Quiles se incorporó de su escondrijo y se quedó contemplando el cuerpo exánime. Murillo llegó hasta él y, sin mediar palabra, le propinó al artesano dos nuevos golpes secos en la cabeza.
—Así nos dará algo más de tiempo, por si acaso —habló, ya sin miedo a que pudieran oírle. Después añadió—: Ahora, lo primero es lo primero.
Se guardó la cachiporra en la parte trasera de los pantalones y se dirigió hacia el despacho donde sabía bien que se encontraba la caja fuerte. Quiles se quedó todavía unos instantes junto al cuerpo, contemplándolo como si en cualquier momento fuera a levantarse. Pero el hombre se mantenía inmóvil.
Cuando hubo esperado lo suficiente se acercó a donde estaba Murillo. La caja fuerte ya estaba abierta.
—Llénalo —ordenó a Quiles tendiéndole un saco.
Éste obedeció sin abrir boca y llenó el saco con los papeles, los metales preciosos y las joyas que había en el interior de la caja. Cuando se quedó vacía, se dedicaron ambos a deambular al albur de sus apetencias, volcando los cajones, desordenando las mesas y volteándolas también, abriendo las cajas y desperdigando herramientas. Cuando veían algo que brillaba lo recogían como dos urracas frenéticas.
Al llegar junto al cuerpo del artesano, Quiles se volvió a detener frente a él. Murillo le golpeó con fuerza en la espalda:
—¡No me jodas, Quiles! —gritó—. ¡Espabila!
Quiles alzó la vista y le devolvió una mirada estupefacta. Le hizo caso omiso y se agachó ante él. La mano del anciano parecía aferrarse todavía con fuerza a algo. Quiles la volvió y arrancó de ella lo que apresaba: una pieza de oro blanco en forma de tres cipreses unidos con una cruz de color rojo bajo el más alto, el central. El ladrón se puso de pie y propinó un mordisco al objeto para comprobar su autenticidad. Miró hacia la salida, por donde ya se iba Murillo, y se guardó la joya en el bolsillo de su abrigo.
—Esto para mí. Por los disgustos —masculló entre dientes. Y salió de allí con paso calmo dejando a Francesc Jufresa solo, abandonado en la oscuridad de su amado taller.
A la mañana siguiente, muy temprano, Dimas bajó del tranvía en San Gervasio. El sol se intuía al otro lado del mar y aclaraba un ápice el cielo nocturno. En el trayecto había asistido una vez más a cómo la ciudad se iba despertando. Los obreros se encaminaban a las fábricas con paso arrastrado y mecánico; los serenos se retiraban a sus casas una vez su labor ya no era necesaria; los faroleros continuaban su ronda de apagado mientras todo a su alrededor se desperezaba y se quitaba de encima el rocío de la noche.
Cuando llegó a la mansión de los Jufresa y llamó no le hicieron pasar adentro, de modo que pateó el suelo para calentar sus pies y para llenar el tiempo haciendo algo, olvidando el agravio.
Ferran apareció ante él, serio, con su abrigo oscuro y el sombrero calado, y se fue directamente al coche. Se saludaron con frialdad y Dimas lo siguió. No intercambiaron palabra alguna de camino al taller, algo que le extrañó. El día anterior no lo había dedicado a atemorizar a los vecinos del Campo del Arpa y esperaba recibir algún tipo de comentario al respecto. Sin embargo Ferran estaba taciturno, distraído.
Dimas aparcó donde siempre y bajaron del coche. Ambos se encaminaron hacia la entrada. Cuando Ferran fue a abrir la puerta, se quedó petrificado con la llave en la mano. Dimas se acercó un poco más y comprendió lo que sucedía: la puerta sólo estaba ajustada. En voz baja le comentó a su jefe:
—Quizá sería conveniente avisar a la policía… Es posible que, quien sea, esté todavía ahí…
Con las mejillas arreboladas por la furia, Ferran masculló:
—Gánate el sueldo por una vez, Navarro. ¡Ojalá estén dentro y podamos darles su merecido! —Ferran abrió la puerta de una patada violenta. El aspecto que presentaba el taller no hizo sino confirmar sus sospechas—. ¡Hijos de mala madre! —gritó con voz gutural.
