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Authors: Andrés Vidal

Tags: #Narrativa, #Historica

El sueño de la ciudad (51 page)

BOOK: El sueño de la ciudad
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—Nadie nos dijo que el viejo estaría allí. Sólo le di un pequeño garrotazo para que dejara de gritar.

—Tú lo has dicho, era un viejo, y un golpe para tu cabeza hueca no es lo mismo que para la suya. Tu error va a costarte un pico.

—¡Pero si el resto fue como la seda! —justificó Murillo—. Dejamos lo que conseguimos en la consigna de la estación. Además, qué le voy a explicar a usted, si esta mañana hemos pasado por allí y comprobamos que estaba vacía. —Murillo afiló la mirada para denotar que sabía más de lo que parecía—. Apuesto lo que nos va a pagar que quien haya abierto el maletín ha notado cómo se le ponía bien dura a la vista de tanto oro…

Murillo hablaba con aplomo, pero temeroso de que no fueran a entregarle lo que le correspondía. Se había llevado la mano a la espalda: debajo de la chaqueta de pana escondía la misma cachiporra que había utilizado para golpear a Francesc Jufresa.

—Deja la mano donde la tienes, Murillo. Voy a pagarte más de lo que mereces, chapucero. Y no quiero volver a verte en la vida.

—Está bien, está bien —respondió mostrando ambas manos—. Después de esta noche haga lo que le parezca.

El individuo se aproximó a ellos con un sobre en la mano y se lo tendió. Llevaba guantes. A Quiles no le prestaba atención, como si no estuviera allí. Murillo cogió el sobre y lo abrió ansioso; sus manos temblaban. No se paró a contar los billetes, sólo los cogió y formó un extenso y desordenado abanico. Emitió una risa monótona, sin fin, ajena a todo lo demás.

El desconocido sobrepasó a los dos hombres, distraídos en lo suyo, y se paró en la puerta. La cerró del todo y Quiles y Murillo se volvieron sorprendidos. La oscuridad se cernió sobre ellos. Antes de que Murillo alzara su cachiporra recibió un sordo disparo en el pecho que le hizo caer al suelo. Quiles comprendió que su final había llegado e intentó correr desesperado hacia la ventana. Antes de llegar a ella, su cuerpo cayó sobre la madera del piso con una bala incrustada en la parte trasera del cráneo. Sus ojos quedaron completamente abiertos.

El hombre desmontó el tosco silenciador de la pistola automática Campo-Giro. La guardó en un bolsillo y se agachó para recuperar los dos casquillos de bala. Después se acercó a Murillo y le arrebató el sobre y el dinero. Registró los bolsillos de los ladrones para asegurarse de que no se le pasaba nada por alto. En el abrigo de Quiles halló algo que no le sorprendió en absoluto: ¿quién podía fiarse de un ladrón? El truhán llevaba con él una joya. Se acercó a la tenue luz de la ventana y percibió la forma de tres cipreses tallados en oro blanco.

Se la guardó, miró su reloj y esperó en la oscuridad a que llegara la ayuda. Sólo tenían esa noche para actuar.

Capítulo 45

Tras haber sido despedido por Ferran, el desconcierto de Dimas había ido en aumento. No tanto por el despido en sí —de alguna manera se lo temía—, sino por el hecho de que dieran por culpable a Àngel Vila. Desde luego era raro que no hubiera ido a trabajar, pero eso, lejos de hacerle sospechar, le hizo pensar que había algo extraño en todo lo sucedido. Por la tarde, cuando ya llevaba horas deambulando sin rumbo, había decidido coger el toro por los cuernos e ir en su busca.

En la planta baja donde vivía no encontró a nadie. Una vecina le comentó que tanto Àngel como Neus, su esposa, se pasaban el día trabajando y que no solían llegar hasta muy tarde. De todas formas, comentó la vecina, llevaba varios días sin oír a Àngel. Dimas agradeció la información. Se justificó diciéndole que era un viejo amigo que estaba de visita.

