Dado que España podía sufrir las consecuencias derivadas de ambos «fallos del mercado» —que, por cierto, no son los únicos detectables—, me parecía especialmente preocupante para nuestro país que se acelerara el proceso de unión monetaria, sobre todo dada la obsesión constantemente repetida por nuestras autoridades de que deberíamos estar en la «primera velocidad europea». Para que tuviéramos un mínimo de seguridad en cuanto país deberíamos haber tenido la certeza de que los mecanismos compensadores del principio de eficiencia iban a ponerse en marcha con toda rotundidad. Por ejemplo, el fracaso del mercado en cuanto al problema de las economías de escala podría teóricamente resolverse con el instrumento de la planificación central. El segundo, es decir, el derivado de la capacidad de inversiones públicas, a través de un presupuesto federal europeo del tipo de los existentes en Estados Unidos. Pero parecía obvio que ninguno de ellos se contemplaba en el horizonte de la Unión Europea, por lo que no podíamos caminar hacia dicha unión monetaria sin exigir una «colaboración inteligente», como la califiqué en mi conferencia pronunciada en París. Ciertamente era un eufemismo, porque aun cuando esa cooperación inteligente pudiera existir, parece obvio que los mínimos de seguridad que reclama la puesta en juego del futuro de una nación no podrían darse por cumplidos con esas dos palabras.
En definitiva, los razonamientos anteriores conducen a una conclusión obvia:
de la misma manera que el mercado no soluciona todas las demandas de una sociedad, tampoco puede ser el instrumento adecuado para disciplinar los problemas derivados de la creación de espacios supranacionales.
En alguna ocasión se dijo que España pasaría a ser una región europea. Lo que no se explicó era qué tipo de región, puesto que el abandonarnos a las puras fuerzas del mercado nos convertiría, casi con carácter irreversible, en una región periférica del modelo, con las consecuencias que ello tendría para las futuras generaciones en nuestro país. En estos años hemos asistido al cierre de empresas extranjeras en nuestro país. ¿No cree el lector que estos acontecimientos son ejemplos concretos de la tesis que sostengo?
Nadie discutía que éramos Europa, habíamos sido Europa y teníamos que seguir siendo Europa. No se ponía en tela de juicio que nuestro futuro como nación debía inscribirse dentro del proceso europeo. Nadie planteó un modelo aislacionista, al margen de lo que sucedía en nuestro continente. Nadie llegó a discutir la posibilidad de permanecer ajenos a Europa y aprovechar nuestros vínculos con los países americanos. Todo ello sencillamente no era posible, además de que sería tanto como renunciar a nuestra propia historia y asumir otra forma de suicidio colectivo.
Lo que se pretendía era algo mucho más modesto: sustituir convergencia nominal por convergencia real. Dicho de otra forma, que nuestros datos de inflación fueran el resultado del nivel de eficiencia real de nuestro sistema económico y no de una política monetaria que, con los altos tipos de interés y la apreciación artificial de la peseta, estaba contribuyendo a la destrucción de nuestro parque empresarial. Mucho antes de pensar en igualarnos en términos formales a los demás teníamos que trabajar para acercarnos en términos reales. Mucho antes de preocuparnos por los factores nominales teníamos que contribuir a mejorar nuestras condiciones reales. Antes de sostener que debíamos estar en la llamada «primera velocidad europea» nos debíamos haber preguntado humildemente si podíamos estar en ella sin comprometer gravemente nuestro porvenir.
Pero, de nuevo, la «inteligencia ortodoxa» impuso implacablemente su razonamiento formal. La convergencia nominal se convirtió en el único objetivo real de nuestra política económica. Pero era obvio que tropezábamos una y otra vez con la realidad que nunca confirmaba las previsiones oficiales, de tal manera que la práctica de la revisión de las hipótesis presupuestarias se convertía en una constante. Por ello el nivel de insatisfacción social seguía siendo creciente. Estaba sucediendo sencillamente lo pronosticado.
Afortunadamente, el Sistema Monetario Europeo estalló. No se pudo aguantar por más tiempo un mecanismo que pretendía artificialmente esconder la realidad de las profundas divergencias entre las distintas economías europeas. Y digo «afortunadamente» no solo porque con ello se terminó de manera muy sustancial con la artificial valoración de la peseta y se inició el descenso en los tipos de interés, lo cual, por sí solo, ya era importante. Pero lo más trascendente es que parecía que se había decidido, por fin, abordar nuestros auténticos problemas nacionales, dado que la realidad había aplazado la Unión Monetaria o, al menos, la había dilatado para aquellos países cuyas condiciones económicas reales no fueran similares a las del resto.