Por el suelo se desparramaban fragmentos de material, herramientas, planos y albaranes que en absoluto podían servir a los ladrones. Ferran se dirigió raudo a su despacho. La puerta de la caja fuerte estaba abierta y en su interior no quedaba nada.
—¡Mierda! —maldijo—. Nos han robado todo… —se le congestionó la voz.
Se quitó el sombrero y lo dejó sobre una de las mesas. Con ambas manos se mesó el cabello tirando de él hacia atrás. Se frotaba los ojos, la boca… Parecía tratar de despertar del mal sueño.
—Sólo me faltaba esto…
Dimas sabía bien que Ferran no pasaba por un buen momento. La carga de celulosa hundida, la inquina de los Antich, el retraso en las obras del Ensanche…
—Voy a llamar a la policía y a buscar el libro de registro de la caja fuerte para entregárselo —dijo.
Ferran asintió mientras deambulaba por el taller como perdido. Dimas entró en su despacho y buscó el compendio en el que anotaban a diario todo lo que se depositaba en la caja fuerte para realizar las comprobaciones. De fondo podía oír a Ferran moviendo alguna mesa, soltando alguna maldición. La frustración le debía de corroer por dentro.
De repente, escuchó un grito desgarrador de su jefe:
—¡Nooo! ¡Dimas, rápido! ¡Un médico!
Salió a toda velocidad del despacho y dejó el libro a un lado. Vio a Ferran en una esquina de la sala, reculando. En su cara se dibujaba el espanto. Estaba pálido, con los ojos a punto de salirse de las órbitas. Dimas corrió hacia él y siguió su mirada para ver adónde se dirigía. Entonces descubrió el cuerpo de Francesc Jufresa en el suelo, boca abajo; un hilo de sangre seca nacía de uno de los oídos. Miró a Ferran y vio cómo negaba con la cabeza, incapaz de cerrar la boca. Se agachó inmediatamente y tocó el cuello del patriarca con los dedos, buscando su pulso. No lo encontró.
Sobre las siete llegó la policía y se hizo cargo del escenario del crimen. Mantuvo agrupados a los trabajadores que iban llegando para ocupar su puesto de trabajo y alejó a los curiosos que se agolpaban en la calle. Junto a la entrada permanecía también el sereno, todavía aturdido. Repartía excusas a aquel que le escuchara: en todos sus años dedicados a la profesión jamás le había pasado nada parecido. Qué tiempos les tocaba vivir, dijo.
En el interior Ferran, abatido, se encerró en el silencio. Tras unos primeros instantes desorientado se había dejado llevar por el frenesí. En cuanto llegó la policía exigió que recogieran a su padre de ahí, que hicieran lo posible por llevarlo al hospital, a casa, a una cama donde poder adecentarlo y tratarlo con el respeto que merecía. «Mi padre ha muerto», repetía una y otra vez, como si necesitara verbalizar una situación que no entendía. Sin embargo, el trámite de esperar al levantamiento del cadáver por parte del juez era ineludible.
Dimas se mantuvo fiel a su lado. Procuraba aparentar serenidad aunque por dentro estuviera desgarrado. La imagen de aquel hombre bueno tirado en el suelo como un despojo se le antojaba terrible. No podía evitar pensar que, al final, cuando la muerte llega con su guadaña para llevarse a sus víctimas, no establece diferencias, no importa el dinero o la categoría; ante ella todos son iguales.
Y de pronto, en un momento, sus pensamientos le llevaron hasta Laura. No podía saber nada. Sólo imaginar cómo reaccionaría cuando le diesen la noticia, el sufrimiento abrumador al descubrir que su padre, la persona que más quería en el mundo, había muerto, le provocó una gran tristeza. Quería salir de allí y correr a su lado para ofrecerle su hombro y que las lágrimas aliviasen en lo que pudiesen ese dolor tan profundo.
