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Authors: Andrés Vidal

Tags: #Narrativa, #Historica

El sueño de la ciudad (42 page)

BOOK: El sueño de la ciudad
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—Tienes que darte cuenta de que Josep Lluís está demasiado acostumbrado a que todo salga como él quiere.

—Pero no tiene por qué ser siempre así. Las cosas no son tan fáciles como uno desea. Además, al señor Antich no le incumbe nuestra relación.

—Exacto —asintió él.

Laura se quedó en silencio. Su mirada se dirigió como atraída por un imán hacia la chimenea. Las llamas destellaban en sus ojos como dos chispas que no se apagan.

—Lo siento, papá, lo siento mucho —se disculpó ella de nuevo y bajó la mirada al suelo avergonzada, perdida.

—No te disculpes por no conformarte, Laura. Estoy orgulloso de que no seas como los demás esperan que seas, de que busques la mejor manera de vivir esta vida tan corta. No todos tenemos tu fuerza, así que aprovéchala por muchas críticas que encuentres en el camino. El mundo aún no está preparado para personas como tú. —Sonrió Francesc tiernamente alzándole la barbilla con la mano.

Laura le abrazó con todas sus fuerzas inspirando el aroma que desprendía su ropa, ese aroma que la había acompañado desde que fuera una niña. Era cierto, ella jamás había deseado casarse con Jordi, nunca lo había visto como su futuro esposo y ya había tomado su decisión mucho antes de enamorarse de Dimas. Se separó un poco y centró los ojos en los de su padre. Su expresión era serena.

—Tengo algo más que contarte —le dijo. Francesc inclinó la cabeza expectante y entrecerró los ojos—. Hay… hay otra persona —confesó al fin.

Su padre esbozó una media sonrisa de complicidad que le concedió un aire pícaro. Alzó sus manos y le sostuvo el rostro para contemplarla en todo su esplendor. Pareció comprender en ese momento que su chiquilla ya era una mujer.

—No te preguntaré quién es; prefiero que me lo cuentes tú cuando te sientas preparada. Sólo te pido una cosa.

—Lo que quieras.

—Asegúrate de que merece la pena.

Francesc dirigió una mirada límpida y transparente a su hija y ella comprendió su reclamo. Nunca antes había sentido nada parecido a lo que experimentaba por Dimas. Tampoco se había detenido a reflexionar sobre las consecuencias que aquello podía tener; quizá por miedo a que éstas pudieran estropearlo; tal vez porque no las creía relevantes o hasta ese momento le había agradado vivir entre la nebulosa del secreto que los dos compartían. Fuera como fuese, ahora sabía bien que lo que sobrevendría no iba a ser nada fácil.

—Te lo prometo —respondió ella.

En realidad no hacía tanto que conocía a Dimas, pero estaba dispuesta a concederle todo el tiempo que fuera necesario. Creía que él bien merecía ese riesgo. Se sentía más unida a él que a otras personas que formaban parte de su vida desde hacía años. Y desde luego no iba a abandonarle porque una familia que ni siquiera era la suya se lo impusiera. Como le había dicho su padre, debía seguir su propio camino, aunque fuera tortuoso y lleno de baches. Sabía que podía contar con el apoyo de su progenitor y, por eso, no le defraudaría. Haría lo que estuviera en su mano para ayudarle, como diseñar la mejor colección para paliar las posibles represalias de los Antich.

Tanto Laura como Dimas habían estado viviendo hasta entonces el esplendor de su enamoramiento, aquel en el que los dos implicados se tornan ciegos y no piensan en el mañana. Sin embargo, poco a poco esto se iría asentando como los colores de una pintura expuesta al sol. La realidad cobraría entonces más presencia y el amor, si valía tanto como Laura pensaba, se haría menos perfecto, pero se volvería más fuerte y real. En ese combate de realidades, Laura y Dimas habían cruzado sus caminos y éstos, por las convenciones de un mundo cerrado y hostil, eran opuestos: mientras Laura huía del tradicionalismo y descendía hacia la esencia, la humildad, Dimas buscaba ascender para alcanzar una estampa de prestigio como la que los Jufresa representaban. No creía Laura que todo se redujese al dinero, a la avaricia de tener cubiertas las apuestas del mañana; aun así, el sendero común no estaba trazado y era incierto. Se habían encontrado en mitad de ese camino para continuarlo juntos. Pero antes debían escoger una dirección válida para los dos. ¿Sería de ascensión o de caída?

VI. Templanza (Gula)

«Hay que comer para vivir y no vivir para comer».