Hasta este momento he analizado los problemas que un modelo como el diseñado podrían producir en las economías débiles. Pero había, además, un factor adicional que constituía una base paralela de preocupación: envuelto en argumentaciones más o menos técnicas se estaba preparando un auténtico proceso constituyente en el terreno de lo político. Dicho más claramente: un problema político de fondo se estaba presentando a la ciudadanía como una cuestión puramente técnica.
En efecto, hablar de la necesidad o no de una moneda única europea es aparentemente un puro problema técnico: será o no necesaria para la creación de un auténtico mercado único europeo que, a su vez, se presenta como un logro técnico para evitar el excesivo grado de compartimentación de las economías europeas y para ser capaces de competir con otras economías mundiales. Hasta aquí se podrán o no conocer en profundidad los aspectos técnico-económicos que subyacen en estas afirmaciones, pero resulta más difícil comprender que no es posible una moneda única europea sin una alteración profunda de las relaciones políticas entre los diferentes Estados europeos. Por eso me preocupaba que no fuéramos conscientes de la importancia del momento histórico que estaba viviendo Europa. En el vehículo de lo técnico caminábamos hacia una reforma política sin tomar verdadero conocimiento de ello y sin debatirlo con la intensidad que la naturaleza del problema reclamaba.
El problema quedó claramente enunciado en las palabras del presidente de la Comisión, Jacques Delors, cuando explicó los temas a tratar por la Conferencia Intergubernamental que debía tener lugar en 1990. Estas fueron sus palabras:
Trataremos el grado de centralización de la política monetaria, la distribución de las competencias económicas y políticas entre la institución central y las instituciones nacionales, la relación entre el banco central independiente y las autoridades políticas encargadas de la política económica general, las contrapartidas democráticas y en especial el papel del Parlamento Europeo, y la lista no está cerrada
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Era evidente que estas palabras ponían de manifiesto que Europa se encontraba en pleno proceso constituyente, en el más puro sentido técnico-jurídico de esta expresión. Los problemas que se iban a analizar demostraban que estábamos en presencia de un cambio sustancial en las relaciones políticas entre los diferentes Estados europeos y que caminábamos hacia una especie de Constitución europea que sin duda era un tema de capital importancia para nuestro futuro. Lo más preocupante era que muy poca gente tenía conciencia de ello. Además, no se sabía hacia dónde caminábamos en un asunto de esta envergadura.
Son dos temas muy distintos la creación de un mercado único que permita la libre circulación de personas, capitales, bienes y servicios y la modificación de toda la estructura jurídico-política europea que había subsistido durante siglos. Ahora no se trata de afirmar que esa modificación deba tener lugar o no. Se trata, simplemente, de percatarse de que ese era el asunto y que su importancia fundamental no se correspondía ni con el conocimiento por parte de la opinión pública ni con la calidad del debate, y digo calidad porque, al menos en España, afirmar que existía debate sobre este punto es casi un eufemismo.
Otra de las conquistas de la «inteligencia ortodoxa» fue conseguir que el modelo por ella defendido tuviera el atributo de «europeo», de forma tal que cualquier otra alternativa de construcción de Europa quedaba relegada a la categoría de no europea. La postura británica defendida por Margaret Thatcher recibía el calificativo de antieuropea cuando en realidad se trataba de dos formas de concebir la mejor manera de organizar la realidad europea, incluso de dos alternativas sobre los tiempos de las distintas etapas. Sin embargo, ante la opinión pública española, la postura inglesa era percibida más como una posición antieuropea y aislacionista que como una legítima opción europeísta, diferente —eso sí— de la oficial.
Cuando el Consejo Europeo aprobó el llamado Tratado de Maastricht —oficialmente Tratado de la Unión Europea—, algunos países afectados tomaron conciencia de la importancia del momento. Dinamarca se enfrentó a dos referendos sucesivos. Francia, cuyo papel en el proceso era especialmente importante, dilucidó la cuestión en un referéndum en el que la victoria del «sí» a Maastricht fue tremendamente precaria. Las discusiones en el Parlamento británico duraron mucho tiempo y fueron de especial intensidad. En Alemania intervino el Tribunal Supremo... Mientras todo esto sucedía, en España la cuestión se saldaba sin apenas discusión en una sesión parlamentaria casi rutinaria. Se inició una cierta campaña de divulgación por parte del Gobierno pero no existió auténtico debate.
