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Authors: Francisco Pérez de Antón

El sueño de los justos (27 page)

BOOK: El sueño de los justos
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Mclnnery abrió la cartuchera, extrajo de ella un proyectil y lo introdujo en la recámara del rifle.

—¿Tiene un reloj?

Néstor sacó el suyo del interior del chaleco.

—¿Ve aquellos patos, en el humedal que está al pie del promontorio?

—Sí, señor.

—Pues tome el tiempo.

Mclnnery comenzó a disparar.

Lo hacía con una soltura asombrosa. El rifle escupía el casquillo metálico y, con rápidos movimientos, el sargento introducía otro cartucho en la recámara. Los patos alzaron el vuelo, al tiempo que berros y lirios comenzaban a saltar hechos trizas. La precisión de tiro era extraordinaria, y la regularidad del fuego, insólita.

Cuando el sargento terminó de disparar, Néstor resumió: —Diecinueve disparos en un minuto.

Mclnnery recogió los casquillos esparcidos por el suelo. Cuando los hubo guardado en el zurrón, dijo:

—Ahora, pregúntese esto: ¿cómo una pequeña tropa de 50 hombres, armados con estos rifles, puede derrotar a un batallón de 500, equipados con mosquetes de mecha?

Durante varios días, Néstor ocupó la mañana y la tarde en familiarizarse con el
Remington,
llevando a Mclnnery como una sombra.

—Coloque la culata firmemente en el hombro... así... no, con más firmeza... Aflójese, hombre, no se ponga tan tieso... Tranquilo, baje el rifle... Descanse... No se obsesione con el punto de mira. Es más importante sujetar bien el arma... Si la aprieta demasiado contra el hombro, el arma temblará por el esfuerzo. Si la tiene muy floja, el culatazo le impedirá dar en el blanco... Pruebe otra vez... Súbala al hombro... No, no haga eso. No meta el dedo en el guardamonte ni toque el gatillo hasta no estar seguro de a qué o a quién desea disparar.
Todas
las armas están cargadas...
siempre
están cargadas... incluso cuando no lo están... Uno nunca está seguro de haber olvidado un proyectil en la recámara... Agarre el rifle con ambas manos, así, pegado al pecho... Sujete con ésta el cañón, ponga la otra sobre el mecanismo de disparo... Así, con naturalidad... Apunte a aquel pato... rápido. Ya se le escapó... Apunte a uno, sólo a uno. Nunca apunte a algo o alguien que no quiera dañar... Y no se distraiga, esto no es un juego... No, mister, no. No baje la cabeza cuando apunte. Inclínela lo justo para que su ojo enfile el alza con el punto de mira... Relájese,
man.
El rifle no es su enemigo. Al contrario. Es su mejor amigo, su guardián... Nunca lleve el cañón descuidado. Debe apuntar sólo al cielo o al suelo... Así, eso es... Corra ahora pradera arriba con el arma en la cara, como si estuviera disparando... ¡Arriba, arriba, sin detenerse! ¡Vuelva! ¡Haga lo mismo cuesta abajo!... Bien, muy bien. Descanse ahora ...

A medida que pasaban los días, la familiaridad con el
Remington
le fue haciendo sentirse más tranquilo. Podía moverlo con seguridad, sin que se le cayera de las manos, y había dejado de causarle la tensión de su primer encuentro. Subían del campo de tiro al mediodía, asaban unas salchichas y charlaban. Luego volvían a los ejercicios con el rifle, al bosque o al humedal.

Cierto día, Mclnnery situó a Néstor en la marca de doscientas yardas. Se acercó a los tableros y clavó tres dianas negras con círculos blancos. Le ciñó a Néstor la cartuchera en la cintura y dijo:

—Quiero ver qué ha aprendido, mister. Ahí tiene el rifle, los cartuchos y las dianas. Dispare cuando esté listo.

Néstor metió una bala en la recámara del rifle, se lo llevó al hombro, lo amartilló y apuntó.

