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Authors: Andrés Vidal

Tags: #Narrativa, #Historica

El sueño de la ciudad (52 page)

BOOK: El sueño de la ciudad
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Se sintió al límite de lo que era capaz de soportar. Alterado y confundido, se alejó de allí lo más rápido que pudo.

Capítulo 46

La Vanguardia,
miércoles, 3 de marzo de 1915

En la madrugada del día de ayer comenzó en un inmueble sito en la calle de la Conrería número 10 un tiroteo entre un agente de la policía de paisano y tres individuos cuya identidad todavía no ha sido revelada. El altercado se saldó con la muerte de los tres malhechores, que cayeron abatidos en esa misma calle. En el interior del edificio fueron encontrados algunos enseres sustraídos durante el robo en la joyería Jufresa, una de las más importantes de la ciudad y en la que tuvo lugar el óbito de su fundador, don Francisco Jufresa i Massip. Se desconoce el paradero del grueso del hurto, que no ha sido aún hallado por los equipos de investigación de la policía. Parece ser que el robo queda parcialmente resuelto con este luctuoso acontecimiento, continuando en todo caso abierta la investigación, según ha comentado amablemente a este mismo diario el jefe superior de la policía de Barcelona, Esteban Bragado Crespo.

Dimas plegó el diario y lo guardó bajo el brazo. Siguió caminando mientras su cabeza bullía con mil ideas que lo asediaban, empujadas por la letra impresa de ese periódico. Lo había ojeado cuando el vendedor pregonaba sus noticias a voz en grito. «¡Encuentran a los ladrones de joyas! ¡Mueren los que perpetraron el robo a la joyería Jufresa!», repetía.

Necesitaba reflexionar y organizar sus ideas. En las inmediaciones del paseo de San Juan, por donde deambulaba sin destino fijo, se había topado con la noticia del suceso al que había asistido el día anterior y que con tanta alegría voceaba el muchacho a los cuatro vientos. La crónica afirmaba que aquellos que él había visto yacentes en el suelo eran los ladrones y que la policía estaba tranquila. Pero no se había encontrado el botín. Dimas ya se lo esperaba. Suponía que habrían hallado lo justo como para inculpar a los muertos, un elemento más de la puesta en escena a la que había asistido. Si en algún momento había tenido alguna duda sobre la inocencia de Àngel Vila, ésta se disipaba con cada nueva información. Le extrañaba ese afán de cerrar rápidamente un caso que, aunque se mirara con buenos ojos, no ofrecía más que flecos sueltos.

Se sentó en un banco. El paseo de San Juan se presentaba como una isla de luz en mitad de una ciudad oscura y avejentada. Ese paseo se abría al cielo como haciendo honor al solsticio de verano más que al santo, al día más largo y más luminoso del año. En él entraba la luz del sol a raudales y los edificios no se cernían sobre la calzada, sino que tenían un espacio de patio ante ellos, con amplias aceras. A pesar de todo, ese aire viejo y gastado de ciudad asfixiada también le afectaba, otorgándole una especie de acento o un aroma. El Arco del Triunfo, que preparaba al paseante para el parque de la Ciudadela, al fondo, aparecía deslucido, como cubierto por una pátina de polvo o algo más difuso, como una niebla. Dimas pensó que quizá ese filtro que todo lo podía estaba en su mirada herida de los últimos días.

«Tus desconsolados hijos…», recordaba haber leído al final de la esquela de Francesc Jufresa que se había publicado el sábado en primera página. La mirada de Dimas se volvió turbia en ese momento, como siempre que recordaba a Laura, y una especie de dolor sordo, como un fogonazo de magnesio, le golpeó desde dentro. Sentado en el banco de madera, leyendo ese periódico, se sintió ajeno a todo. El día anterior había visto los cuerpos, había hablado con la mujer de Àngel y había sentido la impotencia de quien no puede hacer nada. El nudo se estrechaba y no sabía qué garganta atraparía en su seno. De momento había atrapado ya a Àngel.

«Tus desconsolados hijos…», se repitió. No podía quitarse a Laura de la cabeza. Ella estaba en medio de una confusa violencia que le había arrebatado a su padre y la mantenía lejos de él. Pese a todo lo sucedido entre ellos, Dimas no quería caer en la cobardía y el despecho. No le guardaba rencor a Laura por haberlo rechazado. Él había cometido un error con el viejo Pau. De hecho, a las órdenes de Ferran había cometido más de uno. Ahora formaban parte de su pasado; otro Dimas, menos maduro, menos reflexivo, era el causante de aquellos agravios.

Ante todo, se dijo, no podía permitir que nada le ocurriera a Laura; sentía la necesidad de hablar con ella. Le advertiría al menos de que algo olía mal en todo aquel asunto. No debía confiarse por mucho que la policía dijera que ya tenía a los ladrones; estaba seguro de que aquello había sido preparado para encubrir quizá algo más grande. ¿Cómo explicar aquel rompecabezas incompleto? Sin pruebas, sólo con conjeturas. Comprendió que Laura podía rechazarlo con una simple pregunta, con cualquier duda.