En las Jornadas de Estepona correspondientes al año 1992 sostuve la conveniencia de un referéndum sobre el Tratado de Maastricht. A mi entender, pocas ocasiones habría en las que una consulta popular estuviese más justificada. Las encuestas demostraron que la opinión pública española era claramente partidaria de que dicho referéndum se celebrara. Sin embargo, ninguno de los grandes partidos políticos españoles tuvo la iniciativa de solicitarlo, de forma que los españoles no contaron con la misma oportunidad que habían disfrutado los franceses, daneses e irlandeses. La posición de la «inteligencia» era excluyente: sobre un asunto de esta trascendencia resulta perjudicial una consulta popular. Incluso se acusó de «planteamiento plebiscitario» a las escasas voces que reclamaban aquel acto de democracia directa. Lo que en otros países se consideraba democrático, en España de forma soterrada se calificaba de plebiscitario.
Tratándose, como se trataba, de un auténtico proceso constituyente europeo, la consulta popular venía avalada por la más pura lógica jurídica cuando se trata de elaborar leyes que tienen materialmente rango constitucional. Además, la celebración de un referéndum hubiera permitido un auténtico debate sobre un asunto tan capital. Nada de esto sucedió y lo más importante es que la opinión pública española toleró que así fuera sin coste político para los grandes partidos. Ciertamente las encuestas demostraban que los españoles, en una inmensa mayoría, eran partidarios de que dicha consulta popular se celebrara, a pesar de lo cual la ausencia de referéndum no tuvo repercusión electoral alguna. Sencillamente se aceptó el hecho y, por esta vía, los españoles entramos en un modelo jurídico-político de organización de Europa que sencillamente desconocemos.
Es sintomático que ante un asunto de esta envergadura, en el que está en juego el mantenimiento de las identidades y tradiciones nacionales de países tan viejos y consolidados como son los europeos, y en el que resulta imprescindible saber conjugar adecuadamente la dualidad de referentes español-europeo medidos en términos de calidad de vida, en el que los condicionantes puramente técnicos del modelo podían traer graves consecuencias económicas para el presente y, sobre todo, para el futuro de nuestra nación, el planteamiento de la inteligencia ortodoxa consistiera en considerar no democrática la celebración de un referéndum. Creo que el tiempo transcurrido desde entonces y las profundas transformaciones que estamos viviendo en el contexto europeo, así como la indiferencia ante el proceso que se ha puesto de manifiesto, con notable intensidad, en las elecciones para el Parlamento Europeo celebradas en junio de 1994, demuestran claramente que hubiera sido mucho más sensato y productivo haber llevado a cabo la consulta popular solicitada.
La «inteligencia ortodoxa» había diseñado como objetivo del «modelo» el «converger» con Europa. Para ello era necesario cumplir determinados requisitos macroeconómicos. Uno de ellos es el nivel de inflación, que siempre ha constituido un problema grave para nuestra economía. ¿Cómo reducirlo? Dado que las condiciones reales de nuestra economía eran las que eran, se utilizó como instrumento la política monetaria. De aquí deriva uno de los sofismas básicos del modelo seguido estos años: el principio de la «peseta fuerte». Es curioso, pero en el año 1994 un dólar se acerca a las ciento cuarenta pesetas y un marco alemán a las ochenta y cinco. Exactamente lo que la «inteligencia ortodoxa» había tratado de evitar a toda costa. ¿Qué es lo que ha sucedido?
Durante años, los teóricos del Sistema consideraron que el precio de la peseta era sencillamente fundamental para la consecución de los objetivos macroeconómicos. «Una peseta fuerte —se decía desde las áreas profesorales del Banco de España— es sencillamente determinante en el proceso básico de lucha contra la inflación.» Con la finalidad de enmarcar este postulado dentro del nuevo clima de libertad, se razonaba diciendo que no se trataba de que la peseta estuviera o no sobrevalorada, sino que eran las fuerzas del mercado quienes fijaban el valor de nuestra moneda.
El argumento era, obviamente, un sofisma, puesto que el mercado asigna un precio a las cosas atendiendo a varios factores. Los inversores extranjeros estarían dispuestos a comprar pesetas en función, básicamente, de dos datos: la retribución que ofrecían los tipos de interés y el grado de estabilidad cambiaria. Es elemental que el nivel de tipos de interés dependía directamente de las propias autoridades económicas —como la realidad ha demostrado en estos años y, de manera muy evidente, en 1994—, por lo que, si se mantenían en cotas elevadas, el valor de la peseta tenía que ser necesariamente alto. Dicho más claramente: el precio de la peseta era consecuencia directa de los tipos de interés y no al contrario. A pesar de la obviedad de la argumentación, este fue el soporte teórico para la política de «peseta fuerte».