Antoni Gaudí

Capítulo 36

Febrero estaba a punto de concluir. No así las tensiones de los últimos meses: la familia Jufresa esperaba que, junto con el invierno, también finalizara ese extraño período. Tenían diversos frentes abiertos que la ponían a prueba en actos sociales como el que se desarrollaba ese día. Ya había ocurrido durante la celebración de la fiesta de Navidad de Pilar Jufresa y volvía a suceder ahora. El número de asistentes al parque Güell el pasado 25 de diciembre había sido muy inferior al de los años anteriores; la sombra de los Antich era muy alargada. Sobraba decir qué intereses habían movido a la mayoría para decantarse por un bando o por otro ante la posibilidad de perder la lealtad de una de las familias con voz propia en los sectores más predominantes. Los Jufresa debieron esforzarse mucho para mantenerse dignos, con frialdad y sobre todo con elegancia, a pesar de los desprecios a los que se estaban viendo sometidos.

El antiguo hipódromo de Casa Antúnez se utilizaba de forma esporádica para demostraciones aeronáuticas; los primeros vuelos despegaban desde esos terrenos situados entre Montjuïch y el mar. Debajo de las ruedas de aquellos engendros voladores había desaparecido el óvalo de hierba en el que antes corrían los purasangres. El recinto permitía la entrada a dos mil quinientas personas, que pagaban religiosamente un precio no apto para todos los bolsillos. Desde las tribunas contemplaban sentados las evoluciones de los pilotos. Fuera, multitud de curiosos se agolpaban de pie, con sus botas o zapatos mojados por el barro, dispuestos también a no perderse el espectáculo.

No hacía tanto desde que en 1910 Julien Mamet despegara en ese mismo sitio con su Bleirot monoplano hecho de hojalata, papel y madera y con un solo motor. Aquél había sido el primer vuelo en Cataluña y el segundo en España; el primero a nivel nacional lo había realizado el 5 de septiembre de 1909 el piloto Julián Olivert en Paterna, Valencia. Desde entonces, las exhibiciones se habían ido sucediendo de manera más o menos regular.

Esa desapacible mañana de sábado Pérez de Garay, embutido en su cazadora de piel, despegaría con el modelo H.F. 20, creado el año anterior por los hermanos Farman para el reconocimiento de posiciones en la guerra europea y utilizado por las fuerzas italianas, francesas y también españolas. La Armada había cedido el piloto y el avión para dar soporte a la recaudación de fondos en apoyo a la Cruz Roja y a los soldados heridos en el conflicto bélico.

Todos los presentes estaban dispuestos a demostrar su entrega a tal noble fin cediendo o haciéndose con un valioso objeto de la subasta. Así, el alcalde Boladeres i Romà participaba con un jarrón de cristal de estilo
Art Nouveau
que tenía en gran estima y el noble industrial Eusebi Güell con un lienzo de Pablo Picasso dedicado a la muerte de su amigo Carlos Casagemas. La familia Jufresa, que ahora más que nunca debía mostrarse a la altura, también había hecho su aportación con un collar de enormes piedras sobre refulgente oro.

Como era habitual en cualquier acontecimiento de esta índole, la contribución de cada una de las familias se había convertido en un complejo concurso de rivalidades para determinar quién era el más solidario de todos. Lo honorable quedaba, pues, relevado por la ambición y la apariencia, dos de los motores principales de aquel círculo social. A cambio, contaban con un catering compuesto de exquisitos manjares y bebidas que la entrada de cada asistente había pagado con creces. Tablas con los mejores quesos y patés, canapés de mil colores diferentes, vinos blancos, rosados y tintos y toda clase de licores digestivos y frutales atraían la atención de los allí reunidos. De los dos mil quinientos asientos disponibles, los asistentes a la gala benéfica habrían ocupado sólo quinientos. La mayoría de ellos, sin embargo, prefería permanecer de pie.

El alcalde, acompañado de su señora y de un pequeño séquito del ayuntamiento, entre quienes se encontraba el primer teniente de alcalde Andreu Cambrils i Pou, se hallaba en primera fila del público. Cuando la hélice comenzó a rotar fueron ellos los primeros en cerrar los ojos y llevarse las manos a la frente para evitar la fuerte ráfaga de viento, y la señora de Boladeres i Romà hasta tuvo que reaccionar rápido para que su larguísimo vestido con vuelo no se alzara. Francesc Jufresa, que se hallaba algo más alejado conversando con el joyero Enric Clarà, no pudo evitar una leve sonrisa.

—Es de admirar verle de tan buen humor, Francesc.