Incapaz de quedarse quieto, decidió entonces aprovechar la noche para recorrer los bares que le había mostrado Àngel días atrás. La verdad era que le parecía inverosímil hallarlo en uno de ellos, y más teniendo en cuenta lo que había sucedido, pero no tenía más pistas; quizá podría encontrarse con algún amigo o conocido, alguien que le facilitara información o a quien avisar de que la policía iba a por él.

No encontró ni rastro en el Quimet i Quimet, ni en el Gran Café Español. En este último tampoco estaba ese día Salvador Seguí. Se acercó a las mesas donde organizaban la tertulia y dejó recado de que lo andaba buscando. Lo miraron con desconfianza, hasta que uno de ellos lo reconoció y el ambiente pareció relajarse. No era un policía camuflado.

Paseó alrededor de la zona donde aquella vez lo vio dirigirse a la reunión clandestina, pero también sin éxito. Los participantes solían cambiar de local a fin de burlar, en la medida de lo posible, la vigilancia policial.

Acabó regresando a casa muy tarde, cansado, con sensación de impotencia y de derrota. Prefirió no contar a su familia nada de lo sucedido; ya habría tiempo. Tenía dinero suficiente para estar tranquilo durante una buena temporada, así que el trabajo no le preocupaba. Se levantaría bien temprano y acudiría de nuevo a casa de Àngel. Después de la búsqueda infructuosa sentía aún más la necesidad de evitar que se manchara el buen nombre de su amigo; no quería que se repitiera la historia de Pau Serra.

Durmió poco y mal. A la mañana siguiente llegó a la casa de Àngel y se encontró la primera sorpresa. Frente al edificio hacían guardia dos policías. No le dijeron nada, pero interrumpieron su conversación y lo siguieron con la mirada sin disimulo para saber adónde se dirigía. Dimas llamó a la puerta y al cabo de un momento, tras una rendija, apareció Neus. Era morena y delgada y no llegaba a los treinta años. En sus ojos quedaba un rastro carmesí y tenía las ojeras muy marcadas. Vestía una camisa de dormir de tela gruesa con un chal puesto encima de cualquier manera. Lo miró con desconfianza, ceñuda. Dimas se presentó y, al oír su nombre, el semblante de Neus cambió: Àngel le había hablado de él. Después de invitarle a pasar dejó aflorar su cansancio y sus temores.

—No sé dónde está. Los del sindicato tienen escondrijos que jamás revelarán, y menos con la policía tras él.

Dimas asintió. No había pensado en esa posibilidad y le alivió escucharla.

—¿Y aquella noche? ¿Estuvo en casa?

Neus negó con la cabeza:

—Se fue a una reunión de la CNT. Desde entonces no ha aparecido. Se lo he dicho a la policía una y otra vez, ¡y no me hacen caso! Es… —los ojos de Neus enrojecieron—, es como si dieran por hecho que es culpable. —La voz se le quebró mientras las lágrimas comenzaban a asomar.

—Yo sé que Àngel jamás haría algo así —dijo Dimas con tono serio. Apoyó su mano sobre las de Neus, que se entrelazaban nerviosas.

La mujer dibujó una fugaz sonrisa agradecida que enseguida desapareció, envuelta en la tristeza.

—Quizá tengas razón —continuó Dimas—, quizá esté escondido. Averiguaré todo lo que pueda.

Un tímido «gracias» surgió de los labios de Neus. Dimas se despidió de ella y salió.

Comenzaba a verse movimiento en la calle. El día despuntaba con fuerza, radiante. Al volver a pasar frente a los policías, éstos le interpelaron.

—¡Eh! ¿Hace buen precio?

Dimas continuó caminando, simulando que la cosa no iba con él.

—Mi compañero te ha hecho una pregunta —le dijo el otro acercándose amenazador.

Sumido en sus pensamientos, Dimas frenó en seco.

—¿Qué desean? —preguntó un tanto esquivo.

