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Authors: Andrés Vidal

Tags: #Narrativa, #Historica

El sueño de la ciudad (50 page)

BOOK: El sueño de la ciudad
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Sintió crecer la desazón con amargura, impotente. Allí sentado, la humedad empezaba a atenazarle. Las vivencias de los últimos meses invadían sus pensamientos. La imagen de Francesc seguía rondando por su cabeza sin más motivo, concluyó, que la reciente desgracia y el triste final al que acababa de asistir en el seno de la familia Jufresa. Aquellos Jufresa que en algún momento se le habían antojado ejemplo y paradigma de lo mejor de la sociedad barcelonesa y cuyo apellido entreveía ahora resquebrajado por el infortunio.

Hasta un buen rato después no reanudó la triste marcha hacia su casa. Cuando comenzó a atenuarse el rumor del puerto empezó a sentir la impresión de que junto a su padre y junto a Guillermo encontraría a su familia, la real, la de verdad, la que nunca había dejado de serlo.

Subió las escaleras hasta el piso de su padre. Se lo encontró sentado a la mesa, de cara hacia la puerta. Parecía que lo estaba esperando.

—¿No está Guillermo? —preguntó Dimas.

—Ha salido un rato a jugar. No tardará.

—El entierro ha sido muy emotivo…

—Todos lo son —concedió Juan—. ¿Había mucha gente?

—Muchísima —dijo buscando un tono agradable con la voz—. Gente importante de Barcelona: el gobernador civil, industriales, sus rivales en el ramo…

—¿Y los trabajadores? —preguntó Juan Navarro.

—Han ido todos.

—Eso dice mucho de él. De los demás, aparte de la familia, no se sabe quién va para que le deban un favor el día de mañana, o porque lo debe, o para ver a gente conocida, como quien asiste a un baile. Pero sus trabajadores…

Dimas guardó silencio. Pensó que para su padre eran muy importante el respeto y la lealtad; toda una serie de valores que él había malentendido y que ahora pagaba, en parte, con el alejamiento de Laura. La emoción del día, el desfile silencioso de los trabajadores, el rostro de ella evitando mirarlo; todo había producido en su interior una especie de nudo que no se podía deshacer y que se le aferraba a la garganta como un puño e impedía que las palabras emergieran. Fue su padre quien se encargó de deshacerlo:

—Aquí también ha pasado algo. —Dimas se removió en su asiento. Pensó en una noticia terrible, quizá le había ocurrido algo a Guillermo. Su padre pronto despejó las dudas—: Ha venido la policía. Han preguntado por ti.

—¿Qué querían? —indagó alarmado.

—Hablar contigo. Me han hecho unas preguntas…

—¿Y qué les ha dicho?

—Nada. La verdad. —Dimas esperó en silencio. Su padre continuó—. Querían saber dónde estabas la noche que mataron a Jufresa. Les he dicho que estabas abajo, en tu piso. Que lo sabía porque estuviste aquí con Guillermo y conmigo después de cenar y luego escuché cómo cerrabas tu puerta.

—¿Y le ha parecido que sospechaban algo?

—Qué quieres que te diga… Yo, hijo, no sé lo que te traes entre manos, pero…

—No me traigo nada entre manos —se defendió con un cierto aire de amargura—. ¿También usted cree que tengo algo que ver?

—No, hijo, no te enfades. Pero cuando la policía pregunta…

La tristeza en Dimas se iba convirtiendo en una rabia incontenible que crecía en su pecho. Se dio cuenta de que estaba teniendo esa reacción con la persona equivocada y se concentró en calmarse. Con mucha fuerza de voluntad lo consiguió y continuó hablando:

—La policía hace su trabajo, y para llegar a la verdad supongo que se equivocarán muchas veces. Yo no he hecho nada, padre.

—Lo sé, hijo. Lo siento. Donde yo crecí, la policía raramente preguntaba. Era muy mala señal, ¿comprendes?

Dimas y su padre se observaron en silencio. El hijo entendía esa prevención propia de quien había vivido toda su infancia en el campo, donde la sospecha de un vecino era casi una condena. Las palabras de Bragado golpeaban su conciencia desde que las pronunció en presencia del cadáver de Francesc Jufresa. Sabía que era un perro acostumbrado a no soltar a su presa. Quizá debería cubrirse las espaldas, investigar él en paralelo para descubrir qué se escondía detrás de aquel robo.

Su padre se levantó en aquel momento y fue a la cocina. Dimas se quedó sentado y siguió pensando, acelerando de manera involuntaria los acontecimientos en su mente. Todo sucedía rápido y los argumentos en su contra se repetían una y otra vez. Una sensación de vértigo comenzó a agobiarle. Le dolía la cabeza y tenía la lengua áspera y seca. Entonces, su padre le puso delante un plato de estofado de judías.

—Ha sobrado esto de la comida. No te hemos esperado porque no sabíamos si ibas a venir. Todavía está templado.

Dimas se dio cuenta de que llevaba todo el día sin probar bocado. En cuanto comió la primera cucharada se sintió mejor.

—Están muy buenas, padre.

