Read El sueño de los justos Online
Authors: Francisco Pérez de Antón
—¿Me has oído? -—le gritó a su hijo.
Del corredor llegó hasta ellos el destemplado falsete del loro gargareando
la donna é mobile.
Doña Genoveva se abalanzó sobre un pedazo de pan y se lo arrojó con furia al aprendiz de tenor.
—¡Un día le voy a cortar el pescuezo!
—Cálmate, mama. No es más que un loro.
—¡Cómo quieres que me calme si no me prestas atención!
—Lo siento, ¿me decías?
—¡Estos papeles! —dijo agitando la hoja—. Te agradan y estás de acuerdo con ellos, ¿no es cierto?
—No necesariamente. Confieso que algunos son buenos, pero sólo algunos —dijo Néstor con expresión de canónigo.
—¿Cómo puedes decir tal cosa? ¡Los escriben gente corrompida que se ha propuesto abolir la religión en Guatemala!
—Hasta donde yo sé, eso no es verdad.
—¡Claro que lo es! Quieren expulsar del país a los ministros de Dios, abolir el culto, erradicar nuestras tradiciones. ¿Cómo puedes leer estas blasfemias sin sonrojarte?
—Con los ojos, mama. Las leo con los ojos. Quiero decir, con el cerebro, pues los ojos no leen. Sólo miran. Es el cerebro el que lee.
—¡Desventurado! ¿Pretendes burlarte de mí, decirme que soy una estúpida? ¿Qué manera es esa de contestar a tu madre?
—No he querido decir eso, mama.
—Claro que sí —dijo muy sofocada doña Genoveva—. Eres igual que todos esos que se dicen ilustrados y modernos que se burlan de todo lo sagrado. ¡Habéis leído cuatro libros y ya os creéis Aristóteles!
—Dios me guarde, mama, de creerme ese señor. Hace tiempo que el mundo va por otro lado.
—¡Y tú qué sabes hacia dónde va el mundo!
—Sé que va justo en dirección opuesta a la que señalan mi hermano y sus cuates.
—¿Cómo te atreves? ¡La Compañía de Jesús sabe más que tú y que nadie de estas cosas! Se instituyó para orientar, educar y hacer el bien a la humanidad. Pero eso es algo que nunca podrás entender.
—Yo sólo entiendo que el país estaría mucho mejor si el ardor de la Compañía de Jesús por promover el bien fuera tan grande como su vehemencia por combatir el mal.
—¡Calla, blasfemo!
Néstor hizo un gesto de resignación.
—Hablemos de otra cosa, ¿sí?
—¿Y de qué podemos hablar tú y yo? ¿Qué tenernos en común, salvo el haberte engendrado? Desde que viniste de Londres no has ido una sola vez a misa ni has visitado una iglesia. ¿Cuándo fue la última vez que te confesaste?
—No lo sé, mama. No lo recuerdo.
Doña Genoveva se detuvo, tomó aliento y bajó el tono de voz.
—¿Qué te hicieron en Londres, hijo? ¿Cómo es posible que cambiaras tanto en dos años?
Néstor enderezó la espalda y envió a su madre un gesto de cariño.
—Todos cambiamos, mama. A todos nos pasa factura lo que vemos y lo que aprendemos. El saber modifica nuestra visión del mundo y de las cosas.
—¡Un saber degenerado que pretende convertir este país en Sodoma y Gomorra!
—No exageres, mama.
Doña Genoveva frunció los labios con mal contenido despecho.
—¿Sabes una cosa? Hay días que me pregunto qué es lo que haces aquí.
Néstor dejó que entre él y su madre se interpusiera por unos momentos el tran tran del reloj de pared. Después dijo:
—Yo también me lo pregunto a veces, no creas.
—¡Eres igual de cínico que tu padre!
—Mama...
—Cínico y descreído. Ni siquiera llevas una medalla al cuello. ¿Qué has hecho con todas las que te regalé de niño? —dijo con mirada exigente.