—Que la chica —y señaló hacia el domicilio de Àngel— no está nada mal, ¿eh? Ahora que el marido se ha dado a la fuga es cuando hay que aprovechar…

Dimas apretó los puños y evitó contestarles en el mismo tono. Era demasiado obvio que buscaban provocarlo. Si respondía, les estaría dando motivo para detenerlo. No podía, no debía seguirles el juego. Aun así sintió la sangre bullendo; tampoco quería quedarse callado. Les contestó con la voz más serena que pudo:

—No creo que sea la forma correcta de hablar de una mujer casada y trabajadora, especialmente siendo ustedes representantes de la autoridad.

Los policías le miraron un tanto perplejos. Estaban esperando algún tipo de reacción más visceral, y la respuesta de Dimas les dejó fuera de juego. Pero la inicial perplejidad dio paso a la irritación. Ambos agentes avanzaron unos pasos mientras uno de ellos le replicaba:

—¿Y desde cuándo la gente como tú respeta a la autoridad? Porque, a pesar de ir bien vestido, si visitas a esa fulana anarquista es que eres amigo de los terroristas.

Aquello no era un juego. Dimas contó mentalmente hasta diez para no dejarse llevar por la furia.

—No conozco a ningún terrorista, ¿acaso ustedes sí?

El policía apretó los labios e hizo ademán de ir a golpearlo, pero el compañero lo retuvo señalándole la fachada del edificio. Había varias caras somnolientas asomadas. De repente apareció un coche de la policía y frenó en seco muy cerca de ellos. El agente que iba de copiloto les gritó:

—¡Eh! Vosotros dos ya no tenéis que vigilar aquí. ¡Venid!

Uno de ellos fue de inmediato hacia el coche. El otro le siguió renuente, no sin antes soltarle a Dimas:

—Ya te pillaré otro día.

Navarro se mantuvo quieto en su lugar hasta comprobar que los policías se introducían en la parte trasera del vehículo, cerraban las portezuelas y el auto arrancaba. Localizó entonces un taxi. El conductor se asustó al verle subir tan precipitadamente. Sin embargo, al distinguir el dinero que Dimas agitaba ante sus ojos, sonrió satisfecho.

—¡Siga a ese coche de la policía, rápido! —le ordenó.

—Periodista, ¿eh?

—Chico listo —mintió Dimas.

—Pues agárrese, ¡que vienen curvas!

El taxista se tomó muy en serio la persecución y no los perdió de vista. Dimas no sabía bien por qué los seguía, pero estaba convencido de que hacerlo le ayudaría a avanzar en sus pesquisas. Tras un rato atravesando el casco antiguo de la ciudad, el coche policial se encaminó hacia la Barceloneta. Dejaron atrás la plaza de toros y se detuvieron en uno de los últimos callejones, a tocar de la playa, donde un grupo numeroso de gente se arremolinaba. Dimas pagó con generosidad al taxista y bajó de un salto. Se abrió paso entre los curiosos y pudo contemplar lo que atraía su atención. Se le heló la sangre.

Tumbados sobre el suelo yacían tres cadáveres. Y uno de ellos era el de Àngel Vila.

Se alejó por un momento del grupo de curiosos que era contenido por agentes de la policía. No podía dar crédito… En cuestión de muy pocos días todo a su alrededor parecía estar envuelto de desgracia y muerte. Recordó a Neus, la esposa, y la promesa que acababa de hacerle. Pensó después en Laura: también ella tenía en estima a Àngel Vila.

Dimas volvió a colarse entre los viandantes y distinguió a un periodista de verdad que hablaba con un vecino armado con libreta y estilográfica.

El hombre, un cincuentón enjuto de piel ajada, estaba encantado de poder demostrar públicamente lo que sabía. Cada cierto tiempo se aclaraba la voz para seguir enlazando circunloquios:

—Esos tres hombres son los que perpetraron el atraco y posterior asesinato del patriarca de los afamados joyeros Jufresa. La siempre eficiente policía de nuestra querida capital ha logrado dar con estos malandrines quienes, al verse acorralados, en vez de entregarse como cabría esperar de espíritus más nobles, han buscado la huida a pistoletazo limpio, no dejando otro remedio a nuestras autoridades que contestarles con idéntica fuerza pero, como se puede comprobar, mejor destreza, ya que han acabado falleciendo los tres. Justo final para aquellos que toman el camino del crimen en lugar de abnegarse al honesto esfuerzo y al honrado trabajo.

