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Authors: Francisco Pérez de Antón

El sueño de los justos (19 page)

BOOK: El sueño de los justos
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—Estamos a dos mil pies de altura. ¿No es maravilloso, señores? —exclamaba Esnaola—. ¡Qué luz, qué aire, qué cielo!

Néstor se puso de pie. Un silencio sideral envolvía el globo. Abajo, en tierra, el oleaje de la fronda se amansaba en las escarpadas laderas de los barrancos y, más allá del Llano de la Virgen, los volcanes se erguían con mayestática dignidad. Alquerías y pequeñas fincas se esparcían a ambos lados del camino que conducía a El Salvador y en torno a las aldeas de Ciudad Vieja y la Villa de Guadalupe. En lontananza, hacia el Sur, la laguna de Amatitlán parecía un acerado destello.

Sí, era un día maravilloso. Las aves volaban a la altura del globo y el alba tenía el color que cantaba la
Odisea
, pero Néstor se sentía disperso y roto, ajeno a la belleza, la luz y el encaje vegetal de las hondonadas. No era aquélla la experiencia de la huida, que a menudo significa un vuelo hacia la libertad, sino lo más parecido a morir, pues la muerte nos aleja irremisiblemente de todo aquello que amamos.

9. Del amor insatisfecho

«No volví a saber de él hasta un mes más tarde, cuando nos llegó la noticia de que el globo de Esnaola había caído cerca de la costa de Soconusco y que tanto el piloto como sus acompañantes habían desaparecido en el mar. Lo publicó
El Baluarte
de Chiapas junto con una nota necrológica en honor del piloto. Una corriente traicionera había alejado el globo de la costa y, según testigos, el artefacto se precipitó en el océano. El periódico no daba nombres. Sólo apuntaba la sospecha de que quienes acompañaban a Esnaola fuesen fugitivos del régimen conservador de Guatemala a quienes el heroico y humanitario aeronauta, así le calificaba
El Baluarte,
ayudaba a escapar del país.

»Quise morir, Elenita. Me recluí en mi habitación y la casa se volvió mi convento. No quería hablar con nadie. Sólo deseaba estar sola, como viuda de un amor sin consumar. Me encerraba en la biblioteca todo el día, tratando de revivir allí la presencia de Néstor, resistiéndome a creer que no volvería a verle. Su recuerdo me dejaba inánime durante horas, mirando a la alfombra o al techo o cortando libros sin abrir. Y cuando llegaba la tarde, la falta de luz me derrotaba. Temía a la noche, llana, infinita, con sus monstruos y sus brujas. Me había entregado a un amor sin arras y sin fianza que me iba destruyendo sin sentirlo. Habría dado cualquier cosa por que la indiferencia o la fatiga hubieran dado al traste con él, pero no tenía fuerzas para alejar la turbación que provocaba en mi carne el deseo insatisfecho. Y esa necesidad y ese deseo, aunados a un insomnio invencible, me consumían hasta el amanecer.

»Habría transcurrido un mes desde que el globo de Es-naola había partido cuando una tarde llegó a visitarnos doña Soledad Moreno, la mensajera del club. Cerna había emitido un decreto en el que prohibía la correspondencia con los exiliados y los sediciosos. Quien lo violase, sería considerado cómplice del delito de traición y sometido al fuero militar. Pero ni Cerna ni sus espías vestidos de negro, quiero decir, los hombres que sólo necesitaban sentarse en el confesionario para saber qué ocurría en el último rincón del país, sospecharon nunca de los caballos de don José Maria Samayoa, el hombre más rico de Guatemala.

»
Don Chema,
que era liberal, tenía una finca de la que se decía empezaba en Tívoli, a las afueras de la ciudad, y terminaba en las playas del Pacífico. Quizá fuese una exageración, pues también contaban eso de las propiedades que habían sido de don Pedro de Alvarado. Como fuese, el hecho es que
Don Chema
era dueño de una extraordinaria cuadra de corceles y una bien organizada posta entre el Puerto de San José y la ciudad. Y gracias a ella, podía recibir antes que nadie las noticias de México y Europa y las cotizaciones de la bolsa de Nueva York.

»Camuflado entre esos papeles, los correos traían a Tívoli la correspondencia de los liberales exiliados y llevaban hasta el puerto la de sus familiares y amigos. Y doña Soledad, mujer valiente y arrecha, era la intermediaria de aquella valerosa posta clandestina. Salía de la ciudad en su landó, simulaba un paseo por Ciudad Vieja o la Villa de Guadalupe, se desviaba hacia Tívoli, recogía allí el correo, lo acomodaba en unos bolsones cosidos a las naguas y lo pasaba por las garitas ante la indiferente mirada de los soldados.

»La tarde que vino a visitarnos, doña Soledad nos contó esas maromas. Y nada más terminar el chocolate, sacó un sobre de entre las faldas y, con una sonrisa de picardía que nunca podré olvidar, me dijo:

»—Aquí hay algo para usted.

»Tomé el sobre, le di varias vueltas. No te puedo expresar lo que sentí. Sólo sé decirte que salí del salón de visitas y corrí temblando a mi cuarto.

