En Navidades de 1991 resumía en mi diario los acontecimientos más significativos que me habían sucedido desde la última vez que escribí. Aparecen las siguientes notas literales:
Hace algunos días almorcé con Mariano Rubio en el Banco de España. Nunca había tenido un almuerzo así desde que soy presidente de Banesto. Me encontré con un gobernador amable e interesado en el intercambio de opiniones conmigo.
Como puede comprobar el lector, de estas palabras escritas hace casi tres años se deduce que el trato que recibía del entonces gobernador parecía haber variado cualitativamente. Dado que me había parecido injusta la persecución sistemática a la que nos habíamos visto sometidos hasta ese momento, no me pregunté las razones de este cambio de comportamiento porque pensaba que estaba sucediendo lo que debería ser normal en las relaciones entre una gran institución financiera privada y el Banco de España. Sin embargo, cuando en una de esas reuniones privadas el gobernador me preguntó de forma directa acerca del estado de mis negociaciones con el señor Soto, uno de los propietarios de Ibercorp, y me insistió en la gran importancia que tenía el que yo fuera capaz de dar una solución al asunto, comprendí que el cambio de actitud de Mariano Rubio, en cuanto gobernador, parecía encontrar justificación en sus intereses personales. Es lógico que sintiera una sensación de indudable incomodidad moral —por decirlo con un cierto eufemismo—, puesto que lo que estaba sucediendo tenía la apariencia de una confusión de intereses patrimoniales con obligaciones institucionales, aunque en aquellos momentos ignoraba a qué tipo de intereses personales parecía estar dedicando el señor Rubio la fuerza de una institución como el Banco de España.
Lo cierto es que el mismo día en que iba a comunicar oficialmente nuestra respuesta negativa sobre la posible compra del banco Ibercorp, el diario
El Mundo
desató el escándalo acerca de determinadas operaciones bursátiles efectuadas por el gobernador. No solo es cierto que no tuvimos nada que ver con ese asunto, sino que incluso traté de ayudar al gobernador en lo posible, precisamente porque el señor Rubio me convocó a su despacho para pedir mi colaboración en el tratamiento informativo del tema, lo cual efectivamente hice, dentro de mis posibilidades y con las limitaciones que la naturaleza del caso imponía.
Dada la importancia del asunto, para comprender lo sucedido reproduzco a continuación un resumen de las notas literales que escribí en mi diario el fin de semana del 21 al 23 de febrero de 1992:
El viernes 14 de febrero, una llamada urgente de Mariano Rubio me hizo presentarme en su casa. El tema era claro: Mariano entendía que era necesario que alguien comprara Ibercorp para evitar lo que él calificaba de «tremendas consecuencias políticas» que se derivarían del hecho de que el asunto no se arreglara. Por ello me presionó para que Banesto fuera el comprador, indicándome que en ningún caso perdería dinero y que era algo muy importante para él. Yo tenía clarísimo que Banesto no podía mezclarse en esta historia y, mucho menos, comprar Ibercorp, pero no le quise responder en ese momento. Me entregó un informe de la Inspección que, evidentemente, no es nada favorable, por la serie de irregularidades que pone de manifiesto en las cuentas de Ibercorp. Durante el fin de semana estuve en contacto con la mayoría de los consejeros de Banesto y la respuesta fue unánime: no podíamos mezclarnos en este escándalo
.
El sábado a las siete de la tarde hablé con Jaime Soto y le dije que transmitiera al gobernador que yo no compraba Ibercorp. Le añadí que prefería hablar con él en vez de hacerlo con el gobernador porque yo no sabía hasta dónde podía llegar este asunto, de forma que si algún día me citaban en el Parlamento a declarar, prefería no mentir y, por tanto, si él se lo decía al gobernador evitábamos tener un trato directo. Por último, le dije que si conseguíamos dos o tres bancos que entraran en la compra de Ibercorp, en ese caso Banesto podría colaborar.
El domingo 16 de febrero llegué a Madrid sobre la una de la tarde. Mariano Rubio me había estado buscando por todos los medios. Cuando hablé con él me explicó que había hablado con Emilio Botín, quien, en principio, estaba dispuesto a colaborar y, por tanto, que me pusiera en contacto con él para que, por la tarde, nos reuniéramos los tres. A la hora de almorzar nos reunimos la mayoría de los consejeros de Banesto en el Palace. La respuesta de todos era unánime: bajo ningún concepto y en ningún caso, ni solos ni acompañados, debíamos mezclarnos en este asunto
.
Hay muchas otras cosas más en las notas del diario, pero, por el momento, prefiero silenciarlas, porque tampoco son tan trascendentales a los efectos de este libro. Sin embargo, un dato me parece importante y no hubiera dejado constancia de él en este libro de no ser porque ya ha tenido —según la prensa— reflejo parlamentario: es cierto que Mariano Rubio me informó de que el expediente sobre Ibercorp se lo había llevado a su casa el actual gobernador. Incluso más: me dijo que si quería podía negociar directamente con Luis Ángel Rojo. A mí me pareció improcedente que un banquero privado tuviera que poner en tela de juicio la palabra del gobernador y hablar con el entonces subgobernador. Lo que ocurre es que, a la vista de lo sucedido, este dato tiene indudable trascendencia.
