El sueño de los justos (33 page)

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Authors: Francisco Pérez de Antón

BOOK: El sueño de los justos
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Néstor estaba paralizado. Sentía las manos y la frente frías y un agujero en el estómago por el que penetraban, uno a uno, los estampidos de las armas. Era incapaz de pensar y no podía enderezar el rictus que le deformaba la boca.

—¡No se quede ahí como un loro de luto! ¡Haga algo,
licenciado
! —le gritó Rufino, con desdén, antes de morder con rabia un cartucho—. ¿Para qué quiere, si no, esa babosada que lleva al cinto?

El guerrillero había echado mano de su carabina y devolvía el fuego a los salteadores, si bien con escaso acierto, pues el pulso le temblaba a causa de los escalofríos.

Néstor le devolvió un gesto de impotencia. Ni siquiera podía ponerse en pie. Una fuerza superior le aplastaba contra el sollado de la lancha y ningún esfuerzo de la voluntad era capaz de moverle una pulgada, ni siquiera para desenfundar el revólver.

—¡Dispare, carajo! ¡Dispare, aunque sea a los mosquitos!

Fue la rabia, más que el valor, lo que finalmente le impulsó a moverse. Se arrastró sobre el piso del lanchón, llegó al tenderete de palma, donde se apilaban las cajas de los
Remington,
violentó con el cuchillo de monte la tapa de una de ellas y sacó de su interior un rifle. Abrió un fardo de yute y extrajo un paquete de munición. Se parapetó tras las cajas y cargó el arma. Tomó aire, o mejor dicho, intentó hacerlo, pues la respiración se le encabalgaba en el pecho y no la podía gobernar. Dirigió la mira al ramaje del árbol delantero donde había detectado rastros de humo. Apuntó con rapidez y disparó.

El salteador cayó al agua como un fardo.

Oyó un silbido cerca, luego un chasquido. Una bala se había alojado en el bordo del lanchón, a la altura de su brazo derecho. Apuntó de nuevo hacia el lugar de donde había venido el proyectil c hizo fuego. Un segundo francotirador se precipitó del árbol, abatido por el disparo, pero nunca llegó al agua. Su cadáver quedó colgado de una rama en posición grotesca.

Rufino no daba crédito a sus ojos. El pulso de Néstor y la rapidez del arma le tenían sorprendido, y en su fuero interno debió de pensar que acaso el licenciadito no fuera lo que aparentaba ser. No había visto a nadie disparar con tanta velocidad y tanto acierto. Ni siquiera él, que estaba acostumbrado a los rigores del combate y sabía que el mejor tirador perdía en el campo la mitad de su eficacia, si no toda, como le ocurría en ese momento a él, ya que, fuese por la distancia, fuese por la calentura, apenas había hecho fuego un par de veces.

Néstor aguardó agazapado unos instantes, receloso de que hubiese un tercer tirador, pero no detectó en el árbol señal ninguna de vida. Se puso de pie sin decir palabra, extrajo de la caja otro
Remington
y un paquete de municiones y corrió al extremo de la embarcación, pisoteando los cuerpos de los bogadores. Aquellos hombres nervudos y fornidos, de rostros angulosos y con aspecto de antiguos guerreros, yacían en el fondo de la embarcación trémulos y con las manos en la cabeza.

De un salto, aterrizó en el segundo lanchón y, haciendo equilibrios a causa de los vaivenes, corrió hacia el tenderete de palma. Se deslizó por debajo, alcanzó la popa y, de otro brinco, fue a caer en el piso del lanchón encallado en el arenal.

Andrés, Gregorio y
Chico
Andreu se habían refugiado allí y, usando la embarcación como parapeto, repelían el fuego de los asaltantes que disparaban desde los arbustos. Néstor arrojó a Andreu uno de los rifles y una caja de parque y ambos volvieron sus armas hacia el sauce caído que cerraba el paso de la expedición por retaguardia.