En cuanto a las pesquisas policiales, a medida que los trabajadores acudían al taller como otro viernes cualquiera, los agentes les iban informando de lo ocurrido. Se había dicho también ya a todos, sin excepción, que serían interrogados. Desde el despacho, Dimas pudo contemplar sus expresiones, que oscilaban de la sorpresa y la incredulidad a la rabia. La muerte de Francesc, sobre todo entre los más veteranos, resultaba un golpe desconcertante y atroz.
Ferran, con los ojos enrojecidos y el rostro desencajado, se levantó repentinamente de su asiento.
—Ya está bien, quiero salir de aquí —farfulló.
En ese instante entró al despacho Esteban Bragado, con gabardina y sombrero. Consigo traía algo de la humedad que se adueñaba del exterior. Ferran le dedicó una mirada que a Dimas se le antojó extraña, podía ser de reproche porque la policía permitía que aquellas cosas pasaran, o de desamparo, reclamando una ayuda que estaba tardando demasiado en llegar. El jefe de policía articuló una muy inexpresiva cara de circunstancias, la que utilizaba para dar el pésame a las viudas de los compañeros caídos.
—Te acompaño en el sentimiento. Es una pérdida terrible —dijo. Luego desvió la mirada y se centró en Dimas, a quien observó detenidamente sin decir nada.
—Ya —replicó Ferran apretando los dientes—. Ahora que has llegado quisiera marcharme a casa y comunicar la noticia a mi familia.
El tono de Ferran con el policía era irritado.
—Claro, Ferran. Debes estar con ellos en este momento difícil. Yo me encargaré personalmente de la investigación.
Ferran se puso el abrigo y el sombrero y se dispuso a salir.
—Un momento —interrumpió el policía clavando sus ojos en Dimas—. Hemos de tomar declaración a todos los trabajadores.
—¿No puedes hacerlo más tarde? —objetó Ferran desabrido.
Bragado negó con la cabeza y Dimas percibió en su gesto el esfuerzo que le estaba costando contenerse. Ferran le estaba tratando como a un empleado de segunda categoría y no como al jefe de policía de Barcelona. Quizá por amistad o por las dramáticas circunstancias que estaba viviendo, Bragado no dijo nada. Tan sólo insistió, en tono conciliador, en que debía tomar declaración a Dimas ya que, después de todo, también él podía aportar información valiosa.
—Está bien, está bien, esperaré a que acabéis. Pero hacedlo fuera. Quiero estar solo.
Mientras Ferran volvía a sentarse, Bragado abrió la puerta del despacho e hizo un gesto seco a Dimas con la cabeza para que le acompañara. Tras echar una ojeada por el taller, ocupado por varios de sus hombres que se movían de un lado para otro, eligió una mesa donde hizo sentar al joven. Con otro leve gesto indicó a sus hombres que los quería a cierta distancia, que no estorbaran. Dimas no podía evitar mirar, aunque fuera fugazmente, el lugar donde todavía yacía el cadáver de Francesc Jufresa. Le parecía increíble que todo eso estuviera sucediendo de verdad. Suspiró y contempló al inspector, que sacó del bolsillo interior de su gabardina una libreta y una estilográfica. Con lentitud exasperante, Bragado fue pasando las páginas hasta llegar a una en blanco. Comprobó que la estilográfica escribía en perfectas condiciones, miró la hora en su reloj de bolsillo y la anotó. A continuación, y sin ni siquiera levantar la vista, comenzó a hacer preguntas básicas: su nombre completo, edad, lugar de residencia y de nacimiento… El rasgar de la pluma sobre el papel que seguía a cada una de sus respuestas empezaba a poner nervioso a Dimas.
—¿A qué hora llegó al taller?
—Entre las seis y las siete, no recuerdo la hora exacta, pero vine con Ferran Jufresa. Yo conducía el coche.
Bragado asintió y apuntó.
—¿Qué hizo anoche?
