Read El sueño de los justos Online
Authors: Francisco Pérez de Antón
»Así y todo, su pesar era esa noche más patente que de costumbre. Se hacían muchas preguntas en voz baja y se respondían con monosílabos o negativas, como si trataran de averiguar algo entre ellos que, por lo visto, les tenía angustiados. A la amarillenta luz de las lámparas del vestíbulo se veían envarados y ojerosos y, como los recuerdo ese día, más parecían conspiradores que aristócratas.
»Sus señoras, en cambio, daban la impresión de estar muy serenas quizá porque sus maridos no les hablaban de nada importante. Atrapadas en sus vestidos cerrados hasta el cuello, se recomponían de vez en cuando los tirabuzones y mantenían conversaciones rutinarias al aire de los abanicos de nácar. En su honor debo decir que no se vestían con opulencia. Eran sobrias y frugales. Pensaban que los placeres eran la causa de la infelicidad humana, tenían el quietismo por el más deseable de los estados y miraban al cielo por un embudo.
»Pero no eran serafines. Con sus lenguas destazaban a quien estuviese en contra de la Iglesia o el Gobierno. Y eran, te debo decir, muy hipócritas. Se escandalizaban en público de conductas que sus maridos o sus hijos practicaban en privado y miraban con horror a quien se quitaba los guantes o enseñaba el cuello más abajo del pasapán. Leían la
Imitación de Cristo,
de Tomás de Kempis, la
Mística Ciudad de Dios,
de Sor María de Agreda y, sobre todo, vidas de santos, entre los que guardaban admiración desmedida por San Agatón, papa, quien por lo visto había dicho que, para todo buen cristiano, las novedades debían ser rechazadas.
»El cuño del conservador es el miedo: a los audaces, a los rebeldes, a los inconformes. Por eso nunca pudimos vernos como semejantes. Nuestro mundo era el de los agraviados; el suyo, el de los satisfechos. Donde ellos veían virtud, nosotros veíamos atraso, y no acertaban a descubrir, menos aún a aceptar, su decadencia. Habían detenido la aurora, sugerida apenas en los días de la independencia de España, y a causa de ellos vivíamos alejados de la luz.
»Pero también es verdad que tampoco los liberales dábamos pie al término medio. Nos creíamos en el derecho de expulsar a los corruptos como ellos en el de aplastar a los rebeldes. Lo mismo que en todas partes. Nadie puede hablar propiamente de un país, así, en abstracto, pues lo común es que esté dividido en dos minorías irreconciliables. Montescos y capuletos, jacobinos y girondinos, yanquis y sureños, masones y jesuítas, cristianos y musulmanes, güelfos y gibelinos, qué más da. Es una ley natural: la vida entre perros y gatos no es muy distinta a la de los hombres. Cambiar el modo de pensar de un conservador es como empujar una carreta de bueyes barranco arriba. Cambiar la de un liberal, es querer detenerla barranco abajo.
»—Son lo que son gracias a los curas —decía esa noche doña Anita Arce, mujer impulsiva y sin censuras que escribía hojas anónimas con seudónimos masculinos.
»—¿Y qué esperabas? Es la simbiosis perfecta —comentaba doña Marta Paniagua, que estaba detrás de mí—. Los cachurecos usan a la Iglesia y la Iglesia les usa a ellos.
»Por entre diplomáticos ataviados con ropa de respeto, militares con sombreros de plumas, abogados de bombín, canónigos con cara de rezo y uno que otro jesuíta, vi venir hacia nosotras a doña Soledad Moreno, la mensajera del club, una mujer extremadamente inteligente y arrecha.
»—Hay noticias —murmuró al pasar junto a nosotras.
»—¿Buenas? —preguntó, ansiosa, la tía.
»—En un ratito te digo —respondió doña Soledad guiñando un ojo—. Ahora tengo que dar un mensaje a las divas y a la orquesta.
