El sueño de los justos (5 page)

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Authors: Francisco Pérez de Antón

BOOK: El sueño de los justos
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»—Que a quien le gustan los toros, tiene el mismo gusto que las vacas.

»Decir eso, con la hipócrita humildad que lo dijo, y romper yo a reír fue todo uno. Tanto, que me quitó el vaso de las manos, viendo que estaba a punto de derramar el líquido.

»Ahí se rompió la formalidad. Y la cercanía entre ambos alcanzó un punto inefable. Reír juntos por primera vez a carcajadas fue uno de esos momentos que no he podido olvidar, quizá porque no hay nada que acerque tanto a las personas como la risa compartida. Pero, de repente, dejó de reír y poniéndose muy serio agregó:

»—Así que he decidido no ir a los toros para que la gente no diga que tengo inclinaciones raras.

»Tuve otro ataque de risa. Nunca me había sentido tan feliz en su presencia. Era un momento tan... maravilloso, tan mágico, tan fuera de la realidad, que deseaba con todas mis fuerzas se prolongara hasta el fin de mis días.

»—Pero podríamos ir juntos a tomar chocolate con molletes a la confitería de doña Sara de Aguirre. ¿Cree que su tía le daría permiso?

»—No lo creo. Mi tía tiene hoy otros planes. Vamos a ir al teatro.

»—Eso me parece muy bien. Entonces nos veremos en el teatro... y después les invito a usted y a su tía a tomar chocolate con molletes.

»Volví a reír a borbotones y, como él estaba jugando, me dio por seguirle el juego.

»—Y dígame, licenciado, además de los toros, los molletes y el chocolate, ¿qué otras cosas le gustan a usted?

»—¿Qué me gusta? Demasiadas cosas. Pero le diré algunas: el
whisky
escocés, la ópera italiana, caminar por los barrancos y unos ojos como los suyos.

»Eso me mató, Elenita. Yo esperaba poder manejar el juego, pero aquella respuesta me dejó muda. Debí de ponerme roja como el achiote y, de no ser por los horripilantes gritos que en ese momento comenzaron a llegar de la calle, creo que me hubiese delatado antes de tiempo.

»Al ruido, Néstor corrió a la ventana. Yo le seguí. Fue algo horrible. En el atrio de San Francisco, un toro corneaba a diestra y siniestra a los marchantes y pintaba con salpicaduras de sangre la lona de los tenderetes».

Nadie pudo reaccionar a tiempo.
Langosto
llegó al atrio antes que los gritos de los caporales y arremetió contra vendedores de fruta, indias melcocheras, chinamas, chuchos y gente devota. Mugía enardecida la bestia, como si el celo le hubiera insuflado una energía diabólica y los gritos de las personas llenaban el aire de horrores.

A un infeliz que, esgrimiendo un poncho, intentó desviar las embestidas del animal, salió volando como un pelele.

Una mujer con un niño a la espalda se salvó por milagro de un derrote que acabó parando en los glúteos de un marchante con varios mazos de candelas al cuello. Y un indio que vendía escapularios fue empitonado y arrojado a la pulpa de papayas y sandías que se esparcía sobre las losas del atrio.

En uno de los cabeceos del animal, la sábana que cubría uno de los puestos se le enredó al bicho en los pitones y, perdida la orientación,
Langosto
dio en embestir a ciegas, irritado por los ladridos de dos perros callejeros.

El toro cabeceaba y se revolvía, tratando de librarse de la sábana, hasta que, al fin, logró destapar un ojo. De un envite, destripó a uno de los chuchos contra la puerta del convento y se detuvo, jadeando, frente a dos beatas pegadas al muro. Las fosas nasales del animal se dilataban y encogían sin tregua a unos pasos de las dos infelices que le miraban paralizadas de terror.

Un mozo corrió hacia el animal enarbolando una vara y la descargó en el costillar de la bestia. Bramando de rabia,
Langosto
se volvió al agresor y corrió tras él. El toro ganaba terreno por fracciones de segundo, la tragedia parecía inminente, pero el sonido de unos cascos sobre el empedrado le hizo volver sobre sus patas traseras.

Haciendo aspavientos y recortes, un chalán galopaba hacia el cornúpeta sobre un caballo de color canela y, por un instante, el toro se distrajo al ver las evoluciones del jinete.

La gente respiró aliviada.
Langosto
había dejado de prestar atención a los achimeros y a los fieles y ahora sólo miraba al caballo que corcoveaba en torno a él, y al chalán que daba gritos y le invitaba a embestir. Pero fuese que el jinete no era experto en doblar toros, fuese que el caballo era torpe, ninguno pudo evitar la arrancada. Y
Langosto
arrolló al jamelgo, el cual quedó tendido en el atrio, boqueando y con los intestinos de por fuera.

Pálido como la cal, el jinete se incorporó y buscó refugio en el templo, pero el toro se le anticipó y lo corneó a la altura del sobaco.

El puntazo debió de saciar su sed de sangre. Y al reparar que el atrio se había quedado vacío,
Langosto
retomó su marcha hacia la Plaza de Armas, a trote lento, con el lomo cubierto por la sábana del tenderete, sudario y nuncio del pavor que provocaba a su paso.

