Read El sol sangriento Online

Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía

El sol sangriento (4 page)

BOOK: El sol sangriento
4.7Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Kerwin vaciló, y Ellers le instó:

—¡Vamos! Conozco la Ciudad Comercial como la palma de mi mano. Tienes que conseguirte ropa… Yo conozco todos los mercados. ¡Si compras en las trampas para turistas, puedes gastarte la paga de seis meses sin darte cuenta!

Eso era cierto. Las Grandes Naves todavía cuidaban tanto el peso que no permitían transportar ropa ni efectos personales. Era más barato desechar todo cuando uno era trasladado y comprar cosas nuevas al llegar, que llevar las cosas con uno y pagar por el exceso de peso. Todos los espaciopuertos del Imperio terrano estaban rodeados de un anillo de comercios, buenos, malos e indiferentes, que oscilaban entre lujosos centros de moda y mercados de andrajos de segunda mano.

—También conozco todos los lugares divertidos. Sólo cuando pruebes el
firi
darkovano sabrás lo que es la vida. Has de saber que allá en las montañas suelen contar algunas historias divertidas acerca de esa bebida, especialmente del efecto que ejerce sobre las mujeres. Una vez, recuerdo…

Kerwin permitió que Ellers lo condujera, escuchando solamente a medias la historia del hombrecito, que ya estaba tomando un giro familiar. Si le daba crédito a Ellers, éste había tenido tantas mujeres en tantos mundos diferentes que a veces Kerwin se preguntaba vagamente cómo habría hecho el hombrecito para tener tiempo de viajar por el espacio entretanto. Las heroínas de sus historias iban desde una mujer-pájaro de Siria, de grandes alas azules y un manto de plumaje, a una princesa de Arturo IV rodeada de criadas ligadas a ella por medio de eslabones de seudocarne viviente hasta el día de su muerte.

Las puertas del espaciopuerto se abrían a una gran plaza que rodeaba un monumento elevado sobre peldaños y un pequeño parque con árboles. Kerwin miró los árboles, sus hojas violetas que temblaban al viento, y tragó saliva con esfuerzo.

Alguna vez había conocido bastante bien la Ciudad Comercial. Desde entonces, había crecido un poco… y se había empequeñecido. El enorme rascacielos del Cuartel General terrano, antes pavoroso, era ahora tan sólo un edificio grande. El anillo de comercios que rodeaba la plaza era más grueso. No recordaba haber visto de niño el masivo contorno, con frente de neón, del Sky Harbor Hotel. Suspiró, tratando de aclarar sus recuerdos.

Cruzaron la plaza y entraron en una calle pavimentada con bloques de piedra, de tamaño tan inmenso que su imaginación quedó paralizada cuando intentó representarse quién o qué había colocado esas piedras gigantes. La calle estaba vacía y silenciosa. Kerwin supuso que casi toda la población terrana habría ido a ver la llegada de la nave espacial. Además, a esta hora siempre había pocos darkovanos por la calle. La verdadera ciudad no estaba a la vista, ni al alcance del oído, sino fuera de su alcance. Volvió a suspirar y siguió a Ellers hacia el anillo de comercios del espaciopuerto.

—Aquí podemos conseguir un equipo decente.

Era un comercio darkovano, lo cual significaba que ocupaba la mitad de la calle y que no existía una distinción clara entre la mercancía a la venta y las pertenencias del propietario. Pero se había hecho una concesión a las costumbres de los ajenos terranos: algunos de los productos a la venta estaban ubicados en anaqueles y mesas. Cuando Kerwin traspuso la arcada exterior, su nariz se dilató al reconocer un olor familiar: una nubecita de humo perfumado, el incienso que aromatiza todos los hogares darkovanos, desde las chozas a los palacios. En el Orfanato de la Ciudad Comercial no lo usaban, al menos oficialmente, pero casi todas las niñeras y matronas eran darkovanas y el resinoso aroma persistía en su cabello y en sus ropas. Ellers arrugó la nariz y lanzó una exclamación de desagrado; en cambio Kerwin descubrió que estaba sonriendo. Era la primera muestra de genuino reconocimiento en un mundo que se había tornado extraño.