Tenía la respiración algo agitada y eso le impedía fijar la mira en el blanco. Estaba lo bastante familiarizado con el rifle como para dominar las leves oscilaciones del cañón, pero cuanto más se concentraba en ello más parecía el rifle no querer obedecer. Por un momento, le cruzó por la mente la idea de bajar el arma y calmarse, pero no quería mostrar debilidad ante el sargento y, en un arrebato de impaciencia, tiró del gatillo.

Tronó el rifle. Un silbido doloroso le penetró en el oído, al tiempo que la culata le lanzaba una tremenda coz a la clavícula que se había dislocado en Chiapas cuando salió rebotando del globo.

Dobló la cintura, encogido por el dolor,
y
en esa postura permaneció unos instantes, tratando de ahogar el grito que pugnaba por escapar de su garganta. El culatazo le había dejado sin respiración. Salivaba sin cesar y el dolor, en vez de remitir, se había propagado al cuello y al brazo.

Sintió la mano de Mclnnery en la espalda.

—¿Está usted bien?

Néstor enderezó el cuerpo. Sentía en el hombro derecho el mordisco de un mastín, pero no quería que Mclnnery pensara que podía quebrarse al primer intento.

—No ha sido nada, estoy bien —contestó.

Y sin volver el rostro al sargento, se colocó de nuevo en posición de tiro.

Cargó otra vez el rifle y se lo llevó a la altura del rostro. Sujetó el arma con firmeza, poniendo más atención a los apoyos del brazo y el hombro, tal y como le había recomendado Mclnnery. Toda la tensión de su cuerpo la concentró en esos dos puntos. Tanteó un espacio en la clavícula donde fijar la culata y tomó con suavidad la caña del rifle. El
Remington
era ahora una tensa catapulta, lista para arrojar su carga. Y el efecto fue sorprendente. Cuando Néstor dirigió otra vez el ojo a la mira, ésta había dejado de oscilar. A diferencia de minutos antes, cuando los nervios le habían llevado a precipitarse, ahora se sentía cómodo y tranquilo. El rifle había dejado de ser un objeto extraño. Ahora era una extensión de su cuerpo y de su mente. Metió el dedo en el guardamonte, inspiró muy despacio hasta sentir los pulmones llenos y tiró con suavidad del gatillo.

La detonación no le sorprendió y no hubo culatazo. Sólo un suave empujón hacia atrás. La bala abandonó el arma en busca de su destino, pero Néstor no esperó a saber dónde iba. Extrajo un segundo proyectil de la cartuchera, lo metió en la recámara y volvió a hacer fuego.

Cuando llegó al quinto disparo, bajó el rifle y, sujetándolo por el cañón y la culata, se lo puso enfrente del pecho.

Mclnnery examinaba las dianas con los prismáticos.

—¿Cómo fue? —preguntó Néstor.

El sargento no respondió. Sólo dio media vuelta y dijo:

—Vamos a la marca de trescientas yardas.

Retrocedieron cien pasos y se detuvieron a la altura de una pequeña estaca pintada de cal donde el sargento le volvió a pedir que disparara otras cinco veces.

Mclnnery alzó los prismáticos.

—¿Cómo fue? —preguntó Néstor de nuevo.

Mclnnery se limitó a señalar la marca de las cuatrocientas yardas y allí se dirigió sin responder.

—Dispare desde aquí —le dijo cuando llegó a la marca.

Néstor volvió a hacer cinco disparos. Ahora ya no sentía ni siquiera el empujón. Tenía el hombro caliente y pensó que podía estar disparando el resto del día, si era necesario.

Mclnnery volvió a alzar los prismáticos y luego de unos segundos en silencio, dijo con deliberada lentitud:


I’ll be damned.

Doscientas detonaciones más tarde, Mclnnery dispuso volver a la cabaña. Calentó unas salchichas, hizo café y, concluido el almuerzo, le ofreció a Néstor una petaca de
whisky.
Sacó luego tres dianas de uno de los bolsillos del
frock coat y
las extendió sobre la mesa.