Sin embargo no era momento de detenerse ante un «y si…». Era hora de actuar. Se golpeó los zapatos con el periódico para sacudir el polvo acumulado y se alejó de allí con paso lento pero seguro.

En la Sagrada Familia las obras avanzaban a su particular velocidad. Al acercarse a ella, Dimas pensó que durante meses no se daba cuenta de los progresos aunque pasara casi a diario por delante. Pero un día, sin previo aviso, se fijaba en una nueva escultura y recordaba que todo había avanzado, que al lado de la anterior había otra y otra, y otra más, y que era irreconocible respecto a lo que recordaba de ella. Cuando observaba aquella construcción en compañía de Laura, una palabra suya bastaba para que todo se reordenase en su cerebro y congelase una simple imagen durante semanas, hasta que otro detalle se añadía u otra palabra de ella modificaba esa imagen en el recuerdo.

Bajo un andamio, un grupo de tres operarios levantaba mediante un torno y un sistema de poleas una piedra labrada de considerables dimensiones. Dos de ellos giraban lentamente la manivela mientras el tercero iba ascendiendo por el interior del andamio cuidando de que la piedra no rotara sobre sí misma ni se balanceara. Era un trabajo bien orquestado; de golpear la pieza en algún punto, no quería pensar Dimas en la pérdida de tiempo y dinero que supondría esculpirla de nuevo.

En el momento en que hicieron una pausa, les preguntó a los de abajo cómo podía dar con Laura. Se lo indicaron y no tardó en encontrarla en el taller de escultura. Absorta, cincelaba con nervio e intentaba extraer de la piedra su máxima expresión. En la que le ocupaba en ese momento no trabajaba con un modelo, estaba terminando una especie de túnica y parecía muy concentrada en descubrir esas formas modificadas por el viento donde los pliegues se esponjaban por un sitio y se pegaban al cuerpo por otro.

Dimas observó en torno a ella el conjunto desmadejado del taller, un laberinto de torsos, de cabezas sin cuerpo, de miembros desgajados de diferentes tamaños, unos exageradamente grandes, muy pequeños los otros, con la ternura propia de un recién nacido. Le transmitieron una mayor sensación de desamparo. Todo alrededor era impostura, aflicción, fragmentación. Todo se movía en la rara línea de la sombra, donde lo posible se alzaba como una cuarta dimensión profunda e inestable.

Después de un recorrido casi completo, sus ojos se toparon con los de Laura que, inmóvil, lo observaba. Pese a la congoja que todavía parecía envolverla, no había perdido ni un ápice de belleza. Se acercó a ella lentamente, aparentando una calma que no poseía en ese momento.

—¿Qué haces aquí? —dijo cuando lo tuvo cerca.

—Quería hablar contigo —contestó Dimas.

—Di lo que tengas que decir y vete. Tengo mucho trabajo —respondió ella secamente.

—Creo que estás en peligro —sentenció Dimas—. ¿Has leído la noticia en los periódicos? Han matado a Àngel Vila.

—Ayer nos lo comunicó la policía. ¿Algo más?

—Tú lo conocías bien. ¿No te parece extraño?

—¿Qué quieres decir?

—Trabajaste codo con codo con Àngel, sabías el aprecio que te tenía… ¿Le creerías capaz de asesinar?

—Como bien sabes, la gente te decepciona constantemente. No puedo esperar que de repente todo sea lógico. Mi padre ha muerto —pronunció Laura con un hilo de voz—. Todavía me estremezco al decirlo. Nada es normal ya, Dimas.

—Pero, Laura…

—Déjalo, de verdad. No insistas. —Se volvió hacia la escultura, dispuesta a reanudar su trabajo.

—Creo que en todo esto hay algo más. Quería advertírtelo.

—Está bien, ya lo has hecho. Ahora vete.

Dimas se quedó contemplándola sin saber qué más decir, buscando cómo alargar la conversación para que no acabase todo sin la seguridad de si ella tomaría alguna medida para mantenerse a salvo. Ya no esperaba que le perdonase; con que no le ocurriese nada se conformaba.

—Sólo quiero que te protejas, Laura. No puedes confiar en nadie —concluyó al fin.

—Sí, es una sensación que me persigue últimamente —confesó ella sin volver su rostro.

Los golpes de cincel volvieron a sonar rítmicamente en aquel espacio. Él inició la retirada sin saber a ciencia cierta hasta dónde habían calado sus palabras. Cuando llegó al umbral de la puerta se volvió y le dedicó una última mirada que no obtuvo respuesta.

Capítulo 47

Después de alejarse un trecho de la Sagrada Familia, Dimas trató de dejar a un lado su corazón para centrarse en desentrañar lo sucedido. Con Laura o sin ella no podía conformarse ante los interrogantes que se le habían planteado. Como no se le ocurrió otro lugar en el que buscar, pensó en volver al supuesto escenario del crimen. Saltó a un tranvía y después de un transbordo y de andar un rato estuvo cerca de la calle Conrería. Eran ya más de las dos y algunos pescadores regresaban con los frutos del trabajo en el mar. El olor a pescado, mezclado con la modulación salobre que flotaba en la Barceloneta, lo embadurnaba todo. La calleja estaba en una de las zonas al límite del barrio y, al llegar allí, ante él se abrió directamente el mar. Unos pocos hombres y mujeres caminaban cansados cerca de allí, llamados por el aroma a comida que surgía por las ventanas de aquellas casas.

