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Authors: Francisco Pérez de Antón

El sueño de los justos (24 page)

BOOK: El sueño de los justos
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Néstor dijo sin mirar a Andreu:

—Así que un par de semanas.

—Sí, señor, si el tiempo ayuda.

—¿Y puedo saber, finalmente, qué vamos a hacer en Nueva York?

—¿Qué le parece comprar una levita nueva? —bromeó Andreu—. ¿O comer en un buen restaurante? ¿O ir al teatro o a la ópera?

La respuesta de Néstor fue un gesto entre ofendido y frustrado que
Chico
Andreu captó al vuelo.

—Vamos a rematar un negocio —dijo en tono más grave.

—Yo no entiendo una palabra de negocios.

—No se preocupe. Se trata de una transacción casi cerrada.

—¿Y no hay personas que sepan de estas cosas más que yo?

—El general no podía ir. Está pendiente de un permiso del gobierno de Benito Juárez para poder cruzar el territorio mexicano con las armas. Por eso dispuso que yo fuera a Nueva York, en vez de él.

—¿Armas? ¿Vamos a hacer un negocio de armas?

—Un pedido de rifles, hecho por el general. Debemos examinarlos, probarlos, adquirir munición y dar el visto bueno a todo antes de que el intermediario los embarque. Después bajaremos a Nueva Orleans y, de ahí, continuaremos a las costas de Tabasco.

—¿Debemos?

Andreu se hizo el desentendido.

—También hay que comprar uniformes, espadines, polainas, alpargatas y otras menudencias.

—¿Y no había personas más versadas que yo en estos asuntos como para acompañarle en el viaje?

—Somos pocos, licenciado. Muy pocos. La mayoría de los combatientes están en Chiapas... creo. Y a excepción del general, ninguno de nosotros habla inglés.

—¿Qué quiere decir con eso de
creo
?

—Que no tenemos todavía los hombres. Se lo dijo el general, ¿recuerda? Tenemos trabajando en eso a una persona en Chiapas, pero el reclutamiento llevará un par de meses.

—¿Y para eso es para lo que me necesitan, para que le sirva a usted de intérprete? ¿No hay personas en Nueva York que puedan hacerlo?

—Claro que las hay, pero el general no quería correr riesgos. Deseaba que viniese conmigo alguien en quién confiar. Por suerte apareció usted.

Néstor movió la cabeza con desánimo. Le dio la espalda al océano y, acodado en la baranda, alzó la vista a los mástiles y a la oscura nube de humo que escapaba de la chimenea del vapor. Se sentía mortificado. Debía haber supuesto que no le necesitaban para levantar actas notariales de los combates o enseñar derecho a los rebeldes. Qué ingenuo había sido. ¡De modo que la importante y secreta misión al servicio de la más noble de las causas, que era rescatar al país de su noche, poner el valor a prueba hasta morir, si era preciso, y toda aquella épica verbosa de que había hecho gala el general, se reducía a interpretar el papel, no ya de un simple abanderado, quien llegado el caso podría tener su momento de gloria, o el prosaico, pero imprescindible, de intendente militar, como era el caso de
Chico
Andreu, sino el de un oscuro traductor de inglés!

No volvieron a hablar nada importante. Tras el almuerzo, Néstor se recostó en una tumbona de cubierta y, al llegar la tarde, buscó distraerse en el salón donde los viajeros jugaban a los dados y al póquer. Andreu se retiró temprano y Néstor permaneció algún tiempo en cubierta, paseando de la mura de proa a la de popa.

Cuando la campana de cubierta dio las diez, volvió al camarote. Al pasar bajo el puente de mando, miró el termómetro de doble escala. Marcaba quince grados centígrados, pero la sensación de frío era intensa. Una fina llovizna había empezado a mojar la cubierta del vapor y, por el oeste, la luna se había ocultado tras un manto de nubes.