«La basca convulsionó mi pecho, las piernas se me aflojaron, el vano del balcón perdió la vertical y yo, el uso de mis sentidos.

»No caí al suelo gracias a que Néstor me sostuvo y me llevó a un sofá. Allí debí de permanecer inconsciente un rato. Y cuando al fin volví en mí, recuerdo haber oído la voz lejana, muy lejana, de don Ernesto, hombre acogedor y versado en mil saberes, que en ese momento decía:

»A los toros bravos le sucede lo contrario que a los hombres: sólo se vuelven irascibles y brutales cuando se les aparta de la manada.

»Abrí los ojos y vi a Néstor frente a mí. Parecía preocupado, pero su mirada seductora y el vago recuerdo del contacto de su cuerpo con el mío tuvieron en mí un efecto más vivificante que las sales que la tía me aplicaba bajo la nariz.

»Viéndome más alentada, don Ernesto dijo:

»—Licenciado, hágame el favor de acompañar a doña Emilia y a Clarita a su casa.

»—No se preocupe, don
Neto
—se apresuró a decir mi tía, que siempre padeció de incontinencia verbal—. Hemos venido en el
victoria
. Un paseo por la ciudad, un poquito de aire fresco y Clarita se pondrá como una rosa, verdad, nena?

»Siempre quise mucho a mi tía. Muchísimo, pobrecita. Pero cuando me llamaba nena, me ponía de mal humor.

»—Como guste, doña Emilia.

»Mi tía se entendía con don Ernesto, ya te digo, pero no vayas a pensar mal. Se tenían ciertos secretos sobre asuntos de los cuales yo estaba todavía en el limbo. Ese día, sin embargo, al ver sus rostros radiantes y su expresión confiada, tuve la impresión de que, para ellos al menos, la venida del Espíritu Santo debía de estar muy cerca. Y si no el Espíritu Santo, algo parecido, como en verdad ocurrió. Aunque más sorprendente que eso fue descubrir, tarde, como siempre me ha ocurrido en la vida, que también Néstor se entendía con ambos.

Y es que Néstor era masón, como nuestro abogado. Mister Ross, su mentor londinense, le había iniciado en una logia de rito escocés, lo que te explica por qué había conseguido trabajo aquí tan pronto y nada menos que en el bufete de don Ernesto Solís».

Cuando
Langosto
alcanzó los primeros adoquines de la Plaza de Armas y observó las tiendas o cajones de los marchantes y la fuente de Carlos III, con sus cuatro caballos de piedra echando agua por la boca, dio un bramido estremecedor. Al oírlo, los cajoneros echaron a correr hacia los portales del Cabildo y del Comercio con el fin de protegerse, pero al toro parecía atraerle más el Palacio de Gobierno. De hecho, miró al balcón presidencial unos momentos y se expresó con otros tres mugidos que más parecían una demanda en toda regla. Después inició un alegre trote sin propósito aparente en torno al recinto. Y cuando, ya más cerca del palacio, alcanzó a detectar que la entrada estaba diáfana, emprendió un alocado galope y procedió al asalto del poder sin percatarse de que, apostados tras las columnas de los soportales, cuatro soldados de la guardia le apuntaban con sendas carabinas de mecha.

«Néstor nos acompañó hasta la puerta del bufete donde nos esperaba el
victoria
, un carruaje de cuatro plazas heredado de mis padres al que se le notaban los años, pero todavía de buen ver.

»En el atrio de San Francisco, la gente recogía sus tiliches. Los frailes habían salido a la calle, atendían a los heridos y daban consuelo a los llorosos. Pero yo seguía con el estómago revuelto. Y ni el aire de la mañana ni el paseo en el
victoria
pudieron aliviar la insufrible repugnancia que sentía.

»Cerca de la Plaza de Armas, vi una nube de gente. Luego oí un lejano clamor. Mezcladas con el vocerío, llegaron cuatro disparos, luego más gritos, otra detonación y, por último, una calma aterradora.

»El carruaje se detuvo, como si el caballo hubiese presentido algo sobrenatural. La tía me miró asustada. Y yo tuve la inexplicable sensación de que algo importante acababa de vivir, uno de esos raros sucesos que no entiendes a primer golpe de vista porque su alcance va más allá de lo que los sentidos te revelan y cuyo significado no sería comprensible para mí sino hasta tiempo más tarde, cuando mi mundo dejó de ser como había sido hasta entonces».

2. El hijo de la viuda

Dos horas después de que
Langosto
se embriagara con sangre en el atrio franciscano, doña Genoveva Galindo, viuda de Espinosa, mujer enjuta y de mirada exigente, cabello sujeto con numerosas horquillas y una peineta de carey, despotricaba a todo pulmón ante la indiferencia de su hijo quien leía una octavilla mientras esperaba el almuerzo. Afuera, en el corredor, un loro murmuraba incoherencias y de vez en cuando soltaba una risotada estúpida.

—¡Esto ha sido cosa de los rojos! ¿Quién, si no esa escoria de gente, esa penca de criminales, podrían haber soltado un toro en medio de la ciudad?