El comerciante, un hombrecito marchito vestido con una camisa amarilla y pantalones, se volvió y murmuró una fórmula casual:


S'dia Shaya.

Significaba
me honráis
. Sin pensarlo, Kerwin masculló una fórmula cortés igualmente azarosa. Ellers se lo quedó mirando con fijeza.

—¡No sabía que hablabas el idioma! ¡Me dijiste que te habías ido cuando eras sólo un niño!

—Sólo hablo el dialecto de la Ciudad.

Mientras el hombrecito indicaba un colorido perchero lleno de capas, pantalones, chaquetas y túnicas de seda, Kerwin, exasperado consigo mismo, dijo bruscamente:

—Nada de eso. Ropas para
terranos
, hombre.

Se concentró en elegir unas pocas mudas de ropa: ropa interior, de dormir, lo que le bastara para unos pocos días, hasta que averiguara cuáles eran las exigencias del clima y de su empleo. Había pesadas chaquetas de montaña, destinadas a los escaladores de las reservas montañosas de Rigel y Capella Cinco, abrigos forrados con fibras sintéticas, que preservaban el calor del cuerpo por debajo de los treinta grados centígrados. Él las descartó, aunque Ellers, que temblaba, ya había comprado una y se la había puesto; no hacía
tanto
frío ni siquiera en los Hellers; a él, el clima de Thendara le parecía como para andar en mangas de camisa. En voz baja, advirtió a Ellers que no comprara equipo para afeitarse.

—¡Demonios, Kerwin! ¿Vas a volverte nativo? ¿Piensas dejarte crecer la barba?

—No, pero conseguirás cosas mejores en las cantinas del Servicio, dentro del Cuartel General. Darkover es pobre en metales. Los metales que tienen no son tan buenos como los nuestros y son endemoniadamente más caros.

Mientras el comerciante les preparaba los paquetes, Ellers fue hasta una mesa próxima a la entrada.

—¿Qué clase de vestimenta es ésta, Kerwin? Nunca he visto en Darkover a nadie que llevara puesto algo
así
. ¿Es una vestimenta originaria de Darkover?

Kerwin se irritó. La
vestimenta originaria de Darkover
era un concepto, al igual que el
idioma darkovano
, que consistía solamente en una simplificación concebida por los extraños del Imperio. Había nueve idiomas darkovanos que él conocía —aunque sólo podía hablar bien uno, sabía ciertas palabras de otros dos—, y la vestimenta variaba enormemente entre las sedas y los finos tejidos coloridos de las tierras bajas y los rústicos cueros y las pieles sin teñir de las distintas montañas. Se reunió con su amigo ante la mesa, donde se entremezclaban desordenadamente, en una maraña, distintas prendas, todas más o menos usadas, casi todas ellas pantalones y camisas utilitarias comunes en la ciudad. Kerwin vio de inmediato lo que había atraído el ojo de Ellers. Era una prenda bella en la que se mezclaban el verde y suaves amarillos, ricamente bordada formando diseños que le resultaron familiares y le hicieron sospechar que estaba más fatigado de lo que creía. La levantó y vio que se trataba de una larga capa con capucha.

—Es una capa de montar —dijo—. La usan en las Kilghard Hills. Por el bordado, diría que probablemente perteneció a un noble; podrían ser los colores de su casa, aunque no sé qué significan, ni cómo llegó hasta aquí. Son prendas abrigadas y cómodas, especialmente para montar, pero ya cuando yo era niño esta clase de capa estaba pasando de moda en la ciudad; cosas como ésa… —señaló la chaqueta sintética que llevaba Ellers— eran más baratas e igualmente abrigadas. Estas capas se hacen a mano, se tiñen a mano, se bordan a mano.