Atrapado entre las ramas del árbol, el cayuco de cola no daba señales de vida y Néstor supuso que sus tripulantes habían sufrido el mismo destino que los del bote de cabeza. Buscó alguna señal que delatara el lugar donde pudieran esconderse los tiradores ocultos en el sauce y, mientras miraba, descubrió que ya no tenía el agujero en el estómago. El sudor se había evaporado de sus manos y un calor agradable le corría desde el pecho hacia los dedos.

—Ayude a
Goyo
y Andrés. Yo me encargo de los del árbol —le dijo a Andreu.

Se quitó el sombrero y, moviéndolo muy despacio, lo fue deslizando por el bordo del lanchón. Escuchó dos estampidos. Un puñado de astillas voló sobre su cabeza y la de Andreu.

De un salto se puso en pie, se llevó el rifle a la cara y disparó dos veces. Los salteadores cayeron heridos de muerte y sus cuerpos quedaron flotando en el agua, inmóviles.

Siguiendo la misma ruta de Néstor, Rufino llegó dando saltos al lanchón trabado en la orilla. Todavía temblaba por la fiebre, pero su rostro mostraba una determinación airada. Se arrojó sobre el bordo de la lancha y desde allí comenzó a devolver el fuego que venía del arenal.

Néstor y Andreu disparaban sin pausa, ante las miradas atónitas de los guerrilleros. Debían de verse ridículos cada vez que tenían que morder el cartucho de papel y ejecutar la compleja operación de cargar las carabinas y disparar, mientras los dos principiantes generaban una potencia de fuego para la cual hubieran sido necesarios veinte hombres.

A un punto, las armas de los salteadores cesaron de disparar y en el río se produjo un largo silencio.

Alguien entre los arbustos gritó:

—¡No tienen escape! ¡Entreguen la carga y les dejaremos ir sanos y salvos!

Néstor y Andreu se miraron sorprendidos. La voz tenía un remoto acento extranjero.

—Ese hijo de su madre —murmuró Andreu, indignado.

—No tardarán en dejarse venir —dijo Rufino.

—¿A la carga? —preguntó Andreu, sorprendido.

—Y con todo lo que tengan.

—¿Qué posibilidades tenemos?

—Muy pocas. Tengan a mano los cuchillos de monte. Usted también,
licenciado
—dijo sin mirar a Néstor—. Al fin va a poder estrenar esa belleza que lleva sujeta al cincho.

Pero Néstor no prestaba atención a lo que Rufino decía. Sin tener conciencia cabal de lo que acababa de hacer, su mente estaba ocupada en las cuatro vidas que había segado, pero ni se sentía culpable ni percibía en su fuero interno el menor cargo de conciencia. Y eso le tenía confuso. Nunca había imaginado que fuera tan fácil matar a un hombre. Combatir con fuego vivo no era muy diferente a tirar a los patos de Bergen County. Bastaba apuntar, tirar del gatillo y al infierno con quien se pusiera enfrente. Joaquín tenía razón, también Mclnnery. La naturaleza imponía el derecho a defenderse. Pero lo que le tenía en verdad perplejo era la ebriedad que sentía, la euforia que corría por su cuerpo y que no le permitía pensar en otra cosa que en tener a alguno de aquellos tipos a tiro para cazarlo como un pato.

No tuvo que esperar mucho tiempo. De pronto, una turba de tipos desharrapados y greñudos, ataviados con casacas percudidas, calzones blancos y camisas de dril, tocados con tricornios deshilacliados y sombreros de grandes alas, medallas y escapularios al pecho, armados de revólveres, carabinas, machetes y lanzas, surgió de los matorrales e invadió ululando el arenal. No serían más de treinta, pero su griterío daba pavor. La arena y los guijarros calcinados por el sol dificultaban su carrera, pues la mayoría iban descalzos, pero Néstor calculó que entre él y
Chico
sólo podrían hacer más de cinco o seis disparos cada uno antes de que la chusma alcanzara el lanchón.

