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Authors: Francisco Pérez de Antón

El sueño de los justos (25 page)

BOOK: El sueño de los justos
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Néstor dejó vagar la mirada por aquel caos de barcazas, cargueros, lanchones, vapores de ruedas,
tramps
, fragatas, transatlánticos,
ferrys.
Los muelles estaban cada vez más cercanos y, no sin alguna aprensión, se preguntaba cómo el
Ann Porter
llegaría hasta ellos sin colisionar con alguna goleta o algún paquebote.

Como por milagro, el vapor se fue acercando suavemente hasta los jardines de Battery Park, en la punta de Manhattan, y finalmente atracó a la orilla del Castle Gar-den, la fortaleza de piedra rojiza construida por los holandeses sobre una isleta rocosa.

Antes de abandonar el navio, un grupo de inspectores de sanidad examinó a cada uno a los pasajeros, buscando algún indicio de enfermedad. La revisión de Andreu fue más prolongada. Su aspecto no era el mejor y tardaron en darle el visto bueno. Después fueron llevados en un transbordador al muelle de la fortaleza y, acto seguido, a un enorme salón circular.

El espacio estaba colmado de gente que se agrupaba en torno a una docena de empleados de migración.

—¿Qué dicen? —quiso saber Andreu.

—Dan instrucciones a la gente sobre dónde comprar tiques de ferrocarril, qué otros transportes tomar, en qué sitios hospedarse y con quién cambiar su plata. Hay trabajo en Nueva York, les dicen, donde pueden hallar empleo en pocas horas, pero también les indican otros estados, sobre todo los del Oeste. A las mujeres jóvenes les advierten del peligro cuando salgan de este salón. Parece ser que hay bandas que las secuestran para prostituirlas. Y a los hombres les avisan que se cuiden de ladrones, estafadores, extorsionistas y gentes de mal vivir. También les informan sobre dónde encontrar hospitales, en caso de que los necesiten, y oficinas de auxilio legal.

Se dirigieron a una mesa donde un funcionario les pidió sus nombres y el nombre del vapor en que habían llegado.

Consultó en la lista de viajeros y, después de comprobar que estaban en ella, les preguntó el país de origen, edad y ocupación.

—Dígale que si necesita los salvoconductos —murmuró Andreu.

Néstor preguntó al funcionario, quien negó con la cabeza al tiempo que preguntaba:

—¿Les espera alguien en Nueva York?

Néstor le tradujo la pregunta a Andreu.

—Dígale que un señor Maghnus Dougall o algo así.

—Pasen al salón de equipajes —les dijo el funcionario al escuchar el nombre—. Hay una persona ahí que les llevará con el señor Dougall.

Salieron a un largo muelle donde, con la misma actividad febril que había en el interior del edificio, mozos de cuerda cargaban bultos y maletas en los carruajes. Allí divisaron a un hombre de barba rubicunda y entrecana, cabello vigoroso y crespo, cejas espesas y botas lustrosas. Estaba de pie en el muelle, enfundado en un abrigo color azul marino del ejército de la Unión y sostenía en la mano un cartón con la palabra Andrew.

Néstor se acercó a él y preguntó:

—¿Andrew o Andreu?

Al hombre se le iluminó el rostro con una sonrisa.

—¿Mister Andrew? From México, ¿right?

Néstor señaló a Andreu.

—Gracias a Dios —respondió el hombre en inglés—. Me llamo Brendan Mclnnery. Síganme, por favor.

Descendieron del muelle y se dirigieron a un carruaje del cual salió un hombre vestido de levita y chistera, ojos grandes y saltones, mejillas sonrosadas y aspecto epicúreo que se presentó como Maghnus Dougall. Se estrecharon las manos y, a partir de ese momento, Néstor tuvo dificultades en mantener el ritmo de la traducción. El hombre tenía una locuacidad fangosa, muy difícil de seguir, incluso para quien lograba entenderle, y no se medía en mostrar una sofocada y obsequiosa cortesía que a Néstor le parecía forzada, quizá porque todo actor descubre con facilidad si lo es quien está enfrente.