Tomó la capa de manos de Ellers. No era tela hilada, sino un cuero suave y flexible, fino como la lana, flexible como la seda y ricamente bordado con hebras metálicas. Los colores eran una cascada que se derramaba sobre su brazo.

—Parece hecha para un príncipe —comentó Ellers en voz baja—. ¡Mira esa piel! ¿De qué clase de animal sale?

Olfateando buenos clientes, el comerciante barbotó un voluble discurso acerca del costo de la piel. Kerwin se rió y lo interrumpió con un gesto.

—Conejo astado —dijo—. Los crían como ovejas. Si fuera piel de
marga
salvaje, ésta sí sería la capa de un príncipe. Tal como son las cosas, supongo que perteneció a algún caballero pobre ligado a la familia de algún noble, alguien con una talentosa e industriosa esposa o hija que se podía pasar un año bordando para él.

—Pero los bordados nobles, los diseños dignos de un
Comyn
, la riqueza del cuero teñido…

—Sea lo que fuere, es
abrigada
—interrumpió Kerwin, poniéndose la capa sobre los hombros. Era suave al tacto y valiosa. Ellers dio un paso atrás, mirándolo consternado.

—Buen Dios, ¿ya te estás volviendo nativo? No pensarás usar
esa
cosa en la Zona terrana, ¿verdad?

Kerwin se rió alegremente.

—Diría que no. Estaba pensando en que podría usarla en mi cuarto por las noches. Si los departamentos de solteros del Cuartel General son parecidos a lo que eran en mi último destino, serán condenadamente mezquinos con la calefacción, a menos que uno quiera pagar doble por el consumo de energía. Y en invierno hace bastante frío, además. Por supuesto que ahora hace calor aquí…

Ellers se estremeció y dijo con tono sombrío:

—Si esto es
calor
, ¡espero estar en el otro extremo de la Galaxia cuando se ponga verdaderamente
frío
! Debes de tener los huesos de alguna clase de materia que no conozco. ¡Esto es
helado
! Oh, bien, el planeta de un hombre es el infierno de otro —recordó, citando un proverbio del Servicio—. Pero, hombre, no irás a gastarte un mes de paga en esa condenada cosa, ¿no es cierto?

—No si puedo evitarlo —replicó Kerwin con un ángulo de la boca—. ¡Pero, si no te callas y me dejas regatear con él, tal vez tenga que hacerlo!

Por fin, pagó más de lo que había esperado y se dijo que era un tonto cuando volvió a revisar la cuenta. Pero verdaderamente quería esa capa, sin poder explicar por qué; era lo primero que le había llamado la atención después de su retorno a Darkover. La quería y la consiguió por un precio que podía permitirse, aunque no con facilidad. Hacia el final del regateo, percibió que el comerciante estaba incómodo, que por algún motivo no le agradaba regatear con él, y cedió con mayor facilidad de la que Kerwin esperaba. Él sabía, a diferencia de Ellers, que en realidad había conseguido la prenda por menos valor del que tenía. Bastante menos, a decir verdad.

—Ese dinero te hubiera mantenido felizmente borracho durante medio año —se quejó Ellers cuando volvieron a salir a la calle.

Kerwin soltó una risita.

—Alégrate. La piel no es un lujo en un planeta como éste, sino una buena inversión. Y todavía me queda en el bolsillo suficiente dinero como para la primera ronda de bebidas. ¿Dónde podemos conseguirla?

Fueron a una vinatería en el borde exterior del sector; estaba libre de turistas, aunque había algunos operarios del espaciopuerto mezclados con los darkovanos apiñados en torno al bar o tendidos en los largos divanes colocados contra las paredes. Todos concedían su atención al serio asunto de la bebida, hablando o apostando a un juego que parecía de dominó, hecho con pequeños prismas de cristal cortado.