Empezó a disparar contra aquella pesadilla a la par de Andreu, al tiempo que Rufino, Andrés y Gregorio descargaban sus carabinas de pistón. Dos melenudos cayeron al arenal, uno con la cabeza perforada, otro echando sangre por la boca. Aún así, la turba no se detuvo. Y sin dejar de dar aullidos, siguió corriendo hacia la embarcación.

Una ronda de disparos derribó a otros dos piratas, pero la horda se veía cada vez más cerca.

Estarían a unos veinte metros de la lancha, cuando Rufino dio a Andrés y a Gregorio la orden de arrojar las carabinas y desenfundar los revólveres.

Los tres hombres se pusieron en pie y, desafiando el fuego que venía de la desordenada carga, comenzaron a disparar.

El efecto fue devastador. En la distancia corta, los guerrilleros manejaban el revólver como si fueran rifles de precisión. Cayeron otros cuatro greñudos y, sorprendidos acaso por la repentina y sorpresiva potencia de fuego, el resto de los asaltantes optó por dar media vuelta y huir hacia los arbustos entre una espesa humazón.

Néstor reparó entonces que por entre la vegetación se movía con rapidez la figura de un hombre vestido de blanco y se echó el rifle a la cara. Persiguió durante un par de segundos la mancha móvil y disparó.

El hombre cayó abatido y durante algunos segundos no se oyó en el arenal otra cosa que el canto de las chicharras.

—Ah la gran... —dijo Andrés, admirado.

—Se han ido —comentó Gregorio.

—Quédense aquí y no se muevan —ordenó Rufino—. Andrés, véngase conmigo.

Los dos hombres revisaron los cuerpos tendidos en el arenal. Ninguno al parecer estaba vivo. Batieron después los arbustos, inspeccionaron el entorno y regresaron al rato.

Los salteadores, en efecto, habían huido.

—Atraquen los lanchones en el arenal y que los descargue esa gente —dijo Rufino, señalando a los bogadores.

Se envolvió de nuevo en la chamarra y, al reparar en la expresión inquieta de Andreu, le dijo con tranquilidad:

—Soy hombre de tierra fría. Contraje la fiebre hace un tiempo y, cuando bajo a la selva, como que se alborota.

Luego, dirigiéndose a Néstor, preguntó:

—Dígame,
licenciado
, ¿dónde aprendió usted a apuntar así?

Tenía una ceja fruncida, los ojos brillantes y su voz rezumaba el apremio de quien desea obtener una respuesta inmediata.

Con un histrionismo que tenía casi olvidado, Néstor respondió.

—En la escuela, señor
escribano.
Nunca le dejaba nada a la memoria: lo apuntaba todo.

Rufino endureció las facciones y, colocando el índice de la mano izquierda una pulgada debajo del mentón de Néstor, le espetó:

—¡No se haga el gracioso conmigo y responda! ¿Dónde aprendió a disparar así?

La tensión entre ambos hombres no parecía encontrar salida, cuando de los matorrales cercanos a la playa surgió un quejido. Rufino se movió rápidamente hacia el lugar. Néstor le siguió a la carrera, pero, antes de llegar al sitio de donde había partido el lamento, descubrió, tirada en la arena, una prenda que le era conocida: un sombrero de jipijapa con cinta de piel de jaguar.

Alzó el sombrero del suelo y, al incorporarse, vio que Rufino apuntaba al herido con un revólver.

—¡No haga eso, no haga eso!—le gritó.

Se oyó un estampido y el cuerpo del salteador dio un ligero brinco y quedó inmóvil.

Rufino se vino hacia Néstor y cuando estuvo a su altura le dijo con la misma cólera de un minuto antes:

—No se atreva nunca a darme una orden. ¿Me oye? ¡Nunca!

Néstor tenía el estómago revuelto. Una cosa era entender que su vida era más importante que la piedad por quienes se la deseaban quitar y otra rematar a un herido. Tom van Tolosa podía ser un tipo rastrero, como las serpientes de su fábula, pero no merecía una muerte así.