—Sabes que no me gusta llevar cosas colgando.
—Una medalla no es una cosa.
—No lo es. Estoy de acuerdo. Perdón, mama, pero me tengo que ir.
—¿Adonde?
Néstor adoptó un gesto de fatiga mientras sus ojos se posaban en las caderas a medio perfilar de Catalina y en sus diminutos senos. Y cuando la muchacha cruzó la puerta, y observó su silueta al trasluz, tuvo la impresión de que un polen luminoso envolvía su figura.
—Al bufete, mama —respondió, sin dejar de mirar a la puerta—, ¿adonde quieres que vaya a estas horas?
—¡Siempre te me escurres cuando te hablo de cosas importantes! ¡O me ignoras! ¡O no me escuchas! ¡Ay Señor misericordioso! ¿Por qué has dividido mi casa así? ¿Qué he hecho yo para que me castigues con esta penitencia? —exclamó doña Genoveva, mirando al techo con expresión de Virgen Dolorosa.
«Si entendí bien
La vida es sueño
, lo que Segismundo quería decir es que la memoria se nutre de vivencias que, tiempo adelante, nos parecen sueños. Así al menos recuerdo yo aquella mañana de marzo, cuando abandonamos el despacho de don Ernesto y cruzamos la ciudad en el
victoria
. Aturdida aún por los efectos del desmayo, me sentía como recién salida de un sueño bruscamente interrumpido y con la vaga sensación de no saber si me encontraba de este lado de la realidad o en medio de una alucinación.
»La gente correteaba por las calles como si el incidente del toro no hubiese sido fortuito, sino el principio de una secuencia de sucesos que esperaba o, en cualquier caso, deseaba que ocurriesen. La sangre parecía haberles liberado de ciertas ansias ocultas, lo que se traducía en gritos atrevidos y una especie de euforia irreverente, hecha de risas abiertas, carreras sin ton ni son, juegos y premuras impropias de una ciudad dominada por la sumisión, el hastío y beatas como la madre de Néstor.
»Porque doña Genoveva era un cilicio, te juro. Y de alambre de púas, para más dolor. Mortificaba a su hijo día y noche con asuntos que él prefería no tocar. Pero ella estaba dispuesta a impedir como fuese que se lo arrebatara la barbarie, según sus propias palabras. Este es un país matriarcal y doña Genoveva parecía su patrona, una mujer cerrada, como la ciudad, como las mentes de los clérigos, como los portones del poder.
»Néstor era, así y todo, irreductible. Amaba a su madre, no quería pelear con ella y trataba de eludir los pleitos con el histrionismo propio de un actor.
»Un día, doña Genoveva juró retirarle la palabra para siempre si no se iba a confesar a La Merced delante de ella. Y él, como era así de payaso, se puso ante su madre de rodillas y le dijo:
»—Penitente y humillado, con la mano aquí en mi pecho, y la mirada en el techo, te confieso mis pecados.
»Doña Genoveva le retiró la palabra durante una semana. Pasaba por su lado sin mirarle y apartaba el rostro cuando Néstor le intentaba dar un beso. Un plato, la buena señora. Se pasaba las horas en La Merced, rezando rosarios, triduos y novenas, y cuando regresaba a su casa se encerraba en un pequeño adoratorio tapizado de estampas con veladoras encendidas, escapularios colgados y una imagen de San José de Calasanz. Arrodillada en su reclinatorio, oraba y leía libros devotos durante horas. Por la salvación del alma de Néstor, claro, pues la salvación de la suya la tenía por muy cierta.
»Su marido le importó siempre muy poco. El día que el infeliz murió no derramó ni una lágrima. Sólo había sido un instrumento para concebir hijos, un fecundador, no un compañero de vida. Pero así era doña Geno. Creía estar en contacto con poderes fuera de este mundo que sólo eran concedidos a personas como ella y que justificaban el dominio que ejercía sobre sus hijos.
