Aquélla era la única salida que Germán conocía. Se volvió y corrió hacia el otro lado del túnel, hacia el lugar donde estaban los cadáveres de Pau y Mar. El laberinto de galerías podía darle una oportunidad de esconderse o de hallar otra salida. No fue una decisión racional, sino fruto del pánico. En su huida enloquecida, resbaló varias veces y cayó de rodillas, se levantó, chocó con las paredes.
Al final del túnel había un muro ciego. A ambos lados, la galería continuaba. En un momento de lucidez, Germán apagó la linterna y torció hacia la derecha. El mendigo no pudo ver el camino que escogía. Avanzó a tientas y luego volvió a desviarse hacia una especie de nicho lateral. Una rata lo abandonó, sobresaltada por la repentina invasión de su territorio.
Germán se pegó cuanto pudo a la pared y se escondió detrás de unas gruesas tuberías que rezumaban humedad. Estaba desorientado. Aunque hubiera sido capaz de regresar al punto de partida, le habría resultado imposible hacerlo a oscuras. Se mantuvo totalmente quieto y acalló el sonido de su respiración agitada. Los ruidos misteriosos del edificio parecieron aumentar. Los pasos del mendigo se aproximaban en la oscuridad.
—Dios lo ve todo —dijo con su voz cavernosa, desde muy cerca.
A Germán se le heló la sangre. Ahora el frío no venía de fuera, sino de dentro. Del fondo de su ser. El miedo atenazaba sus músculos, y ni siquiera se le pasó por la cabeza enfrentarse con el viejo. Se quedó allí, acurrucado en el rincón, sintiendo la humedad que se colaba por el techo, la pared y por las tuberías agujereadas.
—Dios sabe dónde estás…
La transferencia bancaria de los cinco mil euros, prometidos por Garganta Profunda, era ya efectiva. Eduardo disponía de un presupuesto muy ajustado para su viaje de trabajo a Estados Unidos, y ese dinero extra le permitiría cierto desahogo. Tenía los billetes de avión a Filadelfia con fecha de regreso para el día siguiente a la entrevista con Al Gore en Washington, y reservas de hotel para una noche en la primera ciudad y dos noches en la segunda.
Todavía le daría tiempo, a su regreso, a asistir al cumpleaños de Celia. Aunque Eduardo tenía clavado en el corazón que Lorena le había pedido que no fuera. No le había comprado aún un regalo a su hija pero, ya que iba a viajar a Estados Unidos, se lo traería de allí. Algo que la sorprendiera, a cargo de los fondos de Garganta Profunda. Quien, por cierto, había cometido el error de hacerle una transferencia bancaria.
Eduardo cogió el teléfono y marcó el número de Luis Vergara, un detective privado que le había ayudado en múltiples ocasiones —aunque la ayuda era mutua— y que tenía su oficina cerca de plaza de Castilla, en el norte de la ciudad de Madrid.
—Detectives Vergara, ¿dígame?
—Por favor, quería hablar con el director.
—¿De parte de quién?
—Eduardo Lezo.
—¿Tiene usted cita con él?
—No, no, es una llamada particular.
—Muy bien, aguarde un momento, mientras le paso, por favor.
La musiquilla de fondo, destinada supuestamente a amenizar la espera, sólo duró unos segundos.
—¿Eduardo?
—Hola, Luis. ¿Estás muy liado?
—Tengo a un par de auxiliares haciendo seguimientos. Yo… estoy realmente muy ocupado… haciendo sudokus.
El detective hablaba en un estudiado tono de seriedad que daba confianza a los clientes. Es lo que uno espera de un detective, que transmita secreto y confidencialidad.
—Entonces, ¿puedo pedirte un pequeño favor?
—Dado que ya has interrumpido mis pesquisas numéricas, sí.
—Necesito saber la procedencia de una transferencia bancaria. Tengo aquí los datos. ¿Puedes anotarlos?
—Prefiero que me mandes un correo electrónico. Se lo paso directamente a mi contacto que se encarga de estas cuestiones, y sólo queda esperar su respuesta.
—¿Suele tardar mucho?
—No. Si no está tan ocupado como yo, media hora, como mucho. Sólo tiene que consultar una base de datos.
—Perfecto, entonces. Ahora mismo te lo envío. Y gracias, Luis.
—No me las des. Los favores siempre se pagan. ¿Comemos un día esta semana?
—Esta semana me será imposible. Tengo un viaje. Pero la próxima creo que podré.
En cuanto terminó la conversación con el detective, Eduardo copió los datos de la transferencia en un mensaje y se lo remitió, con acuse de recibo. Casi al instante recibió la confirmación de recepción. Estaba ansioso por saber algo sobre su, hasta ahora, anónimo comunicante.
Mientras esperaba, se puso a hacer la maleta. Su vuelo a Filadelfia salía de la terminal T—4 de Barajas al día siguiente, a las nueve y media de la mañana. Al igual que no era un hombre paciente, Eduardo tampoco era ordenado. Metió la ropa en la maleta a presión, comprobó que no le faltaba nada de lo imprescindible, como el cargador del móvil, la bolsa con la cámara de vídeo, un paquete de cintas, la grabadora y la cámara fotográfica, pilas, el adaptador de corriente para las tomas estadounidenses, un cuaderno y varios bolígrafos, la PDA, un pendrive… No parecía que faltara nada. En una bolsa de mano llevaría el ordenador portátil, una libreta de notas y algunas cosas más.