Mclnnery se subió al pescante y, tras cruzar los arbolados jardines de Battery Park, el carruaje enfiló Broadway. Las aceras estaban atestadas de gente y la calle, plagada de carretones con barriles de cerveza, ómnibus de cuatro caballos, diligencias urbanas, carros de reparto con costales de fruta, verduras y carne. Todo era prisa y nerviosismo en una avenida sin orden, con un intenso olor a orines y estiércol, saturada de chirridos de tranvías, gritos y cloqueos de herraduras, en la que Brendan Mclnnery debía hacer milagros para mantener el rumbo del landó.

Un niño tocado con una gorrilla se acercó y les ofreció un periódico.

—¡Dos centavos, dos centavos! —gritaba.

Dougall le compró un ejemplar para quitárselo de en medio.

Néstor miró a lo alto. En las paredes de mármol y ladrillo se estampaba el hollín que escapaba de miles de chimeneas y, aferradas a los cables del telégrafo, centenares de palomas observaban cómo gentes de todas las razas parecían haberse dado cita en las aceras, bajo un sinfín de toldos blancos que daban a Broadway el aspecto de una feria.

Por encima de la barahúnda, surgía de vez en cuando el ritmo de una tarantela, interpretada por un trompetista con un sombrero a sus pies o las nostálgicas notas de
Oh Danny boy,
tañidas en el violín de algún músico indigente.

Esta calle fue por un tiempo un lugar de elegantes residencias para gente distinguida —parloteaba Maghnus Dougall—, pero ya ven en qué se ha convertido. Aunque peor está el Bovery, aquí cerca. Allí las casas se han vuelto burdeles, tabernas y hoteles baratos. No es una ciudad exquisita, como pueden ver —y soltó una carcajada—, es un atolladero. Pero a mí me gusta. Vine de Irlanda de muy niño y Nueva York me parece el mejor lugar del mundo. Tenemos el mayor número de banqueros, arquitectos, abogados y millonarios per cápita del planeta. Y también de delincuentes —dijo, soltando otra carcajada—. La prosperidad es desordenada, qué le vamos a hacer.

A medida que pasaban los minutos, Néstor se iba formando una peor opinión de Maghnus Dougall. Había oído hablar de los
carpetbaggers,
negociantes que al término de la guerra civil se aprovechaban de los sureños, comprándoles las tierras por unos dólares o vendiéndoles baratijas, y tenía la impresión de que a Dougall le alentaba un espíritu parecido.

—El año pasado hubo más de ochenta mil arrestos —dijo el negociante, tras encender un enorme puro—. Y eso en una ciudad de menos de un millón de habitantes no es poco. Cada día hay más casuchas, más barrios miserables y, claro está, más delitos. Pero no se preocupen, ustedes van a estar en un sitio muy tranquilo y muy seguro, ¿verdad Brendan? —dijo, dando un fuerte empujón a su asistente y soltando otra risotada.

Cuando el lando giraba en Canal Street hacia el West Side, Andreu le susurró a Néstor:

—Pregúntele que si tiene las armas listas para el embarque, como le escribió al general, y que si ha recibido el anticipo.

La respuesta de Maghnus Dougall fue tan altisonante y solemne que Néstor volvió a percibir la tendencia del irlandés a sobreactuar.

—Todo está en orden, caballeros —dijo con extremada seriedad—. El adelanto del general García obra ya en mi poder y las armas sólo esperan en un almacén del puerto a que sean revisadas por ustedes. Puedo embarcarlas cuando lo deseen, después de que se hayan familiarizado con ellas y les den el visto bueno, como acordé con el general. Entretanto, les aseguro que no encontrarán en todo el estado quien sepa más de esos rifles que Brendan. ¿Verdad, Brendan?