»El sobre venía de México y en la parte posterior del mismo había un remite que, al leerlo, me hizo reír y llorar.

»—Decía Néstor Espinosa.

»—No. Decía Segismundo Salmón».

«Leí las primeras palabras y no pude continuar a causa de los suspiros y el llanto. Sólo cerré los ojos y apreté contra mi pecho la carta. Después de pensar que nunca volvería a verle, Néstor me escribía varios pliegos, el primero de los cuales empezaba así: «amada mía». Y abrazada a aquel papel, no pude hacer otra cosa que repetirme muy despacio, muchas veces, esas hermosas palabras.

»Nada hace sentir el amor de un modo tan vivo como ellas. Antes de conocer a Néstor, yo pensaba que el amor era sólo un sentimiento. Después, cuando sentí su cuerpo apretado al mío, supe que era también una poderosa fuerza que encendía mi carne. Pero el día que recibí aquella larga misiva comprendí que el amor era también la palabra y que, sin ella, el amor es como tortilla sin sal. Puedes tener a tu lado al hombre más hermoso del mundo, pero ay de ti, y de él, si no os sabéis expresar con el encendido verbo del amor, ay de quienes no saben o no pueden recurrir a ese tesoro para decirse cómo y cuánto se aman. No hay mentira mayor que ésa, según la cual, el amor más elocuente es el que se expresa en silencio. Bueno, sí, lo admito, puede ser amor, pero no es lo mismo. ¿De qué nos había servido a Néstor y a mí amarnos sin decir que nos amábamos?

»Recuerdo que leí aquellos pliegos con deliberada lentitud, línea a línea, y que cerraba los ojos para que las palabras penetraran en mi mente y provocaran en mi pecho la punzada agridulce de aquel amor lejano y difícil. Nadie me había dicho nunca cosas tan sentidas y tan dulces. Aquella carta acortaba la distancia entre la realidad y el deseo y aliviaba el sentimiento de pérdida que me había acompañado desde que supe que el globo de Esnaola se había precipitado al mar.

»La leí tantas veces, tantas noches, que llegué a aprendérmela de memoria. Y cuando el dolor de la ausencia era más fuerte, volvía a ella para releer sus frases y, sobre todo, aquel conmovedor amada mía».

[...]
Alejarme de usted y morir fue todo uno. Y ahora debo inventar el pasado para tolerar el presente, crear una vida a su lado, aunque usted no esté conmigo, y hacerme la ilusión de que nuestro amor fue más largo e intenso, imaginar que hemos tenido largas conversaciones con las manos enlazadas y que nos entendemos como si nos hubiésemos conocido desde siempre. Vuelvo la mirada a mi patria y sólo la veo a usted. Su faz lo ocupa todo: la tierra, los lagos, las montañas, el cielo. En Guatemala, Tierra de Arboles, bosque infinito, allí está usted, emergiendo de sus copas como el alba. La distancia agrega belleza a sus facciones, las cuales temo se diluyan en mi memoria a medida que los días pasen. ¿Qué debo hacer, qué puedo hacer para volver a verla? Mi patria y usted se han vuelto una obsesión tan grande que temo no poder ocupar jamás mi mente en otras cosas.
[...]

»Así nació una correspondencia entre ambos que habría de procurarme uno de los períodos más tristes y a la vez más felices de mi vida. Tristes cuando no llegaba el correo. Felices, cuando doña Soledad nos venía a ver y, ocultas entre sus faldas, me traía aquellas cartas que me devolvían la vida.

»Rompí la mayoría cuando me casé, pero aún conservo unas cuantas, entre ellas la de su aventura en el globo.

»—Entonces la noticia era falsa.

»—No, no. Era cierta. El globo con Esnaola a bordo desapareció en el mar, pero Néstor no viajaba ese día con él.

2 de mayo de 1869

[...]
Esnaola nos contó que los primeros seres que viajaron en un globo fueron un ganso, un gallo y una oveja. Y aunque yo no sabría decir cómo se sentían mis dos compañeros de viaje, pues mientras duró el ascenso del armatoste estuvimos los tres mudos, yo me sentía como el ganso. Tenía inflamado el hígado y un nudo en la garganta. No podía creer que me estuviera sucediendo todo aquello ni que me viera forzado a salir otra vez de mi patria. Me movía por la barquilla del globo como un ganso, veía alejarse la ciudad con cara de ganso y si no llegué a parpar como un ganso fue porque no tengo conciencia de ganso.

El vuelo duró siete horas y nos llevó por entre los volcanes a la Costa Sur y a la frontera. Bajamos cerca del río Achigúate. Allí pasamos la noche y, en la siguiente jornada, nos adentramos en México, por la costa de Soconusco.

Al tercer día, Esnaola elevó el globo en dirección a Tuxtla Gutiérrez, lugar de nuestro destino. Quizá usted sepa que los

globos aerostáticos no se desplazan horizontalmente, sino que suben y bajan a voluntad del piloto y que son las corrientes de aire las que te llevan en una u otra dirección. Bueno, pues' Esnaola había dado con uno de esos flujos y nos elevaba a los Altos de Chiapas con deliciosa suavidad.

