—Al taller. —La pareja se miró sorprendida. Bragado apretó aún más la boca del silenciador contra Dimas—. Y vamos ya. Sin acelerones, sin llamar la atención. Sigue por donde yo te diga y todo irá bien.
Laura fue obedeciendo las instrucciones precisas del policía, que la guió por las calles menos concurridas del Ensanche hasta llegar a las callejuelas del casco antiguo. Bragado, sin dejar de apuntarles, les obligó a caminar rápido hacia el taller. Dimas se mantuvo en silencio, hirviendo de rabia por dentro. Ya frente a la puerta, Laura no supo qué hacer. El policía le indicó que llamara. Ella, con los ojos abiertos como platos y la duda en el rostro miró a Dimas, también extrañado. Tras la llamada de Laura, la puerta se abrió. Era Ferran. En su mano derecha sujetaba una pistola con la empuñadura medio envuelta en un trapo de terciopelo granate. Por un instante Laura se alegró. Pero fue sólo un instante, justo antes de que su hermano se hiciera a un lado y los dejara pasar, con el revólver amenazante de Bragado detrás.
—¿Qué es todo esto? —soltó Dimas.
Ferran, visiblemente nervioso, chistó haciéndolo callar y movió su arma hacia un lado, indicándoles que siguieran caminando. Como si tuviesen los pies cubiertos de plomo, Laura y Dimas se adentraron en el taller en penumbra, aturdidos, intentando entender qué estaba ocurriendo allí. No podían apartar los ojos de Ferran, que no dejaba de sudar. Incapaz de sostener el peso de su mirada bajó los ojos desorbitados al suelo, como si estuviera poseído por una fiebre a punto del colapso. Bragado seguía apuntándoles y reclamó su atención. Habló a Ferran mientras miraba a la pareja:
—Todo cuadrará, no te preocupes. Viniste aquí porque te olvidaste algún documento importante para lo de la compañía de seguros. Las luces estaban apagadas y oíste ruidos. Fuiste sigilosamente hasta tu despacho a por tu pistola y alguien, en la oscuridad, te disparó. Tú tan sólo te defendiste: dos sombras arremetían contra ti, y además iban armadas. Luego, al encender la luz del taller, te diste cuenta de que eran Dimas y Laura.
Ferran levantó la vista. A pesar de la escasa luz pudieron distinguir su expresión alucinada; el labio inferior le traicionaba, tembloroso.
Bragado comenzó a pasear por delante de Laura y Dimas a lo largo del pasillo que dejaban entre sí los grupos de mesas de trabajo. Ella no daba crédito a lo que acababa de oír. Dimas sentía en esos momentos cómo las secuelas de la paliza se acentuaban: allá donde le habían golpeado notaba como si le mordieran. Los pasos lentos de Bragado resonaron por el taller como el tic-tac de un reloj.
—Claro que fue una sorpresa y un verdadero disgusto ver que uno de los cadáveres era tu hermana —prosiguió—, pero es que esa pobre chica había caído en las redes del radical Dimas Navarro, el amigo del anarquista. Ella, ingenua, se dejó engatusar con la promesa de una vida de aventuras lejos de la familia burguesa. Vinieron aquí a llevarse vete a saber qué… Jamás se descubrirá, pero las armas no dejarán lugar a dudas de sus intenciones. En el registro de su piso la policía encontrará joyas del robo anterior.
—Ferran —interrumpió Laura llorosa y asustada—, ¿a qué viene esto? ¿Has perdido el juicio?
Bragado se puso frente a ella.
—Puede que sí. —La miró a los ojos en una larga pausa; al final se le torció la boca y continuó—: Sucede que los planes no salieron bien. Tu hermano estaba en la ruina y le propuse un robo en el taller. Las joyas no aparecerían y él cobraría el seguro. Los ladrones no eran más que unos títeres, por lo que al final tendría el dinero además del oro y las piedras de las joyas. Y todo por una módica cantidad. Pero…
Esta vez fue Dimas quien habló:
—… pero los ladrones no contaban con la presencia de Francesc, al que mataron.