—Tu madre me enseñó a prepararlas, hijo.

Capítulo 44

Era la primera vez que Dimas encontraba el taller a oscuras y completamente vacío. Ferran había decidido cerrar el obrador y la joyería una semana para mantener el luto por la muerte de su padre. Sin embargo, el día anterior había mandado avisar a Dimas: debía presentarse allí ese lunes a primera hora y él estaba cumpliendo. Sólo esperaba que aquello no tuviera nada que ver con el hecho de que la policía visitara a su padre la tarde anterior.

Ya estaba recogido lo que los ladrones habían esparcido por el suelo y las mesas. Aun así, Dimas se sentía sobre un escenario completamente distinto al que estaba acostumbrado a pisar. Era como si una presencia extraña habitara detrás de los objetos, de las paredes y de las sombras estáticas bajo las lámparas apagadas.

—¿A qué esperas, Navarro? —Ferran le sobrepasó por el pasillo con un bulto en la mano. Venía del almacén con algo envuelto en una tela de terciopelo granate.

Le abrió la puerta de su despacho. Ferran dejó lo que llevaba en el cajón del escritorio de caoba y lo cerró. Sus ojos se hundieron entre oscuros surcos. Había pasado tan sólo un día desde que enterrara a su padre y la pesadumbre estaba descomponiendo su figura. Esa mañana había optado por no ponerse traje; bajo el abrigo sólo vestía camisa sin corbata y unos pantalones grises. Tomó asiento dejándose caer hacia atrás. Señaló a Dimas la silla que quedaba ante él y después se lo quedó mirando, estudiando su expresión.

—Ya tenemos a un sospechoso —anunció de repente. Se le veía agotado. Sus gestos normalmente enérgicos resultaban ahora pesados.

Dimas se mostró satisfecho con la noticia, pero todavía inquieto por descubrir el peso que la advertencia de Bragado habría tenido sobre su jefe:

—Cómo me alegro, Ferran. Espero que ese cabrón pase lo que le queda de vida entre rejas. Tu padre era un gran hombre.

—Claro, claro —respondió ausente.

—¿De quién se trata? ¿Cómo habéis dado con él?

Dimas empezaba a tirar del hilo; no sólo para confirmar que las sospechas que recaían sobre él habían sido del todo descartadas sino también, de algún modo, buscando transmitir un poco de vitalidad a su patrón, ahora más cercano a un sonámbulo que al hombre tenaz y dinámico que solía ser. Verle en aquel estado le resultaba extraño.

—Es uno de los trabajadores de mi propia casa… —dijo marcando las últimas palabras.

Los músculos de Dimas se tensaron alrededor de los huesos. Ferran debió de notarlo y respondió con el mismo laconismo que había mantenido hasta el momento:

—Àngel Vila.

El nerviosismo de Dimas dio paso a la confusión. De repente se vio al borde de un precipicio a punto de caer sin nadie que pudiera sostenerlo, y el vértigo le despertó náuseas. Ferran no desaprovechó la oportunidad para hurgar en la herida abierta.

—Sí, sé que os hicisteis amigos. Incluso podéis seguir siéndolo hasta que lo encuentren… —dejó escapar. Después siguió en un tono más firme, forzadamente templado—: Y respecto a cómo hemos dado con él, tenemos algunas pruebas que lo demuestran, como la evidencia digna de un imbécil de su talla de optar por no venir al taller al día siguiente de robarlo. Tampoco vino al funeral; el único de entre los empleados. ¿No te parece raro? Además, todo el mundo sabía de su participación en actividades anarquistas —pronunció esta última palabra como si escupiera—. Bueno, todos menos, al parecer… tú. A pesar de que eras su amigo, ¿me equivoco?

—Le respetaba, si es eso lo que preguntas.

Dimas prefirió no añadir más leña a la acusación de Ferran. Al hablar de Àngel en pasado sintió un gran peso en los brazos, como un mal augurio hacia lo que estaba a punto de sobrevenirle a su amigo. Temía que cualquier cosa que surgiera de su boca pudiera empeorar las cosas o, incluso, corroborar la acusación contra Àngel. Pese a las disquisiciones difusas que rondaban por su cabeza, Dimas estaba convencido de que era incapaz de matar a una mosca. Buscaba unas condiciones mejores de trabajo, pero no era un ladrón preparado para abrir una caja fuerte, ni mucho menos un asesino. Nadie con dos dedos de frente pensaba en un anarquista fuera de una manifestación o incluso utilizando la violencia; de ahí a desvalijar la caja fuerte de su lugar de trabajo había un trecho.

Al meditar sobre aquello, a Dimas le vino a la memoria la figura de Fregoli, el transformista italiano que había tenido oportunidad de ver una vez en compañía del mismo Ferran. A su patrón le había hecho mucha gracia descubrir cómo aquel bufón era capaz de transformarse en cuarenta personajes distintos a la velocidad del rayo, mostrando una cara diferente a la anterior en cada ocasión. Dimas pensó que Àngel no era así. A diferencia de muchos de los hombres con los que había topado en su trayectoria, él daba la impresión de ser honrado. Ésa era probablemente la razón por la que no le había costado acercarse a él.