Sonó el teléfono. Era Luis Vergara. Habían pasado cuarenta y cinco minutos desde su conversación con él.
—Ya tengo lo que me pediste… Quiero decir, que no lo tengo, pero que ya he hecho la consulta.
—¿Cómo que no lo tienes?
—Bueno, a medias. La transferencia se ha hecho desde un paraíso fiscal, y los bancos de esos lugares no dan datos sobre los titulares de las cuentas.
—¿Nada?
—Nada en absoluto. Operan según un régimen especial. Siento no poder ayudarte en esto.
—Bueno… Gracias de todos modos, Luis.
En el fondo, era de esperar. Eduardo había subestimado a Garganta Profunda. No había sido tan tonto como para dejar su rastro en la transferencia.
Ahora caía en la cuenta de que quizá lo hubiera subestimado también en otras cosas. Había dado por hecho que no había mencionado el violín de Víctor Gozalo porque no sabía que existía. Quizá no fuera así. Podía comprobarlo esperando su siguiente llamada y mencionándolo de improviso, para ver si detectaba alguna vacilación reveladora. Pero, en ese caso, si realmente no sabía nada del violín, él mismo se lo estaría revelando. Y no tenía intención de hacer eso.
A partir de ahora debía andarse con cuidado. Ser cauto y pensar siempre en la peor opción antes de dar un nuevo paso. Había demasiados puntos oscuros en todo aquello.
Al día siguiente, el taxi le dejó en el aeropuerto de Barajas dos horas antes de la salida de su vuelo. Eduardo fue a una de las ventanillas de US Airways. Un agente de la empresa de seguridad que controlaba los destinos norteamericanos, perteneciente al Mossad israelí, comprobó que su pasaporte estaba en regla. Le preguntó por su visita, hacía aproximadamente un año, a Marruecos. Eduardo le explicó que era periodista y había tenido que desplazarse a ese país para grabar un reportaje. Después, recogió la tarjeta de embarque y facturó su maleta y el estuche del violín con todas las piezas sueltas en su interior. El pequeño maletín con el ordenador portátil y su libreta de notas viajaría con él en cabina.
Aún le quedaba una hora para subir al avión. Lo mejor era esperar tomando una cerveza en la zona de embarque. Para entrar le sometieron a un nuevo control de pasaporte y le hicieron pasar el maletín y sus objetos personales por la máquina de rayos X. Cada vez era más pesado viajar en avión, y más a destinos como Estados Unidos. Pero la seguridad no podía verse comprometida por la comodidad de los pasajeros. Muchos se quejaban de ello. Eduardo no. Al contrario, estaba convencido de que todo aquello era, por desgracia, muy necesario.
Tras localizar la puerta de embarque de su vuelo, se acercó a una cafetería autoservicio, cogió del refrigerador un par de cervezas y, después de abonarlas, se sentó a una de las mesas. Sacó de su maletín algunos papeles acerca del profesor Rodríguez Delgado. Los repasó e hizo algunas anotaciones en su libreta. Luego escribió las preguntas que tenía intención de formularle a Al Gore en la entrevista, amables al principio y más comprometidas al final.
Sumido en sus pensamientos, Eduardo apenas se dio cuenta de que era hora de embarcar. Antes de hacerlo, tomó una última cerveza, y con el alcohol produciéndole un agradable embotamiento, se dirigió a la puerta de embarque. Se había propuesto muchas veces dejar la bebida, pero aquél no era, desde luego, el momento idóneo. Se notaba tenso, y beber le relajaba de un modo rápido y eficaz.
Tras un vuelo de más de siete horas, el avión se posó con la delicadeza de un pájaro en el aeropuerto internacional de Filadelfia. Eduardo salió de la terminal y esperó un taxi. Su hotel estaba en el centro de la ciudad, junto al parque Rittenhouse Square —del que tomaba su nombre— y muy cerca del taller tienda de instrumentos de cuerda y arco William Moennig & Son, situado en el 2039 de Locust Street. Pidió al taxista que lo llevara directamente al hotel. Atravesó la ciudad desde el sur hasta casi llegar al impresionante ayuntamiento. Una vez registrado en el hotel, subió a su habitación, dejó el equipaje y se aseó un poco. Luego comprobó que aún no era la hora de comer y marcó el número de teléfono de Dick Donovan.
—William Moennig & Son, ¿dígame?
—¿Pamela?
—Sí, ¿quién es?
—Buenos días, Pamela. Soy Eduardo Lezo. Por favor, quería hablar con Dick.
—¡Hola, Eduardo! Enseguida te lo paso. Un momento…
—¿Sí?
—Hola, Dick.
—¿Cómo estás, amigo?
—Pues luchando, como siempre… ¿A que no sabes dónde estoy?
—¿En algún misterioso y oculto taller de luthiers? —preguntó Dick, añadiendo un tono enigmático a su elegante pronunciación.