Dirigió una mirada al cadáver del holandés, movió la cabeza y dijo:

—Lástima.

Rufino se revolvió blandiendo el revólver y temblando más, acaso, por la ira que por la fiebre.

—¿Lástima de qué,
licenciado
?

Néstor dijo con sonrisa resignada:

—Qué difícil es entenderse con usted.

—Conmigo se entiende cualquiera, menos los chancles engreídos como lo es su señoría.

Andreu se metió entre ambos.

—Lo que el licenciado quiere decir es que el holandés nos podía haber proporcionado una información muy valiosa.

—El holandés, ¿qué holandés? ¿Cómo sabe que es holandés?

—Nos abordó cuando veníamos de Frontera y trató de comprarnos las armas. Lo volvió a intentar en Villaher-mosa. No pudo quedarse con los rifles por las buenas y quiso hacerlo por las malas. Ahora no podremos saber en nombre de quién actuaba.

En el rostro de Rufino se dibujó el desconcierto, pero se resistía a aceptar que había cometido un error.

—¿Y cómo supo que salíamos anoche de Villahermosa y que viajábamos por el río?

—Lo ignoro. Pero el licenciado piensa, como yo, que este fulano bien podía ser un agente de Cerna. Para el Gobierno es mejor negocio comprar los rifles que librar una guerra contra ellos, ¿comprende?

Chico
Andreu dirigió una mirada a la imponente Sierra de los Zoques cuyas desiguales y azuladas crestas se perfilaban en la lejanía.

—En pocas horas, el gobernador de Tabasco sabrá lo que ha ocurrido aquí —dijo, señalando a los cadáveres— y mandará gente tras nosotros. Se acabó el permiso de paso y, si nos encuentran, acabaremos en la cárcel. Con todo y las armas.

Néstor presumió que Rufino era lo bastante inteligente como para darse cuenta de lo que Andreu acababa de sugerir. La información sobre la presencia de los rifles había corrido ya seguramente, no sólo por Tabasco y Chiapas, sino al otro lado de la frontera, un peligro inesperado que complicaba el esfuerzo que suponía subir las armas desde e’1 nivel del mar hasta San Cristóbal de las Casas, a casi dos mil metros de altitud.

Rufino entresacó una piedra de la arena y, haciendo un violento escorzo, la arrojó al río. El guijarro se fue rebotando sobre la superficie del agua y se hundió en la corriente.


Goyo
—dijo, sin dejar de mirar el río—, ocúpese de enterrar a los muertos. Y usted Andrés, envíe un enlace al campamento para que vengan los arrieros y los cargadores. Tenemos que organizar la marcha a pie e irnos de aquí cuanto antes. No podemos seguir por el río. El nivel del agua ha bajado y cada vez hay más piedras. Apúrense.

Terció la carabina a la espalda y se encaminó hacia los lanchones. Al pasar junto a Néstor le dedicó un vistazo fugaz.

—Cuide el raspón de ese brazo.

Néstor se miró, sorprendido. No estaba consciente de la herida, pero se sentía gratificado. Por primera vez, Rufino se había dirigido a él con una inesperada muestra de cordialidad.

Chico
Andreu movía la cabeza y murmuraba:

—No estaremos seguros en ninguna parte hasta que lleguemos a la frontera de Guatemala... si es que llegamos.

Partieron hacia Pichucalco la madrugada del otro día, siguiendo la ruta de los conquistadores, los frailes y los viajeros que durante siglos habían ascendido por caminos de mulas hacia el lejano y montañoso Reino de Guatemala. Los arrieros, bogadores de aquel tobogán que iba dejando a un lado y abajo la llanura de Teapa, marcaban el ritmo y el rumbo por entre las jorobas del monte. Más austeros que los del río, avezados a las trochas y a las veredas de la región, conducían el tren de mulas con pericia por las agotadoras pendientes, en especial la de Tapilula, de la que un fraile había escrito que, en ciertos tramos, había que subirla a gatas.

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