Read El sueño de los justos Online
Authors: Francisco Pérez de Antón
Néstor abrió la boca para decir algo, pero
Chico
se le adelantó. La conversación se estaba volviendo incómoda y Andreu intentaba impedir que tomara el rumbo que el holandés proponía.
—Me llama la atención esa historia. ¿Se la contó el chino completa?
—Oh, sí. De punta a cabo. Según el chinito, el pantano está poblado de serpientes y de aves. Y no es fácil poner orden entre ellas. Las aves viven en grupos y son asustadizas y escandalosas. Tienen el cerebro muy pequeño, pero son rapaces, trepadoras, carnívoras y, a menudo, majaderas. Las serpientes, en cambio, aunque no vuelen, son astutas. Han tenido esa fama desde el Génesis. Se arrastran sin hacer ruido, tienen un poder hipnótico y asesinan en silencio.
Tom van Tolosa enriquecía su historia con gestos más exagerados de lo normal y enarcaba las cejas para subrayar las connotaciones de una moraleja implícita que sus visajes volvían más evidentes.
—El chinito me contó que esa falta de entendimiento entre animales rastreros y volátiles es una maldición de los dioses. Pero el mayor problema es que ambas especies se odian y ésa es la razón del caos. Nada nuevo. Así es la selva. Millones de seres en guerra a muerte. Si no matan, no sobreviven. El equilibrio natural sólo se alcanza matando. La crueldad y el crimen, caballeros, son el rostro oculto de esta asombrosa belleza.
El holandés era un consumado cuentacuentos. Manejaba con destreza el arte de la narración oral y poseía la virtud de insuflar a sus palabras la magia y la curiosidad necesarias para atrapar a la gente en su cháchara.
—Muy a su pesar —continuó—, serpientes y aves llegan un día a la conclusión de que no pueden seguir viviendo en la anarquía. Y es entonces que deciden acudir al
motzoc
para que ponga orden en la selva. Hijo del arrepentimiento divino, el
motzoc
es algo así como un reformador del pantano, un ser engendrado por los dioses con el fin de corregir los errores de la Creación. Los dioses de estos pagos son así, bastante más humildes que el nuestro. No tienen empacho en admitir que su Creación fue imperfecta y, para corregir lo mal hecho, vienen y crean el
motzoc.
No es un animal bonito. De lejos parece un quetzal, elegante, libre, soberano, pero de cerca es un ser con alas como la noche, ojos teñidos en sangre, pico de zope, dientes de jaguar, garras de águila arpía y alas de dragón. Vive escondido en los cenotes, esos pozos que el agua ha escarbado en el subsuelo de Yucatán y El Petén. Y tiene la virtud de la paciencia. Sabe que un día le irán a rogar que ponga orden en el pantano y espera el tiempo que haga falta sin salir de su pozo. Sólo cuando la embajada de pájaros y serpientes llega a pedirle auxilio, el
motzoc
abandona su refugio e inicia su tarea homicida.
Los ojos del holandés danzaban en la oscuridad, entre socarrones y divertidos, al comprobar que sus dos escuchas entendían por dónde iba la fábula.
—Primero asesina a las serpientes constrictoras, a las venenosas y a los crótalos. Después estrangula a las aves carniceras, corta las patas a las rapaces y decapita a las chillonas. Y dedicado por entero a su misión, ejecuta, rompe, mutila, desgaja, poda y no descansa hasta que el orden y la paz retornan al pantano.
Tom van Tolosa hizo una pausa y dijo con bribón retintín:
—No sé si me explico.
Andreu hizo un gesto con el que instaba al holandés a continuar.
—Pero, ay, ninguna reforma se hace sin resistencia. Buitres, gavilanes, águilas y otras especies rapaces que han conseguido evadir el castigo del
motzoc,
se soliviantan. No están conformes con el nuevo
statu quo.
Y conspiran para asesinar al bicho. Otro tanto hacen las barbamarías y las víboras, las cascabel, las mazacuatas y el resto del culebrero que ha logrado escapar de la represión. El
motzoc
manda en la selva, sí, pero su vida corre peligro. Pierde la seguridad en sí mismo y comienza a padecer de manías persecutorias. Ve enemigos en todos lados y teme que alguien le mate. Y antes de que lo maten, mata. Vigila la selva día y noche, atento a la menor vibración, al menor silbo, con las garras y los dientes de por fuera. Y en cuanto localiza a un sospechoso, lo ejecuta sin dudar. El
motzoc
hace de la necesidad virtud, y del poder, un imperativo moral. Ya no es reformar ni poner orden lo que importa: el
motzoc
sólo quiere sobrevivir al precio que sea.
El habano de Tom van Tolosa se había apagado y el holandés lo volvió a encender con parsimonia. Sacó una petaca de licor, dio un sorbo, carraspeó y la volvió a meter en el bolsillo interior de su blanca chaqueta.