Laura no pudo contener un alarido. Dimas hizo ademán de acercarse a ella pero el jefe de policía se lo impidió. Chasqueó la lengua y replicó:
—Nada de eso debía haber sucedido. Seguro que quisieron noquearle y se pasaron de la raya. Pero lo hecho, hecho está. Ya no era un simple atraco: se convirtió en un asesinato y había que conseguir un culpable.
Dimas, con los ojos inyectados en sangre, masculló con las mandíbulas apretadas:
—¿Y por qué Àngel? ¿Por qué todo esto? ¿A cuántos más vas a matar? Ferran —dijo levantando la cabeza por encima del jefe de policía—, ¿cuántos más tienen que morir?
Bragado apretó los labios.
—Àngel era un conocido anarquista, implicarlo a él era matar dos pájaros de un tiro. La historia del atraco quedaba creíble, así como la desaparición de las joyas en manos de los terroristas de mierda que contaminan esta ciudad. Lo peor es que tuviste que meterte tú, niñato, y dártelas de justiciero. Si te hubieras quedado en casita nada de esto estaría ocurriendo.
Por detrás se oyó la voz temblorosa de Ferran.
—Pero podríamos dejarlos escapar… Les damos parte del botín y que se vayan adonde quieran…
Bragado pareció irritarse, aunque su voz no subió de volumen.
—Ésa no es la solución, y tú lo sabes. Te estarían chantajeando toda la vida. La muerte de estos dos —los señaló con menosprecio— cierra el caso. Tendrás un montón de dinero y yo podré continuar con mi carrera. No jodas, Ferran, no me vengas con ñoñerías. Ya te dije que una vez se da el paso no hay marcha atrás. Y tú bien convencido estabas del robo.
El aludido se pasó la mano por el pelo despeinado.
—Pero… ¡era sólo un robo! ¡Sólo eso! Y la familia no perdía nada, todo eran ganancias. El dinero del seguro, las joyas… Tendría tiempo para recuperarme, para salir adelante…
Bragado no quitaba ojo a Dimas, que parecía un animal enjaulado a punto de saltar. Laura se había apoyado sobre una de las mesas, pálida. La amargura parecía abatirla.
—¿Y cuál es tu situación ahora, Ferran? —prosiguió el jefe de policía—. ¿Quieres que se llegue a saber que eres responsable del robo y de la muerte de tu propio padre? ¿De la muerte de los ladrones y del anarquista? ¿Crees que tus influencias te salvarían? No, Ferran, no. Tú acabarías como yo, con el cuello destrozado en el garrote vil y tu familia en la ruina. Recuerda que todo esto lo haces por ellos, para salvarles, confía en mí. —La voz de Bragado se volvió ahora amable, convincente—. Ésta es la única solución posible. Sí, es triste, pero mañana estarás libre de todo cargo; ya me encargaré yo de eso. Y sin deudas, ¿ya no recuerdas esa sensación? Y tu familia y tu negocio subirán como la espuma. Los Antich volverán a ti. Todos querrán comprar las joyas de los Jufresa, que sobreviven y triunfan pese a estar marcados por una injusta desgracia. La alta burguesía siempre es solidaria con los suyos cuando son atacados por anarquistas y radicales. Te acogerán con los brazos abiertos y todos estarán deseando que te cases con sus hijas. Y más cuando vean que, a pesar de todo, sigues con el negocio adelante, boyante, heroico. Te envolverá el aura del ganador, de aquel capaz de superar cualquier obstáculo. Y siempre me tendrás a tu lado para que nadie pueda hacerte daño, porque una mano lava la otra. ¿Entiendes, Ferran?
El heredero Jufresa había bajado el brazo. La pistola apuntaba al suelo, igual que sus ojos. Parecía un niño a punto de romper a llorar.
—Estás loco, Bragado, eres un ser enfermo —espetó Dimas con voz gutural.