Varios de los asistentes, entre ellos un par de chiquillos, aplaudieron a tan locuaz narrador. Dimas se separó de ellos. Hasta entonces apenas se había atrevido a mirar, pero sentía que era su deber hacerlo. La narración pomposa de aquel hombre le desconcertaba y le había provocado indignación. Àngel no era ningún delincuente, ni mucho menos. Y jamás iba armado. ¿Qué hacía allí? ¿Quizá la policía lo consideraba un anarquista en la estela de Seguí, un personaje peligroso? En más de una ocasión había oído que personajes incómodos para el poder habían sido involucrados en asuntos turbios como excusa para poder detenerlos o incluso liquidarlos. ¿Podía ser el caso?

Sus ojos no se apartaban ahora de los cuerpos. Quizá hubiese alguna pista, algún dato importante. Su mirada recorrió lentamente los cadáveres. Los dos desconocidos presentaban varios agujeros de bala y oscuras manchas de sangre. El otro era Àngel… Al ver de nuevo su rostro exánime sintió un vacío profundo, similar al que experimentó al ver a Francesc. El cuerpo también tenía un par de agujeros de bala en el pecho y en el cuello. «Descansa en paz», fue lo único que se le ocurrió mascullar. Tenía además el pómulo magullado y unos profundos arañazos en las muñecas.

Junto a los cuerpos se hallaban las pistolas. Uno de los dos desconocidos todavía empuñaba el revólver. Pegada a la mano de Ángel, una pistola automática. Dimas consideró llamativa la presencia de una automática, de reciente fabricación y normalmente destinadas al ejército. Aunque, con dinero, en el mercado negro se conseguía de todo. La cabeza empezó a darle vueltas. Había algo extraño en el escenario. Algo que no acababa de encajar.

Volvió a fijarse en las muñecas de su amigo: ahí continuaban esas marcas que las rodeaban. Sólo podían significar que Àngel había sido atado. ¿Y el golpe en la cara? ¿Acaso fue torturado? Dimas comenzó a enojarse. Era más que probable que hubieran detenido a Àngel desde el primer momento y que le hubieran torturado para hacerle confesar un crimen que no había cometido. Los otros dos en cambio no presentaban signos de tortura… Se preguntó qué podía estar ocurriendo allí.

Llegaron varios vehículos dispuestos a llevarse los cadáveres. Los policías conminaron a los transeúntes a alejarse para dejarles paso. A la gente le costaba abandonar un lugar que sabían iba a ser noticia, por lo que muchos permanecían allí mientras no les obligaran a apartarse. Los policías comenzaban a dar empujones. Dimas, atrapado entre varios de ellos, se vio arrastrado lentamente, como si hubiera caído en arenas movedizas. Uno de los hombres cerca de él le gritó a un policía:

—¡Oiga! ¡Que yo soy vecino del barrio de toda la vida! ¡No tiene derecho a echarme! ¿Qué se ha creído?

El joven policía posó la mano sobre la culata de la pistola que descansaba en la cartuchera.

—¡No me joda que me lío a tiros!

Otros vecinos pusieron el grito en el cielo y la exaltación creció ante la amenaza de aquel que representaba a la autoridad, lo que obligó a un superior a apartar casi a rastras al novato mientras trataba de calmar los ánimos. En medio de aquel alboroto, Dimas se mantuvo absorto y con el ceño fruncido. En su mente varias ideas pugnaban con fuerza por hacerse oír. No encontraba agujeros de bala por ningún lado. No veía casquillos por el suelo a pesar de haber una pistola automática. No olía a pólvora. Los cuerpos estaban apenas distantes tres metros entre ellos… No hubo tiroteo: era todo un montaje. A Àngel lo torturaron primero, y a los tres los colocaron allí después de muertos. Aquello parecía el escenario de un teatro.

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