Entró al camarote sin hacer ruido. Andreu dormía. Cerró el ojo de buey por el que entraba el frío de la noche y subió a la litera superior, una especie de cajón, si no de ataúd, para que los viajeros no cayeran al piso.

Se tumbó cuan largo era, pero no pudo dormir. La memoria le castigaba con el recuerdo de los días en que la vida era más simple, días de juegos, de inocencia, de una ignorancia feliz. Pensaba también en Clara. ¿Qué estaría haciendo? ¿Cómo habría tomado la última carta que le había escrito con apenas unas líneas?

De improviso, el barco se empezó a mover con sacudí-das algo más violentas de las habituales e hizo un gesto de fastidio. Le esperaba una larga noche, dando tumbos en la litera y sin poder pegar ojo, si es que estaba de suerte y las nubes que había visto no eran la avanzada de alguna tormenta.

La mar continuó picada algunas horas. Crujían las maderas del camarote como si fueran a reventar, y los golpes del navio contra el agua generaban bajo el piso retumbos aterradores.

A las tres de la mañana, la tormenta pareció ceder. Néstor se sumió en un sueño ligero y, poco antes del alba, despertó sobresaltado. Se incorporó con un rápido movimiento y se asomó a la litera inferior.

Chico
Andreu había desaparecido.

Subió de dos en dos las gradas y alcanzó la cubierta. Había dejado de llover, pero el piso estaba mojado y resbaloso. Se agarró al pasamanos de bronce y se encaminó hacia la proa. Las únicas luces visibles eran las del puente de mando y los tres faroles rojos de babor que avisaban a otros navios del paso y la presencia del
Ann Porter.

Al ver la proa vacía, regresó por el lado de estribor, donde se alineaban otros tres faroles, éstos de color verde. Bajo la techumbre de madera que cubría ese lado del navio, había dos bancos de madera atornillados al piso. En uno de ellos, arrebujado en una frazada, estaba Francisco Andreu.

Néstor se sentó a su lado.

—¿Se encuentra bien? Me preocupó ver la litera vacía.

—Llevaré aquí un par de horas. Me despertaron los vaivenes y no pude soportar la claustrofobia del camarote.

Néstor fijó la mirada en el océano. La luna trazaba una línea de luz sobre el horizonte y las nubes se habían empezado a dispersar.

—¿Se siente mejor ahora?

—Me sentiría mejor en tierra. ¿Y usted?

Néstor hizo un breve silencio.

—¿Ha oído hablar de esos barcos errantes que no llevan rumbo fijo y sólo transportan carbón para las naves que lo necesitan en alta mar? —respondió—. Los llaman
tramps,
vagabundos. Un poco así me siento hoy.

Andreu se quedó observando con su mirada triste, hundida en el fondo de sus ojeras, a un marinero que trapeaba el piso de cubierta. En el húmedo entablado rutilaba el rojo de los faroles y, en el vientre del navio, la maquinaria sonaba como un monstruo atrapado en un cajón.

—Viajar en barco es tedioso. Sólo se puede hablar, jugar a las cartas, leer o mirar el océano. Pero le ayuda a uno a pensar.

Sacó un pañuelo muy blanco y enjugó la humedad de su frente. Néstor sospechó que la claustrofobia era sólo un padecimiento menor de aquel hombre y Andreu pareció adivinar el pálpito de su compañero de viaje.

—Le debo una explicación, licenciado —dijo—. O si quiere, una referencia. Mi familia se arraigó en Guatemala hace cosa de un siglo. Eran catalanes. Mi abuelo fue corregidor y alcalde de Amatitlán, y un tío mío, diputado del partido liberal en los días que siguieron a la Independencia. Crecí en la capital. Y el día que hice la primera comunión, me dije, hombre, esto está muy bien. Si comulgo todos los días, Dios estará siempre conmigo. Pero a medida que pasaba el tiempo, comencé a tener mis dudas. Con diecisiete años, entré en la Academia Militar. Sólo aguanté dieciocho meses. No me gustaba la vida de cuartel y no estaba seguro de querer matar a nadie. Luego quise estudiar medicina. Digo quise porque me quedé a mitad de camino. Dispuse entonces dedicarme a la agricultura y el comercio, al lado de mi padre.