Dougall volvió a dar al hombre del pescante otro empujón en la espalda que, al igual que los anteriores, no recibió ninguna respuesta. Y Néstor tuvo la impresión de que, a aquel hombre adusto y serio que conducía el carruaje, no le hacían demasiada gracia las bromas de su jefe.

—A propósito, y perdón por la descortesía, ¿tienen hambre?

Néstor hizo un gesto negativo.

—Comimos en el barco —dijo.

—Dígale que no podemos quedarnos mucho tiempo en Nueva York —le susurró Andreu— y pregúntele cuánto tiempo va a llevarnos el entrenamiento con las armas.

Néstor se volvió a su compañero de viaje. Le pareció que estaba más pálido y que las pupilas se le habían empequeñecido. Estuvo tentado de preguntarle si se sentía bien, pero, en lugar de hacerlo, se limitó a traducir la pregúnta al señor Dougall.

—Una semana como mínimo y mejor si fueran dos, respondió el irlandés.

Cuando el carruaje llegó al muelle del
ferry
que cruzaba el río Hudson, Maghnus Dougall fue el primero en apearse.

—Creí que pensaban descansar un par de días en Nueva York, pero veo que tienen prisa, así que les dejo en manos del sargento Brendan, persona de mi absoluta confianza. El les llevará a una propiedad que tengo en Jersey. La uso para entrenar a los cazadores y a enseñar a la gente a usar con seguridad las armas. En especial los rifles. Me refiero a los nuevos, como los que me pidió el general. Son armas muy sofisticadas, pero nadie como Brendan para revelarles sus secretos, ¿verdad, Brendan?

El militar recibió con estoicismo el último embate de su jefe y se apeó del vehículo.

—Hasta pronto
amigos.
Nos veremos al regreso.

Néstor tomó el
New York Tribune
y siguió a Andreu y Brendan hasta la entrada del
ferry
entre un tumulto de carruajes y pasajeros, y quince minutos después atracaban en el muelle de Hoboken, al otro lado del río.

Brendan les condujo hasta la estación de ferrocarril donde tomaron un tren de color verde musgo que, por entre una dilatada campiña, escasamente poblada, de colinas verdes, pequeños riachuelos y viviendas estilo holandés, les llevó hasta el apeadero de Schraalenburg, en Bergen County, a unas quince millas de Jersey. Allí les esperaba un carromato descubierto con un negro al pescante que les condujo a una granja con varias construcciones entre los árboles, a orillas del río Hackensack, cerca de un pequeño grupo de casas que un rótulo de madera identificaba con el nombre de Cresskill.

Pasaron ante la vivienda de la propiedad, unas caballerizas y un henil, y entraron a una construcción alargada.

De no saber que era un pabellón para albergar cazadores, a Néstor le hubiera parecido el dormitorio de un asilo o la sala de un hospital. La estancia tenía diez camas, un par de armarios, un excusado, una mesa, varias sillas y una chimenea.

—Les espero a las siete —dijo Brendan Mclnnery—.

Cenaremos en mi casa, con mi esposa, y hablaremos de lo que vamos a hacer mañana. Enciendan la chimenea. Hasta ahora, el invierno ha sido benigno, pero las noches aquí son muy frías.

Llegaron a la hora señalada. La esposa de Mclnnery, una mujer de poco más de treinta años, rostro agraciado y cofia blanca, les recibió en la puerta. En su rostro bailaba el gesto turbado de una niña obligada a saludar a personas desconocidas cuyo idioma no entendía.

Néstor se apresuró a romper el hielo.

—Buenas noches, señora. Somos sus invitados de esta noche. Yo soy Néstor, él es Francisco.

Al oír el saludo en inglés, la cortedad de la señora Mclnnery se transformó en cordialidad genuina. Brendan apareció acto seguido y, mientras ella daba los últimos toques a la cena, Néstor, Andreu y Mclnnery se sentaron junto al fuego.