Sin alzar la mirada del papel, Néstor murmuró con acento neutro:

—No hay que echar la culpa a quien no la tiene, mama. El toro se escapó de los corrales y no hay más historia que ésa.

—¡Eso es lo que tú crees! Soltaron al animal para crear el caos. Querían sangre, los canallas. ¡Y vaya si la tuvieron! ¡Una persona muerta y no sé cuántos heridos! La mano de Satanás está atrás de esos cobardes que conspiran contra la patria y contra todo lo sagrado.

—Fue un accidente, mama. No le busques cinco pies al gato, que sólo tiene cuatro.

—¿Sabes lo que dice Rafa? Que fue un aviso de Dios y que, como no hay mal que por bien no venga, hay que tomar nota del apercibimiento. Dios se expresa a veces en forma misteriosa.

—Y mi hermano es, por supuesto, su intérprete.

—¿Y eso te molesta?

—En absoluto, mama —dijo Néstor, muy serio.

—Más te vale —reafirmó, en tono autoritario, doña Genoveva—. Lo del toro es sólo un mensaje de lo que podría sucederle al país si los liberales llegaran al poder. Como bien dice tu hermano, esto es lo que sucede cuando se deja en libertad a las bestias: que destruyen todo lo que tocan.

—Ah, las traducciones de Rafa. A su lado, San Jerónimo era un inculto escribano.

Doña Genoveva se puso rígida ante la ironía, y un frun­ce de fiereza asomó a su rostro afilado y severo. La muerte de un marido a quien no amaba, y a quien había condenado a tener amores clandestinos tras el parto de Néstor, no le había concedido ninguna serenidad. Su vida se centraba ahora en salvar a su hijo del demonio y las mujeres. Y ya que no había podido hacerle franciscano, esperaba de él que, al menos, llevara una vida devota.

—-Ten cuidado cuando hables de Rafa. Tu hermano es un hombre de Dios, alguien que sabe muy bien lo que dice.

Hizo una marcada pausa y luego agregó en tono herido:

—No como tú.

—Va, pues, ya tuvo que salir aquello.

—¡Ya salió qué!

—Nada, mama. Sólo quería expresar mi honda satisfacción por que mi hermano haya sido bendecido con el don de lenguas.

—¡No te hagas el gracioso!

—Trato de no serlo, mama, pero es que Rafa ve siempre pulgas donde no las hay.

La viuda se disponía a contestar cuando una joven muy delgada, de tez pálida y cabellos lustrosos y muy negros, entró en el comedor portando una sopera. Los descalzos pies de la muchacha asomaban bajo una blanquísima saya de merino en cuyo interior crujía un fustán. Aquel rumor de entretelas almidonadas despertaba las mariposas que dormían en el vientre de Néstor y le dejaban el resto del día a merced de una exasperante agitación.

Sin perder la severidad de su gesto, doña Genoveva se sirvió el caldo de frijol y le agregó unos pedacitos de pan.

—Trae más limonada, Catalina —ordenó a la joven.

Néstor suspiró en silencio. Le seducían aquellos ojos os­curos y aquella sonrisa cómplice con que Catalina le mi­raba. No era amor, lo entendía bien, era sólo deseo, dulce deseo. La muchacha, además, se desvivía por él. Esperaba a que llegara a casa para llevarle la ropa limpia a la habitación y se quedaba ordenándola más tiempo del necesario. O llamaba a la puerta para preguntarle si quería rosa de Jamaica recién hecha o decirle que iba a salir y si deseaba que le trajera alguna cosa.

Aquella actitud solícita, y los roces en el hombro o en los brazos cuando le servía en la mesa, le habían hecho pensar que Catalina habría acudido con beneplácito a su lecho. Pero nunca había tenido el valor de tomar la iniciativa. Sabe Dios qué habría sido capaz de hacer doña Genoveva de haberlos hallado juntos.

—-¿Qué papel es ése? —preguntó doña Genoveva en tono de juez.

—Nada que tú quieras leer, mama. Una hoja impresa que llegó al bufete esta mañana.

Néstor tomó el cucharón para servirse, y aprovechando que su hijo había soltado el papel, doña Genoveva se lo arrebató con un gesto de autoridad.

—¿Qué haces, mama? ¡Dame eso!

La viuda leía con avidez al tiempo que su rostro se enrojecía de cólera.


Geología
—dijo en voz alta—,
moderna ciencia cuyos hallazgos confirman que el Génesis es una fábula.
Éstas son las porquerías que te gusta leer, ¿verdad?, estos papeles que se burlan de la religión.
¿Qué es un teólogo? Un señor que, cuando alguien enciende una candela en la oscuridad, viene y sopla.
¡Qué asco! ¿No te da vergüenza?

—¿Por qué habría de avergonzarme? No soy yo quien escribe esas cosas.

—Pero te divierte leerlas, ¿no es así?

Catalina volvió a entrar con una jarra de limonada. La mirada de Néstor se cruzó con la de la joven y ésta le sonrió, pero doña Genoveva no era mujer que permitiera distracciones cuando enjaretaba una filípica.

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