Read El sueño de los justos Online
Authors: Francisco Pérez de Antón
»—Los de la lámpara. ¿O es que no lo sabe? No, claro, qué va usted a saber, si estaba fuera. El loco que entró al teatro disparó a la araña de almendrones, y los vidrios le cayeron en la cara al licenciado.
»—¿Usted lo vio?
«La pregunta parecía demandar una especie de fianza que la tía debía extender sin más trámite.
»—Sí, señor. Yo lo vi.
»En ese momento me percaté de que la tía Emilia mentía descaradamente y que ni Néstor había asistido al recital ni le habían caído encima los vidrios ni nada que se le pareciera.
»—Luego nos cayó encima la chusma del último piso —agregó la tía muy ofendida— y aplastó al licenciado contra la pared, de tal suerte, que no sé ni cómo respira, el pobre.
»Las notas de La Marsellesa, entreveradas con los gritos de ¡muera Cerna!, y las crispadas voces de ¡alto, alto!, se oían cada vez más próximas. Se oyeron algunos disparos. El oficial corrió con sus hombres hacia el frente del Carrera y nosotros nos subimos al carruaje.
»Néstor alcanzó a decir:
»—Sería mucho pedirle, doña Emilia, que me llevaran a mi casa.
«Respiraba mal y la tos sólo cedía por momentos.
«—Faltaba más, licenciado —respondió la tía.
Eulalio alteró la ruta y subió por Santa Teresa hasta la calle de la Concepción, que era donde Néstor vivía, pero, poco antes de llegar, nuestro cochero reparó que la cuadra estaba vigilada y la tía le dio orden de retroceder.
»—Dormirá esta noche en nuestra casa, licenciado —dijo—. Allí podrá usted ocultarse.
»—Yo no he hecho nada malo señora —sonrió Néstor—. Déjeme aquí. Iré caminando.
«La tía se puso muy seria.
»—Tampoco don José María Samayoa ni don Miguel García Granados ni el licenciado Larrave han hecho nada malo. Y ahí los tiene, encerrados en el Castillo de San José, exiliados en México o refugiados en la legación británica. Esto no es un juego, jovencito. Ya debería saberlo.
»Yo estaba sentada frente a Néstor y no dejaba de mirarle. En el cuello de su camisa, había una mancha oscura que se había ido haciendo más extensa. La tía Emilia también se dio cuenta y le alargó un pañuelo. Néstor se lo colocó en la nuca sin decir palabra y las dos interpretamos su silencio como un mudo asentimiento al consejo de la tía.
»—Los gendarmes no están ahí por casualidad, licenciado. Tenga la seguridad de que le estaban esperando.
»Néstor apoyó el codo en la rodilla y se sujetó la frente con la mano. La tos había cedido un tanto, pero era obvio que no se sentía bien. Retiró el pañuelo de la nuca para observar si la hemorragia se había detenido y, sin decir palabra, volvió a su postura agobiada y pensativa. Después, su cuerpo se inclinó lentamente hacia mí, su codo se deslizó de la rodilla y su cabeza se posó, inerte, en mi regazo».
Cuando Néstor Espinosa despertó al día siguiente, lo primero que escucharon sus oídos fueron los compases de una mazurca al piano. Pero la razón tardaba en volver a su lugar y, prisionero de una confusa duermevela, intentó descubrir algún vínculo entre la ingravidez de las pesadillas que había vivido esa noche y la gravedad de la situación que, poco a poco, iba tomando forma en su conciencia.
Recordaba una biblioteca atestada de mariposas adheridas a los lomos de los libros, unos insectos descomunales de alas negras que parpadeaban al unísono y se esforzaban en tirar de los volúmenes hacia fuera y hacia arriba. La oscura reverberación esparcía un viento tan fuerte que por momentos tuvo la impresión de que anaqueles, libros y aposento iniciarían un milagrosa asunción, impulsada por la turbulencia. Soñó después con Arcadio, saltando y parloteando en torno a él y recitando con afectación el canto de la
Odisea
que rezaba «apenas la Aurora de rosados dedos acariciaba las cimas de los montes», y que interrumpía a cada poco para mascullar: «no, no, no es así, aquí las auroras no son de color de rosa, sino malva, bueno, sí, son rosadas, pero abundan más las malva, no, tampoco, no son malva, son malvadas, así que el verso de la
Odisea
está mal, debería decir apenas los dedos malva de la Aurora..., no, no, tampoco... ya sé, ya sé, apenas la Aurora de malvados dedos, ¡eso es!, qué bonito me quedó».
A Arcadio le seguía una quimera, un ave de plumas negras y ojos teñidos en sangre que, observado de más cerca, resultó ser el león alado de San Marcos, protector de escribanos, abogados y notarios, y del que don Ernesto Solís tenía una pequeña talla en el bufete. Por último, soñó que escuchaba un recital de piano en la iglesia de Saint-Martin in the Fields, al lado de mister Ross, un concierto de una sola pieza, una mazurca que no podía identificar y que el pianista interrumpía una y otra vez, pues al llegar a determinada ligadura se equivocaba y, en lugar de proseguir, volvía de nuevo al principio para martirio de mister Ross, quien, no obstante su flema británica, no hacía más que despotricar contra los organizadores del recital.