—Con los días —continuó más animado—, el
motzoc
se va quedando solo. Las conspiraciones contra él se redoblan. Ahora no son sólo aves y sierpes. También se suman las ratas, los lagartos, las pirañas. Finalmente, cierto día, un águila mercenaria, un zopilote rencoroso, algún jaguar mal comido, pilla al
motzoc
descuidado y le quita a traición la vida. La selva se hincha de euforia. Todos corren a ver al monstruo muerto. Y entre todos lo hacen cuartos, lo devoran y después entierran su cabeza. Los caciques de los pájaros así como las serpientes más conspicuas se reúnen para deliberar sobre cómo vivir en libertad de nuevo. No saben que el
motzoc
es eterno, que se reconstituye bajo tierra y que, una vez vuelto a la vida, sale a la superficie y emigra a algún siguán donde espera con paciencia a que pájaros y serpientes se entreguen una vez más a la anarquía. El
motzoc
sabe que volverá a ocurrir, que rastreras y rapaces no se entienden y que ambas se postrarán de nuevo a sus plantas para que reinstale la paz y el orden en la selva. Y el ciclo se repite una y otra vez porque, según me decía el chinito, lo primero y más importante en la convivencia humana no es la justicia ni la libertad. Es el orden. Y aquí no hay nadie que sea capaz de imponerlo.
Tom van Tolosa arrojó la punta del habano al río, volvió a enseñar sus blanquísimos dientes y en un tono más apagado y sibilino, murmuró:
—Estoy preparado para ofrecerles hasta sesenta mil.
Chico
y Néstor se miraron de reojo, con gesto de haber hecho la misma cuenta. Era sencilla. Devolvían los treinta mil que García Granados había invertido en las armas y se quedaban con los otros treinta. Quince mil para cada uno. Le contarían al general como excusa la «traición» de Maghnus Dougall y su negativa a entregarles los rifles. Sólo tenían que pasar por el mal trago de explicar el fracaso de la misión.
—Sería una operación muy sencilla —dijo atropelladamente el holandés, al notar que ambos callaban—. Y nadie sabría de ella. Tengo amigos en la Aduana Marítima de Villahermosa que no darían entrada a los rifles. ¿Qué me dicen, caballeros?
Néstor y
Chico
no dijeron palabra.
—Queda una hora de viaje —dijo confiado el holandés—. Esperaré ahí su respuesta.
Y esto diciendo, se incorporó de las cajas y se dirigió con paso de procer a la proa del transbordador.
Le despertó la sirena de un barco pesquero a su paso sobre el río y el chisporroteo de una fritanga que le llegaba desde algún lugar cercano a la habitación donde había pasado la noche.
Se incorporó de la cama, se ciñó el cinturón con el revólver, se ató la pistolera al muslo y abandonó el cuarto en camisa.
La
Posada de las Ilusiones
, como se llamaba el lugar, era un conjunto de ranchos de madera y palma unidos por un corredor. Una densa vegetación de sauces, bambúes, palmeras y naranjos rodeaba el albergue montado sobre pilotes para protegerlo del chagüital sobre el que se alzaba. Tabasco, pensó Néstor, debía de ser el único lugar del mundo donde el agua abundaba más que la tierra.
Junto a la baranda descubrió un guacal de caoba que hacía las veces de palangana, una jarra de barro y un retazo de algodón. Se lavoteó el rostro, pero no se lo secó. Prefirió prolongar la frescura del agua en el rostro y caminó hacia el lugar del que venía el borboteo del aceite.
Al pasar junto a la puerta vio a dos mujeres descalzas con trenzas a la cintura. Una de ellas torteaba maíz, la otra freía plátanos. Preguntó dónde podía desayunar y le dijeron que al final del corredor.
Localizó a
Chico
Andreu sentado junto a tres hombres. No los había visto en el barco ni en Frontera, así que supuso que eran las personas con las que debían encontrarse en San Juan Bautista de Villahermosa.
—Les presento al licenciado Espinosa, mi asistente —dijo Andreu, al verle venir.
Ninguno de los tres respondió. Ninguno le dio la mano y los tres le miraron con desconfianza. Sobre todo el que parecía llevar la voz cantante, un hombre de treinta y tantos años, piel cetrina, cuello robusto y barba muy negra. Andreu se lo presentó como Rufino. En cuanto a los otros dos, uno se llamaba Gregorio y era menudo y muy joven. El otro respondía al nombre de Andrés, tenía el bigote caído a ambos lados de la boca y un cuello muy estirado con una nuez prominente.
Néstor se sentó a la mesa y, al hacerlo, tropezó con algo. Miró al piso. Las patas del mueble estaban sumergidas en guacales de madera con agua donde flotaban hormigas y zancudos.
Una de las cocineras le puso enfrente una taza de cacao, plátanos fritos, tasajo con chayas y una tortilla de coco.
—Tenemos la carta de tolerancia para cruzar Tabasco y Chiapas —decía el tal Rufino con sequedad—. La he leído y no me fío. No es contundente ni clara. La firma un ministro de Juárez, pero ésa no es ninguna garantía. Habrá que viajar con precauciones, por aquello de las sorpresas. ¿Usted qué cree? —le preguntó a
Chico
Andreu, colocándole en el tórax la fusta que llevaba en la mano.