»El mosconeo de las conversaciones se interrumpió de pronto cuando, por una de las puertas que daban al
foyer
, asomó un hombre de elevada estatura, todo vestido de blanco y adornado con unas enormes patillas en forma de hacha que le llegaban al mentón. Calzaba botas a la rodilla, una gran bufanda roja y, en vez de chistera o bombín, se cubría la cabeza con una especie de casco de cuero.
»Nada más reconocer a aquel pavo sin cola, pechugón y algo patoso, las quinceañeras que animaban el vestíbulo corrieron hacia el personaje arrastrando las alas y exhalando suspiros. Y no es que el señor fuera lindo, pero a las mujeres nos encandilan los hombres osados, y éste pertenecía a esa raza.
»Se apellidaba Esnaola y era piloto de globos aerostáticos. Había aterrizado en la ciudad con el aura de los héroes, pero lo cierto era que se ganaba la vida como los acróbatas y los malabaristas del Circo California, aquel que se instalaba en la Plaza de Toros desde Nochebuena a Carnaval.
»—Llegó de México hace dos días —dijo doña Anita Arce— y tiene anclado en el Potrero de Jáuregui un globo color ala de mosca, de seda china, cortada en gajos cosidos a mano. Llegas, pagas unas monedas y te subes. Pero el señor no suelta las amarras. El globo sólo se eleva un poquito y pasas un buen rato allá arriba, viendo los tejados de la ciudad.
»—Te subiste en él, de plano —aventuró la tía con sorna.
»—Pues sí.
»—¿Y cómo te fue en la excursión?
»—Me dio un poco de vértigo. Quiero decir, más que vértigo, sentí unas cosquillas muy ricas.
»La tía se echó a reír.
»—¿Y no se ha estrellado nunca?
»—Parece que sí, una vez. Cerca de San Juan Chamula, una aldea de indios
tzotziles,
en Chiapas. Pero ahí lo tienes, como si tal cosa. Ha de tener siete vidas.
»Esnaola se acercó sonriendo al grupo. En la penumbra del
foyer
, todo vestido de blanco, parecía un ángel de la milicia celestial. Me tomó de la mano, la besó y dijo una galantería a la tía Emilia. Pero a la tía no le gustaban los aeronautas. Ni los toreros. Ni los domadores de fieras. Ni siquiera las sopranos. En eso era más conservadora que un pontífice. Y si no rechazaba a Néstor era porque, antes que actor, era abogado y masón.
»Esnaola amenazaba con quedarse con nosotras toda la noche cuando la banda que amenizaba la entrada al teatro entonó
La Granadera.
Fue como si se hubiese anunciado que iban a quebrar una piñata. El público se movió precipitadamente hacia la puerta y allí abrieron un pasillo por el que, momentos después, desfilaba el presidente de la República, seguido del ministro del Interior, un señor de edad avanzada, de apellido Echeverría, totalmente calvo, de labios apretados y muy finos y unas patillas tan blancas que parecían espuma. Guardando las espaldas de uno y otro iban el Mayor General del Ejército y dos oficiales de alto rango.
»Doña Anita Arce se indignó.
»—¿Tú invitaste a ese horror de hombre a venir a
nuestro
recital? —le increpó a la tía Emilia.
»—Por Dios, Anita, ¿cómo se te ocurre decir eso?
»—Entonces, el muy cuerudo, se ha invitado solo.
»Los serviles aplaudían con vigor. Aquel hombre era su esperanza. Y como hasta en el desierto de Gobi suelen brotar los sobalevas, pronto se oyó el grito preferido del presidente, el que pronunciaba en actos públicos y en paradas militares.
»—¡Viva nuestro absolutismo! —cantó la estremecida voz de un aristócrata.
»Los conservadores atronaron el
foyer
con otro viva, al tiempo que don Vicente Cerna, alias
Huevosanto
, por la rosca que se traía con los jesuítas, sonreía sumergido en la oleada de afecto con que le arropaban los serviles.