Cerca de Tuxtla Gutiérrez, buscó un descampado y cerró a poquitos las válvulas, con lo que el globo empezó a perder altura. Fue una sensación maravillosa y todo parecía anticipar un aterrizaje sin incidentes. Pero, a escasa distancia de tierra, una violenta racha de aire arrojó el globo contra el suelo. Rebotamos varias veces en el piso, el viento nos arrastró contra unas piedras y salimos rodando de la barquilla como pelotas.

Sentí un golpe en la cabeza y perdí el sentido. Cuando desperté, dos indios me llevaban en parihuela a Tuxtla. Tenía un fuerte dolor en el hombro derecho y así se lo dije a Esnaola. El piloto ordenó detenerse a los indios y posar la camilla en el suelo. Me palpó el hombro y dijo:

—Sólo está dislocado.

Y sin encomendarse a Dios ni a ninguno de sus santos, me tomó el brazo y me dio un tirón.

No hubo un solo objeto celestial que no viera y estuve con el brazo dolorido varios días, al cabo de los cuales volvió a serme útil, aunque todavía me duele algunas noches.

Me hospedé con Daniel y Elias, mis compañeros de viaje y a quienes he dado en llamar los
Profetas.
Estuvimos un par de días en un mesón de Tuxtla, atrás de la iglesia de San Marcos, a pocos pasos del Callejón del Sacrificio, donde fue asesinado el gobernador que dio el apellido a la ciudad. Pero no pudimos quedarnos mucho tiempo. El mesonero insistía en que nos fuéramos porque Chiapas no era un lugar seguro. Lo decía en tono muy misterioso, sin dar muchas explicaciones. Tenía buenos motivos. Chiapas andaba revuelto a causa de unos pleitos entre indios
,
curas y blancos. En vista de ello
,
y

de unos disparos y gritos que esa noche oímos bajo la ventana de la habitación, decidimos emprender camino a la capital de México. Esnaola, en cambio, resolvió quedarse en Tuxtla para reparar la barquilla del globo. Y un mes más tarde supimos que, arrastrado por una corriente traicionera, se lo había tragado el Pacífico y no se había vuelto a saber de él.
[...]

«La insurrección de Cruz dio pie a que los pulpitos tronaran contra la razón, la libertad, la ciencia, la democracia y la conspiración liberal-masónica. Y yo te pregunto, Elena, ¿qué podía hacer yo en un lugar así? ¿Escapar? No eres más que una mujer y nacer mujer aquí es un castigo. Tú al menos tuviste la suerte de poder estudiar en Europa, pero aquí la universidad educaba únicamente a hombres, y yo no quería ser una más de aquellas jovencitas de las que Pepe Batres había escrito:

»El despertar de la razón y del amor habían provocado en mí una vorágine. Mi mente empezaba a volar y mi corazón a arder. Fue entonces que me dio por la lectura. Tenía todo el tiempo del mundo y una de las mejores bibliotecas de la ciudad. La pasión por entender el mundo me arrastró hacia aquella miríada de libros. Y sin percatarme de ello, empecé a dejar de ser la muchachita insulsa y sin sustancia que había sido hasta ese día. La obsesión por querer saberlo todo me llevaba a averiguar asuntos tan triviales como el día de la semana en que Washington cruzó el Potomac o el nombre de la madre de Nerón. Leía muchas horas al día y sólo salía de Pascuas a Ramos, cuando no había más remedio que visitar a las amistades de la tía o cuando venía Joaquín y nos llevaba a la ópera o al teatro.

12 de mayo de 1869

[...]
He empezado a conocer la ciudad, pero todavía me siento extraviado y ajeno. Paseo sin rumbo por sus calles y barriadas y hago largas caminatas hasta que la fatiga me derrota. Me distrae observar los comercios y las ventas de San Juan de Letrdn y el bullicio infantil de la Alameda, y suelo llevar bajo el brazo algún libro o un periódico.

Esta ciudad de bellísimos palacios y de jardines umbríos me cautiva, pero me siento en ella sin raíces ni alas. Es curioso: siento el exilio como un encierro. Y sólo pensar que he de vivir aquí varios años me causa una revoltura parecida a la del purgante que mi madre me daba cuando era niño.

Algunos días salgo con los
Profetas,
con
Saint-Just, Basilio
y algún otro amigo de los que estaban en una lista difundida por el Gobierno y que han ido llegando poco a poco. También he conocido a algunos miembros del partido liberal en el exilio, pero su conversación no es muy estimulante, pues casi todos se sienten tan abatidos como yo.

Quisiera tener un empleo. Tal vez en un bufete o incluso en algún teatro. Mi vida es un desolado tedio del que sólo me puedo evadir cuando, a solas en mi habitación, tomo la pluma y le escribo. Lo hago al terminar el día, cuando el cansancio de la caminata ha logrado apaciguar mi desaliento. Todo es escribir amada mía para que mi mano fluya con una inusitada euforia. La oscura habitación en que vivo se ilumina y, entonces, y sólo entonces, mi corazón es feliz.
[...]

BOOK: El sueño de los justos
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