Era perfectamente consciente de que aquella negativa podía desencadenar una enemistad definitiva entre Rubio y Banesto con posibles consecuencias perjudiciales para nosotros. Pero no tenía alternativa. Eran demasiados años de sufrimiento y de independencia para sacrificarlos en un asunto que tenía unos tintes decididamente oscuros, aunque entonces yo ignoraba que detrás de esta operación se encontraba uno de los escándalos de mayor envergadura que ha sufrido nuestro país, que ha afectado a la confianza de los ciudadanos en una de sus instituciones capitales y que ha supuesto el mayor golpe al prestigio de España en el exterior que yo recuerde. En una cena celebrada en Nueva York el día 22 de diciembre de 1993, coincidí con el señor Volker, antiguo «gobernador» del Banco Central de la Reserva Federal americana. Hablamos de Mariano Rubio y me expresó el efecto negativo que en círculos financieros internacionales habían tenido las noticias publicadas al respecto. Puede fácilmente imaginarse lo que estará ocurriendo en estos momentos —primavera de 1994— en esos mismos círculos cuando las sospechas de actuación irregular afectan a operaciones de tráfico de información privilegiada con acumulación de dinero no declarado al Estado español, todo ello realizado por un gobernador del Banco de España en activo. Desearía que todo ello no fuera cierto por respeto a nuestra historia y a nuestro país.
Pero quiero insistir en que era perfectamente consciente de que mi negativa podía provocar consecuencias perjudiciales para nosotros, aunque no quedaba otra alternativa que asumirlas. Hoy, con la perspectiva que dan estos años transcurridos, incluso siendo consciente de la responsabilidad que parece haber asumido el señor Rubio en el acto de intervención de Banesto, confieso que mantengo un íntimo sentimiento de satisfacción personal que estoy seguro comparten la mayoría de las personas que formaron parte conmigo del Consejo de Administración de Banesto por no haber involucrado a esta institución en uno de los mayores escándalos que nunca hayan afectado al Banco de España en su historia.
En cualquier caso, siempre me llamó la atención el enorme interés de Mariano Rubio por solventar este asunto. El lunes 17 de febrero de 1992 nos volvimos a reunir en el Banco de España con Mariano Rubio. No se veía una salida fácil y yo seguía extrañado por el dramatismo introducido por el gobernador. Estas son las palabras que figuran en mi diario al respecto:
Decidí ir al grano y decirle: Mariano, no entiendo tu preocupación. Ibercorp es un banco de 1500 millones de pasivo, es decir, una pequeña sucursal de Banesto. No es ningún problema que vaya al Fondo de Garantía de Depósitos. Por otra parte, este tipo de bancos sólo tienen valor en función de su
good will
y, en este caso, es negativo, porque lo primero que habría que hacer es cambiarle el nombre. Por tanto, no veía el porqué del problema tan grave que se nos presentaba. Mariano no contestó. Seguía repitiendo, casi automáticamente, que tenía que conseguir que alguien lo comprara y que esa era la única solución para evitar la «tragedia»... Yo creo que se trataba de llegar a la comparecencia parlamentaria con el banco vendido. Pero ¿por qué? No lo sé. Tiene que haber algo porque, si no, esto es inconcebible
.
En estos meses de la primavera de 1994 toman sentido las preocupaciones del gobernador y parece que existen respuestas a los interrogantes que me planteaba hace más de dos años. En cualquier caso, un dato me sigue llamando la atención: la presencia de Luis Ángel Rojo en aquella reunión. Estábamos hablando de una posible opa de Ibercorp sobre Sistemas Financieros. Es decir, un mecanismo para evitar determinadas responsabilidades, pero ajeno a la operativa habitual del Banco de España. Por ello, la presencia del entonces subgobernador me extrañaba, porque daba la sensación de estar al corriente del caso.
Lo cierto es que como consecuencia de ello se fraguó una tesis: Mario Conde ha sido el responsable de la aparición del escándalo Ibercorp. En este sentido son extraordinariamente esclarecedoras las declaraciones que Miguel Martín, actual subgobernador, efectuó al Parlamento el día 15 de junio de 1994 y que recoge la prensa del día siguiente. El diario
El País
—al que supongo informado en este tipo de asuntos— dice literalmente:
El entonces gobernador del Banco de España, Mariano Rubio, ocultó información al Parlamento cuando compareció en febrero de 1992 para explicar el caso Ibercorp, declaró ayer el diputado de CiU Jordi Cases, al término de la sesión de la comisión parlamentaria que investiga el patrimonio de Rubio. Otros diputados ratificaron esta impresión y revelaron que, según Miguel Martín, Carlos Solchaga fue informado en marzo de 1992 de la debilidad financiera de Ibercorp
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Ciertamente son palabras de la prensa, pero de ser cierto su contenido no cabe duda de su enorme interés.