—¿Qué hice mal? —dijo Néstor.

El sargento lo miró con simpatía.

—La naturaleza ha sido pródiga con usted, mister. Por este campo de tiro pasan cientos de tiradores al año, pero es raro encontrar a alguno con el don. Sólo una entre mil personas viene al mundo con el ojo
y
el pulso de un
marksman.
Hay quienes lo consiguen a base de práctica y perseverancia, pero usted es un
natural.
Vea estas perforaciones. Casi el noventa por ciento están dentro del círculo de diez pulgadas y más de la mitad en el de cinco. Sólo he conocido a un tirador así. Pertenecía al batallón de fusileros del coronel Berdan, el cuerpo de tiradores más selectos de la Unión. Podía acertar una ardilla a mil yardas. Y usted puede hacerlo también, si se lo propone. Sólo le falta velocidad y manejar bien el alza del rifle.

Néstor se retrepó en la silla. Darse cuenta de que uno atrae a las mujeres o es hábil para los negocios o tiene voz de tenor podía no tener precio, pero descubrir que se es un tirador nato, un tipo capaz de poner la bala allí donde pone el ojo era una experiencia chocante. Cuando menos para él, que siempre había detestado las armas sin saber en qué medida las armas le amaban a él. El suyo era sin duda el drama de quienes hacen mal lo que más quieren hacer, y hacen bien aquello que no desean.

Sintió que un leve rubor le subía a las mejillas, mientras Mclnnery, sin perder el gesto de sorpresa que le había causado el hallazgo, movía la cabeza con admiración y decía:

—You are a natural, mister. You are a natural born sharpshooter.

Chico
Andreu se les unió dos días después. La salud había regresado a sus azotadas carnes. El clima frío de Bergen County, el reposo y las atenciones de la señora Mclnnery, habían obrado el milagro de alejar aquella secuela tardía de la tifoidea adquirida en la cárcel. Parecía otro hombre. Había dejado de tomar el opiáceo que le aliviaba las migrañas y los dolores de vientre y se había afeitado la barba apostólica. Su rostro comenzaba a ser, ahora sí, el espejo de su alma, siempre animosa y cordial. Apelaba con frecuencia al buen humor y todo le parecía extraordinario, desde el paisaje de Bergen County hasta el camastro del pabellón de caza. Y cuando tuvo noticia de la clase de tirador que era Néstor, no pudo dejar de bromear sobre tan insólita paradoja.

—El que huele la pólvora de un rifle es como el que aspira el perfume de una mujer. Ya no puede vivir sin su aroma.

Tiraban cada mañana al blanco bajo la atenta mirada de Mclnnery y volvían al refugio antes de que la luz se extinguiese y el frío de la tarde arreciara. Andreu se acostaba temprano y Néstor se quedaba leyendo el
New York Tribune
del día antes. Buscaba con ansiedad noticias sobre Guatemala, pero a los editores del diario parecía tenerles sin cuidado lo que ocurría en un país nuevo, prácticamente desconocido y al margen todavía de la historia.

El resto del mundo, en cambio, seguía inmerso en su inveterada turbulencia. La guerra franco-prusiana se inclinaba a favor de los alemanes. La monarquía volvía al trono español de la mano de Amadeo de Saboya. San Francisco estaba conmovida por disturbios callejeros. Rusia había encontrado un enorme yacimiento de petróleo en Bakú. El censo de los Estados Unidos arrojaba una población de 38 millones de habitantes. El líder de los mormones había sido arrestado en Utah por polígamo. Y Washington anunciaba severas medidas contra los
comancheros,
un grupo de traficantes ilegales que vendían armas y
whisky
a los indios de Texas y Oklahoma.

Lo de siempre: la violencia, el poder, la codicia, constantes inseparables de la vida humana.