¿Qué edad tendría, treinta, treinta y dos años? Llevaba el sufrimiento escrito en el rostro, pero sus palabras no denotaban rencor. Hablaba con mansedumbre, en voz muy baja, como si quisiera restar trascendencia a lo que decía. Sólo de cuando en cuando dejaba entrever un fugaz gesto de dolor que disimulaba mirando para otro lado.

—Años después, un grupo de amigos formamos un grupo. Le pusimos de nombre
La Barra Brava y
hacíamos muchas tonterías, sólo por divertirnos. Un día nos dio por conspirar contra el Gobierno. Lo hacía todo el mundo, ¿por qué no íbamos a hacerlo nosotros? Nada serio. Nos reuníamos en el reservado de un mesón y allí, entre copa y copa, paríamos las ideas más locas. Yo conocía al general García Granados porque visitaba con frecuencia a mi padre. Hablaban de política, de la necesidad de botar al gobierno de Cerna. Un día les dije que me gustaría colaborar. Y con la anuencia de ambos, empecé a ayudar a Cruz. Le enviaba víveres, ropa, armas.

Andreu sacó de entre la frazada una mano en la que sujetaba un frasco pequeño. Lo destapó y tomó un trago.

—Nunca pensé que me delataran —dijo repudiando la bebida con un gesto—. Lo tenía todo bien arreglado. Pero un mala sangre, un tipo llamado Antonio Gatica, me denunció. Me detuvieron, me llevaron al Castillo de San José de Buenavista y me aplicaron el suplicio de la red. ¿Ha oído hablar alguna vez de eso?

—No, nunca.

—Le meten a uno en una red y le cuelgan varias horas. Como si fuera una alimaña. Al ratito empiezan los dolores. El peso del cuerpo sobre coyunturas y huesos empieza a volverse insoportable. Apenas puede uno respirar. La inmovilidad es casi absoluta y todo esfuerzo para cambiar de posición se traduce en calambres y pinchazos. Un oficial empezó a interrogarme y, como yo no respondía, me recetó un centenar de azotes con una vara de mimbre. No sé cuánto tiempo estuve allí colgado. Sólo sé que temía respirar por el dolor que me causaba. Cada trozo de piel, cada músculo, cada dedo, imploraban piedad.

Andreu no presumía de entereza ni había pesadumbre en sus palabras. Hablaba de la prisión y la tortura con naturalidad, como si se tratara de un mal que pudiese afectar a cualquiera, como un sarampión o un catarro.

