El sueño de los justos (34 page)

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Authors: Francisco Pérez de Antón

BOOK: El sueño de los justos
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La sierra se acercaba con rapidez y el aire, más fresco y sutil, traía fragancias a resinas y hojarasca. La selva caliente y húmeda se iba transformando poco a poco en un bosque de elevados árboles por cuyo palio enramado apenas entraba la luz. A cada poco aparecían cascadas y riachuelos de aguas cristalinas. Cambiaba a ojos vistas la flora y el aire se volvía más liviano. Laderas escarpadas, profundos precipicios y una espesa maraña de enredaderas y arbustos cerraban a menudo el paso a la expedición. Detrás de cada cresta hallaban otra más alta y el premio de coronar una pendiente era la aparición de otra más abrupta.

El único que parecía feliz era Rufino. El monte era sin duda su hábitat. Seguía tomando quinina, pero revivía a los ojos de todos, lo mismo que
Chico
Andreu en Nueva York. La debilidad le había obligado los primeros días a cabalgar en mula, pero ahora caminaba como los demás, sobre el lecho de hojas y pino que alfombraba la arboleda.

Dirigía la expedición fusta en mano, la cual descargaba ora en un árbol, ora en las nalgas de algún indio, ora en las ancas de una mula. Gregorio y Andrés le seguían a toda hora, como si los llevara atados a un tobillo, y les hacía contar dos veces al día las mulas, las cajas y los bultos. No permitía la suciedad ni se cansaba de dar instrucciones. Exigía que todos se lavaran a diario en riachuelos y fuentes para prevenir hinchazones y sarpullidos. Y antes de partir cada mañana, les obligaba a sacudir su ropa y sus cobijas para librarse de arañas, hormigas león o alacranes que se hubiesen escondido en los pliegues durante la noche. Era como un padre gruñón. Observaba a los que mostraban debilidad en el ascenso y, aunque no los compadecía, no forzaba la marcha de la columna. Sabía de qué árbol había que extraer la corteza para hervirla y calmar un intestino insurgente o en qué lugar de este arroyo se ocultaban dos cangrejos. Descansar bien en la montaña, decía, era tan importante como caminarla bien. Y contar con tiempo para hacer el vivac antes de que cayera el sol, imprescindible. Planeaba con los arrieros el trayecto de la jornada, a fin de llegar a un lugar seguro antes de que les sorprendiera la noche. Observaba con avidez las nubes y en sus bucles y sus vetas, en su altura y sus colores, anticipaba un día soleado o de lluvia con certeza inaudita.

Rufino tenía miedo y tenía prisa. Prisa por llegar a San Cristóbal en la fecha que le había señalado el general. Y miedo a que la carta de tolerancia extendida por Benito Juárez para cruzar el país hasta la frontera con Guatemala no tuviese la fuerza suficiente como para convencer a las autoridades locales.

Su energía parecía crecer, sin embargo, a medida que decrecía la de los demás y sólo descansaba durante las pocas horas que se entregaba al sueño. Extendía una estera en un lugar limpio del bosque, quemaba una cáscara de coco para ahuyentar a los zancudos, cada vez menos numerosos, pero en todo caso al acecho, y se envolvía en el calicó lo mismo que una crisálida.

Seis días después de haber dejado Villahermosa, las pendientes se fueron haciendo más accesibles y, pasado Puerto Caté, muy cerca de Solistahuacán, las jornadas se volvieron, si no holgadas, llevaderas.

Una tarde, cerca de Oventic, hallaron un espectacular nacimiento de agua. Oscurecía con rapidez y había que hacer la acampada con tiempo. Rufino ordenó hacer el vivac a un cuarto de legua del venero, en un hermoso pinar. Las fuentes no eran seguras para pasar la noche, debido al probable paso de animales y personas.