Brendan no era precisamente un cortesano. Sus recursos como anfitrión eran limitados y costaba hablar con él. Néstor comprobó, además, que era un hombre de ideas simples y vocabulario limitado.

Cuando la cena estuvo lista, se sentaron a la mesa. La señora Mclnnery había preparado chuletas ahumadas, salchichas y una ensalada de berros. Los cubiertos eran de madera; los vasos, de metal. Todo era allí sencillo y austero, desde los muebles hasta las cortinas estampadas de cretona, pasando por la breve plegaria que Brendan recitó con los ojos cerrados antes de atacar las salchichas.

Sobre una mesa de madera, había una pequeña imagen de la Virgen María y la fotografía enmarcada de un Bren-dan mucho más joven, con el uniforme de sargento de la Unión, la mochila reglamentaria a la espalda y un rifle con bayoneta.

Viendo que la conversación no fluía, Néstor tuvo una inspiración para animar la cena.

—Usted no es de aquí, ¿verdad, sargento?

—¿Cómo lo sabe?

—No lo sé, lo intuyo. Este lugar parece una colonia holandesa y usted tiene apellido irlandés.

—Es verdad. Mi padre era de Thurley, en el corazón de Irlanda. Vino a América muy joven, pero yo nací en Wisconsin, donde él tenía una finca.

—¿Se alistó allí?

Brendan Mclnnery era un hombre de fría dignidad, siempre marcial, siempre serio, siempre erguido, pero al escuchar la pregunta de Néstor, suavizó ligeramente la expresión.

—Es cierto, allí me alisté. Firmé un contrato de cinco años. En Camp Randall. Combatí luego en Tennessee, Mississippi, Alabama y Kentucky. Entré con Sherman en Atlanta y me hirieron en Chattannooga. Eso fue en 1865.

El sargento Mclnnery se había aseado y peinado y la luz amarilla de las velas le daba a su cabeza un aire senatorial que contrastaba con el tono cortado y simple de su conversación.

—Había terminado la guerra. Dejé de ser útil y me licenciaron. Las guerras cambian el destino de los hombres.

Y más aún las posguerras. Los civiles nos miraban por encima del hombro. No encontraba empleo. El señor Dougall me ofreció éste. La gente que vive lejos de las ciudades depende de la caza si quiere comer carne fresca. Y los que marchan al Oeste, necesitan saber manejar las armas para defenderse. A entrenarlos me dedico. Vivo aquí desde hace cuatro años.

La confianza parecía querer instalarse en el grupo. Se escuchaban con interés, se respondían con franqueza y las breves intervenciones de la señora Mclnnery hacían la conversación más cordial.

—¿Le gusta lo que hace ahora? —preguntó Néstor.

—No digo que no, pero preferiría estar en el Ejército.

—Le gusta el combate.

—Me siento orgulloso de la guerra que libramos y ganamos con la ayuda de Dios.

—Háblenos de ella.

—No fue una guerra. Fue una revolución. Pero la gente no suele verla así.

—¿Ah, no? —dijo Néstor.

—Bueno, sí, fue una guerra civil, pero su motivo fue concluir una revolución que había quedado a medias. Nuestra independencia terminó en una paradoja. Eramos un país libre, pero fundado en la esclavitud. Una abominación, ¿comprende?

—Para serle franco, no muy bien. Yo tenía una idea diferente.

—En los estados del Sur, la esclavitud estaba protegida por la Constitución. Fue la condición de los sureños para fundar la Unión. De manera que nuestra Carta Magna consentía la esclavitud al tiempo que exaltaba la libertad. Algo semejante a una partida de ajedrez en la que las blancas tuvieran total libertad y las negras no se pudieran mover. Esa fue la causa de la guerra. Por eso luchamos, para concluir la revolución de 1776.

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