El jefe de policía reaccionó y dio un paso adelante, acercando peligrosamente el arma a su cuerpo.
—Te iba a matar primero a ti, pero ahora será ella quien muera antes. Así la verás agonizar por tu culpa. Será lo último que veas en tu vida.
—¡¡¡No!!!
Un disparo restalló en el taller e hirió sus oídos. El jefe de policía dio un respingo: la bala le había alcanzado el hombro izquierdo. Aprovechó la semioscuridad, saltó como una fiera por encima de las mesas y se escondió tras las del pasillo siguiente. Dimas agarró a Laura de un brazo y la tiró al suelo para protegerla. Sólo Ferran permaneció de pie, con la pistola humeante y la mirada perdida, inundada de lágrimas.
—¡Ya basta de muertes, Bragado! ¡Esto no es lo que pactamos!
Ferran miró a un lado y a otro desorientado. Dimas, en cuclillas bajo una mesa, musitó a Laura que no se moviera de allí. A pesar del dolor de las heridas saltó hacia Ferran. Logró tumbarlo y hacerse con su arma.
—¡Te va a matar! ¡Quédate aquí! —masculló. Ferran obedeció y se tendió en el suelo cuan largo era.
Dimas, arma en mano, se fue acercando a rastras hacia las mesas. Se detuvo y contuvo la respiración. Necesitaba oír dónde estaba Bragado. El dolor de las contusiones le hizo apretar los dientes. Por un momento temió que se oyera el chirrido de su dentadura.
—Qué ingenuo eres, Ferran, y qué estúpido. —La voz del jefe de policía sonó resentida, proveniente del fondo de la sala—. ¿Crees que ahora te voy a dejar escapar vivo? —Soltó una risa seca, simulada—. No, Ferran. Ahora no. Puedo eliminaros a todos y dejar este revólver ilegal en manos del cadáver de tu esbirro sin más problema. A mí me importáis un pimiento tú y tu patética familia.
Bragado tosió. Dimas pensó que era buena señal, que la herida estaba haciendo su efecto y comenzaba a debilitarle. Se quitó los zapatos para evitar ruidos y comenzó a desplazarse por el taller con movimientos cautelosos. Se detuvo y trató de guiarse por la voz de Bragado. El policía debía de haberse quedado inmóvil: por más que lo intentaba era incapaz de distinguir su silueta desde lejos. Debía hacerle hablar.
—Eres un hijo de puta… —clamó oportunamente Ferran, con tristeza.
Dimas volvió la vista un momento hacia Laura, que también trataba de ver algo en medio de tanta oscuridad. No podía apreciar su rostro, pero sí que permanecía quieta aunque temblorosa. «Joder, Bragado, ¡di algo!», ordenó con el pensamiento Dimas.
—¿Hijo de puta? Tú eres un fracasado, Ferran, un niño de papá creído e incompetente. No has tenido que luchar para conseguir nada, siempre viviendo entre algodones. Eres un mierda —escupió con odio.
Dimas sonrió y dibujó mentalmente el plano del taller en su cabeza, situándolo en él. Bragado estaba muy cerca. Contuvo de nuevo la respiración, cada vez más agitada, y se arrastró por el suelo en su busca.
—Ya te avisé cuando empezaste con tus negocios de pacotilla… Aquí los hombres de verdad, los que tienen valor, no se dejan llevar por sentimientos ni monsergas. Ellos le echan lo que tú no tienes: un par de huevos.
Se escuchó un gorgoteo, como cuando alguien se atraganta. A Dimas se le erizó el vello: lo tenía a dos metros. Abrió bien los ojos y percibió el bulto de su cuerpo. No podía dudar ni un segundo. Apoyó la mano que sostenía la pistola sobre la otra para mantener el pulso. Posó el pulgar sobre el martillo y el tambor giró. A pesar de la lentitud de sus movimientos, no pudo evitar que se oyera un chasquido. Bragado se removió en su escondite y Dimas tuvo tiempo de oír una maldición. Dos nuevos disparos, uno como un estampido y el otro con un sordo eco, llenaron el silencio del taller y lo iluminaron con sus fogonazos lacerantes. Después el silencio se hizo más pesado, persistente. Laura no pudo más y gritó:
—¡Dimas! ¡Por favor, Dimas! ¡Háblame!