Néstor aprovechó la ocasión para darse un baño bajo la espectacular cabellera de agua y regresó al vivac poco antes del ocaso. En torno al fuego, haciendo corro, estaban
Chico
Andreu, Andrés y Gregorio. Comían en silencio. La niebla empezaba a descender de los pinos y a posarse en los arbustos.

Rufino llegó con una brazada de leña. Se veía feliz, como el resto. Estaban a punto de coronar una ardua subida que había puesto en juego sus maltrechas energías y él, en lo particular, mostraba un talante más razonable o en todo caso menos irascible.

Les informó que se encontraban a pocas leguas de San Cristóbal de Las Casas. El general, varios amigos y la gente apalabrada para formar la tropa invasora les esperaban allí. De San Cristóbal marcharían a Comitán, cerca de la frontera, y después a una finca privada donde recibirían entrenamiento militar. Así y todo, les advirtió, aquél era el momento más peligroso de la marcha. San Juan Cha-mula, pueblo de indios que se había rebelado contra San Cristóbal de Las Casas, que era pueblo de blancos, estaba cerca. Había habido allí, dos años antes, una guerra de castas y varias masacres, de indios y de blancos por igual. Y aún pululaban grupos de tzotziles rebeldes que buscaban con desesperación armas y alimentos.

Néstor observó el rostro de Rufino enrojecido por el sol de la sierra y aquel gesto de seguridad en sí mismo que rondaba a menudo la arrogancia. Era su mayor debilidad, la incontinencia en mostrar sus sentimientos. Bastaba con mirarle a los ojos para adivinar su estado de ánimo. Pero su talante era ahora, o parecía ser, el de un hombre satisfecho de sí mismo.

Rufino extendió el petate, se enrolló en el calicó y selló la plática con un buenas noches, un saludo a medias, pues todos sabían que estaría en pie de nuevo tres o cuatro horas más tarde.

Néstor no los alcanzó a oír cuando llegaron. Sólo sintió un fuerte golpe en las costillas que le encogió como una lombriz y, luego, varios culatazos en la espalda y en las piernas. El fuego se había consumido, la niebla devoraba el bosque y lo único que alcanzó a columbrar fue una manada de sombras que se precipitaba en el vivac dando gritos y golpeando a diestra y siniestra. El resto sólo fueron gemidos, gritos de dolor, batir de arbustos, bufidos de mulas, voces de mando.

Le pusieron de pie y le ataron las manos a la espalda. Otro culatazo le obligó a caminar. Las ramas de los matorrales le azotaban el rostro y marchaba inclinado debido al dolor que alguien volvía a encender con cada nuevo golpe y un «¡apúrate, cabrón!» en voz baja.

Durante un par de horas perdió por completo la noción del tiempo y el espacio, y no la recuperó hasta que el alba sorprendió a la columna en las goteras de un pueblo. La niebla no se había levantado aún, pero a pocos pasos de él pudo distinguir hombres armados de uniforme, a Rufino, a Andreu, a los indios costaleros y a los arrieros que conducían las mulas.

Una legua adelante alcanzó a divisar un cerro y, en la cima de éste, una iglesia. Supuso que era San Cristóbal.

Le condujeron a un edificio encalado con aspecto de prisión. Uno de los soldados sacó un manojo de llaves y abrió tres puertas. Rufino, quien alegaba tener permiso de Benito Juárez para cruzar el territorio mexicano con las armas, recibió un culatazo en un hombro que le dejó boquiabierto.

El soldado les desató las manos, les ordenó quitarse las botas y empujó a Néstor y a Rufino al interior de uno de los calabozos, un cuarto desnudo y húmedo con dos bancos de piedra.

Néstor probó a echarse sobre uno de aquellos sarcófagos, pero se enderezó con un quejido. No podía estar en posición horizontal a causa del dolor en el costado.

Encogió las piernas y apoyó la espalda en la pared. El frío y la humedad de la argamasa le confortaron. Se abrazó a las piernas, apoyó la frente en las rodillas y en esa posición trató de encontrar alivio.