—Transportar armas por México no es fácil. Con permiso o sin permiso. Y menos por un territorio tan enrevesado como éste.
La serena respuesta de Andreu pareció sorprender a Rufino, y Néstor tuvo la molesta impresión de que aquel tipo disfrutaba poniendo a la gente en situaciones incómodas. De vez en cuando, el desconocido le dirigía la mirada, pero, al nomás topar con la de Néstor, pasaba rápidamente de largo, dejando en el camino un brillo de mal disimulado rechazo.
—¿Cuántos rifles han traído? —dijo retirando la fusta.
—Unos trescientos.
—Menos los que hayan vendido en Nueva Orleans y en Frontera, ¿no?
Néstor dejó de masticar plátanos fritos, pero Andreu no pareció inmutarse por la provocación ni por la amenazadora mirada de Rufino. Si Néstor conocía bien a Andreu, la grosera insinuación le había ofendido, pero, a diferencia de la violenta reacción que había experimentado frente a Dougall, miró tranquilamente al extraño y dijo:
—Mal empezamos, señor. Pero, ya que me pregunta, le respondo. En realidad no tenemos ningún rifle. Los vendimos ayer todos por sesenta mil dólares.
Rufino palideció.
—Es un chiste —dijo.
—Sí, lo es. Pero bastante mejor que el suyo.
El extraño dejó escapar una sonrisa forzada y le dio a Andreu una palmada en el hombro.
—No se enfade, hombre. Sólo quería saber con qué clase de gente trato.
—Pues ya debería saberlo. El general no me confió esta misión de balde.
Rufino le devolvió un gesto huraño. Había querido mostrar un sentido del humor que, a las claras, le era ajeno, y no parecía complacido con una respuesta tan altanera.
—Esas armas son una tentación —dijo en voz baja—.
Tenemos que irnos de aquí cuanto antes. Esta misma noche, si es posible. Conoce el itinerario, ¿no es así?
—No, no lo conozco.
—Iremos por el río hasta las estribaciones de la sierra de Chiapas. Tengo contratados tres lanchones, y en un campamento oculto, cerca de Teapa, nos esperan una docena de indios y diez acémilas para subir los rifles hasta San Cristóbal de las Casas. García Granados nos espera allí. Tardaremos en llegar una semana o diez días. Eso si bien nos va. Hay patrullas militares, bandidos, indios alzados. Debemos darnos prisa y aperarnos de provisiones. ¿Tiene plata?
—Algo.
—Deme toda la que tenga.
Andreu guardó un largo silencio, pero sin perder la mirada de Rufino.
—Eso no se va a poder —dijo al fin.
—Por lo que veo, no le han dicho quién es el que manda aquí —le espetó el otro en tono de reto.
—Sí, señor, sí lo sé —respondió Andreu—. Usted es quien manda aquí. Pero también sé quien manda sobre usted, así como todo aquello sobre lo que no puede darme órdenes. Y del dinero que don Miguel me confió, soy yo quien habrá de rendirle cuentas, no usted.
Rufino golpeó la mesa con la fusta. Sus pequeños dientes mordían su labio inferior y los nudillos de sus manos estaban tan blancos como su camisa.
—Llevamos aquí más de quince días —gruñó—. He tenido que pagar por adelantado a los bogadores y al dueño de las lanchas y usted me dice que no puede darme plata. ¿Qué clase de revolución es ésta que no cuenta con los reales necesarios para organizarse?
Andreu no se inmutó.
—Dígame qué necesita y veré qué puedo hacer.
Rufino respiraba por la nariz con fuerza, como un toro antes de embestir, y Néstor discurrió en ese momento que, además de amenazar y gustarle poner a la gente al borde de su resistencia anímica, aquel hombre no sufría que nadie le llevara la contraria.
—¿Cuánto estima que pesa la carga? —preguntó con acritud.
Andreu hizo cuentas en voz alta. Sesenta libras cada caja de rifles, por cincuenta cajas, tres mil libras, más unas dos mil de munición, cuatrocientos uniformes, sables, cuchillos, machetes, hamacas, medicinas...
Rufino aguardó impaciente la cuenta, mirando a
Chico
como quien mira a una hormiga correr de allá para acá.
—Unas seis o siete mil libras —concluyó Andreu.
El hombre del gaznate y la gran nuez dio un silbido.
—Y todavía hay que comprar lazos, machetes, ponchos, arroz, maíz, frijol, tasajo, sal, galletas, hachas, azúcar, candelas. Va a hacer falta otra barcaza —se quejó.
—Nos repartiremos el trabajo —dijo Andreu—. Consíganse la barcaza y hagan la gestión en la Aduana Marítima para salir esta noche. Les daré algo de dinero para eso. Del resto nos ocuparemos nosotros —dijo Andreu.
—El subprefecto de San Juan Bautista es amigo del general y nos ha regalado un cañón con cien libras de metralla —dijo Gregorio—. ¿Qué hacemos con él?