—Cuando se hartaron de flagelarme, dejaron caer la red. No creo haber estado a más de una vara de altura, pero el dolor fue tan horrible que pensé haberme quebrado todos los huesos. Me pusieron grilletes en manos y tobillos y me aherrojaron a una celda diminuta, más pequeña que el camarote. Nunca supe de qué me acusaban. Y nunca llegué a ver un juez. Me encerraron en confinamiento solitario. Hasta el carcelero tenía prohibido hablarme. ¿Sabe usted lo que es vivir sin hablar con nadie, sin una ventana ni un tragaluz? Los ayes y los lamentos de los condenados no me dejaban dormir y había tantos jejenes en la celda que me obligaban todo el tiempo a hacer movimientos súbitos, como los de un imbécil o un loco. Seguramente conoce la razón de este castigo: el silencio y la incomunicación son imprescindibles para que el reo haga examen de conciencia y eso facilite su rehabilitación. Pero no es verdad. El silencio y la soledad enloquecen. Estaba todo el día somnoliento y, cuando lograba dormir, sufría alucinaciones. No sé si alguna vez volví a la red y a la vara de mimbre. A ese extremo llegó mi falta de relación con el mundo real. Más que celda, aquello era un pudridero donde no podía distinguir un minuto del siguiente. Uno espera todo el día a que pase algo y no pasa. Todo se reduce a una rutina tenebrosa. A medida que pasan las fechas, la ansiedad de salir va siendo reemplazada por la resignación y la certeza de que aquel chiquero acabará por convertirse en tu sepulcro. Y en mi caso no estuvo lejos. A poco, mi salud física empezó a deteriorarse, como si quisiera ponerse a la altura de mi desvarío mental. El tifus, la fiebre carcelaria, como la llaman algunos, me tuvo enfermo tres semanas. No sé cómo sobreviví. Las fiebres me debilitaron al extremo de no poderme mover. Padecía fuertes dolores de cabeza, náusea constante y la tortura de un sarpullido en el pecho. Mi padre se enteró de mi estado y empezó a mover influencias. Usted se preguntará cómo, siendo liberal. Pero lo cierto es que en la vida pública siempre hay una frontera promiscua, un territorio donde puede uno encontrar liberales de filiación conservadora y conservadores de conciencia liberal. El asunto es que, al cabo de muchas gestiones, mi padre logró hablar con el presidente.

Y se produjo el milagro. Cerna ordenó que me pusieran en libertad, a cambio de que saliera del país. No me pregunte los motivos. No los sé. Tal vez prefería que yo muriese fuera del castillo. Para evitar murmuraciones, ¿sabe? Mi familia no es importante, pero sí conocida. Se habría armado un gran escándalo, si llego a morir en prisión. Así que Cerna ordenó que fuese puesto en libertad y permitió que se me internara en un hospital hasta que me sintiera con fuerzas para viajar a El Salvador. La primera vez que me vi en un espejo me espanté. No podía creer que aquel tipo que tenía frente a mí fuera yo. El trastorno, además, no cedía. Tenía pesadillas, dificultad para conciliar el sueño, despertares súbitos por la noche, como me ocurrió hace un rato, ataques de ansiedad. Eso fue hace ocho meses. Desde entonces, las fiebres se han ido espaciando, pero de vez en cuando regresan, y cuando lo hacen, me dejan débil como un anciano, al extremo de que no puedo ponerme en pie. Voy saliendo poco a poco de ellas, pero aún sufro unas migrañas horribles para las cuales debo tomar esto —dijo levantando el frasquito que tenía en la mano.

Néstor volvió el rostro hacia el Este. La aurora había separado el firmamento del agua y las nubes se disipaban como vaho en un cristal. Era un raro amanecer, sin cantos de pájaros ni tañidos de campanas. El espectáculo le pareció grandioso y quiso comentarle algo a Andreu. Pero cuando se volvió hacia su compañero de viaje, éste dormía profundamente.

Le retiró el frasco de los dedos y le abrigó con la frazada. Luego apoyó la cabeza en el respaldo del banco y, con los ojos a medio cerrar, esperó la llegada del día.

Dos semanas más tarde, el
Ann Porter
enfilaba
The Narrow's,
el estrecho que abría el paso a la bahía de Nueva York. El vapor había plegado las velas y avanzaba hacia Manhattan escoltado por las suaves colinas de Staten Is-land, a babor, y el burgo de Brooklyn, a estribor.

Los viajeros se habían aglomerado en la proa y señalaban aquí y allá las señas de identidad de la bahía: las islas de Ellis y del Gobernador, el canal de Gowanus, la ciudad de Jersey, a lo lejos, y la estructura de un puente en construcción de gruesos pilares y arcos en ojiva que se erigía entre Brooklyn y la orilla Este de Manhattan.

Del lado de Staten Island, suspendida por encima de edificios y fábricas, una alargada humareda delataba el paso de una locomotora. Y en la atestada bahía, barcos de toda condición y tamaño se desplazaban con dificultad en medio de un intenso tráfico.

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