»Don Vicente tenía de suyo expresión de Nazareno, pero esa noche parecía feliz. Saludaba, abrazaba, sonreía. Sucesor del general Carrera, fundador de la República, y veterano de la guerra contra Walker, el filibustero que quiso coronarse rey en Nicaragua, Cerna había sido en su juventud hermano lego de la Compañía de Jesús. Persona de extrema rigidez mental, además de corporal, era más feo que pegar a un padre, peor cuando forzaba la sonrisa, pues su rostro se transformaba en la viva imagen del estreñimiento. Tenía ya dos papadas, cabello repeinado y reluciente, una ceja algo caída, tendencia a mirarte de lado, como si no se fiara de ti, y el pavor teológico de los inseguros. Algo encogido sobre sí mismo, como si cargara un costal encima, sus movimientos eran limitados y cortos, en especial cuando movía el cuello. Y como aquí hacen chiste de todo, se decía de él que tenía tortícolis crónica de tanto volver la cabeza hacia la iglesia de La Merced, que era donde residían entonces los hijos de San Ignacio.
»Cerna era líder y esperanza de los ultramontanos y el más fiel sirviente del absolutismo. Y ante la indignación popular, había sido reelegido presidente en enero de aquel año de 1869 por una Cámara de Representantes dominada por los serviles. Sólo ellos le querían. El resto del país lo repudiaba por déspota, por feo y por ser más tedioso que un grillo.
«Ignoro cómo se mantenía en el poder. Sólo dos meses antes, un ex presidente colombiano, don Mariano Ospina, refugiado en Guatemala por motivos políticos, le había escrito una carta muy atrevida y muy franca, advirtiéndole de la situación que atravesaba el país. Cuatro quintas partes de la población, y en algunas partes del país las cinco quintas, estaban en contra del sistema, y lo expresaban sin rebozo en privado y en público. La Hacienda Pública era un nido de corrupción, el contrabando se había vuelto incontrolable y el ministro Echeverría, el de las patillas, era un anciano achacoso que debía ser jubilado por su incapacidad para sujetar la violencia. La administración de Justicia, seguía diciendo la carta de Ospina, estaba en el más deplorable abandono. No había Ejército digno de ese nombre que diera seguridad al Gobierno ni al país. Y la policía se encontraba en absoluto abandono. La situación del Estado, en fin, era tan alarmante y peligrosa que o se llevaban a cabo las reformas necesarias o el país podía caer en la anarquía.
»No creo que Cerna llegara a leer la carta, pero en su favor debo decir que era honrado y que no vestía del todo mal. Esa noche en concreto llevaba una levita con botonaduras doradas, pañuelo de muselina, chaleco granate, pantalón gris perla, galoneado en rojo de la cintura a los zapatos, y botines de charol. Caminaba con ademanes de archiduque y, cuando reconocía a una amistad, se detenía frente a ella, le decía cosas que yo no podía escuchar, debido al chunchún de la banda, pero que sobreentendía, pues, al cabo de unos momentos de charla, el servil cambiaba de expresión y adoptaba un gesto de dicha rastrera, como si sus temores se hubieran disipado de golpe y se encontrara en la antesala de la gloria.
»—El
hombre
no está seguro —dijo detrás de nosotras doña Cristina Saborío, esposa de don Miguel García Granados, líder de la oposición—. Y viene a que le den ánimo quienes carecen de él.
»Doña Cristina era una republicana entusiasta que había organizado el club y las colectas de fondos para ayudar e infundir aliento a los liberales desterrados del país o encerrados en el Castillo de San José. Hombres como don Manuel Larrave, don José María Samayoa, un señor de apellido Villalobos, las mejores cabezas del partido liberal, en fin, y correligionarios de los Estrada, los Barrundia, los Valle, los Diéguez, los Gálvez y los Molina.