La empresa Clarà se había creado poco después de que el abuelo Jufresa iniciara la suya en la calle Fernando VII. Siempre había ido un paso por detrás; también con su pequeño local, menos conocido en una de las oscuras calles de la parte vieja de la ciudad. Sus productos no habían sabido responder tan bien como los de los Jufresa a las nuevas tendencias que se habían ido sucediendo. Sin embargo, ahora le había llegado como caído del cielo un filón con el que no contaba. Y Enric Clarà no estaba dispuesto a desaprovechar la oportunidad de exhibirlo ante su eterno rival.

—¿Por qué no iba a estar alegre? Nos hemos reunido en torno a una causa solidaria, todos nos conocemos y nos respetamos, hay buena comida y buena bebida… —respondió Francesc jovial.

—Sí, eso es cierto, pero… después de lo sucedido con la familia Antich pensaba verle algo más abatido. Tengo entendido que no ha sido la única que ha roto lazos con ustedes. —Clarà no le quitaba los ojos de encima—. Y un golpe así no se supera en un día, Francesc. A todos nos costaría no estar preocupados por el futuro de la empresa y el de la familia.

Mientras Enric Clarà sorbía de su vino blanco, Francesc creyó ver un atisbo de sonrisa en su boca.

—La vida está llena de obstáculos, Enric —respondió Jufresa—, pero mi familia es fuerte. Así que no debe alarmarse. No sólo contamos con clientes en Barcelona, sobrepasamos nuestras fronteras y las exportaciones crecen a diario.

Francesc estaba disculpándose ya por tener que marcharse en busca de su esposa cuando la voz de Clarà surgió del fondo de su copa:

—Mejor, Francesc, mucho mejor. Preferiría no tener que sentirme culpable por ser el que se beneficia de tales circunstancias. Después de todo, Josep Lluís Antich ha firmado ahora la exclusividad con nosotros. Aunque supongo que eso ya lo sabía.

—Sí, sí que lo sabía. Y le expreso mi más sincera enhorabuena, Enric. Creo que todos hemos salido beneficiados con un contratiempo que a primera vista se presentaba tan desafortunado. —Francesc le entregó su mano firme y su interlocutor la aceptó sin borrar la sonrisa de su cara espigada.

A continuación Francesc se excusó con educación y se alejó de allí caminando con paso calmo. Nadie habría dicho que por dentro estuviera hirviendo de rabia. Con el tiempo también había aprendido a desenvolverse en el arte de fingir, el recurso más utilizado por la élite barcelonesa. Cuanto menos supieran los demás sobre lo que uno rumiaba, menos capacidad tendrían para alterar el curso de esos pensamientos. Francesc se daba cuenta de que todas aquellas personas llevaban puesta una máscara como la suya y que, en realidad, nadie conocía a nadie.

Mientras, en el cielo, y tras un despegue admirable, el piloto manejaba la máquina con templanza. Su pulso era firme y las piruetas a través de las nubes bajas atraían la atención de los asistentes, que dejaban escapar sonidos de admiración cada vez que el aparato daba una vuelta. El estridente ronroneo del motor del avión hacía aumentar la voz en las conversaciones de los que aprovechaban aquel tipo de acontecimientos para ponerse al día. Los atuendos de los presentes combinaban fracs con levitas de estilo inglés, pieles, vestidos de gasa con trajes de falda y chaqueta, botines, zapatos con y sin tacón y sombreros de todos los tamaños. En un acto de esa categoría, la apariencia y la figura eran lo más importante, así que el frío provocaba más de un temblor en los esclavos de la estética. El único fin de algunos era demostrar que poseían las ropas más caras, el coche más vistoso.

En un grupo constituido únicamente por caballeros, Ferran oyó a un capitán del ejército de aviación, con su uniforme azul oscuro y todos sus galones y medallas a la vista, hablando, gorra en mano, sobre el desarrollo de la guerra. El gran industrial Eusebi Güell se encontraba también entre los oyentes ataviado de negro, y mientras se atusaba su espesa y larga barba hacía preguntas al experto militar Álvarez, que le contestaba respetuoso.

El capitán habló del francés Roland Garros, que había incorporado una ametralladora fija al frente de su aeronave y había recubierto las palas de la hélice con unas placas metálicas que las blindaban para poder disparar sin miedo a destrozarlas. Antes de eso, el piloto se veía obligado a utilizar su arma a la vez que conducía. Muchos morían, pero no abatidos, sino porque perdían el control.

—Los alemanes deben de estar pasándolo mal con ese invento —anunció uno de los oyentes con voz derrotada. No era ningún secreto que gran parte de los presentes, los más conservadores de la ciudad, ofrecían su apoyo al bando germano.

—Seguro que se les ocurre algo en breve. Son muy capaces…

—O si no que lo roben. Con que capturen un avión francés…

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