—Casi aciertas, porque ahora mismo estoy en un hotel, pero en breve espero estar en un taller de luthiers con mucho sabor.
—¿No estarás aquí, en Filadelfia?
—Tú lo has dicho. Concretamente, en Rittenhouse Square.
—¡Qué sorpresa! ¿Quieres que comamos juntos?
—Claro. Para eso te llamo. Tengo que pedirte que mires un violín que he traído. Bueno, sus piezas…
—¿Es un instrumento interesante? ¿Quieres restaurarlo?
—No, nada de eso. Mejor te lo cuento en persona.
—¿Cuánto tiempo necesitas?
—Una ducha rápida y voy para allá. Dame quince o veinte minutos.
—¿Minutos anglosajones o latinos?
—Anglosajones, por supuesto. Si fueran minutos latinos quedaríamos para cenar.
Ambos rieron.
—Bien, te espero entonces.
Eduardo abrió la maleta, sacó unos pantalones limpios, una camisa y un jersey, todo muy arrugado, los planchó por encima —por suerte muchos hoteles en Estados Unidos disponen de plancha—, y se dio una ducha. Luego se vistió, se peinó un poco, metió su libreta en un bolsillo de su cazadora de Indiana Jones y cogió el estuche con el descompuesto violín de Víctor Gozalo. Bajó a la recepción y salió del hotel hacia el parque. Lo atravesó en diagonal, por uno de sus paseos, y a punto estuvo de ser atropellado por una panda de niños en bicicleta que parecían miniaturas de los Ángeles del Infierno. Eduardo sonrió al verlos jugar tan felices, a pesar del intenso frío. Y pensó en su hija.
El taller de los Moennig tenía un pequeño letrero en la fachada y una escalera que conducía hasta la entrada principal. Eduardo llamó al timbre. Le abrió Pamela, con la que había hablado unos minutos antes.
El interior de la tienda era hermoso y acogedor. A ambos lados de una mesa había estanterías con violines y violas expuestos. A Eduardo le hizo gracia pensar que parecían jamones colgados en una charcutería. Pero la sensación más aguda que experimentó Eduardo fue el aroma interior, denso y agradable, como un perfume que parecía transportarlo a otra época. Aquél era el recuerdo más vivo que conservaba de la primera vez que estuvo allí. Era algo parecido a entrar en una vieja biblioteca llena de libros con todos sus secretos a la vista y, al mismo tiempo, ocultos entre sus páginas, descansando en las estanterías en espera de que alguien los descubra.
Al cabo de un par de minutos, la figura espigada y elegante de Dick apareció desde el taller. Sonreía ampliamente y se dirigió hacia Eduardo con la mano extendida. Ambos se saludaron con un fuerte apretón.
—Mira qué tengo aquí, Eduardo —dijo Dick, y se colocó detrás de la mesa del mostrador, sobre la que había un estuche rojizo, muy antiguo—. Es una viola llamada Conde de Flandes. Estamos autentificándola para un cliente. Seguramente perteneció a Niccolò Paganini. Mírala. ¿No es una belleza?
Dick sacó la viola de su caja y se la mostró a Eduardo.
—Si tú lo dices, amigo mío… A mí me parece más o menos como todas. Y un poco estropeada, la verdad.
—Qué poco romántico eres… ¿No te das cuenta de que el violinista más famoso de todos los tiempos pudo tocar este instrumento? Es historia pura.
—Visto así…
—¿No quieres tenerla en tus manos? Pero con mucho cuidado, por favor.
Eduardo cogió la viola y la acarició. Él no era tan poco romántico como le gustaba mostrarse ante los demás. Una viola como aquélla era un instrumento casi perfecto, un producto del más agudo ingenio humano llevado al terreno del arte. Una auténtica maravilla.
—¿Y bien? —preguntó Dick, con la viola de nuevo dentro de su estuche—. ¿Qué me has traído?
Eduardo puso la caja con el violín de Víctor Gozalo sobre la mesa, a un lado.
—Es un violín bohemio, de principios del siglo XX. Eso me han dicho.
—Una buena escuela europea —apostilló Dick, que luego abrió mucho los ojos al ver su estado—. ¡Dios, ¿qué le has hecho a este pobre violín?!
Dick habló como si se tratara de una persona en lugar de un objeto, por valioso que pudiera ser.
—Tuve que abrirlo. Bueno, en realidad lo abrió para mí un amigo mío de la Orquesta Sinfónica de Madrid, un americano, como tú, que se llama Paul Friedhoff y es también luthier.
—¿Y qué quieres hacer con
esto
?
—Arrancarle un secreto… Si es que lo tiene. Pero ¿vamos primero a comer algo y te lo cuento todo?
—Sí, sí. Me tienes intrigado.
El filo de la navaja automática hendió el aire. El mendigo la clavó una y otra vez en el cuerpo acurrucado de Germán, que se protegía con los brazos y chillaba como un niño aterrorizado. Era incapaz de enfrentarse con el mendigo. En su imaginación, no se trataba de un hombre, sino de una bestia surgida de su peor pesadilla.