Si es cierto que Miguel Martín conocía la situación de Ibercorp —lo cual es lógico dada su condición, entonces, de director general de la Inspección—, es difícilmente comprensible que, a la vista de las declaraciones de Rubio al Congreso, mantuviera silencio, puesto que podría dar la sensación de encubrir un comportamiento no «ortodoxo». Tiene, igualmente, interés que dijera que había informado al señor Solchaga, de lo que se deduce —en caso de ser cierto— que las responsabilidades políticas de este último son incuestionables. Pero, sobre todo, determina un posicionamiento conjunto de Rubio-Solchaga que dota de pleno sentido a lo que posteriormente nos referiremos cuando analicemos el Consejo Ejecutivo del Banco de España de junio de 1992. Y, desde el punto de vista de la opinión pública, después de lo aparecido acerca del funcionamiento del Banco de España, tomando en consideración que Miguel Martín fue director general de la Inspección durante el mandato del señor Rubio, esas declaraciones podrían parecer como una especie de descomposición interna en la que cada uno tratara de salvar sus propias responsabilidades en un escándalo que no parece encontrar su fin, y ello es particularmente grave para el prestigio de una institución como el Banco de España.
Por otro lado, yo había dado pasos decisivos para tomar poder en
La Vanguardia,
lo que se interpretó como un movimiento de finalidades políticas. Con estos dos ingredientes se formó la tesis de la enemistad: ya no se trata de que Banesto sea una pieza independiente al margen del Sistema, lo que, hasta cierto punto, podía ser tolerable. La toma de participación accionarial en medios de comunicación y el ataque derivado del escándalo Ibercorp demostraban, a juicio del Sistema, que mi «posicionamiento» había cambiado cualitativamente para transformarse en un «enemigo político» que trataba de destruir sus cimientos.
No estoy seguro de que en aquellos momentos se hubiera llegado a la conclusión de que mi decisión última era la de dedicarme a la política. Lo importante es que entonces se decidió que yo era un «enemigo político» que manejaba unos medios de comunicación social potentes y una institución financiera que permitía una fuente de recursos muy significativa al servicio de esa «enemistad». La conclusión era obvia: la destrucción del enemigo. Y eso fue exactamente lo que el Sistema —aparentemente— decidió.
Algunos meses después del acto de intervención de Banesto, el diario
El Mundo
publicaba una noticia que causó estupor en la opinión pública española: el vicepresidente del Gobierno, señor Serra, había encargado al director general de la Guardia Civil, señor Roldán, la elaboración de un informe sobre mi vida privada, incluyendo aspectos relativos a movimientos financieros e, incluso, temas directamente relacionados con mi intimidad personal y familiar. La información de dicho diario venía, al parecer, directamente del señor Roldán.
En el apartado correspondiente de este libro he descrito la situación relativa a nuestra entrada en los medios de comunicación social. También he expuesto las razones que, a mi juicio, avalaban la decisión. Anteriormente he relatado mi almuerzo con el vicepresidente del Gobierno en la Moncloa. Como ya he escrito en páginas anteriores, era perfectamente consciente de que
La Vanguardia
tenía influencia en Barcelona y Cataluña y que Antena 3 Televisión, si conseguía remontar su situación, podía convertirse en un instrumento periodístico de primera magnitud. Obviamente, ello debió de preocupar a una persona como el vicepresidente del Gobierno, que dedicaba tiempo a cuidar sus intereses políticos en Cataluña, lo cual es comprensible dado su origen natural y su posible destino político. En todo caso yo ignoraba que en aquellos momentos se hubiera llegado a la conclusión de atribuirme el estatuto de «enemigo político» porque ninguna de las manifestaciones del vicepresidente —en el almuerzo antes referido— me llevaban a esa conclusión.
Cuando el diario
El Mundo
publicó la noticia, surgieron inmediatamente los desmentidos. Lo grave del caso es que el viernes 20 de mayo de 1994, el mismo periódico publicaba en portada una carta recibida del señor Roldán y firmada por él mismo. En ella ratificaba la existencia del informe, el hecho de haber recibido instrucciones del vicepresidente para llevarlo a efecto, y que había sido pagado con fondos reservados suministrados por la Vicepresidencia, que, a su vez, los recibía del Cesid. El jueves 16 de junio, de nuevo el diario
El Mundo
publicaba otra carta de Roldán en la que decía literalmente que él había sido «el basurero de Serra y, por tanto, del presidente». Salvo que lleguemos a la conclusión de que el señor Roldán está loco o miente deliberadamente, asumiendo los costes —incluso, posiblemente de orden penal— que implica firmar una mentira de este calibre, tendremos que llegar a una conclusión: el Estado ordenó una investigación sobre mí. Es importante destacar que el Estado, a través del entonces director general de la Guardia Civil, reconoce que eso es cierto. Quién lo ordenara es, en estos momentos, menos importante. Pero un órgano del Estado reconoce que el Estado acordó investigar a una persona privada.