Se levantó del catre de tablas y con torpes movimientos se dirigió a la única ventana de la estancia donde había pasado la noche, una extensa biblioteca de libros muy apretados unos a otros y en la que los más nuevos yacían acostados sobre los hombros de los más antiguos. Tenía las manos vendadas y una gasa alrededor del cuello. Descorrió la cortina de algodón, abrió la contraventana y miró a través de la verja. El sol no había horadado aún la niebla matutina. Del interior de la casa le llegaban los castañeteos de los zanates, y del exterior, una campana lejana y el histérico gañido de un pavo.
Hacía memoria con lentitud, pero recordaba claramente la reunión de
Las Acacias,
la huida a través del potrero, los disturbios frente al teatro. ¿Qué habría sido de don Jaime, de Joaquín, de
Saint-Just,
de
Basilio
y los demás?
Vio su ropa en una silla. Se vistió y, con un repentino pudor, se preguntó quién le habría desnudado la noche antes.
Su mirada se detuvo en un viejo daguerrotipo enmarcado en un óvalo. Era de una pareja de recién casados, serios y distantes. El tenía un aire de serena gravedad, camisa de cuello alto y corbata de doble vuelta, y ella era el vivo retrato de Clara Valdés.
Se acercó, muy sorprendido, y fijó la mirada en aquel bellísimo rostro con la osadía de que no era capaz cuando lo tenía frente a él. Adoraba aquellos ojos oscuros, aquella nariz peqüeña, aquella fragilidad física de Clara que la hacía tan adorable y aquella curva coqueta en las comisuras de los labios que siempre le habían parecido una invitación a algo más que al insulso intercambio de palabras que solían mantener en el bufete.
—Nos parecemos, ¿verdad?
Se volvió, sorprendido. Doña Emilia Valdés sonreía desde la puerta.
—Aún sigue siendo muy bella, doña Emilia —dijo algo atolondrado—, pero debo confesar que en su juventud era deslumbrante.
—¡Uy qué pícarooo!—respondió doña Emilia, entrecerrando los ojos.
—Lo digo como lo siento.
—¿Y cómo se siente hoy, licenciado?
—Bastante mejor. No sé cómo agradecerle...
Se interrumpió al reparar que, detrás de doña Emilia, con expresión distendida, estaba Clara Valdés.
—Buenos días, Clarita —dijo—. No tengo palabras para excusarme por lo de ayer.
Clara dio unos pasos hacia él.
—Estamos en paz, licenciado. Yo caí en sus brazos por la mañana y usted en los míos por la noche.
Los tres se echaron a reír. La familiaridad con que Clara le hablaba era un cambio inesperado, un quiebro en la etiqueta que ambos habían guardado hasta entonces.
—¿Era usted quien tocaba el piano esta mañana?
—Intento aprender —dijo ella.
—Me gustó cómo interpretaba esa mazurca de Chopin.
Clara se volvió a su tía enarcando las cejas.
—Tenemos un entendido en casa —dijo.
—La escuché una sola vez. En un concierto.
—¿Y cómo lo hago? —preguntó ella con coquetería.
—Yo la recuerdo en un tempo más rápido, pero me agrada más el que utiliza usted.
—¡Mentiroso! —dijo ella, sin dejar de reír.
«¿Cómo le dices a un hombre que le quieres o le gustas, sin dar signos de rendición? Sí, ya sé, no me lo digas, Elena. Hay todo un juego de insinuaciones, de gestos y de palabras para transmitirle lo que sientes, pero, ¿y si él es tímido o misógino o no quiere revelar sus emociones o no sabe cómo expresarse? ¿Cómo haces para atraerlo, a una edad en que todavía no dominas la palabra ni tienes aún la malicia que más tarde te dan los años?
>Yo esperaba que la alegre plática de la mañana anterior y el incidente del toro hubiesen cambiado las cosas, pues, aunque desmayada, había estado en brazos de Néstor. Lo que es más, tenía por seguro que, cada vez que me viera, pensaría en el incidente, y que el prurito de una complicidad compartida bastaría para provocar la cercanía que despiertan los deseos y pone en contacto las almas. Pero el muy íntegro, el muy caballero, el muy honorable practicante del amor cortés, se echó al día siguiente atrás.
»Para empezar, su vida se había torcido, sin que yo, torpe de mí, lo entendiese. Había perdido a su mejor amigo, la hermandad se había disuelto y no podía volver a su casa. Tampoco salir de la mía. Cerna había proclamado el estado de sitio y nuestra cuadra estaba vigilada las veinticuatro horas. En las cinco entradas de la ciudad habían doblado la guardia y, lo mismo que sucede esta noche (Dios, cómo se repite en nuestro país la historia), patrullas de soldados rondaban las calles, y piquetes de gendarmes registraban las casas sin orden judicial.
»La tía comprendió el error que había cometido al llevar a Néstor a casa. Si el Gobierno averiguaba que estaba allí, tanto ella como sus amigas acabarían en la cárcel. Pero deja eso. ¿Cuánto tiempo podíamos ocultar a Néstor, si el estado de sitio se prolongaba? ¿Una semana, un mes, seis meses?