»Néstor hacía cuanto estaba de su mano por no herirla, pero, dueño ahora de una espiritualidad y una conciencia moral diferentes, chocaba con las convicciones de su madre, y siendo más inteligente que ella, escondía su inconformidad con evasivas y bromas».
Néstor se levantó de la mesa y se dirigió a su cuarto, perseguido un paso atrás por los aspavientos y las demandas de su madre.
—¿Qué vas a hacer los viernes a
Las Acacias
? —le inquirió, de pronto, doña Genoveva.
—¿Las Acacias?
¿El establo que está a la orilla del camino que lleva a los Baños del Administrador?
—Ése.
—¿Donde alquilan toda clase de carruajes?
—Sí.
-—¿Y caballos y mulas de silla?
—¡Sí, ése! —bramó la viuda, irritada—. ¿Con quién te juntas allí los viernes?
Néstor detuvo sus pasos, se volvió hacia su madre y se quedó unos segundos inmóvil. Su rostro había adquirido una repentina expresión de sorpresa, como si en su mente hubiera tenido lugar una revelación. Pero, con la misma rapidez que aquélla le había llegado, la desechó haciendo un gesto de impotencia.
—No sé de qué me hablas, mama —dijo, reemprendiendo la marcha por el corredor.
Doña Genoveva montó en cólera y corrió hasta plantarse delante de Néstor.
—¿Qué madre crees que tienes? ¿Qué piensas, que no sé en qué turbios asuntos andas metido?
Néstor se volvió a detener.
—Me has estado siguiendo —le dijo, malhumorado.
—No.
—Entonces has hecho que me sigan.
—Tampoco.
—No mientas, mama.
—Está bien —concedió doña Genoveva, en tono soberbio—. He hecho que te sigan. ¿Y qué? ¿Por qué me miras así? ¿Tengo monos en la cara?
Néstor no respondió. Se alejó de su madre murmurando frases ininteligibles, llegó a la puerta de su cuarto, tiró con rabia del picaporte y entró.
Un armario de madera, un gavetero, una pequeña cama y una estera de petate era todo el mobiliario de la estancia.
Néstor descolgó un morral de lana que pendía de la pared y, con rápidos movimientos, sacó de un cajón una túnica, unas barbas postizas, unos forros de piel de cabra, una peluca y unas cadenas y lo metió todo en la bolsa, al tiempo que decía:
—Los viernes no voy a ningunas acacias ni a ningún establo, mama. Voy al teatro de la calle del Cuño.
—¡Mientes! —dijo la viuda con rabia—. ¡Mientes como mentía tu padre!
Néstor se colgó el morral del hombro y, en un tono de voz con el que rehusaba a contagiarse de la emotividad que su madre imprimía a la conversación, dijo con una sonrisa:
—Tengo que volver al despacho, mama.
Doña Genoveva le cortó el paso.
—Dame la llave —le ordenó con fiereza.
—¿Qué llave?
—La de la casa.
—Pero, ¿por qué?
—Si hoy vuelves a ese lugar, no quiero verte más aquí.
¡Vamos, dame la llave!
Néstor dudó por un momento hacer lo que su madre le pedía, pero al fin sacó la gruesa llave del morral y se la tendió a doña Genoveva. Ella alargó el brazo para tomarla, pero Néstor la retiró dejando a su madre con la mano extendida.
Doña Genoveva se puso histérica.
—¡Dame la llave, te digo!
—Mama, por favor, no seas así...
—¡Júrame que no irás a
Las Acacias
esta noche!
—Jurar es pecado, mama, y tú lo sabes.
Néstor miró por encima del hombro de su madre y, adoptando un gesto de contrariedad, exclamó:
—¿Y tú qué haces aquí?
Doña Genoveva volvió el rostro hacia la puerta, pero no vio a nadie, y cuando vino a percatarse, Néstor había escapado del cuarto tras eludir con un quiebro a su madre y hacerle una carantoña al paso.
—¡Néstor, vuelve acá!
Pero Néstor corría ya a grandes zancadas por el corredor en dirección a la puerta.