El olor acre de la pólvora invadió el local. Laura rompió a llorar incapaz de contener el pánico, apretando los puños con los que golpeaba el suelo.
—¡Laura! ¿Estás bien? ¡Ferran, la luz!
La voz de Dimas sonaba entrecortada. Con las pupilas aún contraídas miró hacia la sombra de Bragado, que parecía no moverse.
—Estoy bien, Dimas —contestó Laura.
—No te muevas de donde estás… —El joven respiró.
Volvió a amartillar el percutor y siguió apuntando, aunque con pulso menos firme. Sentía un miedo atroz y el dolor de las heridas palpitaba con fuerza; ni siquiera tenía claro si Bragado le había alcanzado o no. Las lámparas empezaron a titilar iluminando la estancia. Dimas, todavía tumbado, contempló al jefe de policía. Tenía la cabeza apoyada en el suelo, ladeada. No podía ver su rostro. Las manos permanecían con las palmas hacia abajo. En una de ellas sostenía el revólver, aunque los dedos parecían inertes. Poco a poco Dimas se incorporó. Sin dejar de apuntarle, se fue acercando. Debía comprobar si en realidad estaba muerto. Con el pie apartó el arma de Bragado y la alejó poco más de un metro, hasta que tropezó contra la pata de una de las mesas. El jefe de policía no se movió. Dimas dio un paso más. Contempló entonces la herida del hombro, de la cual tan sólo se veía un pequeño agujero sobre el abrigo y una mancha de sangre muy oscura que lo rodeaba y se hacía cada vez más grande. Bragado parecía estar dormido, con los ojos casi cerrados. Desde esa posición Dimas pudo contemplar cómo bajo la cabeza se estaba formando otro gran charco de sangre que despedía un fuerte olor a hierro. Miró hacia un lado y vio a Ferran estático. Dimas negó con la cabeza, en silencio. Bajó el percutor de la pistola, relajó el brazo y llamó a Laura.
—Ya pasó todo.
Ella se puso de pie con torpeza. Su rostro estaba surcado por las lágrimas y el espanto, sobre todo cuando notó que Dimas se ponía pálido por el terror: una mano se había aferrado a su tobillo. Navarro volvió su cabeza hacia el cuerpo yaciente del policía. Tenía que reaccionar, levantar la pistola y volver a disparar. Sin embargo, cuando vio la faz del policía se tranquilizó: Bragado estaba dando los últimos estertores. Los ojos vidriosos mirando al vacío, la boca abierta en una mueca de asfixia. Un hilo de sangre resbaló viscoso por la barbilla. A pesar de todo, Dimas no pudo sino compadecerse de ese hombre. Segundos después, la cabeza cayó como un fardo.
Dimas agitó el tobillo para desprenderse de Bragado. Fue a calzarse de nuevo y caminó al encuentro de Laura, que parecía incapaz de moverse del sitio. Unas tímidas convulsiones anunciaron la inminencia de un llanto desconsolado que, en efecto, se produjo en cuanto la rodeó con sus brazos. Laura posó su cabeza en el hombro de su amado y se abandonó. Todo el miedo y la tensión se descargaron allí, entre los temblores que el abrazo de Dimas trataba de calmar procurando aportar calor mientras sus manos le acariciaban el cabello. Al mismo tiempo que abrazaba a Laura miró a Ferran, que apartó la cara, humillado, con el rastro todavía del pavor de hacía unos instantes. Era la imagen de la derrota, de la desesperación. Dimas sintió en ese momento repulsión hacia él y experimentó un remordimiento que le desgarró las entrañas como un animal herido, al recordar que hubo un tiempo, tan sólo meses atrás, en que sintió admiración por aquel hombre.