A Dimas le sorprendió la pregunta. Contestó inseguro:
—Pues… estuve en casa, durmiendo. Hoy debía levantarme temprano para acudir a la mansión de la familia Jufresa.
Los pequeños ojos de Bragado saltaron del papel y se posaron sobre los de Dimas como dos garras aferrándose a su presa, sin pestañear.
—¿Tiene testigos que lo corroboren?
Dimas no podía creer lo que estaba insinuando el policía. Debía andarse con cuidado. Por algún motivo que no alcanzaba a comprender, éste estaba cuestionando la veracidad de sus respuestas y evaluándole como posible sospechoso del robo y del asesinato de Francesc Jufresa. Esa verdad se le presentó con la contundencia de una pistola apuntándole a la sien. Tan seguro como fue capaz, respondió:
—Mi padre y mi hermano viven en el piso de arriba; cené con ellos.
—Ya —respondió Bragado—. Entonces, si he entendido bien, no hay nadie que pueda atestiguar dónde estaba usted en el lapso de tiempo que abarca entre la cena y esta mañana, ¿no es cierto?
La furia comenzó a nacer en el estómago de Dimas como un ardor molesto que le envenenaba. Cuando estaba a punto de responder de malos modos, el jefe de la policía de Barcelona se le adelantó:
—Son preguntas de rutina, no se alarme. —Dimas bajó el rostro—. Así pues, no tiene testigos para ese período, ¿verdad? —resolvió Bragado.
—No, no los tengo —admitió con fastidio.
El policía se tomó su tiempo para apuntar de nuevo. Miró a Dimas después; lo escrutó en silencio unos instantes que se le hicieron eternos.
—¿Cuál es su relación con los Jufresa?
Dimas no aguantó más:
—Lo sabe perfectamente. Trabajo para Ferran Jufresa. No entiendo a qué vienen estas preguntas…
Como si no hubiera escuchado palabra alguna, Bragado prosiguió:
—¿Considera que su relación con Ferran Jufresa es buena?
—Es una relación de jefe y empleado, así que, en ese sentido sí, es buena. —Dimas empezaba a mostrarse impaciente.
—Pero yo mismo fui testigo de cómo se rebelaba usted contra su jefe negándose a cumplir una orden directa no hace ni…
Dimas se inclinó sobre su asiento, se acercó a Bragado amenazante y le interrumpió.
—En ningún momento me negué a cumplir nada —contestó entre dientes.
De repente, Ferran se asomó desde la puerta de su despacho.
—¿Habéis terminado ya? —preguntó.
Bragado asintió circunspecto, y se dirigió a Dimas a modo de despedida.
—Procure no salir de la ciudad en los próximos días. Es posible que tenga que volver a hablar con usted.
Dimas se levantó sin contestarle. Le crispaba la acusación que el inspector acababa de insinuar. Bragado se había extralimitado con sus hipótesis, pero era un hombre muy poderoso y no convenía tenerle como enemigo.
Dimas y Ferran se abrieron camino entre los policías y los trabajadores que se agolpaban por todas partes y salieron fuera del taller.
Durante el trayecto en coche el silencio se adueñó de nuevo de la situación. En el regreso a la mansión el estupor y la tristeza sustituyeron a la circunspección de la ida. A través del parabrisas del vehículo Dimas observó las calles que tantas veces había recorrido y le parecieron diferentes. Todo había cambiado en aquellas pocas horas que separaban ambos itinerarios. Veía hasta ofensivo que nadie reparara en ello, que todo el mundo caminara igual, que cada uno de los habitantes de la ciudad no fuera partícipe del dolor que embargaba a la familia Jufresa. Se negaba a que continuaran indiferentes ante la cruel muerte de Francesc. Cómo podía Bragado pensar siquiera… Le inquietaba descubrir qué papel ejercería el policía en el futuro. Estaba seguro de su inocencia, pero, por otro lado, también estaba convencido de que nada, absolutamente nada, ni siquiera la verdad, podía parar los pies a Esteban Bragado.