Rufino iba de un lado a otro de la celda, alegaba en voz alta y profería palabrotas.

7. Valle de la Ermita, Altos de Chiapas

«Cuando supimos por doña Cristina de García Granados que los rebeldes habían llegado a la frontera, pero que el gobernador de Chiapas les había confiscado las armas y les había metido en la cárcel, la tía se descompuso. Me dijo que aquello le olía a cuerno quemado y que tenía toda la pinta de acabar como la revolución de Cruz.

»Por aquellos días, yo había leído un librito que me impresionó muchísimo (en realidad no era un libro, sino cinco cartas encuadernadas que me había traído Joaquín). Habían sido escritas por una monja portuguesa, llamada Mariana Alcoforado. Al igual que muchas niñas de nuestro país, Mariana había sido encerrada en un convento cuando tenía once años. Seducida por un capitán de caballería francés, éste había prometido regresar un día para casarse con ella, pero, como ocurre en tantos casos parecidos, Mariana no volvió a saber de su amante.

»Esa noche no pude dormir. De pronto habían vuelto las dudas, la inquietud, la desesperanza. ¿Cuánto debía esperar por Néstor, ahora que la revolución había fracasado? ¿Y si no volvía? La mayoría de las muchachas de mi edad ya se habían casado y yo quería vivir. Amaba a Néstor con todo mi ser, pero no quería quedarme compuesta y sin novio, como la monja portuguesa.

>Además, estaba Joaquín. La tía no dejaba de hablarme de él. Eran ya dos años, Elena. Y Joaquín era guapo y, por si eso no bastara, rico. No digo que no me gustara. Aparte de ser muy atractivo, tenía unos hombros que no cabían en un armario y un trasero que daban ganas de palmearlo cuando se daba la vuelta. En su honor debo decir que, salvo la vez que me besó la mano, siempre respetó a su amigo. Sabía que Néstor me amaba y nunca buscó aprovecharse de su lejanía, pero yo me resistía a seguir los impulsos de la conveniencia. No es fácil que el amor resista la separación. Y si el mío y el de Néstor duró fue porque ambos lo sublimamos. Amar sin condición ni sospecha, guardar la fe uno en el otro, nos permitió mantenerlo vivo. Néstor era para mí, si quieres saber, el hombre que hacía el trabajo sucio por la libertad y la patria. Joaquín se limitaba a ser el joven acomodado de esos que hablan mucho y hacen poco.

»El movimiento de García Granados lo vino a alterar todo. Y Joaquín dispuso hacer méritos ante mí. No competiría con Néstor a espaldas de éste, sino dando el pecho. Organizó en la capital un movimiento clandestino con jóvenes de la Universidad de San Carlos. Compraron armas, reunieron dinero e hicieron planes para tomar el palacio y el Cabildo cuando el ejército libertador se acercara a la capital.

»Fue una especie de sarampión. Había descubierto el ardor guerrero y no hablaba de otra cosa. Se juntaba con sus compañeros en las barrancas de Ciudad Vieja y de La Villa, donde tiraban al blanco, y volvían de allí ebrios de exaltación y oliendo a pólvora.

»Pero Joaquín no tenía madera de héroe. Su inteligencia era más reflexiva que agresiva y su problema era no tener... perdona, Elena, se me va el aire... digo que su problema era no tener conciencia de sus limitaciones.

»La tía Emilia le insistió en que dejara aquella aventura. Temía perder un buen pretendiente para su sobrina y le decía que su talento era más útil al país para otras cosas.

Lo que la tía no llegó a comprender, ni yo a saber hasta mucho más tarde, era que Joaquín hacía todo aquello para volverse digno a mis ojos y que tanto él como yo habíamos optado por la senda del amor difícil. La mía conducía a Néstor; la de Joaquín, a mí. Pero su nobleza le impedía declararme sus sentimientos. No quería ser desleal a su amigo. Se limitaba a esperar a que, por sus méritos, yo me enamorara de él».