»Dos amigas del club de las
Damas del Amor Hermoso,
con quienes la tía se había reunido esa mañana en
Los árboles útiles,
un vivero donde solía comprar macetas y plantas, la habían hecho recapacitar. Debía soltar cuanto antes aquella papa caliente. Y eso fue lo que le dijo a Néstor esa mañana en la biblioteca.
»Lo encontramos mirando una vieja foto de la tía con su esposo. La tía hizo una broma del parecido de ella conmigo cuando era joven y luego, sin más preámbulos, le puso en autos de la situación.
»—Sabrá, licenciado, que el Gobierno ha iniciado una intensa operación de búsqueda y captura por toda la ciudad.
»—Lo imagino, señora. Y lamento ser la causa de tanto inconveniente.
»—Todos corremos un grave peligro. Le ruego, por tanto, la mayor discreción mientras permanezca en esta casa y vemos cómo se resuelve su problema.
»—Eso no será necesario. Me iré hoy mismo, en cuanto se haga de noche. Conozco algunas veredas del Incienso. Por ahí podré escapar.
»—Ni lo piense. El daño que nos causaría si le ven salir de aquí y le detienen sería terrible.
»—Huiré por los tejados. No me verán.
»—Olvídelo. La cuadra está vigilada. Tenemos una idea mejor, pero aún debemos reunir plata y atar algunos cabos. Tenga paciencia, todo se andará. Pero, por lo que más quiera, no se mueva de aquí. Volveré más tarde. Espero traerle buenas noticias.
»Nos quedamos los dos solos. No sabíamos qué hacer ni de qué hablar y Néstor me pidió que tocara el piano. Le noté triste. Y al reparar que disfrutaba más mirándome que escuchando, le invité a sentarnos en el corredor. Estaba deseosa por retomar el espíritu del día anterior en el despacho de don Ernesto.
»Sé muy bien, Elenita, que una mujer no debe apresurar a un hombre. Pero en una situación como aquélla, y ante el temor de no volver a verle en mucho tiempo, dispuse insinuarle lo que sentía. El problema es que no sabía cómo hacerlo, así que, en vez de empezar por donde debía, es decir, hablando claro y pelado, recurrí al circunloquio.
»—¿Tiene usted novia? —le dije.
»—No, Clarita. No tengo novia.
»—Pero habrá tenido alguna —insistí, casi sin aire en el pecho.
»—Sí, alguna.
»—¿Novia o amante?
»—¿Cuál es la diferencia?
»—Usted me dirá. Yo no he tenido amantes ni novias.
»—Bueno, sí, alguna he tenido.
»—¿Novia o amante?
»Estábamos sentados en sendos sillones de mimbre y yo estaba sofocada. Néstor, en cambio, se veía muy pálido y estaba muy serio.
»—Digamos que una amiga —respondió sin mirarme.
»—¿De aquí?
»—No. Era de Gales.
»—¿Y la amaba?
»Néstor no respondió.
»—¿La echa de menos?
»Me miró con dulzura y dijo:
»—Clarita, es usted muy curiosa.
»—Me gustan las historias de amor.
»—Dijo que deseaba saber la diferencia entre una novia y una amante.
»—Bueno, eso también.
»Sonrió, como si se encontrara en medio de un entredicho y no supiera cómo salir de él.
»—Son sólo palabras —dijo al fin— y, como palabras que son, pueden significar cosas distintas.
»—¡Ah, no! —protesté—. No se me vaya por ahí.
»Tardó en responder. No era el mismo de la mañana anterior, pero yo no me había dado cuenta. Mi torpeza y mis prisas me impedían ver que lo más importante para Néstor no era la conversación ni el asunto que yo había iniciado, sino la situación en que él se hallaba. Además de un amigo y un empleo había sido despojado de lo que tal vez más quería: su libertad interior. Estaba encadenado a la voluntad y al albedrío de otros y nuestra casa debía de parecerle una celda.
»—La novia, creo yo, es la amada, el ideal, el sueño. La amante es la mujer poseída y a la que no necesariamente se ama. No como yo pienso que debe amarse. Pero son sólo palabras. Depende del sentido que les encuentre cada quién.
»Se había levantado del sillón de mimbre y contemplaba, pensativo, las flores del patio. Echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos y suspiró.
»—¿Se siente bien? —le dije.
Néstor me miró con la expresión que usaba para interpretar a Segismundo, la que me había desarmado semanas atrás en el teatro, y dijo con una sonrisa:
»—Me siento como un salmón.
»Era de nuevo, o eso me pareció, el Néstor de otras ocasiones, el que con un gesto o una palabra quitaba hierro a la seriedad de una situación embarazosa.
»Pero esta vez no bromeaba.
»—Tuve un maestro en Londres, un hombre por el que aún siento gran cariño. Se llamaba Chester Ross. Me enseñó muchas cosas. Una de ellas fue la dramática aventura de los salmones, en un viaje que hicimos a Escocia. ¿Ha leído u oído hablar de eso alguna vez?