Uno de aquellos días, Mclnnery quiso probar el pulso de los dos con el revólver. Enfundó en la pistolera un
Remington
de cinco tiros por el cual sentía un gran aprecio y, cuando llegaron al campo, dijo con orgullo:

—Es la mejor arma corta que se fabrica en la Unión. Durante la guerra se llegaban a cambiar tres
Colt
por uno de éstos. Pero hay que saberlo usar.

El sargento les enseñó a disparar el revólver, no como lo haría un pistolero, sino como un militar. Y durante toda la mañana les obligó a usarlo apuntando de perfil y con el cuerpo recto, levantando el brazo en dirección al blanco y bajándolo lentamente hasta que el punto de mira coincidía con la diana.

A Andreu le costó ajustarse al arma corta. Tenía algunos vicios que eran difíciles de corregir. En cuanto a Néstor, su destreza con el revólver no era la misma que con el rifle. Era mejor. Su pulso y su ojo parecían agudizarse en las distancias menores y, a cuarenta yardas, no había rama ni blanco ni pato que se le resistiera.

Mclnnery insistía:

—Recuerde. No es sólo cuestión de ojo. Lo es también de temple y dominio. Si faltan estas cualidades, el don pierde su poder.

El día antes de que abandonaran Cresskill, Mclnnery invitó a Néstor y a Andreu a dar un paseo después de almuerzo. Quería enseñarles un sitio especial.

Ensillaron los caballos y trotaron cuatro o cinco millas a través de un paisaje parecido al que habían visto desde el tren. Penetraron en un largo bosque al término del cual el terreno comenzó a ascender y el fértil suelo del condado, cuadriculado de granjas y establos, comenzó a volverse rocoso.

Una milla adelante, alcanzaron una meseta salpicada de arbustos y rocas. Se apearon de los caballos, los soltaron en el pasto y caminaron hacia una línea de árboles que se erguía en el horizonte, más allá del cual se adivinaba el vacío.

Un espectáculo sobrecogedor les esperaba en el límite de la meseta. El Hudson discurría unas ciento cincuenta yardas abajo del promontorio. Las gaviotas volaban muy lejos, a la altura de los veleros que navegaban por el río, y pese a su experiencia en recorrer a caballo los profundos barrancos que bordeaban la ciudad de Guatemala, Néstor no pudo reprimir un alzado de cejas.

—Se llama
The Palisades
y, siempre que subo aquí, me ocurre lo mismo —dijo Mclnnery—. El silencio me recuerda los momentos que viví en la guerra civil, detrás de un parapeto o agazapado en una trinchera, esperando la orden de asalto. Todos sabíamos que en cualquier momento se produciría la orden del teniente o el toque de la trompeta, y luego el griterío y el estruendo de las armas. Era un silencio augural, para muchos horrible, pues todos sabíamos que, en segundos, muchos habríamos muerto.

—Es un lugar maravilloso —dijo Andreu.

—Sabía que les gustaría.

Néstor aspiró el aire de la tarde y cató la fragancia insípida del frío. A lo lejos, del lado por el que el río desembocaba en la bahía, el nublado había dejado un boquete que, a modo de tragaluz, iluminaba la ciudad de Nueva York.

—Después de muchos asaltos, el silencio que precedía al combate comenzó a volverse para mí algo más que el preludio de la muerte —prosiguió Mclnnery—. Aquel silencio augural reunía en mi cerebro y mi memoria emociones que hasta ese instante habían estado dispersas, un silencio que apelaba a todo lo bueno que uno conserva, a sus ideales, a sus emociones más nobles, a sus seres más queridos, al amor de la mujer que se ama, un silencio, en fin, como éste. Y cuando los años de la guerra retornan a mi memoria y el caos se apodera de mi mente, y vuelvo a oír el estruendo de los cañones, y los gritos, y el terrible espectáculo de la sangre, subo aquí. El silencio de este arrecife me devuelve la paz y me hace sentir que haber combatido por la libertad es lo más extraordinario que pudo haberme ocurrido y que, si algo merece la pena en la vida, es luchar por aquello en lo que uno cree.

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