Dimas trató de imaginar el supuesto acorralamiento de los ladrones y de Àngel a manos de la policía la noche anterior y pensó en que, más que un acorralamiento, aquello habría sido una cacería; reducidos a animales, ignorarían que su destino era acabar con el cuerpo lleno de agujeros. Se detuvo a observar bien el suelo en busca de algo, no sabía bien qué, algún elemento que los policías hubieran olvidado allí y que quizá le dirigiera al siguiente paso. De cuclillas, recorrió con sus manos los bordes y las grietas por donde el cemento se hundía en el suelo. Uno de los pescadores que pasaban se paró a curiosear.

—¿Puedo ayudarle, joven? —Se trataba de un hombre menudo que sobrepasaba de largo los sesenta años, con el bigote y las cejas espesas y blancas y una gorra que cubría su cabeza. Lo miraba con la frente arrugada.

Dimas se incorporó al instante y se sacudió las manos en el pantalón.

—¿Vive usted por aquí?

—Ahí mismo —respondió el anciano señalando la calle Alegría—. ¿Por qué?

—¿Vio algo de lo sucedido ayer? —le preguntó interesado.

—Bueno, sé que encontraron a esos ladrones muertos. Era de buena mañana y mi hijo estaba faenando. Yo ya no salgo a pescar, ¿sabe? La edad… De repente escuché un tiroteo, como una especie de ráfaga, pero ni gritos, ni persecuciones ni nada, la verdad. —El hombre tamborileó con sus dedos temblorosos en el aire—. Sólo unos cuantos disparos y después silencio. Aunque también le digo que no ando yo muy fino del oído…

Dimas cabeceó pensando que aquella descripción podía coincidir, en mayor o menor medida, con su idea de que el escenario del crimen no era más que un decorado. No hubo gritos de aviso por parte de la policía, ni ruidos de pasos por aquellas callejas tan estrechas o tiros de advertencia antes de la ráfaga final. Estaba ya dándole las gracias al viejo pescador y disponiéndose a continuar con sus pesquisas cuando el anciano le interrumpió:

—De todas formas, esos chavales tenían el futuro bastante negro… —dejó escapar antes de continuar con su paso. La espalda achaparrada dejaba entrever los huesos por debajo de la chaqueta que vestía, como un armazón.

Dimas se volvió sorprendido y se acercó de nuevo a él.

—¿Conocía usted a esos hombres? —preguntó bien cerca para asegurarse de que le oía. El hombre alzó la vista lentamente hasta llegar al rostro de Dimas, bastante más alto.

—No del todo, sólo sé que eran de las barracas del Somorrostro. Sus familias no ganaban para disgustos, desde luego. Se pasaban la vida robando para llevar algo de dinero a casa, nunca nada importante. Para una vez que se meten en algo grande, mire cómo han acabado…

Dimas sintió, a pesar del intenso olor a pescado y sal, como si una bocanada de aire fresco le llenara el pecho. Le entregó al anciano un billete y se alejó. Cuando llegó al otro extremo de la calle de la Conrería se volvió y se encontró con que el viejo permanecía en el sitio. El billete todavía estaba en su mano, sus ojos muy abiertos, desconcertado por lo que acababa de suceder. No le dio en cambio tiempo de ver cómo, al doblar la esquina, un individuo se unía a los pasos vacilantes del pescador y, en una actitud más bien seca, le preguntaba sin rodeos por la conversación que acababa de mantener.

Después de hablar con el viejo, Daniel Montero empezó a regodearse: no podía creer que volviera su suerte, la misma que le había abandonado un año atrás cuando se convirtió en lo que ahora era. De todos los trabajos que se había visto obligado a desempeñar desde que dejara de ser contramaestre, el menos ilegal era el de vigilancia. Se dedicaba a seguir por cuenta ajena a gente que había molestado a alguien pudiente. Pero ese día se iba a resarcir de todos los momentos aburridos, de las esperas sin fruto y los insultos. No tendría ninguna dificultad en explicarle a su patrón —quizá cargando un poco las tintas, se dijo torciendo su sonrisa escandalosamente mellada— que un desconocido andaba incordiando más de la cuenta. Le habían encomendado cerciorarse de que ningún listillo hiciera preguntas sobre una reciente refriega en esa zona. Ahora sólo le tenían que decir lo que debía hacer a continuación pero, decidiera el patrón lo que decidiese, sería para él un placer actuar.

Corrió a grandes zancadas hasta la línea del tranvía. Atendiendo a la disposición del parque de la Ciudadela, había muy pocas variantes para salir de la Barceloneta hacia la ciudad. Según lo que le había dicho el viejo, ir y venir de la playa del Somorrostro le llevaría un rato a su «amigo». Si se daba prisa aún le daría tiempo a regresar con instrucciones y refuerzos sin casi haber perdido de vista a Dimas Navarro.

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