Néstor no conseguía dormir. Continuaba encogido, abrazado a las rodillas, la frente apoyada en ellas, las manos húmedas, los pies como témpanos. Buscaba en la inmovilidad mantener al pairo el dolor del costado y evitaba respirar muy hondo haciendo exhalaciones casi inaudibles.

Pero Rufino debía de tener oído de tísico.

—¿Duele? —preguntó.

Su voz surgió de la oscuridad como si saliera de una cripta.

—Creí que dormía —respondió Néstor.

—No duermo bien. Me despierto a las tres o las cuatro y ya no puedo conciliar el sueño. Pero tampoco lo necesito. ¿Duele?

Néstor dilató la respuesta. Rufino tenía ganas de hablar y él no tenía ninguna.

—Sólo cuando me río.

Rufino encajó la mordacidad con humor.

—Es usted un buen comediante.

—Me mira siempre como quien mira a un mendigo, ¿por qué habría de preocuparle mi costilla?

—Me preocupa la gente con la que estoy —la voz de Rufino sonó ahora hosca y exigente—. Le diré algo. Desde que le vi en Frontera me he estado preguntando qué pinta usted en todo este asunto.

—No sólo le molesto. También sospecha de mí. ¿Cree que soy un espía?

—¿Qué tendría de raro?

Néstor se tomó un respiro. Rufino le estaba probando otra vez. Era su modo de escudriñar a las personas, acosarlas, intimidarlas para hacerse una mejor idea de cómo eran.

—Piense lo que quiera de mí. ¿O es que está planeando ejecutarme, como lo hizo con el holandés?

—Ese desgraciado no merecía vivir.

—¿Siempre es igual de precipitado en sus conclusiones?

—Sólo cuando me va la vida en ello.

Una súbita llamarada iluminó el rostro de Rufino, quien luego de encender la punta de un puro delgado y prieto, dijo:

—¿Cree que hubiera sido mejor dejarle morir en el arenal? Le ahorré el sufrimiento de una larga agonía, allí tirado y con aquel calor.

El puro amenazaba con apagarse y, mientras Rufino lo atizaba con rápidos chupetones, a Néstor le dieron ganas de devolver la pelota.

—-Y a usted, ¿qué fue lo que le llevó a una vida como ésta?

La voz de Rufino sonó desganada.

-Qué sé yo, muchas cosas.

—Pero le gusta esta vida.

—Tal vez, no estoy seguro. De niño, me gustaban las armas. Jugaba a la guerra. Aprendí pronto a montar caballos y a domarlos.

—¿Dónde?

—En San Lorenzo, un pueblito de San Marcos que no tenía cura. Gracias a Dios —dijo, riendo por lo bajo—.

Llegaba una vez al año, por las fiestas del pueblo. Creo que por eso mi padre eligió para vivir aquel lugar.

—¿Era ateo?

—No, era de ascendencia española —volvió a reír . Y decía que los gachupines habían ido siempre detrás de los curas... con un cirio o con una estaca, y que, por eso, cuanto más lejos se estuviera de las sotanas, más tranquilo se vivía. ¡Porquería de tabaco! —dijo arrojando al suelo el cigarro.

Néstor se metió los dedos en el bolsillo del chaquetón. Aún conservaba un pedazo del que le había regalado Tom van Tolosa en el transbordador.

—Pruebe éste.

Rufino encendió el habano, aspiró el humo con visible placer y chasqueó la lengua.

—Esto es otra cosa.

—De nada.

—Mi padre sembraba trigo y café en las tierras altas de San Marcos y, en las bajas, criaba ganado y sembraba caña. Desde niño me obligó a trabajar. Le ayudaba a fabri car panela y a venderla, pero no me gustaba ese oficio. Así que me escapé de casa cuando tenía catorce años.

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