Dimas sintió la necesidad de saber más sobre lo sucedido, de hablar con Àngel antes de que la policía diera con él, si todavía no había sido el caso. La voz de Ferran volvió a golpearle fuerte:

—De todas formas estamos seguros de que no actuaba solo. Se llevaron demasiadas cosas. Así que también buscamos a los cómplices de ese malnacido. Supongo que tú no tendrás nada que ver… —Ferran dejó entrever finalmente la influencia que Bragado ejercía sobre él.

—No —contestó al instante—. Creo que jamás te he dado motivos para pensar que pudiera hacer una cosa así.

—Tampoco pensé que pudieras mentirme y lo hiciste.

—¿A qué te refieres?

—Al encargo del Campo del Arpa. Me consta que aún no has conseguido lo que te ordené a pesar de que estuviste de acuerdo en hacerlo. Dime, ¿cómo puedo volver a confiar en ti, Navarro?

Dimas bajó la cabeza y se mordió la lengua. Finalmente decidió hablar:

—Yo tenía en gran estima a tu padre —respondió grave—. No he hecho todavía lo que me pediste porque me parece drástico y arriesgado, pero no tiene nada que ver con esta desgracia.

—¡Te equivocas! —exclamó perdiendo el tono sereno que había mantenido a lo largo de la conversación. Se inclinó hacia la mesa y clavó el puño en ella: necesitaba echarle las culpas a alguien—. ¡Tú también representabas la seguridad de este taller, de mi casa, incluso de mi familia! ¡Tú eres el responsable de que esto haya sucedido! Deberías haber estado atento a cualquier peligro y en lugar de eso tendrías la atención puesta en alguna de tus putas.

Dimas se irguió en su asiento a punto de responder a Ferran, pero se contuvo. Por un momento temió que hubiera sabido de su relación con Laura, precisamente ahora que ya había terminado, y que, encima, la estuviera insultando. Con frialdad, comprendió que hablaba desde el dolor y la frustración. Ferran necesitaba algo de él, buscaba algo a lo que enfrentarse para dar un sentido a lo absurdo de la vida. Dimas no tenía las respuestas.

—Lo siento —dijo.

Los ojos de Ferran estaban enrojecidos.

—Eso no me sirve de nada. Tú no me sirves para nada.

Dimas comprendió al momento a lo que se refería. Recuperó su sombrero y se puso en pie sin prisa. Dedicó una última mirada a Ferran y antes de abrir la puerta y marcharse de aquel obrador para siempre dijo:

—Siento haberte fallado.

Al caer la noche de ese mismo día, entre las sombras opacas que se esparcían por un viejo piso de la calle Hospital, en el barrio Chino, la silueta de un individuo enfundado en su gabardina y su sombrero de ala ancha esperaba a los dos hombres con los que se había citado. El sonido de los zapatos golpeando las escaleras le avisó de que ya estaban allí.

Los dos recién llegados miraron desconfiados a un lado y a otro. La puerta del piso estaba entreabierta. Al empujarla chirrió y se toparon con una oscuridad densa e impenetrable. Decidieron no cerrarla para que desde la escalera pudiera entrar algo de claridad. El piso se hallaba completamente vacío, sin muebles ni cortinas. El suelo de madera crujía bajo las suelas agujereadas de los dos ladrones. Distinguían el espacio angosto gracias a la tenue luz del pasillo.

—¿Hay alguien ahí? —preguntó Murillo en un susurro con su voz afónica. Tenía la cara y la camisola sucias; hacía ya varios días que no pasaba por casa.

Quiles se llevó ambas manos a la boca y expulsó sobre ellas su aliento envenenado de ron mientras las frotaba.

—Joder, hace más frío aquí que fuera —soltó.

—Para de quejarte, siempre estás igual. Cuando nos paguen tendrás todo el calor que quieras y podrás volver a casa, pero ahora cállate. Y déjame hacer a mí.

Quiles acató la orden emitiendo unos cuantos resoplidos ahogados. Se dejaba guiar por Murillo. Pese a que sus edades no distaban de los cuarenta años, su amigo había vivido bastante más que él. Había pasado incluso un tiempo entre rejas por culpa de un chivatazo. Allí había conocido a quien les contrató para su encargo más reciente. Hacía sólo cuatro noches del robo en el taller de los Jufresa, pero ya todo aquello les quedaba lejano.

Una silueta emergió del fondo de aquel piso y dio un par de pasos hacia ellos. Dejó atrás parte de la penumbra entre la que se confundía y se mostró levemente. Había una ventana por la que se colaba la escasa claridad de la calle. El hombre era de altura media y parecía fuerte. Se movía sin prisa, dominando el espacio.

—Pensábamos que se había cansado de esperar —soltó Murillo entre risas.

Transcurrieron después unos segundos en medio de un silencio que tensó aún más el ambiente.

—No sé de qué te ríes. Mira que lo pienso y todavía no le veo la gracia. El trabajo se os fue de las manos. —La voz firme se impuso, amenazante. El ala del sombrero ocultaba gran parte de su anguloso rostro.

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