Algunos darkovanos levantaron la vista cuando los dos terráqueos se abrieron paso entre la multitud y se sentaron ante una mesa. Ellers ya se había alegrado para el momento en que una muchacha regordeta, de pelo oscuro, vino a tomarles el pedido. Dio a la muchacha un pellizco en el redondeado muslo, pidió vino en la jerga del espaciopuerto y, sosteniendo la capa darkovana sobre la mesa para palpar la piel, se lanzó a un largo relato acerca de cómo había hallado una especial manta de piel, particularmente valiosa, en un planeta frío de Lyra.

—Allí las noches tienen alrededor de siete días de duración, y la gente abandona su trabajo hasta que vuelve a salir el sol y derrite el hielo. Te digo que esa chica y yo tan sólo nos metimos debajo de esa manta de piel y ni siquiera asomamos la nariz…

Kerwin se dedicó a su bebida, perdiendo el hilo del relato, que no tenía demasiada importancia, pues los relatos de Ellers siempre se parecían de todas maneras. Un hombre que estaba sentado solo ante una de las mesas, con una copa semivacía, alzó la vista, encontró la mirada de Kerwin y se incorporó repentinamente… con tanta rapidez que volcó su silla. Empezó a acercarse a su mesa; entonces vio a Ellers, que hasta entonces le había dado la espalda, y dio un paso atrás, con aspecto confuso y sorprendido. Pero en ese momento, Ellers, que había llegado a una pausa en su historia, miró a su alrededor y al verlo esbozó una sonrisa.

—¡Ragan, viejo fulano! ¡Tendría que haber sabido que te encontraría aquí! ¿Cuánto tiempo ha pasado, de todos modos? ¡Ven a tomar un trago!

Ragan vaciló, y a Kerwin le pareció que lanzaba una mirada de incomodidad sobre él.

—¡Ah, vamos! —le instó Ellers—. Quiero que conozcas a un camarada. Jeff Kerwin.

Ragan se acercó y tomó asiento. Kerwin no podía distinguir qué era el hombre. Era pequeño y menudo, ligeramente bronceado, lo que le daba aspecto de alguien que vivía al aire libre, y manos encallecidas; podría haber sido un montañés darkovano de escasa estatura, o un terráqueo que vestía ropas darkovanas, aunque usaba la indumentaria corriente consistente en chaqueta de alpinista y botas hasta el tobillo. Pero hablaba terrano estándar tan bien como cualquiera de ellos al interrogar a Ellers con respecto al viaje. Cuando llegó la segunda ronda de bebidas, insistió en pagarla, aunque siguió observando de soslayo a Kerwin, cuando creía que éste no lo advertía.

Finalmente Kerwin preguntó:

—Está bien. ¿Qué pasa? Actuaste como si me reconocieras, antes de que Ellers te invitara a nuestra mesa…

—Así es. No sabía que Ellers había vuelto —dijo Ragan—. Pero cuando lo vi contigo y vi que usabas… —Señaló con un gesto la vestimenta terrana de Kerwin—. Entonces supe que no podías ser quien creí que eras.
No
te conozco, ¿verdad? —agregó, frunciendo el ceño.

—No lo creo —respondió Kerwin, midiendo al hombre con la mirada y preguntándose si no podría haber sido alguno de los niños del Orfanato de Hombres del Espacio. Era imposible decirlo después de… ¿cuánto tiempo? Diez o doce años, según el calendario terrano; había olvidado los factores usados para convertirlos en años darkovanos. Aunque hubieran sido amigos de la infancia, ese lapso de tiempo hubiera borrado todo. Y no recordaba a nadie llamado Ragan, aunque eso no significaba nada.

—Pero tú no eres terrano, ¿verdad? —inquirió Ragan.

BOOK: El sol sangriento
4.7Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Rexanne Becnel by The Matchmaker-1
Love Handles by Galway, Gretchen
Chains of Desire by Natasha Moore
Scorpia by Anthony Horowitz
Hotel Vendome by Danielle Steel
Trang by Sisson, Mary
Persuasion by Jane Austen
Silverbridge by Joan Wolf
The Cutie by Westlake, Donald E.
Dead and Beloved by McHenry, Jamie