Cerca del zaguán, se cruzó con Catalina y, al pasar junto a ella, le envió una sonrisa cómplice. Ella se la devolvió sin rebozo, como si compartiera la travesura con él. Después, sin prestar atención a los furiosos y desesperados gritos de doña Genoveva, Néstor abrió el portón y abandonó la casa de su madre.
En el patio, el loro entonó la
donna é mobile
y, cuando Catalina pasó por su lado, la piropeó con un silbido procaz.
«De vuelta ese día a casa, la tía Emilia insistió en que nos detuviéramos a comprar unas partituras en la tienda de don Carlos Heike. Yo sólo deseaba recostarme y dormir, pero estaba de Dios que aquél no fuese un día apacible y que lo que quedaba de él fuera todavía más zarandeado de lo que hasta entonces había sido.
»Como a las cinco llegó el Bösendorfer. Lo trajeron en una carreta de bueyes, de aquellas cubiertas con cuero vuelto que subían en caravana desde el Puerto de San José. Unos indios lo metieron en la casa, lo desembalaron y lo dejaron en el salón de visitas, donde teníamos un viejo clavicordio que sonaba a maullido de gato y en el que yo había aprendido a tocar, lo que es mucho decir, pues nunca me gustó hacerlo. El piano era una maravilla de color caoba, con dos patas torneadas al frente y un delicioso aroma a madera recién aserrada.
»Cuando los cargadores se marcharon, la tía cerró por dentro el salón y, con mucho misterio, me pidió en voz baja que la ayudara a desmontar el tablero situado sobre los tres pedales del piano. Lo hicimos sin dificultad y entonces, ante mis ojos, apareció la razón de haber ido ese día a pedir a don Ernesto que nadie metiera la mano en el Bösendorfer.
»Nunca se lo llegué a decir, pero estoy convencida de que la tía Emilia había comprado el piano más por lo que venía oculto en su vientre que por reemplazar el viejo clavicordio. Su marido había sido ministro de Mariano Gálvez y, como buen masón que era, tenía una biblioteca en la que atesoraba la mejor colección de libros prohibidos del país. Los había ido trayendo de México, Francia, Estados Unidos, de donde podía. Voltaire, Rousseau, Montesquieu, Weishaupt, Descartes, Diderot, Siéyes, todas las mentes
»Buen número de aquellas obras evocaban las gestas y el espíritu de los viejos liberales, desde la forja de la independencia de España hasta la derrota en 1838 por los conservadores, cuando la llamada República de Centroamérica dejó de existir. El padre de la tía Emilia había entrado también libros de contrabando y tenía a gala contar que había sido el primero en traer al país
La declaración /le los derechos del hombre y el ciudadano
, impresa en una docena de abanicos.
»La tía, pues, se limitaba a mantener viva una tradición familiar que databa de los días de la Revolución Francesa, y que consistía en oponerse al despotismo monárquico y a la alianza entre el trono y el altar. No tenía nada contra la doctrina cristiana. Sólo decía que todo lo que de bueno tenía la Iglesia lo echaban a perder sus clérigos cuantío se amancebaban con el poder e intervenían en la vida pública.
»Pero no quiero seguir teniéndote en ascuas. Lo que el Bösendorfer albergaba era algo que la tía esperaba con ansiedad desde hacía algún tiempo. Nada menos que las obras completas de Ponson du Terrail, el autor más leído en Francia. El protagonista, un extravagante aventurero llamado Rocambole, era un tipo que se había convertido en paladín de los oprimidos y los miserables, pero sus aventuras estaban prohibidas en Guatemala por ser dañinas para nuestra salud moral. De hecho, una de las primeras medidas de los conservadores cuando llegaron al poder fue emitir un decreto que prohibía importar toda clase de libros que hubiesen sido vetados por la autoridad eclesiástica. Y como aquí sólo se imprimían catones, novenarios, almanaques y cartillas de San Juan, ya te puedes imaginar la clase de bomba que escondía el Bösendorfer.