitud numantina que no tiene sentido. Por ello, es mejor abordar una nueva devaluación, porque, de otra manera, es muy posible que suceda en plena campaña electoral. Por tanto —concluía—, es necesario devaluar la peseta y reducir los tipos de interés. Lo cierto es que Felipe González no me hizo caso. Alguien me informó de que trasladó mis ideas a los responsables económicos y lo convencieron de que estaba profundamente equivocado. Al final, se produjo lo pronosticado: una nueva devaluación impuesta por el mercado.
En el segundo de los «realineamientos» —verbalismo con el que se trataba de evitar la utilización del término devaluación— se dijo que era necesaria una subida de tipos de interés paralela, porque eso era una solución «de libro». Para algunos nos resultaba claro que lo que había que haber hecho era exactamente lo contrario, pero esa referencia a una solución «de libro» demuestra un tipo de talante, una actitud, una forma de entender la gobernabilidad de la economía española. Curiosamente, en la última de las devaluaciones se hizo exactamente lo contrario: comenzar a bajar los tipos de interés. Primero se decía: «Una peseta fuerte es fundamental para nuestra economía y una devaluación es crear competitividad artificial». Cuando el mercado impuso la realidad, el razonamiento fue: «Hemos conseguido ajustar nuestra peseta a su valor real y, de esta manera, las empresas españolas ganan en competitividad». Ciertamente, a algunos nos producía rubor ver cómo se enviaban a la sociedad mensajes tan contradictorios. Pero es lógico: la «inteligencia ortodoxa» no puede dejar de serlo.
Y el final de esta historia es conocido: el Sistema Monetario saltó por los aires. Pero el daño a la economía española ya estaba hecho: las empresas españolas llevaban demasiado tiempo sufriendo las consecuencias de un modelo equivocado. La pérdida de competitividad de nuestro país era ostensible. Los niveles de paro real, difícilmente soportables. No proporciono datos porque son de todos conocidos; además, poco importa un determinado porcentaje u otro cuando la evidencia de los hechos pone de manifiesto la realidad. «Algo tendría que suceder», dije en 1991. Tres devaluaciones sucesivas, práctica ruptura del Sistema Monetario Europeo, incremento dramático de las cifras de paro, pérdida de competitividad, proceso de desertización industrial y algunas cosas más. Sucedió lo que tenía que suceder. En el fondo habíamos practicado una política de «huir hacia adelante». Por ello, apenas un mes antes del acto de intervención de Banesto, el 25 de noviembre de 1993, pronuncié en la Bolsa de Madrid una conferencia bajo el título «Problemas domésticos y mercados globales» en la que expresé lo siguiente:
Naturalmente, esa posibilidad de retrasar el hacer frente a los problemas tiene un atractivo extraordinario para los políticos y constituye una tentación permanente
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En esa tentación de vivir por encima de nuestras posibilidades y no enfrentarnos a la dura realidad hemos caído en la economía española y, sin duda, esa política se ha visto favorecida por la internacionalización de los flujos de capital que ha hecho posible apelar con facilidad y comodidad a los recursos exteriores para financiar el déficit creciente de las Administraciones públicas. La capacidad de endeudamiento, por una parte, y, por otra, de demorar el pago de las obligaciones contraídas ha servido para prolongar una situación artificial durante unos años.