»Una campanilla avisó que el recital iba a dar comienzo y don Vicente subió al palco presidencial, seguido por un jesuíta que iba siempre atrás de él, como el ángel de Tobías, un hombre de cabellera aventada hacia atrás y expresión mirífica que dejaba a su paso un fuerte olor a rapé. El presidente se confesaba a diario con el esejota, comulgaba de su mano y, antes de dirigirse a palacio de Gobierno, asistía a La Merced para recibir consejo sobre qué decisiones tomar respecto a los asuntos más importantes del día.
»Las Damas del Amor Hermoso,
la tía y yo nos dirigimos al pasillo que conduce a los palcos de platea, donde había uno reservado para las organizadoras del recital. El teatro estaba repleto. Tras los prismáticos de las damas, se palpaba su afán por curiosear la vestimenta y las joyas del prójimo, y bajo las pecheras blancas de los caballeros se podía advertir más de un secreto suspiro. El calor hacía grillar los abanicos, la platea se había impregnado con aromas de
Jean Marie Fariña y
del foso del proscenio ascendía ese coro de gatos melancólicos en que se convierten las orquestas cuando afinan antes de empezar.
»Busqué a Néstor ilusionada y, al no localizarle en la platea ni en los palcos, supuse que estaba en el gallinero y que tal vez nos buscaría en el entreacto. Pero me entristeció no verlo. El encuentro de la mañana me había hecho tan feliz que, mira tú qué tontería, sentí su ausencia como una infidelidad.
»El telón de boca se abrió y doña Leona Flores de Molina presentó a las dos sopranos. Lo hizo muy seria, debo decirte. Los conservadores habían asesinado a su papá en Quezaltenango, así que ya te puedes imaginar la cara que ponía cada vez que dirigía la mirada al palco del presidente.
»El aperitivo musical estuvo a cargo de don Pedro González, profesor de música, quien tenía interés en mostrar al público un nuevo instrumento llamado saxofón y con el cual interpretó un fragmento de la obertura de
Guillermo Tell.
»Después actuaron las divas. Se llamaban Alida y Elvira, y mi tía había trabajado con ellas en la preparación del programa.
»Alida empezó cantando dos arias, una de
La Sonnambula y
otra de
La Cenerentola.
No recuerdo los nombres. Lo que sí tengo presente es que, cuando le llegó el turno a Elvira e interpretó el
Caro nome,
de
Rigoletto,
el público se conmovió tanto que se puso en pie y le tributó una ovación de escándalo. ¿Te gusta la ópera, Elena?
»—Prefiero la música sin palabras.
»—A Néstor, también. Mister Ross le aficionó a ella. Pero aquí sigue gustando más la ópera. Y en los años previos a la revolución, era de las pocas cosas que permitía verse las caras a liberales y conservadores. El Teatro de Carrera era la tierra de nadie donde no nos agredíamos, un espacio para la tregua, ya que no podía serlo para la concordia.
»Entre las piezas elegidas para el recital de aquella noche, la tía había incluido
Di tanti palpiti,
un aria de
Tancredi.
Los italianos la llaman el aria del arroz porque, siendo que les gusta poco hecho, se cuece en pocos minutos, el tiempo que tardó Rossini en componer la pieza. ¿Conoces el argumento? ¿No? Te lo resumo. Tancredi, un caballero de Siracusa injustamente acusado de traición, es enviado al exilio. Para reivindicarse y, a la vez, rescatar a su amada Amenaide de un matrimonio de conveniencia, dispone volver a Sicilia al mando de una fuerza militar. Desembarca en una playa y, al contemplar de nuevo su tierra, no puede dejar de expresar la profunda emoción que le embarga. ¡Oh patria, oh dulce e ingrata patria, por fin regreso a ti!, exclama Tancredi. ¡Yo te saludo, tierra querida de mis ancestros, beso tu suelo y en este, para mí, día tan sereno, mi corazón salta de gozo!